EN UN VAGÓN DEL FERROCARRIL
“Los franceses no son racionales y se considerarían así mismos más desafortunados si lo fueran.” Esta frase fue escrita por Fonvizin el siglo pasado, y, Santo Cielo, con qué gusto debió haberla escrito. Estoy seguro de que el gozo calentó las entretelas de su corazón cuando la pensó, y tal vez la leemos con placer todos los que llegamos tres o cuatro generaciones después de Fonvizin. Todas esas frases, que ponen a los extranjeros en su lugar, contienen, incluso si nos topamos con ellas ahora, algo irresistiblemente placentero para nosotros los rusos. Lo mantenemos secreto, algunas veces incluso secreto para nosotros mismos. Pues hay en ello ciertas connotaciones de venganza por el pasado infame. Tal vez sea un mal sentimiento, pero estoy convencido de que existe en casi cada uno de nosotros. Por supuesto, hacemos un escándalo, de ningún modo insincero, si somos sospechosos de tenerlo, y sin embargo me imagino que el mismo Belinsky fue en este sentido un eslavófilo. Recuerdo, hará unos quince años, cuando conocí a Belinsky, la reverencia (ridícula algunas veces) con la que todo el grupo acostumbraba postrarse y venerar a Occidente, mayormente a Francia. Francia estaba en boga entonces –era el 46–. Y no es que la gente adorara los nombres de Georges Sand, Proudhon, etc. y sintiera respeto por los de Louis Blanc, Ledru-Rollin y otros. ¡Oh, no! La gente tenía en alto incluso a insignificancias que portaban los más lamentables nombres, quienes simplemente colapsaron cuando fueron puestos a prueba más tarde. Incluso aquellos de quienes se esperaba que realizaran en el futuro grandes servicios a la humanidad. De algunos de ellos se hablaba con un exclusivo susurro reverencial… ¿Y qué creen? En toda mi vida jamás conocí a un hombre más apasionadamente ruso que Belinsky, antes que él sólo Chaadayev hablaba con la misma enérgica y a veces ciega indignación sobre muchas cosas de nuestra tierra natal y aparentemente despreciaba todo lo ruso. Hay algunas razones por las que recuerdo y pienso en ello ahora. Pero quién sabe, tal vez Belinsky mismo no siempre consideraba le mot de Fonvinzin particularmente escandalosa. Seguramente hay momentos en que la gente deja de apreciar la más correcta y legítima enseñanza. Oh, pero por Dios, no se vayan con la idea de que amar a nuestro país significa denigrar al extranjero o que yo lo pienso. No lo pienso y no tengo intención de pensarlo, incluso al contrario … Sólo que es una lástima que no tenga tiempo de explicarme con mayor claridad.
Por cierto, no vayan a pensar que me he olvidado de París y en su lugar me he adentrado en la literatura rusa, o que estoy escribiendo un artículo de crítica literaria. Es sólo que no tengo otra cosa qué hacer.
Mi diario dice que ahora estoy sentado en un vagón del ferrocarril y me alisto para ver Eydtkuhnen mañana, esto es, para recibir mi primera impresión de un país extranjero, y mi corazón se salta ocasionalmente algún latido. Veré Europa realmente por fin, yo que he soñado hacerlo en vano durante cuarenta años, yo, que cuando tenía sólo dieciséis años con gran seriedad, y como el Belopyatkin de Nekrasov, deseaba escaparme a Suiza, pero no me escapé y ahora estoy a punto de entrar a ‘la tierra de los santos milagros’, la tierra que he añorado tanto tiempo y de la que he esperado mucho, y en los cuales yo implícitamente creía.
‘Santo cielo,’ seguía pensando sentado en el vagón, ‘¿cómo podemos llamarnos rusos? ¿De hecho somos realmente rusos? ¿Por qué Europa nos provoca, dondequiera que estemos, una impresión tan mágica y poderosa? ¿Por qué nos atrae tanto?’ No me refiero a esos rusos que se quedan en casa, esos rusos ordinarios, cincuenta millones, a quienes nosotros, cien mil, miramos con desdén y de quienes nuestras revistas satíricas se mofan porque no se cortan la barba. No, me refiero a nuestro privilegiado y peculiar pequeño grupo.
Finalmente, todo, literalmente casi todo lo que podemos llamar progreso, ciencia, arte, ciudadanía, humanidad, todo, proviene de allá, de esa tierra de los santos milagros. Toda nuestra vida, desde nuestros primeros años, está marcado por el molde europeo. ¿Podía alguien de nosotros haber resistido esa influencia, atracción, presión? ¿Cómo es que no nos hemos metamorfoseado en europeos? Y creo que todos estarán de acuerdo en que no nos hemos metamorfoseado–algunos con placer, otros, por supuesto, con indignación porque no hemos alcanzado la metamorfosis todavía. Pero eso es otra cosa. Me refiero sólo al hecho de que no hemos sido metamorfoseados a pesar de haber sido sometidos a esa abrumadora influencia. Seguramente no han sido nuestras mamás o nuestras niñeras quienes nos han preservado de la metamorfosis. Es triste y absurdo, realmente, pensar que excepto por Arina Rodionovna, la nodriza de Pushkin, podríamos no haber tenido a Pushkin. Es una tontería, ¿verdad? Lo es por supuesto, pero ¿qué tal si no es una tontería? Muchos niños rusos son criados ahora en Francia: ¿qué tal si otro Pushkin ha sido llevado allá para ser privado desde la cuna tanto de una Arina Rodionovna como de la lengua rusa?
Nadie podía haber sido más ruso que Pushkin. Aunque de noble cuna, comprendió a Pugachev y penetró en su más profundo ser en una época en que nadie profundizaba en nada. Si bien era aristócrata, llevaba a Belkin en su alma. Con la fuerza de su creatividad renunció a su clase y en Onegin la juzgó con severidad desde la perspectiva de la nación como un todo. Es un profeta y un precursor.
¿Hay un enlace químico entre el espíritu humano y la tierra natal que vuelve imposible que se desprenda uno del país, incluso si se aleja de él, y lo hace a uno regresar finalmente? Después de todo, el eslavismo no nos cae directamente de un cielo despejado, y aunque después se convierte en un capricho moscovita, la base de este capricho es considerablemente más amplio de lo que permite la fórmula de Moscú. Al principio es terriblemente difícil expresarlo con claridad, incluso a uno mismo.
Algunas ideas, aunque poderosas y llenas de vitalidad, toman más de tres generaciones para manifestarse de modo que al final no se parecen a su principio en lo más mínimo…
Todos estos ociosos pensamientos me asaltaron en el vagón del ferrocarril camino a Europa, en parte a pesar de mí mismo y en parte porque estaba aburrido y no tenía nada qué hacer. Para ser franco, sólo aquellos de nosotros que no tienen nada que hacer han pensado en esta clase de cosas. ¡Qué aburrido es sentarse sin hacer nada en un vagón de ferrocarril! De hecho, tan aburrido como vivir en Rusia sin tener nada específico qué hacer. Puedes ser llevado y cuidado, puedes incluso ser arrullado y dormir algunas veces, hasta tus deseos ser anticipados, pero estás aburrido, te sentirás aburrido de todas formas, y precisamente porque estás atendido y lo único que tienes que hacer es sentarte y esperar a ser conducido a tu destino. Francamente, algunas veces te dan ganas de saltar del vagón y correr a un lado de la maquina con tus propios pies. El resultado puede ser peor, la falta de práctica puede agotarte rápido, pero al menos uno usaría sus propios pies y haría algo que ha decidido, y si el carruaje chocara y se volteara no estaría encerrado cruzando los dedos ni sería responsable de los errores ajenos…
¡Qué ideas extraordinarias tiene uno cuando no tiene nada qué hacer!
