Succès de scandale

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Perá, perá, no tomes aire. Sí, el grabador encendelo, porque la historia no es como la leíste en los diarios. Ni siquiera es así lo que yo dije en su momento. Te voy a contar otra historia y esto no va a ser una nota de la revista literaria, que no lee nadie. Ya hablé con Quirchbaun. Va a la tapa de la revista del domingo. Y más vale que te salga bien porque lo que te voy a contar es gordo… Bah, qué sé yo, supongo que cambiará un poco la perspectiva. Entonces, primero dejá que te cuente cómo fue y después vos me preguntás lo que quieras.

El asunto para mí no empezó con el asesinato. O sí, pero de manera retrospectiva, digamos. Para mí la historia comenzó un martes alrededor de las 11 de la mañana más o menos, un mes después de la muerte de Ramos. Fue todo en simultáneo: meto la llave en la puerta de mi auto, un tipo me pregunta «¿usted es el periodista?», levantó la vista y veo la policía mostrándole la orden de allanamiento a la portera del edificio. Después, es más o menos lo que leíste: unos días en cana, mi vieja llorando por televisión, toda la prensa averiguando quién era yo. No era tan fácil en ese momento. No había publicado muchas notas, algunas no se firmaban en esa época y todavía no había sacado ningún libro. Para hacerla corta, era uno del montón.

Además, el laburo fijo que tenía era de lo más opaco. Era corrector en Perfil. Estábamos al fondo, detrás de un biombo, no le importábamos a nadie en la redacción. Salvo, claro, cuando se nos escapaba algún error groso. Es ingrato el oficio de corrector. En ese momento, yo pensaba que era lógico que no nos dieran bola. En ese rincón oscuro y poco ventilado, habían rejuntado a un par de tipos y un par de minas que no tenían la más mínima pretensión, completos acomodaticios, que no sólo hacían un laburo chato y automático para ganarse el mango sin mucha imaginación, sino que en lo personal eran planos, pura superficie. Yo no, claro. Yo había ido a parar ahí porque la cosa estaba jodida, porque gracias a que laburaba sólo los fines de semana, podía dedicar más tiempo a escribir notas y novelas. Soberbia de pendejo.

Me merecí bien la patada que yo mismo me di en el culo. Porque sí, fue una experiencia transformadora, si lo ponemos en términos de autoayuda; pero en criollo, fue una cagada. Como te contaba, contraté un abogado más o menos, que no me costó tanto porque me declaré culpable, pero tuve que vender el auto para pagarle. Una tarde me entrevisto con el tipo este y me dice que mi vieja le contó que la habían llamado de Tusquets para preguntarle si era verdad que tenía novelas escritas, que estaban interesados en evaluarlas. Parece que con todo el quilombo de la acusación, Clarín había republicado dos notas y un relato inédito que tuvieron buena repercusión. ¿Vos mentendés? No sé si se captará ahora, que hay un par de editoras multinacionales y un reguero de editoriales chicas; algunas buenas, otras dudosas, todas cobran a los autores por publicar tiradas de 200 ejemplares. Una de las grandes, de las buenas, estaba tocando a mi puerta. Era la editorial que había publicado a Gabo, a Kundera, a Irving, a Sciascia, ¡cómo carajo no iba a querer entregarles todos esos manuscritos que gastaban mi escritorio!

Entonces, una tarde me di cuenta de que a lo mejor era la oportunidad de mi vida para darme a conocer, pero con seguridad se me escapaba si no la sabía manejar. Succès de scandale le decían los franceses en la Belle Èpoque. Sería mi baudellairazo. Sólo tenía que poder manejar la temperatura del revuelo público, porque nadie iba a querer leer un asesino sanguinario, demente, perverso. O sí, qué sé yo; en los últimos años nos hemos sorprendido mucho con la plasticidad de los límites del público. Pero esa era otra época, no había tanta corrección (a)política –ponelo con la a entre paréntesis, que es como escribe esta gente–, perduraba un halo romántico sobre los escritores, la gente se pensaba que había que sufrir para hacer arte… ¿Todavía lo piensa? Puede ser. El punto es que tenía que construir mi maldición y sostenerla.

