Un poeta secreto: Emilio Adolfo Westphalen

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Los lectores de poesía suelen ser contradictorios y tiene algo de insatisfechos e insaciables. Cuántas veces no hemos leído y escrito el reproche siguiente: escribió demasiado o escribió muy poco. Cuando ocurre lo segundo estamos siempre pensando en lo que no escribió y no nos liberamos de esa sombra casi nunca. Pienso, por ejemplo, en Ramón López Velarde, con su temprana muerte, o en Alí Chumacero, poeta longevo, ambos autores de un manojo de poemas. En esa contradictoria sed lo que se expresa no es una necesidad de cantidad sino de otredad, y la otredad nunca puede ser cuantitativa, por eso nunca puede ser saciada. A la inversa, cuando hacen una obra extensa decimos que son desiguales, que se repiten, que debieron guardar silencio. Y eso, el silencio, es lo que en ambos casos está en juego. Por ejemplo, en los poetas de obra breve se crea una industria de hallazgos e inéditos, en los de obra extensa de reordenamientos y cortes antológicos. Ambos son señuelos para ocultar el sentido del silencio. Uno de los casos más fascinantes, casi hipnótico por su misterio, es el del poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen.

Como la mayoría de los poetas de mi generación lo empecé a leer en los setenta, en fotocopias mecanografiadas y ejemplares prestados, cuando la revelación de la nueva poesía peruana –Cisneros, Hinostroza, Watanabe– lo reivindicó como antecedente, en medio del asombro ante Vallejo. Y nos reveló, además, la gran paradoja de un surrealismo con ecos precolombinos escrito por un alemán de tierras cusqueñas en el momento mayor de floración de las vanguardias en nuestro idioma. Su primer libro aparece en 1933, Las ínsulas extrañas, hoy ya un clásico y que ha dado título a revistas y antologías en Hispanoamérica y España. En 1980, casi cincuenta años después, el Fondo de Cultura Económica publico Otra imagen deleznable, Poemas de Emilio Adolfo Westphalen, la primera publicación en México que puso en circulación su obra con un cierto rigor editorial. No era un desconocido, pero sí un autor de muy difícil acceso. Hoy mismo transcurrido otro lapso similar, tampoco es fácil encontrar sus libros (el del FCE hace mucho que se agotó y la edición de su poesía completa en Visor, de 2014, no se encuentra en librerías mexicanas).

Su presencia entre nosotros tuvo también su acicate en su estancia en nuestro país donde estuvo como agregado cultural a fines de los años setenta, época en que vuelve a la poesía. Aquí encuentra un ámbito en que su poesía pasada y la nueva vuelve a resonar, gracias a su amistad con escritores como Álvaro Mutis, con gran influencia entre los lectores más jóvenes. Y es probable que su peculiar manera de entender la poesía tuviera coincidencias fuertes con la que, a través de los Contemporáneos, se había desarrollado en México en el último medio siglo.

Un poeta secreto, un poeta de culto. Si, ambas cosas. Y se podría decir también que es un poeta deliberadamente oculto por su condición explosiva y profundamente iconoclasta. Se le ha asociado con el surrealismo, y hay desde luego razones históricas para ello, pero también es cierto que, como casi todos los poetas que pasaron por el movimiento, luego se revelan otra cosa, distinta, deudora sí, pero en busca de sendas no normativas y libertarias. Por edad Westphalen fue contemporáneo –y amigo de muchos de ellos– de Vallejo y de Oquendo de Amat, de Martín Adán y de José María Eguren, de César Moro, y del más grande escritor peruano del siglo XX, José María Arguedas, con quien nos dejó un hermoso epistolario. Los escritores citados ejemplifican algunos rasgos de la literatura peruana de vanguardia, si no la más diversa sí la más profunda de las que el surrealismo prohijó en nuestra lengua. Reservada, vuelta sobre sí misma, la lírica peruana supo aprovechar sus raíces ancestrales y la proyección de la modernidad en busca de un nombre para lo innombrable.

