Abrí los ojos.
Armand estaba de pie cerca del sofá.
El círculo de la mordida en mi hombro parecía más la huella de una pelea infantil que la marca de un vampiro.
No era un sueño.
Mis razones para convertirme eran prácticas y no tenían nada que ver con encarar la eternidad o poseer poderes adicionales.
Llevaba tres años viviendo en T… y aún no hablaba inglés por mucho que lo estudiara y escuchara.
Me sentía rodeado de patos a toda hora. Patos que hablaban como patos.
Eso era mi nuevo país: patos que no paraban de trabajar, patos que no paraban de manejar, patos que hacían barbacoas, viajaban al Caribe a solearse y jugaban al hockey.
No hablar su lengua me frustraba.
Nunca había sucedido el milagro: «En seis meses estarás hablando inglés, es como montar bicicleta, un día lo haces, de pronto entiendes…»
Iba a la escuela a diario. Language Instruction for Newcomers. El aula estaba llena de refugiados birmanos y musulmanes. Como si estuviera en una aldea de Afganistán o en medio de la jungla. Eran personas mayores que jamás habían estudiado nada fuera del Corán y el catecismo.
Lo peor eran las entrevistas de trabajo.
Cara a cara.
Los patos hablaban de limpiar pisos, de fregar platos y calderas, de cortar el césped y pintar paredes, de recoger manzanas y yo no tenía la menor idea.
Trabajaba por las noches en la compañía de limpieza de un cristiano salvadoreño.
Limpiábamos casas recién compradas y no había que hablar ninguna lengua.
Una noche de otoño conocí a Armand. La casa en que trabajábamos tenía una falla eléctrica y los constructores mandaron un electricista.
Un tipo de jeta juvenil que andaba sin abrigarse, a pesar de la frialdad, entró y me saludó.
Su mano delicada no delataba el oficio de su dueño.
Armand tenía colgadas de la cintura todas las herramientas que un ser humano pudiera llevar encima. Y ese precisamente era su problema: que no se trataba de un ser humano, aunque en ese momento yo no lo supiera.
Dejé de limpiar el salón del primer piso y me dediqué a mirar fascinado el trabajo que hacía.
«La hamburguesa casi cruda…», me pareció entender.
El trapeador se me cayó de las manos. Armand estaba justo de espaldas a mí.
Recogí el instrumento.
Armand sin darse vuelta siguió concentrado en lo que hacía.
«Trescientos años y este es mi primer trabajo», dijo sin mirarme.
¡Entendía su inglés!
Reí. Sin embargo, un ligero escalofrío recorrió mi cuerpo.
Subí a la planta de arriba.
Limpiaba el baño.
Había olvidado al electricista.
Avancé de espaldas a la puerta para no empañar las losas.
El pelo de la cabeza se me erizó hasta la nuca.
No lo sentí subir las escaleras.
Armand estaba parado junto a mí.
«Azules, rojos, amarillos, negros, los cables son como las personas», explicó sonriente.
¡¡Su inglés, cojones!!
Qué fácil.
«No es un pato…», dije bajito, apenas sin mover los labios.
«Seguro, no soy ningún pato», contestó el electricista en perfecto español.
Caminó hasta la escalera.
«Es muy simple, la corriente va por dentro del cable igual que la sangre por las venas», volvió a hablar de su trabajo.
La afirmación me impresionó bastante, si bien no significaba ningún conocimiento especial. Las palabras de Armand me parecieron lo más sabio que escuchaba desde que trabajaba con el salvadoreño.
Quise estar sentado en un bar, lejos de allí, hablando con el electricista. En español, no importaba si del color de los cables o de lo que fuera.
Percibía una atracción imposible de explicar.
«Aquí cerca hay un bar», dijo Armand y me pareció normal, no que supiera qué pensaba, sino que cerca hubiese un bar.
«Las ciudades están llenas de bares», dijo mientras hurgaba en el cinturón y ponía el alicate en su lugar.
Quise decir algo, pero el sentimiento de que mi cuerpo era un embrollo de venas y cables fue tan fuerte que no pude hablar.
«Menos La Habana, claro», sonrió.
Entre sus dientes no había colmillos afilados.
Armand y yo estábamos sentados cerca de la barra.
Mi cerveza era tan clara como una putica rubia de película porno.
El electricista bebió de su malta espesa, oscura semejante al vino tinto.
Lo imité. Me quedé pensativo.
«Cada uno lo asume diferente», dijo Armand.
Vi a la camarera asiática dar vueltas por el salón, su cuello delgado, sus piernas delicadas. Extrañaba el sexo. Mi mujer había regresado a Cuba. Una noche desapareció. Fui a la policía y antes de entrar a la estación sonó el móvil. Había preparado el viaje sin avisarme.