Mientras tanto la noche iba cayendo. Las luces comenzaban a ser encendidas en los vagones. Tenía a un hombre y su mujer sentados frente a mí, personas mayores, terratenientes, respetables probablemente. Tenían prisa por llegar a Londres a la Exposición, pero sólo por unos días, pues habían dejado a su familia en casa. Sentado junto a mí, a mi derecha, estaba un ruso que había estado trabajando en Londres durante los últimos diez años, había ido a San Petersburgo por negocios y parecía haber perdido cualquier sentimiento de nostalgia por su tierra natal. A mi derecha estaba sentado un pulcro inglés de pura cepa, profundamente serio y con el cabello rojo partido al modo inglés. Durante todo el trayecto nunca dijo una sola palabra en cualquier lengua a nadie de nosotros; leía todo el día sin levantar la cabeza del libro con letra muy pequeña que sólo los ingleses pueden tolerar e incluso elogiar por su comodidad, y precisamente a las diez de la noche se quitaba las botas y se ponía pantuflas. Probablemente estaba acostumbrado a hacer eso toda su vida y no tenía deseos de cambiar sus hábitos ni siquiera en un vagón de ferrocarril.
Pronto todo el mundo estaba dormitando; el silbido y golpeteo del tren nos provocaba una terrible somnolencia. Me senté y pensé y pensé y de algún modo, no sé cómo, llegué a la conclusión de que ‘los franceses no eran racionales’, que sirvió como inicio de este capítulo. Y, sabe usted, me siento impulsado, mientras viajamos a París, a darle a conocer lo que pensaba en el vagón por pura simpatía, así de simple: después de todo estaba muy aburrido sentado en ese vagón, así que ahora podrá usted sentirse aburrido también. Sin embargo, hay que proteger a los demás lectores, e incluiré deliberadamente todos estos pensamientos en un capítulo que llamaré superfluo. Lo aburrirá a usted un poco, pero como es superfluo otra gente simplemente lo hará a un lado. Al lector debe tratársele cuidadosa y concienzudamente, pero a los amigos debe tratárseles con un poco más de gentileza.
Bueno, ahora…
LO QUE ES CASI SUPERFLUO
De hecho, no eran pensamientos, sino una especia de contemplación, ideas arbitrarias, sueños diurnos, ‘de esto y lo otro, y nada más’. Para comenzar, hice un viaje mental a los viejos tiempos y dejé a mis pensamientos vagar, particularmente sobre el hombre que había hecho los aforismos sobre la racionalidad de los franceses. Fue, de hecho, el aforismo lo que provocó el surgimiento de estos pensamientos sin rumbo. Para su época ese hombre sostenía ideas muy progresistas. Pues, aunque toda su vida iba engalanado con los atavíos de un caballero francés, peluca polvoreada y una pequeña espada para mostrar su descendencia caballeresca (que era completamente ajena a nosotros) y defender su honor en la antesala de Potemkin, tan pronto asomó su nariz al exterior el nombre mismo de París se convirtió en anatema para él y concluyó que ‘los franceses no eran racionales’ y que se considerarían ellos más desafortunados si lo fueran. De paso, ¿no se imaginó usted, verdad, que mencioné la espada y el abrigo de terciopelo como un reproche a Fonvizín? Pues ciertamente no lo hice. No podía él, después de todo, ponerse un abrigo de campesino, particularmente en ese tiempo, cuando incluso ahora ciertas personas, para ser rusas y mezclarse con el pueblo no se ponen abrigos de campesino, sino que se han inventado un atuendo de ballet, poco diferentes al tipo usado en las óperas nacionales por los varios Ouslads enamorados de sus Ludmilas con kokoshniks. Al menos, un abrigo francés estaba más cerca de la comprensión del pueblo. ‘Puedes ver que es un caballero,’ dirían. ¿Qué otra cosa usaría un caballero?, ¿un abrigo de campesino?
Escuché hace poco que un moderno terrateniente, para mezclarse con el pueblo decidió usar vestimentas rusas e incluso ir a vestido con ellas a reuniones en las aldeas; pero los campesinos apenas lo veían llegar se decían entre ellos: ¿Qué hace ese tipo elegante por aquí? Así que el terrateniente no lograba mezclarse con el pueblo.
‘No haré ninguna concesión,’ me dijo un amigo. ‘Definitivamente no lo haré, ¡no yo! He decidido no usar barba, iré con corbata blanca y chaqué si es preciso. Haré el trabajo que tenga que hacer. Pero no buscaré ser amistoso, seré el patrón, parco y frugal, seré tiburón y sanguijuela si es necesario. Ellos me respetarán más. Y eso es lo principal, el respeto real.’
‘Maldición, me dije. Suena como si estuviera preparándose para marchar contra tribus enemigas. Una especie de consejo de guerra, eso es.’
‘Bueno,’ me dijo un tercer hombre –un hombre agradable, de hecho–: ‘suponga que me hago miembro de alguna organización campesina, y el consejo de la aldea ordenara que fuera azotado o algo así. ¿Entonces que?’
‘E incluso si así fuera,’ quise decir, pero no lo dije porque tuve miedo. (¿Por qué? ¿Por qué algunas veces todavía tenemos miedo de expresar nuestros pensamientos’) ‘Incluso si el consejo diera esa orden,’ pensé, ‘y te azotaran ¿qué con eso?’ Los profesores de estética le llaman a ese giro de los acontecimientos el lado trágico de la vida—y eso es todo. ¿Algo tan insignificante como eso justifica pasar toda una vida al margen de los demás? Oh, no, si queremos estar todos juntos, estemos realmente todos juntos, y si queremos estar al margen déjennos estar completamente al margen. En otras partes la gente ha pasado por cosas peores —mujeres y niños también.
‘¡Vengan, vengan ahora, mujeres y niños incluidos! exclamaría mi oponente. ‘el consejo de la aldea podría haberme azotado sin más, sin ninguna razón, por la vaca de otro hombre que quizá ha pisoteado los vegetales del huerto de algún otro, y usted lo ha considerado una propuesta general.’
Suena gracioso, por supuesto, y, además, es un asunto totalmente gracioso, un mal asunto. No quiero manchar mis manos con eso. Ni hablar de ello es decente. Al diablo con todos ellos; por lo que a mi concierne dejemos que los azoten a todos. No tiene nada que ver conmigo. De hecho, por lo que a mí atañe, no puedo responder en absoluto por el consejo de la aldea. Mi encantador polemista podría no recibir ni un pequeño golpe si fuera posible tratar con él de acuerdo con la decisión del consejo. ‘Pongámosle una multa en efectivo, compañeros, él, después de todo, es un aristócrata —no está acostumbrado a esta clase de cosas. Ahora que nosotros somos diferentes; nuestros lomos están hechos para los azotes.’ Así es como lo decidiría el consejo, en palabras del alcalde de la aldea en uno de los Apuntes provincianos de Stchedrin…
‘¡Reaccionario!’ podría alguien exclamar al leer esto. ‘¡Qué bonito ponerse a defender los azotes!’ (Francamente, alguien podría deducir de lo anterior que yo estoy a favor de los azotes.)
‘Vamos,’ podría decir otro hombre. ¿De qué está hablando? Quería hablarnos de París y se ha descarrilado para hablarnos de los azotes. ¿Qué tiene que ver París con eso?’