Westphalen tiene más allá de esa condición secreta algo de fantasmal. Uno lee su breve obra y pareciera que se transformara de edición en edición, como se estuviera reescribiendo y modificando mientras no está ante nuestros ojos para revelarse otra en la siguiente lectura, inquieta y nerviosa en su morar entre páginas. Cuando al principio señalé esa brevedad como un elemento hipnótico pienso en las veces en que nos preguntamos por qué un poeta guarda silencio. El caso paradigmático es, desde luego, Rimbaud. ¿Por qué lo guardó Westphalen? ¿Por haber escrito todo lo que tenía que escribir? ¿Por considerar insuficiente o innecesaria la palabra poética? ¿De verdad guardó silencio? Todas estas preguntas tienen sentido con relación a su poesía. Y es que, por ejemplo, dejó de escribir poesía pero no abandonó la escena intelectual y artística peruana –dirigió un par de revistas hoy legendarias Las Moradas (1947-1949) y Amaru (1967-1971)– y años después, cuando su silenció parecía absoluto, volvió a la poesía. Como críticos solemos apelar a la cronología para buscar explicaciones, como si el paso del tiempo que, dicen, todo lo cura, también lo explicara.

Hay poetas que parecen encontrar la perfección y deciden preservarla abandonando la escritura. Esa decisión es muchas veces fruto de la dificultad, no pocas veces el dolor, que les cuesta alcanzarla. Hay dos formas de pensar en la sentimentalidad inherente a toda poesía, incluso la más intelectual y fría, la del decir lo dicho, repetir lugares comunes mejor o peor versificados, o la de desgastar el secreto no a fuerza de revelarlo, pues esto en realidad no ocurre nunca, para el buen poeta el secreto sigue siendo secreto, sino de intentar asirlo. Antes dije nombrar lo innombrable, no es lo mismo que nombrar lo que no tiene nombre, entre ambos bautismos hay una distancia que a veces es un abismo. Las vanguardias peruanas están muy lejos de los juegos de salón y los fuegos de artificio que pueden tener lugar en otros espacios, como Argentina o Chile, los mira con curiosidad y atención, los aprovecha y lo saber leer muy bien, pero les da una dimensión humana (en sentido vallejiano), la procesión va por dentro. Es por eso que tiene menos repercusión fuera de sus fronteras y en el caso excepcional de Vallejo es juzgado más como un poeta confesional que ligado a esa búsqueda de la otredad. Es así que hay que leerlo cuando dice: “Me he callado porque el silencio pone más cerca los labios/Porque sólo el silencio sabe detener a la muerte en los umbrales/Porque sólo el silencio sabe darse a la muerte sin reservas.”

Es un lugar común decirlo: el tema de la poesía suele ser la muerte. Pero es algo de lo que hay que recuperar la conciencia cada cierto tiempo. En el Perú se siente una conciencia particular no sólo de la muerte como idea, concepto y sensación, sino como muerte de una cosmogonía, una muerte que empieza, además, con una agonía que lleva cinco siglos. De allí esa condición de revelación de lo absurdo: morir es inaceptable e inevitable, indecible verbosidad que nos angustia y vuelve el duelo permanente duración elegida. Por eso, esa conciencia de la muerte produce, en el caso de Westphalen, poemas de amor. El silencio del poeta no es un abandono de la escritura y una cancelación de su decir sino una transformación de ese dicho en algo que no está dicho sino diciéndose a cada lectura, de allí la sensación de que los poemas cambian, de que el tiempo no pasa por ellos sino ellos por el tiempo, su condición transitoria es de diferente índole. Tal vez lo que más nos llama la atención de su poesía sea eso que Paz supo señalar muy bien: estamos ante una poesía de una pureza asombrosa no sólo por no estar contaminada por elementos ajenos a ella sino porque los mismos elementos de esa poiesis están tan incorporados a la vida en la proporción en que hacen de esa vitalidad una condición otra. Tal vez por eso cuando se oía hablar de él en los años setenta se describía a una figura venida de esa ultratumba que no es el tiempo por venir, el de la muerte, sino el tiempo como manifestación del ser. No de la muerte sino de su más allá ¿Y que hay más allá de la muerte? De eso, precisamente trata la poesía.

 

Las cartas de César Moro a Emilio Adolfo Westphalen

 

¿Cómo se leen los epistolarios? Digamos que hay aficiones lectoras muy diversas. Por ejemplo, aquellos que leen novelas de ciencia ficción o policiacas, históricas o de amor, y las divisiones que se quiera dentro de cada rubro: de enigma, negras, de la edad media o de amores desgraciados. Igualmente hay quien lee –son menos– poesía, cuento, ensayo. Menos aún los que leen diarios, autobiografías y memorias y menos si se puede los que leen cartas. Desde luego entre estos últimos son mayoría los críticos e historiadores que las leen como fuente documental, así que hay que volver a hacer la pregunta de manera más circunscrita ¿Cómo leer los epistolarios (no sólo los de escritores) como literatura? Un curioso azar, que tiene que ver con la edad y mi trabajo de editor, me ha llevado a leer y estudiar recientemente varios epistolarios (Octavio Paz, Tomás Segovia, César Moro) y a reflexionar sobre su sentido y valor literario. Aquí me quiero ocupar de las cartas de César Moro a Emilio Adolfo Westphalen reunidas en el volumen Eternidad de la noche.

