El propio ascenso hasta el estudio se convierte en una aventura peligrosa en estos días últimos del invierno, tan resbaladiza para el traductor como adentrarse en las páginas de una novela como La muerte de mi hermano Abel. Una capa de musgo afieltrado cubre, como verde y memorioso estrato de una estación que acaba, la piedra rugosa de los peldaños. Rugosidad y memoria, piedra, fieltro verde, estaciones, épocas.
Son todas palabras de cierta relevancia simbólica en la obra de Gregor von Rezzori: la piedra áspera de su carcajada desacralizadora e irreverente (para la que los arabescos de la arquitectura barroca acaban siendo el sitio ideal de las palomas para depositar sus deyecciones, que confieren nuevos matices de blanco, gris y negro naturales a las formas pensadas de la piedra); reconstrucción de un universo perdido a partir del ejercicio precario de la memoria, cuando las fronteras difusas de épocas y regiones se superponen, se confunden y entremezclan en una especie de dominó del recuerdo, cuyas fichas es preciso ir recogiendo por separado, como piezas de un mosaico, para ser reordenadas de nuevo sobre la página impresa de la obra literaria, que, como las grandes urbes que marcaron la vida del autor, constituye una especie de prostituida y orgiástica Babilonia; el fieltro verde de múltiples asociaciones: capa resbaladiza y distorsionadora que es preciso levantar con la espátula de un verbo afilado; color emblemático de la caza y de las aficiones paternas; tela que cubre la mesa de billar que sirve de improvisado catafalco para el personaje del tío Serguéi en el relato El cisne (y que aquí, en la casa familiar de la Toscana, cerca del pueblo de Donnini, ha adoptado la forma de enorme mesa de centro de la pequeña pero bien nutrida biblioteca). Y están luego las estaciones, las épocas… El fluir de la vida, que tan bien se prefigura en el felino paso de una estación a otra, era para Grisha un —si se quiere— aburrido Perpetuum mobile al que el escritor sólo podía enfrentarse abriendo el grifo a un flujo de palabras creador de nuevas realidades. Pero no esas «realidades abstractas» del luteranismo prusiano (visibles tras su continua y furibunda crítica a una mentalidad germánica que él comprendió y supo desmontar como nadie), sino a una «realidad dentro de la realidad»; no las realidades idealizadas, distantes de la vida real, sino la realidad del enigmático collage que somos y que sólo puede cobrar forma, quizá, con el reordenamiento y el pegado, sobre el papel, de los recortes que nos hacen únicos y que vamos guardando en carpetas, cajas, cajones, que arrastramos con nosotros (verschleppen) como un mal inevitable, como una enfermedad crónica, como la red de arrastre pegada a la carcasa del bajel que somos y que Rezzori resume en su autodefinición —tan elocuente como difícil de traducir— de Epochenverschlepper (un barco arrastrero del pasado, que acarrea consigo distintas épocas, distintas lenguas, regiones, amoríos, fracasos, olores, tonalidades de color, sabores y sinsabores).
He venido hasta aquí en busca de la imagen del hombre oculta entre el grano diminuto de la letra. Su retrato, sólo conocido hasta ahora gracias a las palabras, se amplía aquí, de un modo extraño, para dejarme a la vista el grano grueso y esencial del hombre enmascarado tras el autor. Del marcial hormigueo de la línea impresa entresaco escuadras enteras de insectos de tinta y las voy depositando sobre los folios transparentes del entorno, con la esperanza de conseguir una fotografía más acabada que la imagen de trazo desvanecido en el retrato hablado de mis pesquisas literario-detectivescas. A esa imagen añadiré luego la banda sonora con la propia voz de Rezzori (que oigo por primera vez en unos viejos videocasetes que me presta B.), con las voces de las personas que lo conocieron. Una de ellas es T., su médico, que ahora me cuenta una anécdota: en una ocasión, hablando con «Grisha» (como llaman todos aquí a Rezzori) de la catástrofe ecológica hacia la que avanzaba la humanidad, su gran amigo, lo scrittore, quiso aplacar el tono indignado de T. con una frase que reconozco en un pasaje de La muerte de mi hermano Abel, donde se dice que el hombre es una especie de microbio cósmico, un bacilo o un virus que tiene la misión de destruir el planeta Tierra y, con ello, quizás no sólo el planeta.
