Final de una búsqueda
Cuando me pregunto dónde inició la historia, sólo encuentro puntos difusos, trozos de acontecimientos sin ubicación precisa, como los cuadros de Martín: un conjunto de manchas de color y texturas puestas en la tela como por descuido y a través de esas imágenes intento ordenar los acontecimientos.
Nosotros hemos disciplinado al mundo —solía decir Martín durante esas reuniones con el grupo de amigos, cuando hacia la madrugada el alcohol nos volvía lúcidos y desenvueltos—, le hemos impuesto un orden y una geometría. Pero en realidad, predominan el caos y la incertidumbre. Eso es lo que pretendo mostrar. Mi único afán es mostrar las cosas en su estado original y que el espectador, a su entera libertad, las ordene.
Nuestras reacciones siempre eran dispares y así, entre opiniones a favor y en contra, pasábamos las noches hasta que el cansancio o la ebriedad nos vencían.
Una mañana lo encontré observando por la ventana de su estudio, a principios del verano, a las golondrinas que volaban por la calle estrecha donde él vivía. Apenas si contestó a mi saludo. Sus ojos seguían con asombro las piruetas de las aves a ras del suelo.
Después de un momento, dejó la ventana de un salto y fue hacia una hoja de papel. Ahí trazó algunas líneas rápidas y empezó a hablarme de las golondrinas.
¿Les habías puesto atención alguna vez? Observa esos giros violentos. Es como si las impulsara algún afán suicida y, al final, desistieran de estrellarse…
Terminó el trabajo de un tirón, pero el resultado, a su juicio, no fue satisfactorio. La hoja de papel terminó en el bote de la basura.
Martín siempre trabajaba deprisa y eso contraría a muchos de sus amigos y conocidos. No dejas madurar la obra. La echas al mundo tal y como recibes la impresión, sin darte tiempo para apropiarte de ella, para comprenderla del todo. Por eso tus trabajos parecen improvisaciones. Te convendría trabajar más despacio, procesar la idea antes de ponerla en el cuadro. Eso te ayudaría a adquirir un mayor dominio de la técnica.
Ante esos argumentos, Martín respondía con algunos comentarios desdeñosos o con una sonrisa burlona.
Desde aquel día, Martín se concentró totalmente en el vuelo de las golondrinas. Pasaba cada vez más tiempo parado en la ventana, observando sus rápidas evoluciones, que aparentaban un inminente choque contra los postes de alumbrado o las paredes.
Ellas me han mostrado lo que buscaba, la celeridad que siempre traté de poner en cada trazo, la sensación de un impacto que nunca llega a producirse. ¿Te das cuenta? ¡Ahí está lo que buscaba y ahora no encuentro manera de plasmarlo!
Entonces vinieron las pruebas con técnicas y materiales que él no había utilizado antes. Sería difícil saber el número de cuadros desechados a partir de entonces. Cada semana lo miraba deshacerse de tres o hasta cuatro, enmedio de una desesperación creciente.
De pronto dejó de pintar. Cuando llegaba a visitarlo, lo veía enfrascado en lecturas. Había empezado a estudiar sobre las golondrinas, a revisar antiguos estudios sobre el vuelo de las aves, añejas leyendas y fantasías sobre máquinas voladoras y métodos para hacer al hombre remontar los aires.
Para entonces su ausencia en las reuniones con los amigos ya era frecuente, junto con su silencio. Yo era la única persona a la que aún aceptaba en su departamento, aunque cada vez hablara menos conmigo. No tenía tiempo. Toda su vida se redujo a sus estudios sobre aves y máquinas voladoras, a la insistente observación de esas gráciles figuras negras —como él las llamaba— que pasaban ante su ventana, y en sus intentos desesperados por llevarlos una superficie plana.
Incluso rechazó varias propuestas para montar exposiciones. Nunca mostró demasiado entusiasmo por mostrar su trabajo —siempre decía que lo hecho hasta ese momento no era lo suficientemente bueno para ser visto—, pero durante ese periodo su negativa fue más radical, porque además no tenía material para ser mostrado: había destruido la mayor parte de su obra anterior.
Sólo tres cuadros, de todos los elaborados durante el verano, se salvaron. Según él, eran los que más se había acercado a su objetivo. Los guardaba porque pensó que podrían servir como guía, pero en realidad resultaron bastante inferiores, en términos técnicos, a todo lo que había hecho antes de interesarse por las golondrinas. Él mismo lo reconocía y se preguntaba si en verdad había llegado alguna vez a adquirir el lenguaje necesario para mostrar las cosas en su estado natural.