Tuve tiempo para pensar la historia. Los días en la comisaría fueron ásperos y tan ociosos como productivos. Tenía que armarla bien. El problema era que yo no hago realismo, no me sale. Si te contara los desvaríos que descarté… Por suerte, me di cuenta de que tenía que ser lo más simple posible, sin vueltas, para no cometer errores. La autopsia de Ramos fue un insumo fundamental. El tipo había muerto por una contusión en la cabeza producto de una caída. Aparentemente, se había golpeado con una mesa de roble al desplomarse sin atajarse de ninguna manera. Pero además, habían encontrado un porcentaje alto de alcohol en sangre y diazepam, Valium. Todo esto era igual a un accidente doméstico, pero el portero me había visto entrar al edificio y el vecino de al lado nos había escuchado discutir. Entonces, aproveché todo esto para inventar una historia sencilla, verosímil.

Admití la discusión y le busqué una causa creíble. Dije que fui a verlo para advertirle que iba a iniciar acciones legales por plagio, porque «El desacierto» reproducía el argumento de un cuento que yo había escrito hacía diez años cuando asistía a su taller. Dije que discutimos por eso, que en un arranque de furia lo empujé, que el tipo no atinó a frenarse ni a agarrarse de nada, que se dió contra el escritorio, que quedó desvanecido. Yo me asusté y me fui rápido; suponía que la mujer lo encontraría pronto. Me pidieron las hojas del manuscrito de mi cuento para verificar el plagio, pero dije que las quemé y tiré las cenizas esa misma noche, por miedo.

Dieron vueltas para condenarme: que la confesión no alcanzaba, que el accidente doméstico, que las pericias, que no tenía signos de golpes, que si cayó así o asá. Pero había presión del periodismo. Ojo, era distinto que ahora; ya había pasado lo del jarrón de Coppola, pero no había conventillo mediático en cadena. Igual, la presión estaba y se hacía notar. Los periodistas no podían entender que dos intelectuales de voz pausada y vocabulario refinado se hubieran ido a las manos. Como si la palabra te eximiera de la emoción. Al final pasó lo que yo había calculado: homicidio preterintencional, porque la muerte fue el resultado del accionar mío como autor del hecho, de la víctima por haber ingerido tranquilizantes y del infortunio, es decir, ese escritorio que parecía de titanio más que de madera. Te estoy sintetizando el fallo. Me condenaron a tres años de prisión efectiva; con todo, estuve adentro un año, ocho meses y monedas.

No me pidas que te cuente cómo fue. Ya te dije que no me sale el realismo, no es lo mío; es más, me niego. Para eso, mirate “El marginal” o alguna otra de Caetano o de Trapero; algunas cosas están exageradas, otras caricaturizadas, pero es más o menos así. A mí no me pidas que te narre nada que contenga tanta realidad. No puedo. Se me desgrana por todos lados. Yo te tengo que contar algo que sea inventado, para poder darle forma, molderalo. Puede ser factible, posible de ser real a veces, pero tengo que planificarlo de principio a fin para poder controlarlo. Cuando salió mi primera novela, un crítico dijo que mi prosa mantenía un fino equilibrio entre Viñas y Cortázar. Menos mal que apuntó a los dos: no podría amasar la realidad como Viñas ni flashearla tanto como Cortázar. Es un tratamiento fantástico de lo real lo que hago, ¿me explico?, en la línea de Rulfo. Quedaría más cool decir en la línea de Faulker, pero sería muy pendejo saltearme la vuelta que se le dio por estos lados.

Era por eso que discutimos con Ramos. No hubo ningún plagio. Era imposible, justamente, porque nunca pude hacer realismo como él. El tipo me dijo que yo no había entendido nada en tantos años de taller, que no podía ser que escribiera tantas huevadas, que hay que escribir con los pies sobre la tierra, que hay que prestarle la voz a los que no la tienen porque se venían tiempos difíciles. Yo le respondí que escribía lo que se me cantaba, como todos los que escriben, incluido él; que efectivamente no había aprendido nada en tantos años de taller, porque a quién se le ocurre que se podía aprender algo de leer tu cuento en voz alta para que cinco aprendices más te lo hicieran mierda en cinco minutos con el asentimiento del “maestro”; que no sólo un taller literario, sino cualquier instancia pedagógica, exige la generosidad de transmitir con claridad técnicas, experiencias y procedimientos, no la práctica resentida de una crítica en banda.