Las cartas –de 1939 a 1955– dan cuenta de una larga amistad y de la constante conflictividad que Moro arrastró casi toda su vida: problemas económicos, amorosos, de salud, falta de reconocimiento y soledad. El mismo título predispone a un cierto sentido si no trágico si melodramático. Lo curioso es que si bien las cartas son en su mayoría quejosas no son quejicas, si el matiz coloquial me sirve para explicar la diferencia. Moro, después de su larga y fértil experiencia europea y sus ligas con el surrealismo, viene, con la segunda guerra mundial, refugiado a México, donde pasará quince años largos. Había nacido en 1903, casi con el siglo, y a lo largo de 50 años –moriría en 1956– acompañaría su devenir desde una marginalidad cultivada con esmero hasta volverse un mito referencial de la lírica peruana, lírica, por cierto, sembrada de ellos, y entre los que hay que incluir también a Westphalen. Pintor y poeta con vocación de bailarín Moro tendría además una segunda marginalidad la de escribir en francés casi toda su poesía, lo que lo vuelve meteco en Francia, francés en el Perú, lo que en un siglo de reivindicaciones nacionalistas lo sitúa en una tierra de nadie.

En México también sufrió en cierta forma esa condición extraterritorial, y a pesar de que por temperamento y gusto pudo tener amistad con algunos de los Contemporáneos, especialmente con Villaurrutia, su mundo central en nuestro país siguió girando alrededor del surrealismo (Benjamín Peret, Wolfang Palen, Remedios Varo, Leonora Carrington, Alice Rahon) y sus proyectos. Su vida amorosa –su misterioso amante mexicano– se conserva en la sombra, como su propia vida, en las cartas a su amigo. Sin embargo, dan sobre todo el retrato de una actitud literaria que puede ir de la constante actividad creadora a la esterilidad literaria. Hay muchos síntomas de su condición: colabora en El hijo pródigo y en revistas de los emigrados europeos, pero no es mucha la huella de su relación con el exilio español. Es probable, aunque de manera diferente, que Moro, como Westphalen, no tuvieran carácter fácil y eso dificultara la vida del primero en México, del segundo en el Perú.

Las cartas nos muestran cómo se tienden las redes finas de la literatura latinoamericana y, sobre todo, como se da la gestación de una revista central en el Perú, Las moradas, y como esta ocupa también un lugar preponderante en el panorama revisteril del medio siglo. Si el autor de Otra imagen deleznable elige para sí mismo un lugar marginal esa condición llevará a su revista a cumplir un papel muy importante en la poesía peruana de la época y en los años posteriores –en el epistolario aparecen fugazmente algunos de los entonces nuevos poetas peruanos y hoy voces centrales, Javier Sologuren y Jorge Eduardo Eielson– y muestra uno de los más serios intentos para hacer dialogar dos literaturas algo distantes. Perú y México comparten un pasado precolombino y una etapa virreinal muy rica, pero con líneas que pocas veces convergen. (Pongo un par de ejemplos: ni César Vallejo ni José María Arguedas, sus grandes figuras, son muy leídos en México).

A la vez las cartas también son un documento importante para investigar las relaciones del surrealismo en el exilio, de su presencia en México y en el Perú, y de las rencillas y no pocas veces batallas campales entre los grupos de vanguardia. El surrealismo, cuyo aspecto más evidente es luminoso, tiene en libros como este su contrapartida: no sólo sombras, sino la noche, y, además, eterna. En México, sin embargo, ambos, tanto Moro como Westphalen han tenido ediciones importantes (no hace mucho Ediciones Magenta publicó los poemas franceses con una buena traducción) y son leídos en el ámbito casi siempre subterráneo que le corresponde a la poesía.

