En los primeros números de Plural, a principios de 1972, se incluyó una efímera sección de “avisos clasificados” que funcionó, muy mal, como un curioso google de la época: “Se atribuye la canción ‘Mi Casita’ (la que empieza: que de donde amiga vengo) a Manuel José Othón, de quien preparo las obras completas –escribió Joaquín Antonio Peñaloza–. ¿Cómo comprobarlo? Agradecería cualquier indicación. […] Apartado 22. San Luis Potosí”.[1] ¿Alguien le respondería a Peñaloza? No lo sé. En todo caso, su anuncio sugiere la creencia, o más: la confianza en una noción de comunidad nada problemática y francamente candorosa. Me refiero al hecho de que en esos mismos años, por ejemplo, Jaime Reyes escribe los poemas que compondrán Isla de raíz amarga, insomne raíz: uno de los más claros testimonios, después del 68 y el 71, del cambio en el modo de experimentar lo comunitario, ahora una conquista ardua, como una sensación bifronte, delirante, o incluso una imposibilidad.
Me parece que Octavio Paz compartía con Peñaloza aquella noción de comunidad, incluso vivida con urgencia, cuando volvió a México y fue conformando el grupo con el que trabajaría en sus dos revistas. Pero el grupo se le resistió, y terminó siendo más reducido de lo que, creo, él había fantaseado. En parte por eso, muchos años después, Paz prefirió olvidarse de Plural y concentrarse en Vuelta: no sólo porque el grupo sí era dueño de la segunda y no de la primera, sino porque, a la distancia, dejó de percibir Plural como su revista. Las pocas veces que habló de ella alteró ciertas cosas, diciendo, por ejemplo, que su objetivo principal fue “combatir esta enfermedad colectiva […], el catecismo marxista-leninista”.[2] Vuelta se le aparecía sólida, editada por un grupo comprometido y compacto desde el primer número, con metas claras, con certezas. Plural, en cambio, desde esa perspectiva donde la cohesión y la seguridad son valores superiores, preferibles, ofrecía la imagen de la indecisión, la cadencia trabajosa del tanteo y la bisoñez, del lento aprendizaje sobre la marcha. El primer año de la revista sugiere que Paz buscaba cómplices, que estaba ansioso por reclutar escritores que hubieran nacido casi junto a El laberinto de la soledad y no junto a Zozobra o Reflejos. Los siguientes años indican que su relación con muchas de esas ‘jóvenes promesas’ fue tensa y difícil; a su vez, la reunión de un grupo de trabajo, el Consejo de Redacción, tardó más de lo imaginado: no aparece nominalmente hasta el número 42, y no se ofrece como verdadero grupo que concibe, produce y precisa la revista más o menos hasta el 50, siendo que Plural, la Plural de Paz, sólo tiró 58 números. A esto –a este dibujo de una revista en formación, maleable, que olfatea de a poco sus intereses, sus némesis, y que Paz, enojón, años después juzgaría improvisada– habría que agregar a Kazuya Sakai, secretario de redacción y personaje particularmente curioso y decisivo, quien ejerció en verdad como director en los muchos períodos de esos primeros años setenta cuando Paz aceptó cursos en Estados Unidos, así como el hecho de que Plural tuviera que practicar discretas negociaciones con Excélsior, desde cuya oficina de redacción asomaban discrepancias y en cuya asamblea de cooperativistas se acumulaban quejas por el dinero que esa revista cultural le costaba al periódico.