Las palabras que emplea T. son casi las mismas del libro, pero él añade ahora la coda con la que «Grisha» quiso corregirlo: «De modo que no te acalores tanto, mi querido T., estamos tan sólo haciendo nuestro trabajo». T. me cuenta que con «Grisha» muchas veces no se sabía si hablaba en serio o en broma. Es lo que tiene «el funambulismo de la ironía», que —como sabía el propio Rezzori— camina por una cuerda floja y, si no sabe dónde y cuándo usarla, corre el riesgo de despeñarse en la nada, en un vacío de sentido o, en todo caso, en una ambigüedad que absorbe la médula de los significados, dejando detrás unos huesos de sonido hueco que, a lo sumo, sirven para marcar —como claves macabras— el ritmo de una danza solitaria sobre la bruñida lápida de un amasijo inerte de palabras. Para mí (el amanuense con funciones de exégeta), la charla de sobremesa con T., a la hora del pranzo, me sirve para redondear el pasaje que debo traducir y despojarlo de aquel tono algo más dramático contenido en la primera versión (y que responde más a cierto patetismo de mi expresión, a cierta pose operática de mis ademanes verbales). Con algunos giros distintos, resalto ahora la ironía de todo el pasaje:
Con la cautivadora bondad que aflora siempre en él cuando se trata de corregir la ignorancia de la juventud, el tío Ferdinand respondería que, el caso del hombre, por desgracia, no es igual que el de nuestros animales favoritos, los perros: a éstos se los cría hasta conseguir razas destinadas a desempeñar ciertas funciones, de modo que las cualidades desarrolladas en ellos, tanto las físicas como las relacionadas con el carácter, no mengüen nunca y se hereden, a ser posible, incrementadas […] El hombre, en cambio, parece encarnar una especialidad desarrollada al máximo y destinada a cumplir una función que él, probablemente, aún no ha comprendido del todo, pero que empieza a prefigurarse de un modo cada vez más inquietante: la de ser una especie de microbio cósmico, un bacilo o un virus universal, cuya expresa misión es la de destruir el planeta Tierra, y quizá no sólo el planeta.
Un viaje en tren de Pontassieve a Arezzo. Ante el cristal de la ventana pasan, en ráfagas violentas y cegadoras, las manchas de color, las franjas y las estrías del paisaje cercano, ráfagas que, en una paulatina disminución de aceleraciones, devienen poco a poco el sosegado trote de flâneur del horizonte. En un pasaje de «Afanjáuer», el relato que ahora traduzco, Rezzori describe un paisaje italiano similar con estas palabras: «…und darin eingezeichnet, das mediterran schwärzliche Spinatgrün der Schirmpinienkronen und die Disziplin der steilen Zypressen». Cobro conciencia repentina de mi error en la primera versión que he esbozado en español de esta escena. He usado, en un acto mecánico, la palabra disciplina.
Rezzori es un maestro del trazo rápido, del esbozo (era un dibujante formidable). Como un Arcimboldo de la escritura, le basta un breve arreglo de frutos verbales para crear un rostro, para describir un paisaje. Hay una materialidad en sus metáforas que remite de inmediato a la plástica, a los golpes del cincel sobre la piedra o a los dulces arañazos de la gubia sobre la madera, con sus pétalos de astillas.
Pero hay también en Rezzori, a veces en un nivel metatextual, constantes referencias a ese contraste que tanto marcó su vida, la más íntima y personal y su carrera como escritor: el contraste entre la sensualidad de su mundo perdido, el de la Bucovina (universo parcialmente recuperado más tarde en Italia), y la adustez de su formación germánica. En pueblos como los latinos, tan dados al desorden, para los que el conflicto entre ligereza y severidad se dirime con el trámite dominical de la confesión y la acogida alborozada del comestible sacramento, la palabra disciplina puede tener connotaciones positivas que no están en la mente de Rezzori al establecer este contraste entre el «mediterráneo verde espinaca de las umbelas formadas por las copas de los pinos y la ¿disciplina? de los erguidos cipreses». Para Rezzori, esa Disziplin germánica alude directamente a lo prusiano, a una —tantas veces— odiosa y obstinada rectitud del carácter que deviene fácilmente dogmatismo. Pensar en todo esto me hace reconsiderar mi primera traducción de esa breve frase que, para añadir dificultad a mi labor, contiene un aliterado juego con las sonoridades de la S antepuesta en alemán (ese Sch-Sp-Sch) y las de las dos zetas posteriores, la agazapada en Disziplin y la mayúscula Z que preside, como un cisne mal dibujado, el desfile casi aerodinámico de la palabra Zypress.