Yo era un pibe, durante años fui a ese taller tratando de encajar, de escribir algo bueno. Pero no hago realismo y las veces que traté, se me escapa la trama, se desarma, se disgrega. Y ellos eran despiadados. Años traté. Hasta que entendí, me di cuenta de que no podía, que no estaba en mi naturaleza, que perseguía un imposible. Entonces empecé a escribir lo que se me cantó y ahí pude respirar. Por eso discutimos, porque el tipo no podía reconocerme como su discípulo, cuando yo ya lo había negado como maestro. Pero quién iba a entender si yo declaraba eso. Iban a darle alguna interpretación emocional extraña.

Ahora, te digo, yo ya lo había liquidado antes de entrar a su casa esa tarde. Ya había barrido su influencia de mi escritura porque me había dado cuenta de que mi poética estaba en las antípodas de la de Ramos. Es como dice uno de los posestructuralistas –ahora no me acuerdo cuál, cuando llego a casa lo gugleo y te mando el nombre–: todos tenemos una deuda de nacimiento por haber recibido el don gratuito de la existencia; pero para los poetas, la deuda es doble, por la existencia y por alzar gratuitamente la voz. A quién le importa lo que decimos y por qué habría de importarle a alguien, si es una palabra sin utilidad, sin propósito, sin función. Tenemos una deuda entonces por ocupar un lugar o una ocupación que nadie requirió. Ahora, yo ya pagué el parricido con esa cana y también pagué mi deuda con la literatura.

Ahí te tiré el titular de la nota, no te podés quejar. Ya arreglé con el fotógrafo, viene el viernes a la mañana. Escribí bien, que va a la tapa de la revista del domingo. Hay que seguir vendiendo libros. Bueno, decime, ¿qué me querés preguntar?

 

La chica de la muchedumbre

 

No, licenciada, no está entendiendo. El punto de esto que le estoy contando no es la fijación, eso no tiene importancia. La chica es lo de menos. No la veo hace tiempo. Se lo cuento porque fue una revelación. Vi mi vida condensada, reflejada en otra. Y entonces entendí. No traje esto a terapia antes porque sabía que me iba a decir lo que me está diciendo, que dejara de hacerlo y yo sabía que era algo importante. Años de terapia para que todo se me representara así, como en el teatro. A ver, voy de nuevo con más detalle.

El miércoles pasado me pedí el día en el trabajo para ir a hacer un trámite al centro. Fue largo, terminé más de las cuatro. Después me metí a tomar un café en un bar y se hicieron casi las seis.  Agarré justo la salida de las oficinas. Me fui a tomar el subte, de camino pasé por la puerta del estudio contable donde trabajaba a los veinte. Tucumán y Maipú. Fue pasar la entrada del edificio, justo después de absorber el olor fresco y sutil del hall, y me vino una sensación extraña, como unos nervios generalizados. O no, no eran nervios. Una agitación, una turbación en cuerpo y alma. El pasado entero se me hizo presente. Cada paso que daba, cada mirada hacia uno y otro lado de la calle, cada sensación era volver a algo conocido pero extraño. Era lo familiar que ya no lo era.

Nunca añoré ese trayecto. Ni siquiera al poco tiempo que dejé de trabajar ahí. Son unas calles de aire y ruido espesos, de veredas angostas y autos que pasan demasiado cerca. Predomina el gris. No es placentero andar. Te chocás con la gente que viene de frente y es difícil pasar al que se queda parado o va lento. Además, la repetición. Durante nueve años consecutivos de mi vida atravesé esas calles, que se hicieron costumbre exasperante. Todos los días, ¿me comprende? A la misma hora atravesar la misma puerta, pisar las mismas baldosas, siempre igual. Ahora pienso que con razón, después de tantos años, hacer ese trayecto con otro cuerpo, con otra cabeza, por primera vez, alteraba las condiciones.

En ese estado de electricidad bajé al subte. La misma estación que durante nueve años visité todos los días hábiles de mi vida a las 18.20, pero dadas las circunstancias, toda mi percepción era más aguda. Hay una memoria que pasa por el cuerpo, pero la mente se mete siempre. Salvo por la ropa, que evidentemente había bajado de calidad además de variar la moda, no encontré mayores cambios. Era gente que salía de trabajar, algo agobiada, siempre con apuro. Cuando hay tal amasijo no es posible distinguir ni detenerse en nadie, es todo lo mismo. Aunque haya algún saco mejor o algún perfume, todo se mezcla. Amasijo, como dije recién, esa es la palabra. Y todo se apelmaza con ese aire denso del subte. ¿Vio que la atmósfera está siempre viciada, aunque haya poca gente? Para mí que es el compuesto de la respiración de la gente y lo que largan los motores; mezcla de deshecho humano y maquínico.