Su imagen se reflejaba en el espejo detrás de nuestra mesa. No tuve dudas: Armand no era un estafador, era un vampiro.
«Con el sexo, pasa lo mismo».
Su español sonaba claro, hacía pensar que fuera del bar, en aquel mismo instante, se derrumbarían todas las barreras que me permitían comprender. Funcionar.
«Y hablarás la lengua que quieras».
«¿Entonces?»
La camarera vino hacia la mesa.
Las venas de su cuello bajaban, subían, azules, delgados cables apresados en la carne tibia, deseadas aun sin ser un vampiro.
«Es un don…», dijo.
Un don tremendo.
Vi a Armand a través del cristal de mi vaso, del líquido lleno de burbujas…
No era un sueño. Aún acariciaba la huella de la mordida.
Estábamos en mi apartamento.
«¡No!», grité.
El vampiro dio un tirón a la cortina y el sol de la mañana entró en la sala.
Cerré los ojos por temor a desaparecer achicharrado por el sol matinal, los abrí y Armand había desaparecido.
Así, sin instrucciones, salí a la calle. Mi intuición me decía que no debía fiarme de las películas.
Era un día como otro cualquiera. Me cruzaba con la gente y si hablaban sólo comprendía palabras sueltas.
Dudé del regalo del electricista.
Sentí hambre.
Entré a un McDonald’s.
¿Qué debía comer un vampiro el día de su nacimiento?
Recordé el gusto de la sangre de Armand. Pedí una hamburguesa casi cruda y un café.
Los patos hablaban a mi alrededor.
Por eso me fui a la escuela.
Mi vida continuó.
No sé cuántas semanas.
En vano intenté dar con el electricista. Por momentos creía que se había burlado de mí.
Ni hablaba inglés ni mi fuerza era superior. Comía zanahorias, yogurt, helados, frutas. Bebía cervezas. Tenía sexo de vez en cuando.
La marca de la mordida desapareció de mi hombro.
Dónde andaba metido Armand.
Si algo había aprendido en mi vida de inmigrante sin éxito era que te podía suceder cualquier cosa, incomprensible o inesperada, sin que avanzaras un centímetro.
Hasta que una mañana vomité el desayuno.
Mi refrigerador se llenó de paquetes de carne molida. Dejé de beber otra cosa que no fuera sangre de res. Pero de ahí a querer saltarle a alguien al cuello iba un trecho. Si cada uno asumía el don a su manera, era evidente que no me había convertido en cazador.
Seguí trabajando con el salvadoreño y, cuando acababa la escuela, vagaba por la ciudad en busca de no sé qué. Al final siempre terminaba donde mismo: en algún supermercado. La boca hecha agua con la carne fresca. Disfrutaba ver a los carniceros con los guantes ensangrentados, cortando filetes a la vista del público. Algunos ya me conocían y sabían de mis preferencias.
Entonces comencé a tener problemas con la soledad. Nunca antes me había importado, pero la angustia, redoblada por mi nueva condición, se hizo insoportable.
«Usted lo que necesita es venir a mi iglesia», me propuso el salvadoreño una noche antes de dejar el trabajo.
Lo ayudaba a guardar los instrumentos en su camioneta. Dejé la aspiradora en su lugar y no pude evitar sonreír.
Un vampiro pentecostal.
«El pastor habla bonito», dijo. «Además, la iglesia es como una discoteca del señor, hay muchas mujeres solas».
Me gustó la comparación.
Ese mismo domingo me fui a la iglesia.
El ambiente era bueno.
Los niños correteaban por los pasillos, entre los bancos.
Algunas mujeres me miraban sonrientes.
Todos hablaban español.
Antes de que el pastor apareciera abrí el libro de canciones.
Me gustaron los títulos: «Sólo tú eres Dios». «A Jesús cantaré». «Oh Padre celestial».
Mi español fluía hacia la cruz que estaba en la pared detrás de la tribuna. No estaba mal.
El pastor apareció y se hizo un pesado silencio.
Paseó su vista por los presentes.
Clavó sus ojos en mí.
El estómago se me contrajo.
Abrió el libro sin dejar de mirarme.
«Caras nuevas», dijo muy serio y leyó: «Recuerdo ese momento, cuando llegaste mi vida estaba necesitada de tu presencia. Oh Dios, nunca pensé que te importara, jamás pensé que tú me amaras…»
Un grito de aleluya retumbó en la sala.
Mis tripas sonaron.
Tenía hambre.