Ahora bien, el Paz de 1972 veía la revista de otra manera. A propósito de la renuncia de Tomás Segovia a la Redacción, escribe lo siguiente: “Los primeros meses fueron arduos, inciertos: la revista exploraba caminos no andados antes por las otras revistas literarias hispanoamericanas […]. En fin, todavía no estamos seguros (ojalá nunca lo estemos) de que el camino que seguimos es el camino recto” (13: 39). A pesar de la ensombrecida política mexicana, del endurecimiento de la guerra fría, del fin de los días idílicos del boom, Paz aún arrastra la flexibilidad, la apertura, el impulso lírico que dijera Reyes, de los años sesenta, al grado de que, como vimos, puede celebrar, entre heterodoxo y new age, su particular camino curvo, bifurcado, hecho al andarlo. De ahí, en parte, las atractivas y tremendas dudas, casi oscilaciones, en torno al comunismo, el socialismo real, el pensamiento de Marx: si hubo alguna certeza en Plural no fue la del recto camino del liberalismo y la democracia. Ni siquiera lo fue, en aquel contexto de polarización política, la identificación y rechazo de las grandes burocracias estatales.
Me gustaría proponer la que creo mayor o incluso única certeza de Plural, una especie de fe subyacente a los textos, al diseño, a las decisiones editoriales de la revista y, propiamente, a buena parte de sus motivaciones: la independencia del escritor, la autonomía del sujeto creador y, por extensión, de sus producciones. Ahí descansa la verdadera participación de la revista en la gigantesca polémica que, si ya venía gestándose a lo largo de los sesenta, sobre todo en Casa de las Américas, se precipitó a raíz del caso Padilla, a su vez detonado semanas antes de que saliera de la imprenta el número 1 de Plural, ese único número sin portada de octubre de 1971. Es cierto, como se ha señalado ya, que la discusión de la época sobre la función del intelectual, las preferencias por su autonomía o por su compromiso, eufemizaban una disputa ideológica mayor. En el caso de Plural, no obstante –lo que tal vez podría ampliarse al caso mexicano en general–, el dilema de la función y el estatuto del intelectual o el escritor no se concebía así, subyugado al dilema mayor, sino como auténtica entidad diferenciada, todo lo vinculada que se quisiera pero aparte, en terreno propio. En este sentido, el antecedente de Plural no serían tanto Sur ni Orígenes, siempre anotadas por Paz, sino la Revista Mexicana de Literatura, campo de pruebas del paradigma autonómico en México. Y es que, como mañoso metaargumento, Paz y sus amigos habrían afirmado justamente que, dada la necesaria distinción entre política y literatura, la discusión sobre la autonomía o el compromiso del escritor, si bien atravesada por lo político, era propiedad de la trascendental esfera intelectual. Así, a lo largo de sus cinco años, Plural se llena de incontables ejemplos de tomas de posición, declaraciones de principios menos o más explícitas a favor de la independencia del escritor, del texto, de la poesía, hasta terminar ofreciendo la sensación de que lo que decide la inclusión de uno u otro texto en la revista no es el signo político de su autor ni siquiera por fuerza la ‘calidad’ –en realidad, y entre paréntesis, esgrimir la ‘calidad literaria’ como único requisito suponía, para empezar, no tanto la confianza en ponerse de acuerdo sobre qué rasgos determinarían dicha ‘calidad’ como, más bien, la seguridad de que todos quienes decidieran tendrían en sus cabezas cierta noción, esplendorosa y mítica, de la ‘calidad’, siempre intocada por la política, por la historia–: no la política ni la calidad, sino la fe en ese espacio autónomo de donde nacen los textos, entonces garantía principal de su carácter literario.