Decido entonces que mi versión habrá de quedar, por ahora, de este modo:
…y esbozado en medio de todo ello, el mediterráneo verde espinaca, algo negruzco, de las umbelas que forman las copas de los pinos y la formación marcial de los adustos cipreses.
Intento (vano consuelo) sustituir el juego de sonoridades de las eses teutonas (las SS) por el de unas M en medio y mediterráneo, por el casi sensual de las copas y los pinos (¿o pensé en los vinos?), y, al mismo tiempo, dejo mi siempre sucia conciencia de traductor con el sosiego (pasajero) de haber hallado, quizás, una manera que pálidamente establezca ese contraste, tan grato al autor, entre las formas sensuales de una sombrilla (tan parecidas a las de una falda levantada al completo por una bocanada de aire), la nutriente y esperanzada alusión al verde de la espinaca y la severidad militar de unos cipreses en posición de firme, como lanzas de un ejército vencedor en Breda y sus calvinistas reverberaciones en la mente ya nada virginal de un lector de este siglo xxi.
«¡Qué manía la de este hombre de lanzar a la cara del lector estas interminables secuencias de palabras aliteradas!», es lo que pienso con poca justicia, algo exasperado ya, ante un pasaje que me ha robado un par de horas (y algunos céntimos) dedicadas a hurgar entre diccionarios de sinónimos, a ensayar infructuosamente varias cadenas de adjetivos equivalentes en castellano para esta ristra de palabras alemanas:
Es waren die Städte einer neuen Weltzeit, die zwe Jahrzehnte später als das, was ich hier erzähle, in einem anderen Krieg in Schutt und Asche sinken und doch wiederauferstehen sollten, der Zauber ihrer Glühbirnen zwar verdünnt, aber immer noch unvermindert lockend, verführend, verleitend und verfälschend.
[Eran las ciudades de una nueva era universal, las que, dos décadas después de la historia aquí narrada, quedarían reducidas a cenizas en otra guerra, aunque luego sabrían resurgir con la magia de sus bombillas…].
No logro pasar de esas bombillas. Ninguna de las combinaciones ensayadas me satisface a la hora de intentar reproducir la áspera musicalidad que necesito en esta frase en la que el prefijo ver- —ese sedicioso diablillo alemán, capaz de desplazar cualquier cosa del sitio en el que debería estar si viviésemos en un mundo sólo guiado por el constructo de la razón; diminuto Mefistófeles que, con su bifurcación inicial (esa V maliciosa), parece sacar su lengua bífida a cualquier fáustica noble intención para mostrarle socarronamente que a toda línea recta le crece en un costado el licencioso injerto de las pasiones—, después de que se nos hablara de ciudades destruidas y resurgidas como el ave Fénix, parece querer embriagarnos con su parpadeo intermitente, semejante al de unas luces de neón.
Me resigno. Mi primera versión de ese pasaje cojea a este ritmo: «…con la magia de sus bombillas algo atenuada, pero todavía atractivas, seductoras, embaucadoras, falsificadoras». Aquí la repetición de -oras y -oras me agrede el oído. Bajo al patio a fumar. Allí está B., que repasa la prensa de hoy. Hablamos de «Grisha». Yo alabo su carisma, el carisma que imagino. Y ella, desde el recuerdo más vivo, acota: «Sí, podía ser encantador (charming), pero también repentinamente brusco y mordaz». Brusco, mordaz. Sí, eso no me hace falta imaginarlo, lo puedo leer. Puedo respirarlo. Rezzori adora esos abruptos cambios de ritmo, de tono y de textura, y su plastilina preferida, la lengua alemana —con sus normas sintácticas de posposición del clímax, sus ejercicios de retención verbo-eyaculatorias (más Kegel que Hegel)—, le permitían jugar a capricho con la varita del metrónomo. Pero sobre todo Rezzori, ese embaucador, sabía retener como pocos el suspiro final, la exhalación última del anticlímax. Subo al estudio, borro «falsificadoras» y lo sustituyo por «falsas». Se ajusta menos al original verfälschend, pero es precisamente ese cambio brusco en la cadencia de la enumeración lo que he estado buscando. Repaso entonces todo el pasaje, desde la página anterior, y allí, un párrafo antes, me encuentro con una yuxtaposición similar de calificativos no aliterados, pero que muy bien podría «aliterar» en español:
Was ihn überstanden hatte, war wie wir, wie unser Vater, unser Haus, wie unser Leben: zerrüttet, aus den Angeln gehoben, orientierungslos wie geblendet.