El pastor cerró el libro y la emprendió contra el demonio.
Cada palabra me hincaba en medio del pecho. Mi carne era indefensa, mi cuerpo ardía.
No sé cómo llegué a la puerta.
No sentía frío.
Corrí, lejos, muy lejos, no sé cuánto tiempo, hasta caer desfallecido y hambriento sobre el césped de un parque.
Desperté cubierto de escarcha, vi la luna por entre los gajos deshojados de los árboles.
Una luz naranja envolvía cada farol.
Se escuchaba el silencio.
Tenía el estómago estragado.
No fue intencional ni premeditado.
La mujer venía corriendo por la ciclovía.
Era el cuello que cualquiera desearía morder. Oía música con sus audífonos.
Sentí un llamado desde lo más hondo de mis entrañas. Corrí tras ella y cuando estaba a punto de alcanzarla se dio vuelta e inundó mis ojos con un espray.
«¡Mierda!»
La mujer, sin dejar de correr, gritó algo incomprensible en inglés.
Los patos corrían, usaban espray.
Después de mi huida de la iglesia, el salvadoreño me corrió de su compañía.
Arremetió el invierno.
De los más duros.
Recordé al descamisado Armand, su provocación de ir apenas cubierto en otoño.
Mi aspecto había cambiado. Ya no me bastaba con la carne molida. Tal vez era la doble o triple soledad.
Sin saber por qué seguía yendo a la escuela. Quizás era la esperanza de que algún día entendiera.
Bajo el hielo los patos no paraban su vida.
Uno de los grandes conformismos del emigrante es pensar que las cosas deben ser paso a paso. Vagaba por los parques lejos de la gente. Intentaba atraer a las ardillas. Les ponía comida y se acercaban tan hambrientas como yo.
Paso a paso, venían hasta que logré atrapar la primera. Su cuerpo temblaba de miedo. Me quité el guante. Y antes que le diera un mordisco en la cabeza, el animal clavó sus dientes en mi mano y echó a correr.
Con la segunda fue peor aún.
Una tarde, en un acceso de hambre, fui sorprendido cuando iba a devorarle la panza. En vano intenté defenderme ante el guardaparque. Mi inglés no brotaba, confundía palabras, tiempos verbales, mezclaba saludos con descripciones. No lograba hilvanar un argumento en mi favor. Dejé escapar al roedor y tuve que pagar una multa de quinientos dólares por acoso animal, además de trabajar cuarenta horas voluntarias en una perrera.
Los patos no solo hablaban inglés, sino que adoraban a los animales.
La tristeza acecha en invierno. Se te pega el desconsuelo por la falta de sol y vitaminas, dicen.
Fueron la angustia y la falta de vitaminas.
Estaba parado en una de las orillas de la autopista 401.
El paisaje era una nata blanca.
El cielo iba de plomo.
Estaba convencido de que en unos minutos estaría en otro mundo.
Las rastras pasaban veloces conducidas por patos que llevaban cosas de un sitio a otro.
«No-na-me-lo-blaw-com…», no acabé de leer el letrero.
Me lancé, sin lástima, debajo de las ruedas traseras.
Mi cuerpo rodó bajo la rastra. Le siguieron otras dos, hasta que fui lanzado hacia la cuneta.
Me puse de pie. Sentía mi cuerpo hecho polvo.
«Que imbécil…», dije.
Tampoco tenía suerte para morir.
Como si la técnica para lograrlo consistiera en un secreto, o un misterio, en inglés.
Bajé de la autopista. Caminé hasta una parada de autobús.
De regreso de la excursión anduve sin rumbo.
«¿Y ahora?», la pregunta retumbaba en mi cabeza.
Entré a un café, pedí un té, me senté en una mesa apartada.
Aún me dolían la espalda y el cuello.
El té no me gustaba, pero ver la taza humeante y la nieve afuera me tranquilizaba. Recosté mi espalda. Los dolores desaparecieron. Probé la inmundicia. El estómago me dio un vuelco y sentí el ansia que nunca había sufrido.
Un anciano que estaba sentado muy cerca vino hacia mí. Sin invitarlo se sentó en la butaca desocupada.
Sus ojos eran tan claros como los de un cadáver.
Enseguida lo supe: era un vampiro.
Dijo algo en inglés que no pude comprender.
Intentó con otras lenguas.
«Banco de comida», dijo finalmente.
«Sí, banco de comida», repetí, para que supiera que mi español era tan bueno como el suyo.
«Blood bank«, dijo.
«Food bank«, repetí.
Meneó la cabeza contrariado. Sacó una tarjeta y la puso sobre la mesa. La tomé. En ella había una dirección.
