Me acercaré a él desde cierta distancia, una respetuosa distancia, pero no tan grande como podría suponerse. En pocas palabras, empezaré con las señoritas Strachey, hermanas de Lytton, hijas de esa notable señora a quien recuerdo diminuta, ciega, benévola, y de negro, Lady Strachey. Ella había parido un gran número de hijos y de hecho más hijas de las que conocí, pero hubo cuatro –Pippa, Pernel, Dorothy, y Margery— que conocí bastante bien. Al conocerlas uno siempre sentía que pertenecían al siglo diecinueve, que eran parte de la élite social e intelectual; honestas, tolerantes, muy instruidas, y poseían más encanto que belleza. Morgan Forster, según supe, las tomó como modelos para las señoritas Schlegel en Howards End. Era, uno sentía, un privilegio conocerlas, pero eran de un modo u otro algo aterradoras.
Dorothy, la única que nos interesa aquí, era la menos aterradora, aunque podía ser turbador conversar con alguien que daba por hecho que uno reconocería una cita de Bossuet o una alusión a Chateaubriand; ella era también, sospecho, la más apasionada, la más dotada, y la más entusiasta de las hermanas, y su novela Olivia seguramente será recordada. Era una mujer con fuertes convicciones políticas: de chica, cuando Dreyfus fue condenado por segunda vez, juró que nunca tendría tratos con ningún francés. Fue un juramento precipitado, pues unos pocos años después se casó con un artista francés sin un centavo. Tuvieron una hija, Jane Simon, que fue muy amiga de nuestra familia. Como sus padres, era pequeña, tenía la espalda un poco encorvada de su madre, los ojos negros y pequeños de su padre, y unas articulaciones delicadas que la hacían ver como si no tuviera huesos ni músculos; ella fue quizás la más inteligente de todos los Strachey.
Cuando, en 1934, los médicos me aconsejaron que pasara el invierno en el Mediterráneo, me propuse como invitado de la familia Bussy. Durante muchos años ellos habían habitado una pequeña villa en la costa entre Mónaco y Mentone. Y fue aquí, un domingo en la mañana poco después de mi llegada, que Dorothy dijo que no sería sorprendente que Matisse llegara de Niza a tiempo para el té.
Para mí fue como si hubiera dicho: “Me atrevo a decir que Jesucristo pasará por aquí después de la comida.” Yo estaba vagamente consciente de que Simon conocía a Matisse, pero por alguna razón no suponía que él pudiera venir a tomar una taza de té como si fuera cualquier mortal. Para mí, en efecto, Matisse no era un ser humano común; sino más bien un extraordinario ser superhumano. Lo había comparado por implicación con la segunda persona de la Trinidad. No llevaré la comparación más allá de decir que en su pintura me parecía que había un elemento divino, y que si uno pudiera imaginar una deidad que trabajara con pinturas y telas entonces tendría que ser alguien como Henry Matisse. Será por tanto fácil suponer que cuando el ruido de las puertas que se habrían y las voces inusuales me hicieron saber que estaba compartiendo el techo con él, mi emoción fuera formidable. No que hubiera sido muy preciso en mis expectativas; el destino me había colocado bastante cerca de ringside y creía que podría reconocer a un campeón a simple vista, pero igualmente me había enseñado que los grandes hombres son grandes de diferente modo. Matisse, evidentemente, sería un gigante, pero podría también ser una sorpresa.
Y lo fue.
Cuando abrí la puerta del salón, concluí que había habido un triste error. El invitado que estaba discutiendo el clima con la familia Bussy era de hecho “de buena figura”, agradablemente rellenito, bastante alto, ayudado por un excelente sastre, en conjunto, muy bien arreglado. Pero no encontré rastros de ninguna otra grandeza. El visitante casual que absurdamente había creído que era Matisse podría perfectamente ser una eminencia en el mundo de los seguros o los bienes inmuebles pero, ciertamente, no podía ser el creador de La Ronde. Pero aquí surge un problema. Sabía cómo era Matisse, había un autorretrato, había fotografías –y ellas, absurda pero indudablemente, remitían al amable filisteo a quien ahora estaba siendo presentado en términos que no dejaban duda de que estaba estrechando la mano del Maestro mismo.
La mente vuela rápidamente de una hipótesis a otra. Me di cuenta de que estaba siendo insensible. Cuando Matisse explicó que la temperatura promedio de Niza era ligeramente más alta (o tal vez ligeramente más baja) que la de Mentone, había algo mágico en su meteorología que se me escapó. Si tan sólo pudiera elevarme a la altura de su real significado, si ese significado fuera demasiado sutil para mi comprensión, yo estaría encantado. Traté de elevarme a esa sublimidad. Fue imposible.
Pronto se olvidó del clima y volvió a su tópico habitual, el cual era M. Matisse. No era, y nunca lo fui, un amigo cercano; sin embargo hubo ocasiones en que me contó algo de sus sufrimientos. No eran los sufrimientos del creador; eran más bien los sufrimientos de un negociante que posee un valioso surtido y siente que el mercado no comprende su gran valor. Hubo ocasiones en las que hizo alusión al espantoso hecho de que hubiera personas que no entendieran que él era superior a todos los demás pintores. Derramó realmente algunas lagrimas sobre ciertos gastados y apenas legibles recortes de prensa que saco de su bolsillo interior y que releyó con indignación. No fueron lágrimas de autocompasión, sino de lástima por la errada humanidad que, con invencible ignorancia, se atrevía a encontrar fallas en su arte o –igual de malo—le concedía demasiados halagos a M. Picasso, un pintor de indudable talento, pero cuyas pinturas sufrían de la irremediable falla de no haber sido pintados por M. Matisse.