¿Cómo puede la lectura de un poeta volverse un hábito? Leerlo y releerlo son ya sinónimos. No existe ni continuidad ni evolución sino constancia. Hay escritores que uno lee en la adolescencia y otros que lee en la madurez, otros que aparecen con una intermitencia que se vuelve habitual. Creo que, en mi caso, es lo que sucede con la literatura de Emilio Adolfo Westphalen. No recuerdo cuándo lo leí por primera vez, pero tengo muy presentes algunas de las veces que he vuelto a él maravillado, casi siempre un hecho ligado a la amistad que me deparan Inés Westphalen y Marcos Límenes, que me traen noticias casi siempre acompañadas de ediciones. Les hago un rápido recuento: Hace ya unos treinta años sobrados hicimos en la UAM, cuando yo era encargado de publicaciones, la edición mexicana de Ha vuelto la diosa ambarina y además se organizó, en la Galería metropolitana Casa del tiempo, una exposición sobre César Moro con materiales que el propio Westphalen trajo en su maleta desde Perú. Ambas cosas fueron una aventura cultural que trajo como consecuencia conocer a Westphalen en persona y conversar algunos breves momentos con él.

Si hay un autor en el que el silencio está presente es en él y por ello hay que poner en valor los breves momentos en que lo interrumpe, aunque nunca lo rompe, pues se trata de un silencio de gran fortaleza. Leer, releer Otra imagen deleznable en la fatigada edición del FCE, fotocopiar la edición española, hacerse de publicaciones casi clandestinas de sus pocos escritos.

Dos menciones especiales: la edición que hizo Hugo Gola de Poetas, poesía, poemas en su colección El poeta y su trabajo –nunca acabaremos los mexicanos de agradecer a Gola su labor de difusión de la poesía en nuestro país durante su exilio aquí– libro que tengo tan subrayado que se ha vuelto ya ilegible y del cual cada cierto tiempo me consigo en librerías de viejo un nuevo ejemplar para volver a subrayarlo, al grado de que algunos de esos ejemplares ya vienen subrayados por un lector para mi desconocido, al que le agradezco su labor.

La otra, cuando en una Feria del Libro de Guadalajara dedicada a la literatura peruana pude conseguir la edición facsimilar de Las moradas. En otro lugar me he ocupado de ambas ediciones.

Y luego, casi de manera natural, espaciadas en el tiempo vinieron las correspondencias, los epistolarios. Primero con José María Arguedas, luego con César Moro. Este último es el que hoy nos reúne en esta plataforma digital para celebrar su aparición en estos tiempos de pandemia. La lectura de César Moro tiene, también, como la de Westphalen un algo de azaroso condicionado por la amistad, por el préstamo de libros, por la labor entusiasta de editores a contracorriente. Westphalen, Moro, Arguedas. Da hasta miedo pronunciar juntos esos nombres de autores fascinantes. De la de Arguedas me ocupé en su momento y ahora me ocupo de la de Moro, en ambas ocasiones a invitación de Inés, a quien de verdad no tengo manera de agradecerle la deferencia.

No sé si es la edad, pero en los últimos años he leído muchos epistolarios y siento una cierta predilección por el género. Nos hace sentir a los lectores, creo, que compartimos una cercanía con el autor. Pero la correspondencia, género en desuso, sustituido por la comunicación vía mail y otras virtualidades, es un género particularmente azaroso en su relación con el lector que no es, al menos en una primera instancia, el destinatario. ¿Cuántas son las cartas arrojadas al mar en una botella que no encuentran lector? Por ejemplo: en este libro que hoy presentamos están las cartas de Moro a Westphalen porque este las conservó y sus hijas autorizaron y trabajaron en la edición, pero no las de respuesta. ¿Se habrán perdido para siempre? Es más que probable. No fue, pues, su ausencia, una decisión del editor sino del azar.

Para nosotros los mexicanos tiene una particular importancia la publicación de Eternidad de la noche porque la mayoría de las cartas están escritas desde nuestro país. Véase la expresión “desde”, que tiene una connotación distinta a “en” nuestro país. Las cartas se escriben, pues desde y hacia, no en. Toda carta, incluso la que se deja sobre la mesa sin enviar, tiene una dirección, implica un desplazamiento. La palabra “desde” es un eco de una distancia que a veces el tiempo vuelve cercanía: la amistad de Moro con Villaurrutia, con Agustín Lazo, con algunos de los surrealistas por aquellos años en nuestro país, nos hablan desde la emotividad fetichista. Paz menciona en Itinerario que Moro asistía a reuniones en las que participaban Víctor Serge y Julián Gorkín y esa mención nos hace pensar en esa condición múltiple y subterránea de la cultura mexicana de la época: un verdadero caldero de autores, temas, estilos, tendencias, estilos. De una cultura hiperminoritaria a una literatura politizada, de la oscuridad y el silencio de la soledad a la vida cultural social y pública, con estrenos de obras de teatro y traducciones en proceso. Y como parte de esa diversidad el relato que estas cartas nos dan de su amistad con Westphalen.