Al subir al vagón, pude alcanzar un asiento, justo en el punto medio de dos puertas. En tantos años desarrollé mis técnicas para lograrlo y el cuerpo no se olvida. Ahí mismo, parada enfrente mío, estaba la chica. Era yo, patente. Yo en aquella época, digo. Vestida diferente a todos; mitad elegante, mitad desaliñada. Nada de lo que tenía puesto iba acorde a la moda, al contrario. Un blazer que le quedaba grande, una pollera tubo color mostaza como la que usaba mi mamá, una remera algo raída, una bufanda larguísima a rayas de colores. El pelo desaforado. Capaz de recortarse del amasijo sin esfuerzo, naturalmente, sin darse cuenta. Era yo, ¿se da cuenta? No se me parecía físicamente, era otro el rasgo familiar. Algo conocido y propio, pero extraño.

Leía. Hacía equilibrio y leía. Podían empujarla, codearla, contorsionarse y seguía leyendo. Con los auriculares puestos, se balanceaba, pero no al ritmo de la música. Yo llegaba a escuchar apenas el golpe de los sonidos bajos y no era ese el ritmo. Evidentemente, se movía al compás de su lectura, combinación del texto y el vaivén que le imponían las vías. No, no es una fijación. Era lo único que podía mirar. ¿Usted se acuerda cómo es viajar en subte en hora pico? No hay mucho horizonte que contemplar. Son treinta centímetros a la redonda y queda mal mirar al de al lado. La chica estaba en frente mío. No había otra cosa para ver. Sí, tenía el celular… ¿Le parece más sano, más lógico, más normal, que me anestesiara metiendo mi cara en la pantalla, como todos los demás? ¿Usted no me dice siempre que haga lo contrario, que hay  que levantar la cabeza, ampliar la mirada?

Sigo, mejor. Después de unas pocas estaciones, empezó a moverse con cierta inquietud para abrirse paso y llegar a tiempo a la puerta. Me sentí eyectada del asiento y me fui moviendo en el espacio que iba dejando. La seguí a una distancia prudente por varias cuadras. Caminaba despreocupada, con los auriculares puestos. Entré con ella a la facultad. La vi saludar a compañeros, pedir un café en el bar, hablar por teléfono y entrar a clase. Cada uno de los gestos y las acciones –excepto el celular, claro– duplicaban con años de diferencia mis propios pasos. Pude reconocer entre los suyos a mi amiga y compañera de estudios, al pibe con el que nos levantábamos media hora antes de que terminara la clase para tener sexo en el baño, al flaco de las fotocopias, al grupo de los singulares que buscaban sobresalir, al chico retraído del rincón al que nunca le escuché la voz, a la piba que levantaba la mano en todas las clases para decir cosas inconexas.

Fue inevitable. ¿Cómo hacer para no seguirla nuevamente? Cómo no averiguar si su vida era la mía, si esos chicos ocupaban el lugar que nosotros antes, si no era todo, como me había parecido esa primera vez, una repetición cíclica, en la que las personas cubren papeles prefijados, prototipos sobre los que se improvisa más o menos, pero que no se salen de cierta línea demarcada, no porque sean disciplinados y obedezcan a cierta norma social, sino porque su rol está tan bien determinado y ajustado a su personalidad, que todo queda autorregulado. Estamos ensamblados en base a esos arquetipos, con variaciones mínimas, desviaciones que extrañan la repetición, exactamente como nuestras caras en relación con las de nuestros padres o hermanos, exactamente como mi trayecto hacia el subte del miércoles en relación con el de esos tiempos. Seguramente ha tenido otra paciente como yo y yo he tenido otra terapeuta como usted. Imagine que ahora ellas están en sesión, o tal vez el jueves o el año que viene, es lo mismo, sigue siendo un espejo, el tiempo no importa. O a lo mejor, el tiempo es el espejo. Muchas líneas paradigmáticas que se entrelazan, pero se cruzan solo entre lo que tiene tendencia a encontrarse. ¿Mexplico?