Vanidad es una palabra demasiado débil para describir los sentimientos de Matisse por Matisse. Había algo cándido, inocente y sincero en su criterio de sí mismo que desarmaba la crítica –y, después de todo, ese inmenso talento era genuino. Pero, aunque la adoración de ese gran hombre por sí mismo era justificable y, en su inocencia, perdonable, nada podía convertirlo en un tópico entretenido de conversación. La familia Bussy, quien no había hecho ningún comentario hasta después de que conocí al Maestro, sostenía la opinión de que Matisse era el mayor pintor vivo, el mayor egotista vivo, y el mayor pelmazo vivo. ¿Por qué, entonces, lo seguían recibiendo domingo tras domingo? En parte, tal vez, porque era el amigo más viejo de Simon (habían sido –con Rouault—compañeros en el taller de Gustave Moreau), en parte porque a veces se tenía un vislumbre del auténtico Matisse. Pues el Matisse con quien uno intentaba conversar en casa de los Bussy era como el poeta Henry James –un fantasma irreal que discutía trivialidades en la planta baja mientras el hombre real estaba sentado en la planta alta escribiendo versos inmortales. De hecho, en un pintor, esa división de la personalidad parece menos improbable, pues el arte de la pintura está más lejos del arte de la conversación que la poesía. Al escuchar a Matisse hablar del arte y la vida, del genio y el talento, la vejez y la juventud, todo en referencia al Maestro mismo, podía uno imaginar que el hombre de genio estaba en otro lado hablando consigo mismo en un lenguaje pictórico de casi incomprensible belleza.
De esas sublimes conversaciones no oí nada. Otros más cercanos pueden haber sido capaces de escuchar en su charla algo tan importante como las cosas que podía decir en pintura. Por mi parte me sentía contento cuando el Gran Hombre podía, por algún momento, olvidar su grandeza y charlar en tonos humanos. Eso sucedía ocasionalmente, como cuando rememoraba el pasado con Simon y recordaba viejas historias de vida y parrandas en la École de Beaux-Arts. En esos tiempos, parece, uno era o místico o anarquista. Simon había sido anarquista. “¿Y usted que era M. Matisse?” preguntó Janie. Desafortunadamente, la pregunta le recordó al Maestro en qué se había convertido. Aclaró su garganta, infló su pecho, y se envolvió con la invisible capa de genio sentencioso antes de contestar que cuando él era joven le parecía que había demasiada gente tratando de frenar el progreso de la humanidad, mientras que ahora… “Ahora, intervino Janie, es usted quien aprieta el freno.” El comentario dejó a Matisse farfullando en irritada confusión. Difícilmente se hubiera uno imaginado a partir de su modesta pero magistral autobiografía que ella pudiera ser tan impertinente. En otra ocasión, molesto por las memorias de Alice B. Toklas, Matisse hizo notar que Mlle Stein no podía hablar con autoridad de la avant-garde francesa debido a que hablaba muy poco francés, y sobre este tema rehusó hacer más comentarios. Pero estas pequeñas desviaciones de su tema acostumbrado ofrecían la esperanza de que pudiera ser si no brillante si interesante. Y efectivamente, un domingo en la tarde olvidándose de sí mismo de una feliz manera, recordó algo que había visto y oído. ¿Pudo haber sido en el Pacífico Sur? ¿ Estaba tal vez relacionado con el cultivo de perlas? Es exasperante, cuando esas trivialidades permanecen en la mente, que esta repentina digresión, una narración simple y humorística expresada sin la mínima pomposidad, tenga que desvanecerse. Todos coincidimos en que fue una tardeada memorable y encantadora.
Después de haber afirmado, suficientemente espero, que, por lo que yo observé, Matisse era mejor en sus tratos con las musas que con sus semejantes humanos; quizás podría concluir con unas palabras sobre Matisse y la máquina. Era un rumor, pues cuando yo conocí al gran hombre era llevado por aquí y por allá por un chofer, como corresponde a un potentado. Pero hubo un tiempo en que el Maestro mismo se ponía al volante. Tengo entendido que en realidad nunca hizo el viaje completo de Niza a Mentone (eran unas diez millas), pues su avance era impedido por el hecho de que cada vez que era rebasado o veía que se aproximaba otro vehículo se subía a la acera y, al mismo tiempo, atascaba el motor. Incluso en aquellos días había mucho tráfico a lo largo de la Côte d’Azur, de modo que su marcha era bastante lenta. Eso era cansado, pero el espectáculo de Matisse dando vueltas por un animado y sinuoso camino, flanqueado por un lado por un muro de rocas y del otro por un precipicio, deteniéndose del todo sobre el acotamiento y algunas veces a mitad de la carretera, y luego comenzando otra vez, ya sea hacia adelante o en reversa, con repentina impetuosidad era demasiado para los nervios de alguien que amara a Matisse o a la pintura, para no mencionar a sus pasajeros. Supe que nunca tuvo un accidente serio. Las Parcas, sin duda, lo trataban con el debido respeto.