‘¿De qué se trata esto?’ podría agregar un tercer hombre. ‘Usted ha admitido que oyó hablar de estas cosas recientemente, pero usted estaba viajando en el verano. ¿Cómo pudo pensar todo esto en su vagón del ferrocarril?’
‘Tiene razón,’ replicaría yo, ‘es realmente un problema. Pero veamos, estas son reminiscencias de invierno de impresiones de verano. Y algunas impresiones de invierno se han mezclado con las reminiscencias del invierno. Además, conforme el tren se aproximaba a Eydtkuhnen mis pensamientos se concentraban en todas las cosas de Rusia que yo estaba abandonando por visitar Europa, y recuerdo meditar con esa presión. El tema de mis reflexiones era de hecho la siguiente: ¿Qué clase de impresión dejó Europa en nosotros en diferentes épocas? ¿Por qué trató de colar constantemente su civilización en nosotros? ¿Qué tan civilizados nos volvimos y precisamente cuántos de nosotros hasta ahora nos hicimos civilizados? Puedo ver ahora que todo esto era innecesario. Pero, de todos modos, ¿dónde me detuve? Ah, sí, ¡al hablar del abrigo francés! Con eso empezó todo.
Ahora bien, uno de esos abrigos franceses de la época escribió El brigadier. El Brigadier era maravilloso para los estándares que prevalecían entonces, y tuvo un extraordinario efecto. Potemkin mismo dijo: ‘Podrías morir ahora, Denis, no volverás a escribir nada tan bueno.’ La gente comenzó a removerse como si se despertara. Me pregunté, dejando que mis pensamientos siguieran su curso, ¿estaba la gente, incluso entonces, cansada de hacer nada, cansada de una vida de manejar las cuerdas? No me refiero solamente a los franceses manejando las cuerdas de la época, y me gustaría de todos modos agregar que somos una nación muy crédula y eso se debe a nuestro buen corazón. Podemos, por ejemplo, estar todos reunidos sentados perezosamente sin hacer nada y de repente ocurrírsenos que alguien había dicho o hecho algo valioso. Podemos imaginar que nosotros, también, podríamos ser originales y que hemos encontrado algo que hacer, y luego estaríamos todos excitados con la convicción de que todo habría de comenzar. Una mosca podría pasar, y estaríamos dispuestos a tomarla por un elefante. Eso se debe a la juvenil inexperiencia y carencia de tradición propia.
Las montañas gimieron cuando se tumbó sobre ellas
y
Arrojó las torres a lo alto de las nubes
Pero eso, tal parece, era sólo una metáfora.
Por cierto, estimados señores, tengo sólo un tipo de literatura en mente en estos momentos, el tipo conocido como belles lettres. Es a través de la literatura que quiero rastrear la gradual y benéfica influencia de Europa en nuestro país. ¡No podemos ni concebir los libros que fueron entonces (antes, y al mismo tiempo, que El brigadier) publicados y leídos sin sentirnos agradablemente superiores! Ahora, tenemos un notable escritor, orgullo de nuestros tiempos, un tal Kozma Prutkov. Su único defecto consiste en una modestia que sobrepasa todo entendimiento: no ha publicado todavía sus obras completas. Bueno, hace mucho tiempo escribió Apuntes de mi abuelo, que apareció en una miscelánea publicada por El Contemporáneo. Sólo imagine la clase de cosas que pudieron haber sido escritas por este afable septuagenario que vivió bajo Catalina la Grande, que vio dos o tres cosas durante su vida, que estuvo en la corte, que había peleado en Ochakov y que, retirado a la hacienda de sus ancestros, se dedicó a escribir sus memorias. Él, ciertamente, tenía algo sobre qué escribir –¡todas las cosas de las que había sido testigo en su vida! Pero su libro está compuesto por completo de historias como la siguiente:
La ingeniosa respuesta del caballero de Montbazon.
Una joven muy atractiva, le preguntó cierta vez, de lo más tranquila, en presencia del Rey, al Chevalier de Montbazon: ‘¿Puede decirme, mi señor, si el perro está atado a su cola o la cola al perro? A lo que el Chevalier, rápido en su respuesta y nada desconcertado, respondió con un calmado tono de voz: ´No hay ninguna regla que prohíba a un hombre coger a un perro por la cola o por la cabeza, Madame.’ La respuesta le agradó tanto al Rey que el Chevalier no se quedó sin recompensa.
Usted piensa que todo esto es basura sin sentido, y que un hombre mayor como ese jamás existió realmente. Pero le aseguro que cuando tenía 10 años, yo, con mis propios ojos, leí un libro escrito en tiempos de Catalina la Grande que contenía la siguiente historia:
La ingeniosa respuesta del Chevalier de Rohan
Es bien sabido que el Chevalier de Rohan sufría de muy mal aliento. Un día, cuando estaba presente en el besamanos del Príncipe de Condé, éste le dijo: ‘No se me acerque mucho, Chevalier, pues su olor es muy desagradable.’ A lo cual el Chevalier de inmediato respondió: ‘No yo, su Graciosa Excelencia, más bien usted, pues acaba de salir de la cama.’
Ahora, trate de imaginar a ese viejo viviendo es sus tierras, un experimentado guerrero que tal vez había perdido un brazo, rodeado por su vieja mujer, sus palurdos hijos y un centenar de sirvientes, en el vapor de su baño ruso cada sábado hasta que su rostro se ponía colorado, con sus antiparras en la nariz, leyendo grave y entusiasmadamente esta clase de historias e imaginando, por si fuera poco, que eso era la esencia de la cultura; creyendo, de hecho, que era su obligación leerla. Qué fe tan ingenua tenían en ese entonces en la utilidad de esas noticias de Europa y su necesidad de ellas. ‘Es,’ decían, ‘bien sabido que el Chevalier de Rohan sufría de mal aliento.’ ¿Para quiénes era bien sabido? ¿Por qué era bien sabido? ¿Qué palurdos en algún remoto lugar lo sabían tan bien? Y, de cualquier modo, ¿quién querría saberlo? Pero esos pensamientos subversivos nunca perturbaban al anciano. Con la fe más infantil él decidía que esa ‘colección de anécdotas ingeniosas’ eran bien conocidas en la corte, y eso sería suficiente en lo que a él concernía.
Ciertamente, era fácil asimilar a Europa entonces –en el sentido físico, por supuesto. Era difícil evitar usar la fusta cuando se llegaba a la asimilación moral. La gente se podía poner medias de seda y pelucas, ceñir la espada y lucir como europeos para todo el mundo. Y no sólo no era visto como una afectación, sino de hecho apreciada. Pero en la práctica todo permanecía como antes; una vez que Rohan (de quien todo lo que se sabía era que tenía mal aliento) era puesto a un lado y las antiparras retiradas, la gente seguía lidiando con sus sirvientes —como antes, su actitud hacia sus familias era todavía patriarcal —como antes, aún golpeaban al campesino en los establos —como antes; si él era más pobre que ellos y decía algo rudo, todavía se humillaba en presencia de sus superiores —como antes. Incluso el campesino entendía todo mejor: sus amos lo despreciaban menos, despreciaban menos sus hábitos y atuendos. Sabían más de él, hasta cierto punto no eran extraños para él, no tan extranjeros. Y en cuanto a que ejercieran su autoridad en su presencia, ¿qué más se podía esperar? Para eso eran los amos. Podían haber golpeado a sus siervos hasta la muerte, pero la gente los quería más porque, de algún modo, estaban más cerca de ellos. De hecho, todos estos hombres eran recios, sencillos, jamás trataban de ir a la raíz de las cosas, sacudían, golpeaban, cariñosamente hacían sudar a sus campesinos, e iban por la vida plácidamente, satisfechos, contentos, ‘en un desenfreno consciente e infantil’. No obstante, sospecho que todos esos abuelos nuestros no eran tan inocentes, incluso en esos insignificantes asuntos de los Rohans y los Montbazons.