Las únicas veces que salía a la calle era cuando buscaba otros puntos para observar mejor al objeto de sus obsesiones. Entonces solía ir más allá de su vecindario, algunas veces en mi compañía. Caminábamos sin hablar. Y si me atrevía a preguntar algo o hacer un comentario, él extendía su brazo, sin mirarme, como si quisiera atajarme el paso. Con eso bastaba para hacerme callar de nuevo.
Pero los paseos por las plazas y grandes avenidas pronto le resultaron insuficientes. Ahí, decía, había muy poco espacio para observarlas y sus giros se veían limitados por el paso de las personas o de los automóviles.
Me hizo entonces llevarlo a los suburbios, a esas zonas de la ciudad donde empezaban los grandes campos sin habitar. Y durante el trayecto, sólo rompía el silencio para ordenarme que manejara más rápido. Ésa era ya la idea fija en él desde hacía varias semanas: la velocidad.
Cuando encontrábamos algún terreno donde las golondrinas se dedicaban a revolotear, me ordenaba parar y bajaba del auto con prisa. A veces sólo se limitaba a quedarse inmóvil a pocos pasos del vehículo, mirándolas. Otras, corría durante varios minutos detrás de ellas hasta que las asustaba y alzaban el vuelo hacia otros sitios.
En no pocas ocasiones me hizo seguirlas hasta encontrar el nuevo lugar donde se reunían.
Después volvíamos a su departamento. Lo dejaba en la puerta y Martín se encerraba de nuevo, a pintar y destruir lo pintado.
Ya casi nadie preguntaba por él. La respuesta era siempre la misma: está bien; encerrado y trabajando sobre sus golondrinas. Los amigos empezaron a acostumbrarse a su silencio y suponían que, en cuanto Martín lograra darle forma al proyecto, terminaría con esa situación y volvería a vernos, volvería a las reuniones nocturnas y a explicarnos sus teorías sobre el caos y el orden.
Pero eso no ocurría. El caos y el orden ya no estaban ahí. El encierro de Martín se acentuó. Dejó de recibirme en su departamento. La primera ocasión, llegué temprano a buscarlo. Toqué el timbre varias veces, cada una con mayor insistencia. No abrió, aunque lo escuchaba trabajar y hablar solo. Martín no abrió.
Tampoco los días siguientes. La última ocasión, lo escuché golpear con fuerza algún objeto —bien pudo ser la mesa, alguna pared—. Dar gritos. Entonces bajé a la calle y le llamé en voz alta. Sólo se asomó a la ventana hasta que rompí el vidrio de una pedrada. ¡Déjame trabajar en paz. No quiero que me distraigas! Me limité a subir a mi auto y marcharme.
A final de cuentas, pensé, puede volverse loco si así lo quiere. Nadie tiene por qué estar aguantando sus estúpidas obsesiones.
Dejé de buscarlo. Y dejé también de ver al resto de los amigos durante unos días. Lo que menos deseaba era que me preguntaran por Martín. En algún momento, él tendría que entrar en razón, buscarnos y mostrarnos el trabajo resultante. No era la primera vez que se ponía de ese humor y nos mandaba al diablo. Aunque esos periodos tampoco habían sido tan prolongados.
Terminó el verano y las golondrinas se fueron. El silencio de Martín continuaba. Varias veces, después de aquel incidente, pasé frente a su departamento. Daba la impresión de haber tenido la luz encendida toda la noche, señal de que dormía poco. El vidrio seguía roto. En ocasiones se alcanzaba a escuchar música. Otras veces, nada.
Esa día sonó el teléfono muy temprano. Era él. Estuve equivocado mucho tiempo. ¿Sabes? Todo lo que había pensado estaba mal. No alcanzaba a entenderlas, por eso no podía concretar nada. Si tan sólo hubiera dejado de lado mis estupideces sobre el caos y el orden, habría sido más fácil. Pero ahora, por fin, lo logré. Entendí qué querían mostrarme las golondrinas.
Sólo dijo eso y colgó. Lo escuché cansado. Por lo menos, había roto el silencio. Fui hacia su departamento. La puerta estaba abierta. Recorrí los cuartos buscando a Martín. No estaba.
Entré por fin al estudio. Todos sus cuadros, rotos, estaban regados por el piso. Sólo uno, ahí, ante la ventana, demasiado realista para ser obra suya, mostraba a una golondrina sobre el pavimento, con la cabeza rota. En la distancia, un auto se alejaba.
Ninguno de nosotros volvió a saber nada de Martín.
Final de una búsqueda, forma parte del libro Geografía Imaginaria, de Gregorio Cervantes Mejía, publicado por la Dirección General de Publicaciones de la Benemérita Universidad autónoma de Puebla.