Vuelvo al diccionario de sinónimos y ensayo nuevas combinaciones. Acabo decidiéndome por esta variación:
Todo el que había sobrevivido a esa guerra estaría en nuestra situación, como nosotros, como nuestro padre, como nuestra casa… Como nuestra propia vida: devastada, desquiciada, desorientada, ciega.
Este «ciega» del final, que parece un brusco fade out de cine, ese telón de negrura que se cierra sobre una escena. Me gusta. Así lo dejo. No puedo sino sonreír con sorna cuando pienso que a esto que he hecho, técnicamente, lo llaman «compensación».
¿Compensación a quién?
Seguir el rastro a un texto literario hasta encontrar sus orígenes, los caminos que tomó o las encrucijadas en las que se vio atascado hasta poder seguirle la pista y hallar la forma definitiva en la versión publicada, es labor tan apasionante y ardua como la de aquellos detectives que siguen el escurridizo fantasma de una persona desparecida en las clásicas novelas negras.
Mientras traduzco el relato «Sobre el acantilado» releo una conversación entre Rezzori y Thorsten Windus que debió de tener lugar en esta misma casa de Donnini hacia finales de 1989 o, a más tardar, en la primera mitad del año 1990, cuando se preparaba el número especial que la revista die horen dedicó a Rezzori en el tercer trimestre de ese último año. La entrevista fue realizada especialmente para ese dossier «Rezzori» que ahora tengo en mis manos y que abarca 111 páginas de una revista con un total de 220.
En la entrevista, el autor de La muerte de mi hermano Abel revela que está sumido en la escritura de un nuevo relato titulado Das Haus am Kliff (La casa junto al acantilado). A la pregunta sobre si los lectores podrían leer próximamente algo nuevo de él, Rezzori respondía:
—Sí, estoy trabajando actualmente en una historia en la que, incluso, tiene lugar un asesinato. La casa junto al acantilado, es el título que tengo hasta ahora. ¿Tal vez se trate de un Rezzori completamente nuevo?
—¿Una historia policiaca? —pregunta Windus.
—No tanto. Es la historia de un tallador de imágenes sagradas. Espero que nadie pueda sospechar que haya algo autobiográfico en ella. Pero, en fin, seguramente que algún crítico también lo consigue esta vez.
No sabemos hasta qué punto estaba avanzado el relato en el momento de esta conversación. No encontré entre la papelería de Rezzori (abundante y caótica) ninguna copia manuscrita en alemán que me indicara el posible estado de la narración en el momento de la entrevista. Lo único que nos adelanta el autor es que en la historia tiene lugar un crimen y que el protagonista es un escultor, un tallador de imágenes sacras (Rezzori usa el término Herrgottsschnitzer).
El relato, tal como se conoce hoy, fue publicado en Alemania en 1991, un año después de esta conversación, en la misma forma en que ha llegado a mis manos para ser traducido, en la edición de Berliner Taschenbuch Verlag del año 2005. Su compilador, Heinz Schumacher, dice expresamente: «La nueva edición de los relatos “El cisne” y “Sobre el acantilado” respeta sus primeras ediciones de la década de 1990».
Esto es todo lo que, por ahora, se ofrece a mi labor de sabueso literario: un asesinato, un tallador de imágenes sacras, un testimonio del autor (un año antes de publicado el texto) en el que nos dice que su nuevo relato no será autobiográfico, que será, quizás, «un Rezzori completamente nuevo», y la afirmación del editor alemán de que ese texto, el que ahora lo tengo delante, coincide con el original publicado por primera vez en 1991.
Pero la labor detectivesca está siempre llena de sorpresas, de giros inesperados, de personajes que aparecen y nos regalan una pista reveladora: sigo hojeando el número de la revista die horen y, unas páginas más allá del dossier dedicado a Rezzori, después de un ensayo sobre el poeta Emmanuel Bove, de otro sobre Juan Goytisolo y de una selección de poemas de Davoren Hanna, me tropiezo con un texto que nada tiene que ver con el autor de la Bucovina y que, no obstante, me aportará una mirada completamente nueva hacia este relato que ahora traduzco. Se trata de un artículo sobre un joven escultor alemán del que yo jamás había oído hablar hasta hoy: Trak Wendisch.