Algunos de ellos eran verdaderos sinvergüenzas y conocían su propio valor cuando se enfrentaban a esas influencias europeas de arriba. Toda esa fantasía, toda esa mascarada, todos esos abrigos franceses, manguitos, pelucas, espadas, todas esas pesadas, gordas piernas encajadas en medias de seda, todos esos soldaditos con pelucas y botines alemanes, todo eso, me parecía, era una engañifa que la gente sencilla notaba y entendía. Por supuesto, uno podía ser un dependiente o un estafador o un brigadier y estar inocente y conmovedoramente convencido de que el chevalier era la encarnación del más exquisito refinamiento. Pero esto no impedía a nadie comportarse como siempre lo había hecho: los Gvozdilovs amedrentaban como siempre habían hecho, Nuestro Potemkin y otros de su calaña muy cerca estaban de golpear a nuestros Rohans en sus caballerizas, nuestros Montbazons desplumaban a vivos y muertos, golpeaban con puños de encaje las orejas de la gente, y pateaban los traseros con medias de seda, y nuestros marqueses en el besamanos de la corte rodaban por el suelo. Con valiente indiferencia a los golpes que recibían en la cabeza.
En breve, toda esta Europa a la medida y por encargo, se las ingeniaba sorprendentemente bien para logar una armoniosa coexistencia entre nosotros, comenzando con San Petersburgo—la más fantástica ciudad con la más fantástica historia de todas las ciudades del planeta.
Pero ahora ya no es lo mismo, y San Petersburgo ha triunfado. Ahora nos hemos puesto a la altura y somos totalmente europeos. Hoy Gvozdilov mismo usa seda cuando amedrenta, mantiene las apariencias, se ha convertido en francés burgués y dentro de poco comenzará a citar textos para defender el tráfico de esclavos como cualquier americano del sureste de los EU.
De hecho, el hábito de citar textos en defensa propia ha alcanzado cada vez más a Europa desde los Estados Unidos. Cuando llegue allá, me digo, lo veré con mis propios ojos. Nunca se puede aprender de los libros tanto como cuando lo ve uno mismo.
A propósito, hablando de Gvozdilov: ¿Por qué puso Fonvizin una de las frases más memorables en su Brigadier no en la boca de Sofía, quien, en esa comedia, representa la idea del progreso europeo, noble, humano, sino en boca de la inane esposa del brigadier, a quien la muestra como una mujer tan estúpida (y reaccionaria, no sólo estúpida)que todos los hilos están ahí para que todos lo vean y todas las inanidades que ella dice no parecen ser dichas por ella, sino por alguien más escondido a sus espaldas? Pero cuando la verdad tiene que ser dicha no es Sofía quien la dice, sino la esposa del brigadier. Después de todo él la muestra no sólo como una perfecta estúpida, sino mala también; y sin embargo parece temeroso de que esa frase pueda brotar de la boca de Sofía, con su educación de planta de invernadero. Aparentemente consideró, en cambio, que debía ser expresada por una mujer simple y estúpida. Vale la pena recordar el pasaje. Es muy curioso por el hecho de que fue escrito sin un propósito evidente, ni siquiera en tono de burla, ingenuamente e incluso accidentalmente. La mujer del brigadier le dice a Sofía:
…teníamos un capitán en nuestro regimiento que dirigía la Compañía No 1. Su nombre era Gvozdilov y tenía una mujercita muy linda. Ahora bien, querida, puede creer que cuando perdía los estribos o estaba borracho, la atormentaba hasta casi matarla sin nunca decirle la razón. No era asunto mío, por supuesto, pero algunas veces yo lloraba al verla.
Sofía: Madam. Le ruego que deje de contar algo tan repugnante para la humanidad.
Esposa del brigadier: Ahí tiene, querida, usted no quiere ni siquiera oírlo, ¿qué cree que sentía la mujer del brigadier, que tenía que soportarlo?
Así, con toda su sensibilidad y buenos modales Sofía parece una tonta al lado de una mujer simple y común. Esta es una de las más notables réplicas (o respuestas ingeniosas) de Fonvizin, no tiene nada más pulcro, más humano… y más accidental. Pero aún tenemos a incontables progresistas de invernadero entre los más avanzados de nuestros hombres públicos, quienes están muy a gusto en sus invernaderos y no piden nada mejor. Pero lo más notable de todo es que Gvozdilov aún atormenta a su esposa y lo hace más a gusto que antes. Lo hace realmente. ¡Dicen que lo hacen con mayor concordia y bondad! Amar es golpear, dice el proverbio. Las esposas se preocupan si no son golpeadas: ‘él no me pega, luego quiere decir que no me quiere.’
Pero todo esto es primitivo y elemental, se remonta al tiempo de nuestros ancestros. Hoy incluso eso está sujeto al progreso. Hoy Gvozdilov acosa casi por principio, y sólo porque es un tonto, un hombre anticuado que no ha podido ponerse al día. La razón por la que me explayé en el asunto de Gvozdilov es que la gente en este país aún escribe párrafos sobre él llenos de profundo significado y comprensión humana. Y escriben tanto que el público está cansado de ellos. Gvozdilov es tan tenaz viviendo que es casi inmortal. Oh, sí, está vivo y coleando, ebrio y saciado. Ahora sólo le queda un brazo y una pierna y, como el capitán Kopeyekin, ‘ha dado su sangre, por así decirlo’. Su esposa ha dejado de ser la ‘linda jovencita’ que era. Se ha hecho vieja, su rostro pálido, demacrado y surcado de arrugas y sufrimiento. Pero cuando su marido, yacía enfermo por la pérdida de su brazo, nunca dejó de estar junto a su cama, de pasar noches sin dormir para cuidarlo, para confortarlo, llorar lágrimas amargas, y llamarlo su amor, su valiente caballero, tesoro de su corazón, su guerrero audaz y valiente. Podría, podría sí, encender nuestra indignación desde un punto de vista. Pero por otro… ¡larga vida a la mujer rusa! Nada hay mejor en nuestro mundo ruso que su ilimitado e indulgente amor. Pues es así, ¿no? En particular porque hoy Gvozdilov, también, cuando está sobrio, no siempre golpea a su mujer, o más bien, lo hace menos frecuentemente, mantiene un semblante de decencia e incluso llega a tener una palabra tierna para ella. Pues se ha dado cuenta a su avanzada edad de que no podría prescindir de ella; él es frugal y burgués, y si incluso ahora le da una paliza, sólo lo hace cuando está borracho o por hábito cuando está aburrido. Y esto es ciertamente progreso, diga usted lo que diga; lo que es un consuelo. Y a nosotros nos gusta mucho ser consolados.
Oh, sí, estamos casi consolados ahora y hemos tenido éxito en consolarnos a nosotros mismos. Podría ser que la realidad que nos rodea no luzca tan amorosa todavía; pero sin embargo somos tan maravillosos, tan civilizados, tan europeos que la gente común se enferma de sólo vernos. Hemos alcanzado el punto en que la gente común nos mira como completos extraños, y no entiende una sola palabra nuestra, una simple mirada nuestra, un simple pensamiento de nosotros – y ciertamente esto es progreso, diga usted lo que diga. Hemos alcanzado un punto en el que nuestro desprecio por la gente común y los principios básicos de su ser es tan profundo que incluso nuestra actitud está mercada con un nuevo, amable, arrogante desdén que no existía aún en los tiempos de nuestros Montbazons y Rohans, hoy esto es progreso ciertamente, diga usted lo que diga.