Por eso volví varias veces a la misma hora al subte. Para seguir a la chica, sí, pero no porque estuviera obsesionada con ella, sino para saber más de esa vida que había sido la mía. Y las revelaciones fueron increíbles. Tal cual, la chica estaba viviendo mi vida, reproduciéndola, paso a paso. Sus amigos, sus alegrías, las discusiones telefónicas con su madre, sus momentos de euforia, su retraimiento posterior… Eran mi adolescencia tardía proyectada en una escena perfecta para ser observada, analizada, desmenuzada. Entonces entendí la potencia de la juventud, cuando todo está en germen, cuando uno es una semilla donde las posibilidades que proyecta están contenidas de forma completa, acabada. Los sueños nunca son incompletos, nunca se proyecta a medias o con probabilidad de fracaso. A ver si me entiende… Un estudiante de medicina es un médico en potencia, pero esa posibilidad es completa. No es un futuro médico a medias, un futuro médico fracasado o un futuro médico que no terminó la carrera. Es un futuro médico íntegro y exitoso. Esa chica irradiaba toda esa potencia, igual que sus amigos, igual que yo a su edad.

Ahí me di cuenta de que la chica estaba viviendo palmo a palmo mi vida, me la estaba robando. A medida que avanzaba por cada momento de mi existencia (o de la suya), mi pasado se iba deshaciendo. Por eso, al caminar esas calles el día en que la encontré, el recuerdo fue tan vívido y extraño a la vez: era un pasado que estaba a punto de deshacerse, o en verdad, estaba a punto de dejar de ser mío para comenzar a ser de ella. Y como lo reviví por azar, nos encontramos. Porque ahora compartimos esa experiencia. Cuando entendí esto, tuve miedo o angustia. Es la conciencia de la finitud, porque de eso se trata la muerte, ¿no? Cuando nuestro pasado se desvanece para nosotros y florece para otro. Pero me resigné, porque es inevitable y no se puede vivir todo el tiempo en la inminencia del peligro. 

Después vino la envidia de que tuviera todo por delante, de que pudiera vivir mi vida pero bien, sin errores, tomando las decisiones correctas. Pero cuando la escuché discutir con la madre desde la mesa de al lado en un bar, me di cuenta de que iba a equivocarse y a acertar tanto como yo, posiblemente en las mismas cosas. No, no. no estudiaba lo mismo que yo. Ella iba a la facultad de sociales, pero aunque no tengamos la misma profesión, sé que la vida la va a colocar en encrucijadas similares. Sí, puede ser que esté proyectando, pero ese no es el punto. El punto es lo que yo saqué de todo esto que parece muy loco. Le sigo contando.

Una tarde más que fui en su búsqueda y la encontré. Poque hubo veces que no y me tuve que volver sin nada. Esos huecos me desarman, porque son puntos oscuros, interrogantes irresolubles… Como sea, esa tarde me subí una vez más al subte repleto con ella, pero no conseguí asiento y me quedé parada junto a la puerta, del lado por donde abría en la estación donde se bajaba. Al pasar la estación anterior, empezó a moverse hacia la puerta, como siempre, y vino hasta donde estaba yo. Por primera vez estuvimos a una distancia mínima, íntima, diría yo, obligadas por la incomodidad de la hora pico del subte. Entonces, a esa distancia, pude ver en su pecho, a través la campera entreabierta, que llevaba una remera de Lali Espósito. 

Me quedé atónita. No bajé con ella. Fue una desazón tan grande, que minutos después me sentí aliviada. No había nada de singular en esa chica, como seguramente no había nada de singular en mí a su edad ni ahora. Éramos comunes y corrientes, siempre lo fuimos, todos, dentro del papel que nos toca. Y sí, me sentí liberada al saberme una más, como ella, con cierto papel en el mundo que habito, pero sin el peso de cumplirlo a la perfección. Entonces, me bajé en una estación de doble andén, me tomé el subte para el otro lado y me volví a mi casa.

Le cuento todo esto para explicarle que entendí todo, que caí en la cuenta, que acepté. Eso es, acepté. Por eso quiero decirle que llego hasta acá, que esta es mi última sesión y no me diga que tenemos que trabajar con la fijación por esa chica, porque ya la dejé ir, se fue. Anda por ahí haciendo propio el pasado que yo voy soltando.