¿Conocería Rezzori la obra de Trak Wendisch, un escultor de la entonces recién desaparecida RDA? Es posible, pero poco probable. ¿Hojearía Rezzori, como hago yo ahora, el número de die horen que sostengo en mis manos? Sin duda. (En el despacho de la casa de Donnini hay ejemplares de revistas culturales en las que aparecen (o no) colaboraciones suyas, en las que, de vez en vez, parpadea sobre la página la letra elegante y diminuta del antiguo inquilino, con sus breves anotaciones). ¿Leería Grisha, atraído por las reproducciones de las pinturas y las esculturas de Wendisch, y especialmente por el título, «El Inquisidor de Goldbeck. Sobre las pinturas y esculturas de Trak Wendisch», todo el ensayo que le dedica Bärbel Jäschke? A estas alturas de mis pesquisas, no sólo estoy convencido de que lo leyó, sino de que la lectura de este texto inspiró la forma definitiva adoptada por el relato que ahora traduzco.
Cabe pensar, con cierta lógica, que alguien que escribe un cuento sobre un escultor de imágenes sagradas sienta curiosidad por leer en torno a la obra de otro escultor de imágenes sagradas, sobre todo si este último, como muestran las fotos que pueden disfrutarse en este número de die horen, tiene una obvia predilección por lo grotesco, por texturas expresionistas en las que se trasluce el espíritu de un gran amigo de Rezzori: Georg Grosz.
Este relato es, probablemente, el más grotesco de cuantos escribió nuestro autor. Y también el más cargado de simbolismos. Aunque a primera vista parece narrado en el tono sosegado y monologuizante de un narrador en primera persona que recuerda la época en que vivió en un idílico paraje italiano junto a un acantilado, el relato está lleno de sutiles saltos tonales y genéricos (de la reflexión más adusta al sarcasmo más descarnado, de la trama policiaca a la novela de artista, de la contemplación a la descripción de una escena terrible).
La primera pista de que Rezzori leyó este texto sobre Wendisch y de que su lectura influyó en los giros que tomó el relato en pleno proceso de escritura me la ofrece un comentario al principio del artículo sobre el escultor que, en una referencia cruzada, remite de inmediato al párrafo final de «Sobre el acantilado». A la pregunta de si Burg Goldbeck, el lugar de retiro y trabajo del escultor, es una especie de colonia de artistas según el modelo de Worpswede, Wendisch responde de un modo tan tajante como el terrible acto final del relato rezzoriano:
Más bien es una perenne película al estilo de Rashomon, de Akira Kurosawa: asaltos, defensa territorial mediante ataques preventivos, contradictorias declaraciones de testigos y el fin de la búsqueda de la verdad.
El relato de Rezzori acaba con un acto extremo del escultor ante lo que él llama su «insuficiencia», su «nulidad», su agotamiento tras una vida dedicada a la búsqueda de la verdad artística. El escepticismo para con su obra de tallador de imágenes sagradas, su extraña enfermedad (que le ha provocado la total caída del pelo, confiriéndole el aspecto de un enorme falo en erección), la infructuosidad de su relación con lo femenino, marcada por tormentosos complejos edípicos, las muertes ocurridas en aquel sitio de idílica apariencia hacen que el escultor tome su drástica decisión: va hasta el banco de carnicero, coloca su miembro viril encima y se lo corta de un tajo. En el siguiente párrafo, el último del cuento, tras informarnos de que fue salvado de desangrarse gracias a la llegada imprevista de los carabinieri, nos dice:
Ahora vivo en tierra llana, en las marismas que rodean Worpswede, […] He abandonado la talla. […] Vivo en completo retiro. […] Se me tiene por un tipo raro, por un asocial. Para los niños y los jóvenes resulto inquietante. Y todos temen a mis perros.
Pero el relato de Rezzori es también una reflexión despiadada sobre la imposibilidad de los idilios artísticos (o vitales) en la era de la reproductibilidad técnica (y de la reproducción in vitro), de la proliferación cancerosa de lo mediocre, donde lo autorreferencial (el arte como objeto de sí mismo y el artista como objeto de su arte) ha contaminado toda relación ingenuo-romántica con la creación y la pro-creación. La autocastración del protagonista parece aludir casi literalmente a una de las célebres y radicales «Acciones» de Rudolf Schwarzkogler, del año 1965.