Y ahora, ¡qué seguros estamos de nuestra misión civilizadora, con qué aire de superioridad resolvemos los problemas, y qué problemas! No hay territorio, decimos, ni pueblo, la nación no es nada sino un cierto sistema de impuestos, el espíritu es una tabula rasa, una pequeña pieza de cera en la que puedes moldear fácilmente un hombre real, un hombre de mundo, o un humunculus –todo lo que tiene que hacerse es aplicar los frutos de la civilización europea y leer dos o tres libros. Y entonces, qué serenos, qué majestuosamente serenos estaremos, porque habremos resuelto y descartado todos los problemas.
Con qué petulante autosatisfacción, por ejemplo, hemos vapuleado a Turgenev por su rechazo a hacer la paz con el mundo junto con nosotros, por su rechazo a sentirse satisfecho con nuestras majestuosas personalidades y a aceptarlas como su ideal, y por haber buscado algo mejor que nosotros. Mejor que nosotros, ¡Dios mío! Él ciertamente se adentró en aguas turbulentas con Bazarov, Bazarov nervioso y perturbado (señal de su gran corazón) a pesar de su nihilismo. Incluso lo hemos zurrado por su Kukshina, por esa progresista sinvergüenza que Turgenev ha sacado de la realidad rusa para que la observemos, y lo hemos acusado, por si fuera poco, de oponerse a la emancipación de la mujer. Todo esto, ciertamente, es progreso, diga usted lo que diga.
Ahora estamos parados sobre esa gente común con la confianza de un caporal o un sargento de la civilización. Es un deleite mirarnos: con los brazos en jarras y la mirada desafiante, altaneros, le decimos al campesino con todo el desprecio que podemos: ‘Nación y comunidad nacional se reduce a la política y al establecimiento de impuestos, así que ¿qué nos has enseñado, tu viejo zopenco? Porque, en verdad, no puede esperarse que consintamos los prejuicios.
Dios mío… Permítanme asumir por un minuto, apreciados señores, que mi viaje ha terminado y estoy de vuelta en Rusia y permítanme contarles una historia. Un día de este otoño, mientras leía un periódico –uno de los más progresistas– noté la siguiente noticia de Moscú. El encabezado: ‘Más vestigios del barbarismo’ (o algo como eso, muy tajante). Desafortunadamente no tengo el periódico en frente de mí ahora. Como sea, contaba que una mañana de este otoño un carruaje fue visto en las calles de Moscú. Una mujer ebria –una casamentera de profesión– estaba sentada en el carruaje muy emperifollada cantando una canción. El cochero engalanado también, maullaba lo mejor que podía. Incluso el caballo estaba adornado con listones. No sé, sin embargo, si estaba ebrio. Probablemente lo estaba. La mujer sostenía un paquete, cuyo contenido iba a mostrar y que pertenecía a la pareja de recién casados quienes obviamente habían pasado una feliz noche juntos. El paquete, por supuesto, contenía cierta prenda ligera, la cual, entre la clase baja, es usualmente mostrada al día siguiente a los padres de la novia. La gente reía ante el espectáculo de la casamentera y era divertido. Enérgicamente, con indignación y desprecio. el periódico relataba este inaudito barbarismo que ‘¡ha sobrevivido hasta nuestros días a pesar del progreso de la civilización!’
Admito que me dio risa. Por favor, no piensen que estoy tratando de defender el canibalismo primitivo, las prendas ligeras, los velos, etc. es malo, es impúdico, es incivilizado, es eslavo. Sé todo eso y estoy de acuerdo; aunque por supuesto no está hecho con mala intención, sino solamente como parte de la celebración del matrimonio y por simplicidad natural e ignorancia de algo mejor, más noble, más europeo. Oh no, yo reía por otra cosa. Reía porque de pronto recordé a nuestras damas y las tiendas de modas. Por supuesto, las damas civilizadas ya no mandan sus prendas ligeras a sus padres, pero cuando ordenan un vestido al modisto, cuan ingeniosa y eficientemente saben cómo acolchonar con algodón ciertas partes de sus encantadores vestidos europeos. ¿Para qué es el algodón? Naturalmente, por su elegancia y efecto estético, pour paraître… No sólo eso: sus hijas también, esas jovencitas recién salidas de la escuela, ellas también saben del algodón. Ellas saben todo: el propósito del algodón y precisamente en cuáles partes aplicar el algodón. Y ellas saben, también, por qué –esto es, con qué fin—esto se usa. Pues bien, me reí interiormente, todo el cuidado y molestias que se toman, ese cuidado deliberado con esas adiciones de algodón es realmente más puro, más moral y casto que la lamentable prenda ligera llevada con ese ingenuo convencimiento al progenitor, ¿el convencimiento de que eso es precisamente lo que hay que hacer, lo moral?
Por el amor de Dios, amigos, no piensen ahora que quiero darles un sermón sobre el hecho de que la civilización no es progreso y que por el contrario últimamente en Europa ha amenazado el progreso con látigo y prisión. No piensen que trataré de probar que en nuestro país confundimos bárbaramente la civilización con las leyes del progreso normal y verdadero, o que la civilización ha sido condenada hace ya mucho tiempo incluso en Occidente, y que el único que aboga por él es el capitalista (aunque todo el mundo allá es capitalista o quiere serlo) porque quiere salvar su dinero.
No piensen que trataré de probar que el alma humana no es una tabula rasa, una pieza de cera moldeada como homúnculo; que la necesidad primordial es la naturaleza, luego la ciencia, luego la irrestricta vida independiente, profundamente enraizada en la tierra, y finalmente la fe en nuestros propios poderes nacionales.
No piensen que pretendo ignorar el hecho de que nuestros hombres de mentalidad progresista (aunque no todos ellos) no defienden el algodón y, de hecho, lo clasifican como clasifican las prendas ligeras.
Lo que quiero decir es que el artículo tenía un motivo oculto para censurar y condenar las prendas ligeras; no manifiesta simplemente que es una barbaridad, sino que expone una barbaridad nacional, elemental, de nuestra clase trabajadora, en oposición a la civilización europea de nuestra aristocrática clase superior. El artículo hacía cabriolas, pretendía desconocer que aquellos que exponían esa barbarie eran culpables de cosas tal vez mil veces peores y obscenas o que lo que habíamos hecho era cambiar una clase de prejuicio y desagrado por otro prejuicio peor, más sucio y bajo. El artículo pretendía no percibir nuestra propio prejuicio y mezquindad. Por qué, entonces, por qué debíamos parecer tan arrogantes al estar sobre la gente común, los brazos en jarras, rezumando desprecio… Pues esta fe en la infalibilidad y en el derecho a hacer estas denuncias es absurdo, risiblemente absurdo. Esta fe es sólo simple arrogancia para impresionar al pueblo, o irracional, servil adoración de las formas europeas de civilización; y esto, ciertamente, es más absurdo.
¡Pero para qué! Miles de tales hechos se pueden encontrar todos los días. Disculpen mi pequeña historia.