Más allá de cientos de declaraciones concretas (De la Colina aplaudiendo que la poesía de Benjamin Péret “nunca tome el carácter de un mensaje político específico” (45: 49); José María Castellet congratulado de que la novela española hubiera elegido el camino del discurso, de lo específicamente literario, por encima del “lastre anecdótico de la historia” (25: 5); la propuesta de Plural para la creación de un organismo estatal que otorgara becas a los creadores –antecedente directo del FONCA– pero donde el Estado respete “la autonomía del que elabora el mensaje”(49:72), podemos detenernos en cómo la concordancia en el paradigma autonómico es lo que finalmente define y depura al Consejo de Redacción y, poco después, al grupo Vuelta: cuando se presenta el Consejo se dice que lo que une a esos seis autores, De la Colina, Elizondo, García Ponce, Rossi, Segovia y Zaid, más el director, Paz, y el director artístico, Sakai, no es sino la coincidencia en la “adhesión a la autonomía del pensamiento”(42: 82). Sin azar, ese mismo es el primer y único número de la revista que no incluye un solo texto sobre política, economía, sociología: pura pintura y literatura puras. Y sobre géneros, lo mismo: los índices que adjuntaba Plural cada año ilustran bien cómo el Paz que había polemizado con El deslinde de Reyes ahora se esforzaba en deslindar lo no artístico: dentro del paraguas de la “creación” los textos se dividen por su forma (“poesía y escritura visual”, “prosa poética/prosa”, etcétera), pero hay otros textos que la revista categoriza por su asunto (“Economía, política y problemas nacionales”, por ejemplo), para así dejar intocado el lujo autónomo de la literatura. Todo en Plural, pues, en especial aquellas franjas difusas, entre líneas, entre textos, incluso entre números de la revista, las franjas donde emerge la figura fantasmal del editor, todo tendía a la separación: la dedicación casi exclusiva del “Suplemento” –las páginas a color al centro de cada número– a cuestiones literarias, como un remanso de tranquilidad, una vuelta a casa; el diseño discretísimo de Sakai, que privilegiaba lo textual y daba a la poesía el obsequio de la amplitud, casi la devoción; la distinción de zonas literarias y zonas políticas aun si Plural no contó con secciones fijas;[3] el deslinde de lo literario y lo académico; el drástico cambio de tono, aun de léxico, cuando un mismo autor publicaba en el mismo número un poema, digamos, y un artículo de actualidad política: como si se tratara, literalmente, de dos personas distintas.
Son años convulsos: nadie busca postular ninguna torre de marfil, pero sí, según hemos visto, escindir al sujeto en artista y ciudadano. Como dijo Paz en uno de sus textos centrales en Plural sobre la función del intelectual, el ciudadano es quien toma partido, en su caso por la formación de un movimiento “popular independiente y democrático que agrupe a todos los oprimidos y disidentes de México” (51: 17); el escritor, que conserva resabios de la combatividad de su hermano gemelo y cotidiano, esgrime sus lanzas críticas pero en un plano general, abstracto. Así lo sugirió Vargas Llosa en Plural: el escritor ejerce una crítica permanente cuya eficacia y autenticidad descansan en su independencia frente a la política concreta.[4] No sólo escisión, entonces: glorificación de uno de los flancos. Y pocas cosas contribuyeron más al endiosamiento del escritor que el ensayo clave de Vargas Llosa sobre Camus, aquel donde confiesa su preferencia adolescente por Sartre y su redescubrimiento de Camus, esbozando así, con el paso de un francés a otro, un símbolo para las transiciones de aquellos años:
Frente a esta amenaza que incuba todo poder –escribe Vargas Llosa– se levanta, como David frente a Goliat, un adversario pequeño pero pertinaz: el creador. Ocurre que en él, por razón misma de su oficio, la defensa de la libertad es no tanto un deber moral como una necesidad física, ya que la libertad es requisito esencial de su vocación, es decir, de su vida. (51: 17)
Singularización mayúscula del escritor, que parte de su condición ínfima, despojada de todo poder –“La palabra del escritor tiene fuerza porque brota de una situación de no-fuerza”, escribió Paz en las páginas de su revista (13: 22)– pero que en el camino, un camino místico, de creación inefable, se transfigura hasta alcanzar el poder de la mayor lucidez crítica posible, un poder dado de golpe y únicamente debido a su condición, aislada, resistente, de sólo escritor.