Pero lo más que llama la atención en este artículo sobre Wendisch son las reproducciones de sus pinturas, algunas de las cuales tienen como motivo central una especie de danza sobre una cuerda floja, sobre un abismo, danzas protagonizadas, en los casos mostrados, por dos figuras, una masculina y otra femenina. La narración de Rezzori es también, en cierto modo, una coreografía del protagonista con las cuatro relaciones femeninas mencionadas en su recuento: la relación con su madre (llena de odio y de culpa), la que sostiene en su adolescencia con una criada (motivo de repulsión), la fugaz relación sexual con la pintora alemana (fuente de humillación) y los diálogos intelectuales (reales o imaginarios) que sostiene con ella (manantial de sus dudas sobre la condición de artista) y, finalmente, la que tiene con Lisa, la joven que vive con él durante unas semanas (una relación primero desaforadamente erótica y, más tarde, testimonio de su fracaso como artista y como ente social).
Y son muchos más los aspectos mencionados en el artículo sobre el escultor que, como un parpadeo, reaparecen transfigurados en leitmotiv en el cuento rezzoriano. Aunque las fotos en die horen son en blanco y negro, se dice que El Inquisidor (cuya forma fálica es evidente), es de un color rojo sangre. En la referencia a otro grupo escultórico de Wendisch, El rey sigue siendo el rey, se ve al soberano avanzando en procesión encima de un cadáver sostenido entre dos figuras. ¿Se habrá inspirado en esta foto Rezzori para intercalar en su relato, a posteriori, la anécdota sobre el rey haitiano Henri Christophe, que ordena a sus súbditos, convertidos en poco menos que unos zombis obedientes, que se arrojen uno a uno por un acantilado?
En el artículo sobre Wendisch se dice que cerca de Burg Goldbeck se encuentra el Belower Wald, el bosque donde las SS, en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, reconcentraron a cuarenta mil prisioneros de los campos de Sachsenhausen y Ravensbrück. ¿Habrá refulgido de ese dato, en la mente de nuestro autor, el centelleo metálico de municiones y armamento olvidados entre la maleza, dándole la idea definitiva sobre la presunta arma homicida de su relato, una pistola (alemana) encontrada por el carnicero entre los arbustos que rodeaban la fuente del idílico paraje?
¿No hay acaso un atisbo de la figura de Diógenes cuando el protagonista de nuestro cuento nos dice, al final, que vive retirado, que se le tiene por un tipo raro y asocial y que todos temen a sus perros? Pues, una referencia explícita a Diógenes puede leerse en el ensayo sobre Wendisch, cuando la autora nos dice que sus piezas muestran un cinismo claro y analítico, al estilo del Diógenes de la escuela cínica.
En otro momento del ensayo se nos dice que las esculturas de Trak Wendisch, sus osamentas, recuerdan de forma brutal, por la estructura áspera de la basta madera, la carne fresca de un matadero. El narrador de Rezzori, en momentos de su relato, se regodea en descripciones muy gráficas y precisas de los cortes de la carne colgada en la tienda del carnicero, en relación siempre con los cortes de sus gubias y sus escoplos.
Y como el corte hecho a la madera, ya sea el que resulta del golpe más rudo del escoplo o del formón, o el más suave de una gubia curva que acaricia, hay algo que fascina y estremece en ese hallazgo. En ningún caso, claro está, puede hablarse de plagio. (Era demasiado abrumador el talento de Rezzori en el manejo de la palabra y las ideas como para necesitar plagiar a nadie). Es, únicamente, como si la lectura del artículo hubiese dado la textura final al texto que el autor tenía en mente en un principio, obligándolo, incluso, a un brusco cambio de dirección, como un corte fortuito sobre un leño que, de forma inesperada, deja al descubierto en la obra pretendida una veta jamás sospechada en un inicio, pero reveladora para las intenciones más profundas del artista. Como si la materialidad del arte de Wendisch hubiera dado al relato de Rezzori la consistencia definitiva para algo que hasta entonces sólo se conformaba con las materias volátiles del yo y de la palabra. El yo. La palabra. Dos temas que a Rezzori le fascinan.
Hay en la obra de Wendisch un efecto drástico que parece negar toda fe en la ilustrada condition humaine. Y no menos se destila de muchos pasajes del relato rezzoriano. Hay en Wendisch, asimismo, un escepticismo evidente ante el valor del arte, para quien la escultura no es sino una forma eficaz de representar lo que él considera una especie de «circo de la especie humana».