Aun así, mea culpa. Pues he cometido una falta, La razón es que he saltado demasiado apresuradamente de los abuelos a los nietos. Había otros hechos entre ellos. Recuerden a Chatsky. Él no era un abuelo ingenuo ni un nieto autosatisfecho; arrogante y seguro de sí mismo, Chatsky fue un tipo muy especial de nuestra Rusia Europea, agradable, entusiasta, sufrido, apelando a Rusia y a unos fundamentos firmes, pero regresando a Europa cuando tenía que encontrar
Un refugio para el herido orgullo del hombre…
de hecho, un tipo que es inútil hoy, pero que fue terriblemente útil en el pasado. Fue un mercachifle de palabras, un charlatán, pero un mercachifle de palabras sinceramente apenado por su inutilidad. Ahora, con la nueva generación ha renacido, y creemos, con juvenil vigor. Confiamos en que aparecerá otra vez, pero esta vez sin sufrir de histeria como en el baile de Famusov, sino como conquistador, orgulloso, poderoso, afable y amoroso. Además, él se habrá dado cuenta para entonces de que el refugio para el orgullo herido no se encuentra en Europa, sino bajo sus narices, y descubrirá qué hacer y lo hará.
¿Y saben qué? Yo, por ejemplo, estoy convencido de que no sólo tenemos sargentos de la civilización y enfebrecidos europeos; estoy convencido, insisto, de que el hombre nuevo ha nacido ya… pero más de esto después. Ahora quiero decir algo más sobre Chatsky. Hay algo que no entiendo. Chatsky fue seguramente un hombre muy inteligente. ¿Cómo es que un hombre tan inteligente fracasó en encontrar algo qué hacer? De hecho, ninguno de ellos jamás encontró algo qué hacer, no pudieron encontrarlo veintitrés generaciones consecutivas. Es un hecho, y no tiene sentido discutir contra los hechos, pero uno siempre puede preguntar por curiosidad. Bueno, no entiendo cómo un hombre inteligente puede fracasar todo el tiempo y bajo cualquier circunstancia en encontrar algo qué hacer. Esto, me dicen, es discutible, pero en el fondo siento que no lo es. Se nos ha dado la inteligencia para conseguir nuestros fines. Si no puedes recorrer una milla, recorre al menos cien pasos; será siempre, mejor que nada, por lo menos te cerca a tu objetivo si tienes un objetivo. Pero insistir en alcanzar tu objetivo paso por paso, no es, estimo, inteligente. Podías ser llamado perezoso en ese caso. No nos gusta el esfuerzo, no estamos acostumbrados a dar paso por paso y preferimos alcanzar nuestro objetivo o convertirnos en un segundo Regulus de un salto volador. Pero eso precisamente es ser perezoso.
Sin embargo, Chatsky tenía razón al escabullirse otra vez en ese momento; una pequeña dilación lo hubiera enviado hacia el Este en vez de al Occidente. La gente ama al Occidente en este país; lo aman y cuando llegan a cierto punto todos van allá. Yo también voy allá, como pueden ver. Mais moi, c’est autre chose. Los vi a todos allí, a muchos de ellos quiero decir; no se lleva la cuenta de todos, y todos ellos parecen buscar un refugio para el orgullo herido. En cualquier caso, están en busca de algo.
La generación de Chatsky, de ambos sexos, después del baile de Famusov, y hablando en términos generales cuando el baile terminó, se incrementó y multiplicó hasta que fue tan numerosa en el exterior como la arena del mar. Y no sólo los Chatskys: pues todos dejaron Moscú para ir al exterior. Dios sabe cuántos Repetilovs y Skalozubs había allá, retirados ahora y despachados a un lugar de aguas por no ser aptos para seguir trabajando. Natalia Dmitriyevna y su marido son miembros de esas instituciones. Incluso el conde Khlestov es llevado allá cada año. Toda esa gente está cansada, incluso en Moscú. Sólo Molchalin no está entre ellos. Hizo otros arreglos y permaneció en casa, el único que hizo eso. Él se ha dedicado, por decirlo así, a su tierra natal… Ahora es inalcanzable y no dejaría a Famusov cruzar su puerta: ‘Vecinos del país, los Famusovs, no la gente que saluda en la ciudad’. Está en los negocios y ha buscado qué hacer. Vive en San Petersburgo y… y ha tenido éxito. ‘Conoce a Rusia y Rusia lo conoce a él.’ Sí, lo conoce bien y no lo olvidará pronto. No permanece en silencio ahora; por el contrario, es el único que habla. Él es el experto.
¡Pero basta de él! Los he mencionado a todos, he dicho que trataban de encontrar un lugar feliz en Europa, y realmente pensé que lo preferían allá. Pero en realidad sus rostros mostraban una aburrida melancolía… ¡pobres tipos! ¡Qué inquietos estaban, siempre mórbida y tristemente en movimiento! Caminan por todos lados con sus libros guías y se apresuran con avidez a ver los monumentos en cada ciudad, lo hacen, en verdad, como si cumplieran con un deber o estuvieran aún al servicio del estado: nunca se saltan un solo palacio –aunque sea sólo de tres ventanas– si está mencionado en su libro guía, ni la residencia del alcalde, muy similares a las más ordinarias de Moscú o San Petersburgo; ven los bueyes desollados de Rubens y creen que representan las tres gracias porque el libro guía los empuja a creerlo; corren a ver la Madonna di San Sisto y se quedan frente a ella en expectación bovina, la expectación de que algo podría suceder en cualquier momento, de que alguien podría arrastrarse por el piso y dispersar su fatiga y su aburrida, desganada, melancolía. Y luego salen, sorprendidos de que nada haya pasado. No es la satisfecha y perfectamente mecánica curiosidad de los turistas británicos –hombres y mujeres–, quienes miran sus libros guías más que los monumentos, no esperan nada nuevo o extraordinario y sólo ven lo que el libro guía tiene que decir y cuántos feets o pounds mide o pesa cualquier objeto. Nuestra curiosidad es algo salvaje, nerviosa, frenéticamente ansiosa, pero secretamente convencida de antemano de que nada pasará –por supuesto, hasta que la próxima mosca pase zumbando y todo comience otra vez.
Y estoy hablando sólo de gente inteligente. De nada sirve preocuparse por los demás –Dios siempre los cuida– o por aquellos que han hecho su casa allá y están gradualmente olvidando su lengua madre y comienzan a escuchar a los sacerdotes católicos. Sin embargo, hay una cosa qué decir sobre el conjunto de ellos: en cuanto dejamos atrás Eydtkuhnen todos nosotros nos hacemos sorprendentemente similares a aquellos desdichados perritos que corren por todos lados cuando han perdido a sus amos.
No imagine que me estoy burlando de nadie, o culpando a alguien porque ‘en el momento en que etc. ¡está usted en el extranjero! El problema campesino está en pleno apogeo ¡y usted está en el extranjero!’ ¿Y así por el estilo? No, para nada, en lo más mínimo. Además, ¿quién soy yo para culpar a nadie? ¿A quién culparía y por qué? ‘Nos gustaría hacer algo útil, pero no hay qué hacer, y lo que hay se está haciendo sin nosotros de todos modos. Todos los trabajos han sido ocupados y no hay vacantes a la vista. No tiene sentido intentar entrometerse donde no te llaman.’ Esa es su excusa y no muy impresionante. Además, nos sabemos esa excusa de memoria.
¿Pero qué es esto? ¿A dónde llegué? ¿Cómo tuve tiempo de ver a los rusos en el exterior? Sólo estábamos llegando a Eydtkuhnen… o lo habíamos pasado ya. De hecho así era; Berlín y Dresden y Colonia –habíamos pasado todo. Es cierto que aún estaba sentado en el vagón del ferrocarril, pero frente a nosotros está Erquelines, y no Eydtkuhnen y estamos entrando a Francia. París, es de París de quien quería hablar y lo olvidé. Eso fue porque dejé a mis pensamientos vagar por el tema de nuestra Europa rusa; lo cual es excusable en un hombre que está en camino de visitar Europa europea. Cómo sea, no tiene caso insistir en ser perdonado. Este capítulo es superfluo, como recordarán.