La amistad entre escritores no es siempre un hecho fácil. La de estos dos autores peruanos puede, sin embargo, ser paradigmática: dura toda la vida, hasta la muerte de Moro, y desde estas cartas más allá de ella, es a la vez admirativa, crítica y colaborativa (tanto en proyectos culturales –Las moradas– como económicamente: es probable que durante algún tiempo el sostén monetario que Westphalen daba a Moro le permitiera sobrevivir en nuestro país) Las cartas son un espacio de privilegio en el que se cruzan vida y obra, la persona, el contexto y la escritura. La labor editorial en torno a Moro ha hecho que poco a poco deje de ser un caso y un síntoma a que se sitúe como autor en el panorama de una lírica tan rica como la peruana del siglo XX. También ha mostrado el papel de ese factótum discreto de la cultura peruana que fue Westphalen. Esa amistad es lo que permite “leer” las cartas de este último desde su ausencia textual. Es algo que suele ocurrir en los casos en que no aparecen o se han perdido las respuestas. Todo epistolario como este, fallecidos los dos corresponsales, es un diálogo de fantasmas al que el lector asiste fascinado. Creo que ese es el objetivo de la iconografía documental que acompaña al libro: permitirnos imaginar la forma de esos fantasmas. No hay nada más concreto que los aparecidos, como bien sabe don Juan.

Moro había venido a México como exiliado y su estancia aquí merecería más estudio del que se la ha dedicado. Pero basta lo que se ha hecho para volvernos conscientes de lo importante que fue su paso por aquí, aunque fuera de una manera semisecreta. Moro fue un adalid y promotor (y, desde luego, practicante, del vértigo surrealista). También lo fue Westphalen, pero de una manera tan distinta, con la consabida dosis de escepticismo que caracteriza a todo lo que escribió. La ilusión surrealista tiene dos (o más) acepciones: la de un movimiento que ilusiona y la del que engaña a través de esa ilusión. Fantasmas e ilusiones habitan las historias literarias que interesan más a los mejores lectores. Y es que los fantasmas se nos aparecen de vez en cuando pero no son apariencia sino esencia.

Sabemos que a Moro, ni en París ni en México, le fue bien económicamente y que su biografía es abundante en penurias. También, sin embargo, sabemos que se entusiasmaba con proyectos –algunos, muy pocos, pudo llevar a cabo–, y que vivió plenamente la fascinación por las vanguardias, de la misma manera que lo hizo Huidobro, incluso pasándose al francés como lengua expresiva. Pero las diferencias entre el chileno y el peruano muestran lo que caracterizo a uno y otro surrealismo. La polémica entre ellos es furibunda y con gran repercusión en la época. Y en cierta manera describen las diferencias entre las maneras en que las vanguardias se aclimatan en Chile, Perú, Argentina y México. Es evidente que para Moro, y para los poetas peruanos en su conjunto, la actitud histriónica y altisonante de Huidobro no resultaba nada simpática. Y esa actitud les parecía a Moro y a Westphalen superficial.

En el caso del autor de La tortuga ecuestre su vocación primera de bailarín podría sugerir también una condición exhibicionista y en buena medida espectacular, pero la misma idea de la danza que podemos desprender de sus poemas es una búsqueda de interiorización: se baila para uno mismo de la misma manera que se canta en soledad. El desdoblamiento que el ejecutante pide de sí mismo es justamente una de las razones por las que Moro se sintió tan atraído por el surrealismo. Y es evidente que la historia del surrealismo en español y su relación con el francés como lengua expresiva, no podría ser escrita sin pensar en Moro y en Westphalen, y particularmente interesante sería desentrañar su presencia en México, a lo que da pie Eternidad de la noche. Una última anotación para futuros debates: poetas del ámbito hispanoamericano que no solo escribieron poesía surrealista sino que lo hicieron en francés –Larrea, Moro, Huidobro– deben ser leídos en clave hispanoamericana (extremando la postura: como si escribieran en quechua, náhuatl o gallego).