Una nueva sorpresa me confirma que el rumbo de mis pesquisas no va tan desencaminado. Aunque no he podido encontrar ningún manuscrito alemán del relato, sí que encuentro una copia mecanografiada de un primer intento de traducción al inglés de este relato, realizada por Hermann Broch de Rothermann (el hijo del gran Hermann Broch). Sólo cuento con un par de hojas sueltas que me indican que el relato empezaba, originalmente, de este modo:
[…] with the certitude of the dreamer that whatever I experience relates to something I cannot name, but which constitutes the core of that concept of “I” and, thus, the core of myself. This, incidentally, is a thoroughly malevolent core: it is the origin of the flood which destroyed the house. Although this is to be understood merely in all the ambiguity which epitomizes the state of dreaming. In it, images are experienced and experiences are imagined, Metaphors flow into one another in a semantic of meanings all their own. But what they signify to me is unambiguous; my “I”, in reality, does not exist. It is an abstract concept alike, in the realm of geometry, a point through which an infinity of lines are running and which by itself, nevertheless, is without dimension. It is the vanishing point of a cyclopic vision, a one-eye perspective, in which all that is happening is gathered up in an existential experience of beingness. It is exclusively my own and yet I cannot define it by the declaration: “This is I!” I shall give a concrete example. A bit earlier […]
De haberse iniciado así, el relato no tendría quizá la singularidad que lo destaca en el conjunto de la obra rezzoriana. Reflexiones sobre la ambigüedad del yo y sobre la dificultad de conferirle contornos precisos abundan en todas las grandes obras narrativas del autor de la Bucovina. Aquí, en cambio, se alude al yo de un modo más sutil (en un par de reflexiones sobre la relación del artista con su pene), pero la narración, aun en su constante alternancia de estilos y de tonos, mantiene ese suspense característico del cuento policiaco.
Todo ese pasaje ahora descubierto en la primera versión inglesa aparece suprimido por un recuadro en tinta azul y dos líneas transversales que conforman una cruz y que, simbólicamente, eliminan la posible introspección identitaria de un tallador de imágenes de la madre del Señor.
El autor en lengua alemana de la segunda mitad del siglo xx que, a mi juicio, supo aplicar con mayor maestría en su literatura el hoy tan llevado y traído concepto de la «autoficción», renuncia casi por única vez, en este relato, al juego a las escondidas con su identidad. Ya lo advertía él mismo en la entrevista que citábamos al principio de esta serie de breves artículos:
Es la historia de un tallador de imágenes sagradas. Espero que nadie pueda sospechar que haya algo autobiográfico en ella. Pero, en fin, seguramente que algún crítico también lo consigue esta vez.
Es probable que el ensayo sobre el joven escultor alemán, las ideas en él expresadas, las reproducciones mostradas, hayan sido el detonante último para que estallara en la masa neuronal del autor la chispa que le permitiría convertir definitivamente en cenizas la única pista que, en ese relato, pudiera darle a «algún crítico» la satisfacción de seguir el rastro al siempre escurridizo y autorreferencial magrebinio. ¿Otra de sus bromas, quizás? Eso sí, tenía que llegar un traductor —admito no sin cierto pudor— para seguir una pista distinta y encontrar al final esa preterida huella del yo en los orígenes del relato.
¿Tiene esto connotaciones para la traducción? A mi juicio, las tiene. Los otros dos relatos del libro («El cisne» y «Afanjáuer») son Rezzori en estado puro. Aun el segundo, con las evidentes irregularidades de un texto inconcluso, aborda temas que apuntan al Rezzori analista de la actualidad, al Rezzori de La muerte de mi hermano Abel o de El expreso del Oriente.
Hay en el original de «Sobre el acantilado» algunos pasajes —sobre todo los que implican a la conflictiva relación del protagonista con su madre— que parecen haber variado poco desde el principio y responder al Rezzori que conocemos, el Rezzori que aún no había leído el texto sobre Wendisch. «Grisha adoraba a su padre y a su hermana, pero detestaba a su madre», me ha dicho varias veces B. durante esta estancia. Eso es algo que puede leerse en muchas de sus novelas «autobiográficas», o, mejor dicho: autoficcionales. En esos pasajes afloraban algunas de esas frases largas y reflexivas que caracterizan al Rezzori de Memorias… o de Flores en la nieve. Sin alterar en nada el sentido ni demasiado el ritmo de las frases, sí que tomé la decisión de ajustar mejor esos pasajes al ritmo seco y cortante, casi en staccato, que tienen los recuerdos del escultor protagonista del pasado más reciente y sus lacónicos comentarios sobre su presente narrado.