Lo que no es superfluo para los viajeros
Veredicto final sobre la irracionalidad de los franceses
‘Pero, después de todo, ¿qué es esto de que los franceses no son racionales?
Me hice esta pregunta mientras examinaba a cuatro nuevos pasajeros, franceses, que acababan de entrar a nuestro vagón. Eran los primeros franceses que veía en su tierra, si descontamos a los oficiales de aduanas en Erquelines a la que acabábamos de abandonar. Los oficiales de aduanas habían sido muy amables, hicieron su trabajo rápido y volví a mi vagón muy complacido con mi estreno en Francia.
Hasta Erquelines, aunque nuestro compartimento tenía ocho asientos, sólo fuimos dos: yo y un suizo, un hombre de mediana edad, sencillo y reservado, un agradable conversador, así que hablamos todo el tiempo, casi dos horas seguidas. Ahora éramos seis, y para mi sorpresa mi suizo al ver a nuestros cuatro nuevos acompañantes cayó de repente casi en el completo silencio. Hice un intento para continuar nuestra conversación, pero él estaba ansioso por cambiar de tema, daba pequeñas respuestas sin comprometerse, me dio la espalda con aire casi de fastidio, miró por la ventanilla por un rato y luego, sacando su libro guía alemán, se absorbió enteramente en la lectura. Lo abandoné de inmediato y sin decir una palabra concentré mi atención en nuestros nuevos acompañantes.
Era gente rara en cierto modo. No llevaban equipaje y no guardaban ninguna semejanza con los viajeros. No había ni un paquete entre ellos y no estaban vestidos de una forma que los hiciera parecer pasajeros. Usaban una delgada especie de levita, terriblemente vieja y deshilachada, un poco mejor de las usadas por los sirvientes de los oficiales o por los sirvientes de señores del campo sin muchos recursos. Sus camisas estaban sucias, sus corbatas muy lustrosas y también muy sucias; uno de ellos usaba los restos de una pañoleta de seda, de la clase que ha sido constantemente usada y se ha hecho tiesa con la grasa después de quince años de contacto con el cuello del usuario. El hombre también tenía botones de diamantes de imitación del tamaño de una nuez de avellana. Sin embargo, había cierta sagacidad e incluso descaro en ellos. Los cuatro parecían de la misma edad –treinta y cinco, más o menos–y aunque sus rostros eran diferentes, eran bastante similares. Sus rostros, algo demacrados en apariencia, tenían la usual barbita francesa que también lucía bastante parecida. Evidentemente era gente con una amplia y variada experiencia que había adquirido una expresión permanente, si bien amarga, de negocios. También tuve la impresión de que se conocían, pero no recuerdo que intercambiaran una sola palabra. Era bastante obvio que no deseaban mirarnos –es decir, al suizo y a mí– se sentaron y fumaron con un aire de desenfado y de afectada indiferencia mientras clavaban su vista en las ventanas del compartimento.
Enciendo un cigarrillo y comienzo a examinarlos a falta de algo mejor que hacer. Es cierto, la pregunta revolotea en mi mente, ¿qué clase personas podrán ser? No bastante trabajadores, pero tampoco bastante burgueses. ¿Podrían ser exsoldados? Algo à demi-solde tal vez? Sin embargo, no me preocupan mucho. Diez minutos después, en cuanto llegamos a la siguiente estación, los cuatro saltaron del tren uno tras otro, la puerta se azotó y nosotros seguimos a toda velocidad. A lo largo de esta ruta el tren apenas si se detiene en cada estación: unos dos minutos, tres a lo mucho, y arranca. El transporte es excelente, en otras palabras, muy rápido.
En cuanto nos quedamos solos el suizo de inmediato cerró su libro-guía, lo puso a un lado y me miró con aire de satisfacción, obviamente dispuesto a reiniciar nuestra conversación.
‘Esos amigos no se quedaron mucho,’ comencé, observándolo con algo de curiosidad.
‘Sólo pretendían llegar a la próxima estación.’
‘¿Los conoce?’
¿A ellos? … ¿Por qué?, eran polícias…’
¿Qué quiere decir? ¿Qué policía?
‘Allá… me di cuenta de inmediato de que no tenía usted ni idea de quiénes eran.’
‘Y… ¿eran realmente policías espías?’ (No podía creerlo todavía.)
‘Por supuesto; entraron aquí por nosotros.’
‘¿Está usted seguro?’
‘No hay ninguna duda. He pasado por aquí muchas veces antes. Fuimos señalados en la aduana mientras nuestros pasaportes eran examinados, les dijeron nuestros nombres, y así. De modo que vinieron a sentarse aquí para acompañarnos.’
‘¿Pero por qué querrían acompañarnos, después de todo nos habían visto ya? ¿No dijo usted que fuimos señalados en la otra estación?’
Lo fuimos, efectivamente, y les dieron nuestros nombres, pero no es suficiente. Ahora nos han estudiado en detalle: rostros, vestidos, equipajes, de hecho, toda nuestra apariencia. Han hecho una nota mental de su estructura; sacó usted su cigarrera, si recuerda. Bueno, pues deben haber hecho una nota sobre la cigarrera también, todas esas pequeñas bagatelas, sabe, y señales distintivas, particularmente señales distintivas, tantas como sea posible. Podría perderse usted en parís, o cambiar su nombre (esto es, si usted es un personaje sospechoso). Esas bagatelas podrían contribuir a la búsqueda. Todo eso es telegrafiado de inmediato a París desde la estación. Y allí es conservado en el lugar adecuado, por si fuera necesario. Además, los hoteleros deben proporcionar la información más detallada de los extranjeros, ¡e incluir las bagatelas también!’
‘¿Pero, por qué, seguí preguntando, sintiéndome aún un poco intrigado, eran tantos? ¡Eran cuatro, después de todo!
‘Son muy numerosos aquí. Probablemente ahora hay pocos extranjeros, pero si hubiera más se hubieran distribuido entre los diferentes vagones.’
‘Vamos, ni siquiera nos miraban. Miraban por las ventanas.’
‘Oh, no se preocupe, ellos miraban todo… fue por nosotros que se sentaron aquí.’
Bien, bien, pensé, aquí estás, tu y tus ‘franceses irracionales’, y le eché (tímidamente, admito) una mirada desconfiada al suizo, mientras la idea revoloteaba en la cabeza: ¿no serás tú uno de ellos, amigo, y sólo pretendes que no lo eres? Pero no lo pensé más que una fracción de segundo, se lo aseguro. Absurdo, pero ¿qué puede uno hacer? Esos pensamientos lo asaltan a uno.