Tan prima la fe en la autonomía que, por momentos, Plural ofrece un perfil heroicamente anacrónico, que refuerza el carácter etéreo y mítico de la creación:
El autor literario es, hasta ahora, –se lee en una nota anónima de la sección “Letras, letrillas, letrones”– el único elemento no prescindible de todos los que intervienen en la producción de un libro. La obra literaria puede existir sin que existan el librero, el distribuidor, el impresor, el editor, la tinta, la pluma o el lápiz. (28: 64)
Y sin que medie paradoja alguna, no obstante, me parece que deriva de esa misma fe en la autonomía una de las principales apuestas, y virtudes, de Plural, y que más bien, con un trabajo continuo y a fondo, refuta declaraciones como la que acabo de citar. Me refiero a lo que podría llamarse la tendencia visual o experimental de la revista, que desde luego incide en ciertos flancos materiales de la escritura –en la corporalidad del texto, en su carácter de diseño o incluso en su intención objetual, en la inscripción del acto de escritura en la escritura misma para ya no sugerir su veladura como mero requisito en pos de la obra, etcétera– y que, así fuera sin proponérselo, más bien abre fisuras en aquella concepción idealista de la creación intocada, límpida, indecible. Una tendencia visual que encontraría sus vértices en la plática entre Paz y Julián Ríos sobre tipografía (9: 16), el ensayo de Michaux sobre antigua caligrafía china (1: 8-11), el de Segovia sobre “El libro y los libros” (10: 17-20), el famoso texto de Fenollosa anotado por Pound sobre “Los caracteres de la escritura china como medio poético” (32: 47-56), y su núcleo en la selección de poesía concreta brasileña (8: 21-28) y el dossier titulado expresamente “Escritura visual” (5: 3-13). Y una línea, acaso mayor, la de aquello que entonces, sin pudor ni culpa, en la propia revista llamaban escritura experimental, que lo mismo tocaría el primer poema de Paz publicado en Plural, “Renga” (6: 32-34), el rescate de autores como Lewis Carroll (57: 31-42), la publicación continua de escritores como Sarduy, Deniz, Pound, Beckett, que la aparición, tan discreta como tan influyente en estos días nuestros, de las deconstrucciones poéticas de Ulises Carrión y de su seminal “El arte nuevo de hacer libros” (41: 33-38). Y sin duda es esta misma línea experimental la que decide, en buena medida, el perfil del boom novelístico que Plural va a privilegiar. Como respuesta a Casa de las Américas y su particular canon anticolonial, híbrido, testimonial, Plural va a preferir a autores como Manuel Puig, Cabrera Infante, Juan Goytisolo, Severo Sarduy, Fernando Del Paso, Julián Ríos, o bien las obras más experimentales de otros: Terra Nostra, por ejemplo, es decir, aquellas que Emir Rodríguez Monegal ensalzaría en su articulación con el estructuralismo y que, en cambio, Roberto Fernández Retamar condenaría por su limitada calidad de “hazañas del lenguaje”, según ironizó en su famoso Calibán.
Aquí es donde podría comenzarse a percibir ciertas limitaciones de Plural, atadas íntimamente a sus apuestas más importantes, a esos momentos donde, por reacción a posturas adversas, por apertura y flexibilidad, por conjunción de intereses o ideas, la revista ofreció verdaderos hallazgos, solidez, aire fresco. Limitaciones que acaso habríamos de comprender como síntomas de la vitalidad de Plural y no, como pudiera pensarse, de su cansancio o dejadez, en la medida en que derivan de aquella provisionalidad, aquella falta de certezas que, injusta o apresuradamente, Paz mismo condenaría después. Me refiero por ejemplo a la incapacidad para distinguir la voluntad neovanguardista, sobre todo en poesía, de una gran cantidad de poemas epigonales, textos a los que ningún adjetivo les vendría mejor que pacianos –Aridjis, Isabel Fraire, Carlos Isla, Guillermo Sucre, Roberto Vallarino–, o de poemas conversacionales por no decir costumbristas, y muy tibios, de autores como Sabines o Gil de Biedma. Algo muy parecido podría señalarse en relación con las artes plásticas, a las que se concede un lugar de privilegio, pero cuya yuxtaposición con el espíritu experimental de muchísimos textos produce una disonancia más bien chocante: en Plural se reducen a la pintura y la gráfica, un arte por completo bidimensional, individual y esteticista, justo en los años de esplendor de Fluxus, en el período de mayor irradiación del situacionismo, el conceptual o el accionismo. La crítica de arte, que debe de ocupar una quinta parte del total de páginas de Plural, careció de la ambición y el riesgo que se supone buscaba la revista, circunscrita al comentario de la obra –siempre dada por hecho–, a la exégesis de figuras o a la retórica de catálogo. Muy poco que ver, en este sentido, con la agudeza editorial que dio pie a la publicación de autores todavía raros en la actualidad –Lorenzo García Vega, Néstor Sánchez, Cristóbal Serra, Octavio Armand– y de escritores que acaso –esto tendría que investigarse con calma– fueron traducidos o presentados por primera vez en México en las páginas de Plural: Cioran, Raymond Roussel, Antonio Porchia, Julio Ramón Ribeyro.
