Acabamos de hacer el amor y estamos acostados en la cama cuando de repente suena el teléfono.
—Ah, ¿es en serio? —dice riéndose mi mujer. Entonces cierra los ojos y se cubre la frente con el dorso de su brazo; la lámpara de la mesilla de noche baña su piel desnuda en la habitación—. Contesta tú…
A su lado, hago como que no la escucho, y la miro de perfil. Observo el ritmo de su respiración, su pecho que sube y baja. Pero el teléfono vuelve a sonar.
Mi mujer me tira un codazo.
—Vamos, contesta —dice—, que quiero seguir…
—Déjalo sonar —le digo yo, y también cierro los ojos como mi mujer.
Pero cuando los abro, ella se ha vuelto hacia mí y me mira muy fijamente, frunciendo el ceño.
—¿De verdad?
—De verdad —dice mi mujer.
Entonces, molesto, me levanto de la cama y cruzo desnudo la habitación hasta la sala de estar. La casa está a oscuras. Cuando descuelgo el teléfono, observo la hora que aparece en la pantalla, que se ilumina junto con los botones. La una de la mañana.
—¿Sí? —digo yo.
—Noche Latinoamericana. Quiero saber si llamo al Noche Latinoamericana —dice apresuradamente la voz al otro lado del teléfono. La reconozco enseguida. Es Rosario, la amiga de mi mujer. Pero ya sé lo que quiere decir.
Mierda, pienso yo. Y con la otra mano me tallo la frente con brusquedad.
—Está bien, está bien, tranquila —respondo—. ¿Juan está ahí?
Pero la llamada se corta y Rosario no contesta más. Sólo queda el bip.
Cuelgo el teléfono y vuelvo a la habitación. Mi mujer ahora está de pie y se mira al espejo del tocador, frente a la cama. Se pone de perfil y se agarra los glúteos, como para comprobar su firmeza.
Cuando me acerco en la habitación y me planto detrás de ella, mi mujer toma mis manos y me obliga a abrazarla; luego las lleva hasta sus pechos y, mirando cómo la toco, cómo se toca ella a través de mí, al fin pregunta:
—Bien, ¿quién era?
No sé si me ha escuchado. Tampoco sé si decirle o no. Puede que sea una exageración por parte de Rosario, y, además, se siente tan bien estar así. El asunto de Rosario o estar así, esa es la cuestión. Pero luego comprendo que si algo le pasara a su amiga mi mujer no me lo perdonaría jamás. Y, aun si no, mañana de todas formas tendría que enterarse. No tengo más opción.
Mi mujer no dice nada, guarda silencio y espera.
—Es Rosario —digo al fin.
Ella entonces abre la boca, menciona algo, pero no la alcanzo a escuchar.
Le pregunto:
—¿Qué dijiste?
—Juan —dice mi mujer, y lo dice apretando los dientes, como hace siempre que se pone furiosa—. Ese grandísimo hijo de perra de Juan.
Acto seguido, mi mujer se hace a un lado, se pone a recoger su ropa tirada alrededor de la pieza y se comienza a vestir.
—¿Tú te vas a quedar ahí? —me pregunta, pero ya sé lo que en realidad significa.
Le digo que no con la cabeza y también me comienzo a vestir. Ya no tiene caso decirle que lo dejemos para mañana. Que se siente tan bien estar así. Lo mejor ahora es no llevarle la contraria o podría acabar de explotar.
Cuando estamos vestidos, yo bajo a encender el auto, mi mujer abre el portón, y ambos salimos disparados hacia la casa de Rosario y de Juan.