¿Es legítimo, para un traductor, hacer pequeñas labores de editor a la obra de un autor al que admira? Teóricamente, no es tan legítimo. Pero se hace. Y yo defiendo esa postura, en contra de la teoría, del mismo modo que defiendo en otros casos el criterio diametralmente opuesto: mostrar al autor tal cual es, con sus manías escriturales y sus defectos, si así lo requiere la obra y su legado (o no-legado). El propio Gregor von Rezzori agradecía en una nota introductoria a la primera edición de Abel… en italiano la ayuda brindada por su traductor, Andrea Landolfi, a reajustar (o incluso eliminar) pasajes que pudieran ser insuficientemente comprendidos por el lector italiano.
Yo no he tenido la suerte de trabajar a cuatro manos con Rezzori. Pero me deleito imaginando su cara de pillo, su comentario tal vez sarcástico, mientras le revelo mi hallazgo y la relación que veo con el texto sobre Wendisch. A fin de cuentas, no me cabe, al final, sino preguntarme: ¿Habrá sido realmente como yo lo creo? Eso, por ahora, nadie puede saberlo.
Una espléndida primavera empieza a calentar las acuchilladas y húmedas tierras de esta región del valle del Arno. Es 14 de abril de 2014 (14-04-2014, una cifra de simetría casi cabalística). Al bajar definitivamente las escaleras del estudio de Gregor von Rezzori, no corro ya tan grave peligro de resbalar por ellas. Llevo un mes y medio subiéndolas y bajándolas, y mis suelas ya conocen la muesca precisa en la piedra donde colocar el pie sin riesgo de accidente. Dejo atrás el abundante material que ha ido proporcionándome una idea más precisa del escritor. En el patio central están casi todas las personas que, en estas semanas, han contribuido a que yo pueda completar el rompecabezas del hombre: B., su viuda; N., pariente lejana de Grisha, oriunda de Rumanía; T. su médico; G., su fiel «palafrenero», ayudante, chófer, jardinero, confidente, al que le brillan los ojos cuando le hablan de Rezzori y, como personaje de una película de Fellini, empieza a gritar alborozado «Il barone! Il barone!», al que Grisha parece haber inmortalizado con discreción en las primeras líneas, precisamente, del relato «Sobre el acantilado».
¿De qué manera incide en una traducción una estancia tan sui generis como esta, en la que vives seis semanas en la casa del autor al que traduces, en su despacho, sentado en la misma silla donde se escribió el texto ahora vertido al español, compartiendo a diario con personas que lo admiraron o lo quisieron? Andrea Landolfi, que conoce la casa como la suya propia, que sí trabajó con Rezzori frente a frente en sus muchas traducciones durante semanas y meses, me dice que nada ha cambiado en la casa, que todo está como antes, cuando él vivía. Por algún tipo de sugestión, las palabras que yo me veo obligado a pensar y repensar van fundiéndose con ese ambiente en el que empiezas a reconocer los modelos concretos en los que pudieron inspirarse un gesto narrado, el personaje de una novela, un rincón descrito, una escena saboreada sobre el papel impreso. Hay algo de extraño en esa camaradería que surge entre mi persona y un autor al que nunca conocí ni conoceré y del que, por infinidad de circunstancias vitales, me separan tantas cosas. ¿O tal vez no?
Como traductor, pocas veces había sentido físicamente —y con tal intensidad— esa electricidad que puede generar este oficio. En muchas ocasiones he pagado de mi bolsillo para visitar un escenario descrito en una novela, para recorrer una muestra donde se resume una época relacionada con un cuento que traduzco o debo traducir. Pero en esos casos el proceso es más químico, resulta más osmótico: una lenta fusión recíproca de los líquidos, de las imágenes con lo escrito; a veces he podido trabajar directamente con autores vivos (aunque, en algunos contados casos, lo que se ha producido es un nocivo cortocircuito). Esta vez era una relación casi meteorológica: yo no era sino un pararrayos que asimilaba las descargas eléctricas de la atmósfera (la palabra viva de los allegados de Rezzori), un anemómetro que respiraba el aire (cada rincón de la casa, ahora por fin reconocido, cada tipo de brisa o ráfaga de viento), un acumulador que registraba y recogía la energía vibrante del suelo (la palabra encerrada en los libros, pujante por salir de los moldes germánicos) y lo fundía todo en un reporte climático parecido al original, pero nuevo.
¿Incide en verdad todo esto? Creo que sí. Habrá sin duda, en mi nuevo informe climático, alguna imprecisión, un par de decisiones fallidas, pero espero, eso sí, poder entregar un texto vivo. Ya llegarán seguramente equipos meteorológicos de mayor precisión, computarizados, que enmienden, en un futuro, mis pifias de viejo aparato de medición.