Similares límites, quizá debidos al deseo autonómico y su derivación: el enorme peso dado a todo tipo de formalismos, podríamos hallar en el tratamiento del sexo. Heredera de la Revista Mexicana de Literatura y de S.nob, el sicalíptico semanario de Elizondo, Plural no fue menos pródiga en desafíos eróticos y reivindicaciones de la libertad de expresión, pero poco pudo decir sobre la sexualidad contemporánea, sobre las prácticas concretas en México y sus fuertes censuras y agresiones, algo que en cambio comenzará a asomar en La Cultura en México de esos años y en publicaciones como Fem, nacida a la par que Vuelta. Se trata, me parece, del mismo tipo de incapacidad atribuible a Plural en relación con cierta cultura juvenil: el número inaugural de la revista incluyó una crónica de Poniatowska sobre Avándaro, pero fue casi debut y despedida, tanto de la autora como, más importante, del perfil del texto. En otros términos esto habría de plantearse como la dificultad de Plural para ampliar la noción misma de cultura, en un momento donde numerosas búsquedas alternativas, contraculturales –expresión de la época– o al menos inquietas comienzan a erosionar la vieja concepción homogénea, casi constreñida al ámbito de las artes más o menos bellas. La revista se mostró dúctil y generosa para abrirse a otras culturas ya censadas por la tradición occidental –Japón, la India, el erotismo prehispánico, el orbe novohispano–; para ofrecer a sus afines un escenario dispuesto a la investigación, la experimentación, los riesgos –Paz descubriendo en los días de Plural el tema que lo ocupará los años siguientes, Sor Juana; Rossi dando con el modo de no ser sólo un profesor de filosofía; Deniz hallando la manera de asomarse al mundo–; para incorporar un poco de diseño, de jazz, de cine. Sakai, por ejemplo, llegó a escribir en la revista una nota sobre Weather Report (24: 62-63). Fantástico, diríamos. Pero difícilmente uno asociaría Plural con Weather Report de manera natural: aparece casi como concesión, como anomalía, el rincón sin vigilancia donde el movedizo Secretario de Redacción cuela una minucia incomprensible o intrascendente para el resto de los colaboradores.
De aceptarse la idea de que la verdadera obsesión de Plural fue la autonomía del escritor, en gran medida como réplica a la exigencia encarnada en Casa de las Américas de un intelectual revolucionario y casi más bien antiintelectual, podríamos señalar que, en el fondo, ambas publicaciones –es decir, ambas apuestas– terminaron coincidiendo en postular el encumbramiento del intelectual como único agente de la regeneración o la transformación social: ningún Calibán, ni siquiera en manos de los calibanescos, sino la vieja y conocida silueta de Ariel. Plural, sin embargo, me parece que no alcanzó a percibir otros peligros que acechaban, quizá más en la sombra, a su modelo de escritor autónomo. Con ellos, apenas bocetados, me gustaría cerrar:
- La puerta que abrió el boom al mercado, primero un tímido resquicio y luego, a finales del siglo xx, un vendaval, que no sólo abrió la puerta de par en par, digamos, sino que la arrancó de sus goznes. Si, como en otros momentos de la historia literaria hispanoamericana, el mercado pudo servir como contrapeso a ciertas demandas o intrusiones estatales –por ejemplo, cuando las estrellas del boom se hacen de agentes literarios como forma de eludir las comprometedoras y ásperas exigencias nacionales–, Plural no pudo en cambio articular una crítica a esa mercantilización que comenzaba a atentar contra su paradigma de autonomía.