«Usted no es cazador, si tiene hambre vaya a la oficina», explicó despacio moviendo sus manos blancas y delicadas exactas a las de Armand.
Mis tripas respondieron por mí.
«Es lo que le digo…», dijo.
Bebí la porquería otra vez y, normal, cuando bajé la taza el viejo había desaparecido.
Blood bank.
Dejé el té y fui a la estación del metro más cercana.
Apenas me senté en el último vagón mis tripas comenzaron a sonar.
Los pocos pasajeros que viajaban me miraron extrañados y desaparecieron en la primera parada.
Para tratarse de una oficina dedicada a la ayuda de los vampiros, no era diferente a cualquier otra. Los empleados se movían atareados. Había carteles con fotografías de personas de distintas edades y nacionalidades que sonreían bajo el sol. En otros había imágenes de manos de diferentes razas unidas con inscripciones:
Diversidad.
Equidad.
Código de ética.
Le pregunté a la recepcionista que si todas aquellas gentes eran vampiros.
«Son fotografías», dijo y me di cuenta que no había entendido mi pregunta.
Luego me hizo llenar dos formularios. Uno que explicaba los riesgos que podrían traer la ingestión de sangre no certificada por el sistema ISO, y que requería mi compromiso a no convertirme en cazador.
El segundo era sobre chismes de familia, vacunas, alergias, cirugías, país de origen, estado civil y todo ese cuento.
Firmé sin apenas leerlos. Al final me entregó un talonario de tickets, varios folletos, bolígrafos, una banderita de la provincia y un six pack de latas de sangre.
Pregunté por el código de ética y la mujer me miró por encima de sus espejuelos.
Eso fue todo.
Cuando llegué al apartamento abrí una de las latas, me serví un vaso y me senté delante de la ventana.
Los carros pasaban despacio.
Se hacía de noche y la nieve caía tranquila en grandes copos.
La sangre bajó por mi garganta y una inmensa paz se hizo en mi estómago.
Me recliné en el sofá.
El rojo de la sangre y el blanco afuera eran perfectos.
Subí los pies en la mesita y leí lo que decía en la lata.
Me vino un ataque de tos.
«¡…!»
Made in China.
Sólo un quince por ciento del contenido era sangre verdadera, el resto se trataba de incomprensibles ingredientes…
El líquido contenía sulfito y pectina.
Al menos no moriría de hambre ni tendría que comer más carne molida.
A la semana siguiente comencé a trabajar fregando platos en un restaurante italiano. A los patos les encanta la comida italiana.
Fregaba. Los cocineros se burlaban de mi inglés y la pasábamos bien allá abajo junto a los fogones.
Tomé el semestre nocturno.
No me faltaba la sangre…
No sé qué tiempo hubiera pasado si ella no hubiese aparecido.
La nueva profesora había sido bailarina. El pellejo de su cuello, largo, otoñal, aprisionaba cables y venas. No había sentido deseos de saltarle al cuello a alguien desde mi encuentro con la corredora del espray. Pasaría la eternidad y aún me acompañaría el recuerdo.
Hacíamos un examen. Trabajaba en un ejercicio sobre las frases verbales. Un infierno de pregunta. Faltaban cinco minutos.
Sólo quedábamos la profesora y yo.
Acabé como pude. Puse el examen en el sobre encima de la mesa.
Sentía vergüenza mirar de frente a la profesora.
Ya me iba hacia la puerta.
«¿Qué va a pasar en Cuba cuando se muera Raúl Castro?», creí entenderle.
Me detuve.
«No sé…, seguro los americanos levantan el bloqueo», respondí sin mirarle a los ojos.
No era la respuesta que ella esperaba.
«Si levantan el bloqueo aquello se llenará de gringos», estoy seguro haberlo escuchado. «Me gusta ir a Cuba, allá no hay gringos».
Miré su rostro. Sonrió.
Me abalancé sobre ella, la sostuve por su cuello tibio y palpitante, y antes de que pudiera gritar, le arranqué la lengua de un mordisco y bebí su sangre.
El cuerpo vaciado cayó al suelo. Entonces vi que el conserje estaba parado en la puerta. Su boca abierta, los ojos salidos…
Dejé los cadáveres en el tanque de basura del parqueo.
Me alejé del lugar.
Mientras caminaba sentía el ruido de los animales nocturnos. Escuchaba el latir de los corazones de los patos que miraban la televisión, dormían, comían en los restaurantes y bebían en los bares. Percibía el rumor de la sangre fluyendo en las venas a kilómetros de distancia y comprendí que tenía todo el tiempo para aprender inglés.