- Otra pequeña fisura en este paradigma, que acaso involuntariamente Plural contribuyó a generar: la del nuevo tipo de intelectual de corte académico, que ya al final de esa década de los setenta empezará a sustituir al tradicional intelectual letrado. Porque si bien es cierto que, sobre todo en Vuelta, el discurso dominante es antiacadémico –a la universidad se la categoriza como sede de la teorización hueca, del radicalismo ideológico, de la prosa acartonada de papers y congresos–, en Plural no existe aún ese rechazo, e incluso al contrario: se anhela una esfera pública clásica, de hombres cultos e informados, pero se confía casi plenamente en la universidad como institución proveedora de autoridad enunciativa. Tal vez todo se reduzca a que en los años de Plural Paz dio muchas clases en universidades de la costa este de Estados Unidos, de donde consiguió numerosísimos colaboradores para la revista, lo mismo que Segovia consiguió del Colmex. Al poco tiempo, no obstante, la institución universitaria se les revelaría odiosa, justo cuando algunos de sus miembros comenzarían a modificar sustancialmente el modelo de intelectual que había sobrevivido en México casi desde la generación del Ateneo.
- Por último, las brechas que empezaron a abrirse ya no desde afuera, desde el mercado o la academia, sino desde los propios escritores o intelectuales, al dudar –vía el postestructuralismo, la cultura pop, el periodismo, en fin– de la conveniencia de aquella sacralidad de lo literario otorgada o exigida por el paradigma autonomista. Habría que referirse, aunque sea de pasada, a La Cultura en México posterior a Benítez, es decir, al suplemento de Siempre! paralelo a Plural, en algunos de cuyos números de 1972 se publica el ensayo “El autor como productor” de Benjamin y otros textos de nuevos escritores mexicanos donde, entre otras cosas, puede leerse lo siguiente:
Desencantado de la “opción revolucionaria” discutida anteriormente, desengañado del visionarismo, asqueado por los dogmatismos izquierdistas, opuesto frontalmente al Estado en virtud de la ausencia de una teoría dimanante de una izquierda real y concreta, cada vez más experto en las complejidades de la alta cultura modernista, el intelectual humanista crea su propia ideología, esto es, su autojustificación: su independencia.[5]
Creo ver aquí, en el suplemento, una señal de heterogeneidad, de la asunción de la heterogeneidad cultural que en cambio tanto trabajo costó en Plural, y aquí, en estas palabras citadas, la intuición de algunos escritores de que eso, ser escritor o ser intelectual, no sería una cualidad innata, y de que incluso la duda sobre la propia condición de escritor o intelectual podría resultar productiva y gozosa, acogedora: una incertidumbre que acaso alejaba lo mismo las demagogias del antiintelectualismo que las solemnes atribuciones de autoridad del intelectualismo clásico.
[1] Plural, 5, marzo de 1972, p. 45. En lo sucesivo, cuando se citen textos provenientes de Plural se indicará entre paréntesis primero el número de la revista y luego el de la página.
[2] Octavio Paz: “Repaso”, en Vuelta, 180, noviembre de 1991, p. 10.
[3] Salvo “Letras, letrillas, letrones” y una tardía sección de reseñas, ambas al final de cada número y con diseño distinto, a cuatro columnas generalmente.
[4] Véase la entrevista que le hace Danubio Torres Fierro en Plural, 47, agosto de 1975.
[5] Héctor Manjarrez: “Limitaciones y justificaciones”, en La Cultura en México, 548, 9 de agosto de 1972, p. vi.