El suizo me había dicho la verdad. Tan pronto como llegué a mi hotel una completa descripción, hasta del más íntimo detalle, de mi persona fue hecha para ser enviada a las autoridades correspondientes. El detalle y minuciosidad con la que eres examinado para describir todas las particularidades que te conciernen te llevan a concluir que tu vida entera en el hotel, cada paso que das, por decirlo así, es escrupulosamente observado y contado. Sin embargo, en mi primer hotel yo, personalmente, no fui molestado y mi descripción fue elaborada en silencio, excepto, claro, por las preguntas que te hacían en el libro en que apuntabas tu confesión completa: ¿Quién eres?, ¿cuándo llegaste? ¿con que intenciones? Etc. Pero en el segundo hotel al que fui, después de que no encontré habitación en el primero –Hôtel des Coquillières– después de mi viaje de ocho días a Londres, fui tratado con mucho mayor franqueza. En general, este segundo hotel –Hôtel des Empererurs– parecía ser manejado más en familia. El propietario y su mujer eran buenas personas y muy consideradas, ya mayores y sumamente atentos a las necesidades de sus huéspedes. En la tarde del mismo día en que llegué, la patrona me detuvo en el vestíbulo y me pidió que la acompañara al cuarto que servía como oficina. El marido estaba ahí también, pero la patrona parecía encargarse de todo lo administrativo.
‘Lo siento,’ comenzó amablemente, ‘necesitamos sus particulares.’
‘Pero ya se los he dado…usted tiene mi pasaporte.’
‘Sí, ¿pero votre état?’
Esta ‘votre état’ es una cosa extremadamente confusa y nunca me gustó. ¿Qué puede uno poner? Viajero es demasiado vago. Homme de lettres no despierta respeto.
‘Mejor ponemos propriétaire. ‘¿Qué le parece?’, me preguntó la patrona. ‘Sería lo mejor.’
‘Sí, sería lo mejor,’ confirmó el esposo.
‘Bien. Ahora ¿la razón de su visita a París?’
‘Como viajero, en tránsito.’
‘Mmm… sí, para conocer París. Ahora, Monsieur, ¿su talla?
‘¿Qué quiere decir?…¿talla?
‘¿Cuál es su estatura?’
‘Estatura promedio, como puede usted ver.’
‘Así es, Monsieur… pero nos gustaría saberla con mayor precisión… Creo que, creo que…’, continuó, mirando a su marido.
‘Pienso que muy alto,’ decidió el marido, indicando mi estatura aproximada en metros.
‘Pero ¿para qué lo necesita?’ pregunté.
‘Oh, es e sen cial,’ replicó la patrona con un amable énfasis en la palabra ‘esencial’, al mismo tiempo que apuntaba mi estatura en el libro. ‘Ahora, Monsieur, ¿su cabello? Rubio…mmm…muy rubio…lacio…’
Anotó lo del cabello también.
‘Le importaría, monsieur,’ continuó mientras soltaba su pluma, dejaba su asiento y hacía acopio de su amabilidad, ‘por aquí, a un paso o dos de la ventana. Necesito ver el color de sus ojos. Hum… color claro…’
Y nuevamente miró inquisitivamente a su marido. Evidentemente se querían mucho.
‘Un poco grises,’ remarcó el marido con una particular expresión, como de negocios, incluso preocupada. ‘Voilà,’ dijo, y le hizo a su mujer un guiño, señalando algo sobre una de sus cejas, pero yo entendí perfectamente bien lo que estaba señalando. Tengo una pequeña cicatriz en la frente y quería que su esposa también tomara nota de esta marca distintiva.
‘Permítame preguntarle,’ le dije a la patrona cuando terminó la examinación, ‘¿realmente les requieren que presenten un informe tan detallado?’
‘Oh, Monsieur ¡es e sen cial!…
‘¡Monsieur!’ repitió el marido después de ella, con un aire particularmente grandioso.
‘No me lo exigieron en el Hôtel de Coquillièrs.’
‘Imposible,’ replicó rápidamente la patrona. ‘Podrían enfrentar serios problemas por eso. Tal vez lo examinaron a usted sin decirle una palabra, pero ciertamente, ciertamente, lo examinaron. Sin embargo nosotros somos más sencillos y francos con nuestros huéspedes. Los tratamos como miembros de la familia. Usted se sentirá satisfecho con nosotros. Ya lo verá…’
‘¡Oh, Monsieur!… confirmó el marido solemnemente y una apariencia de ternura se dibujó en su rostro.
Y era una honesta y muy simpática pareja, como lo llegué a comprobar más adelante. Sin embargo, la palabra ‘e sen cial’ de ninguna manera fue pronunciada apologéticamente o en un tono de voz que indicara circunstancias atenuantes, sino en el sentido de absoluta necesidad que casi coincidía con sus convicciones personales.
Y aquí estoy en París.
BAAL
Y aquí estoy en parís… No piensen, sin embargo, que les diré gran cosa sobre París mismo. Pienso que habrán leído mucho y estarán ya cansados de leer nuevamente en ruso sobre París. Además, ya han estado ahí y habrán visto todo mejor que yo. Yo nunca me he atenido, cuando he estado en el exterior, a ver las cosas en la forma aprobada por los libros-guía, como debe hacerlo todo buen viajero.
Y ahora me da pena reconocer las cosas que, en consecuencia, me he perdido. En París también dejé de ver ciertas cosas. No diré cuáles fueron, pero les diré algo: he descubierto una definición para París, he seleccionado un epíteto para ella y me atendré a él. Es este: es la ciudad más virtuosa y moral de todo el mundo. ¡Qué orden! ¡Qué dulce sensatez! ¡Qué relaciones tan firmemente establecidas! ¡Lo bien cerrado y seguro que está todo! ¡Qué satisfechos y felices están todos! ¡Y lo que se han esforzado! –tanto que se han convencido de que están perfectamente satisfechos y felices, y, y… se han detenido. No pueden ir más allá. No creerán que se han detenido, dirán que exagero, que todo es una calumnia inventada por un patriota bilioso, que las cosas no pueden haberse detenido, exánimes. Pero, amigos, saben, les he advertido desde el primer capítulo de estas notas que diría terribles mentiras. Así que no se interpongan. Seguramente saben también que si digo mentiras las digo convencido de que no lo son. Estoy convencido de que esto deberá bastarles y me darán suficiente libertad.
Sin duda París es una ciudad notable. Y cuánto hospedaje y confort se pone a disposición de aquellos que tienen derecho al hospedaje y al confort. Y qué orden, ¡qué quietud de orden, por decirlo así! Sigo rememorando ese orden. De hecho, un poco más y París con su millón y medio de habitantes se volverá una pequeña ciudad universitaria alemana, fosilizada en su quietud y orden, algo como Heidelberg, por ejemplo. Parece ir por ese camino. ¿Y por qué no habría de haber una Heidelberg a esa escala colosal?¡Y qué reglamentación! No me malentiendan: no quiero decir regimentación externa, lo cual es insignificante (relativamente, por supuesto) sino una interna, colosal, reglamentación espiritual que tiene su fuente en las mismas profundidades del alma. París trata de contraerse voluntariamente, se esmera en hacerse más pequeña de lo que realmente es, trata de empequeñecerse, sonriendo afablemente mientras lo hace.
Londres es, en ese sentido, completamente diferente. Sólo estuve ocho días en total en Londres y la impresión que dejó en mi mente –superficialmente cuando menos– fue de algo a gran escala, de vivaz planificación, original y no forzada en un molde común. Todo allí es vasto y áspero en su originalidad. Esta originalidad es incluso un poco engañosa. Cada aspereza y cada inconsistencia es capaz de vivir en harmonía con su antítesis y persiste en caminar de la mano con ella. Sigue siendo inconsistente, pero sin excluir de ningún modo, aparentemente, su antítesis. Cada parte persigue resueltamente su camino sin interferir con las otras partes del total. Y, no obstante, la misma obstinada, silenciosa y crónica lucha es también llevada a cabo, la lucha a muerte del típico principio occidental del aislamiento individual con la necesidad de vivir en una especie de harmonía para crear una suerte de comunidad y asentarse en el mismo hormiguero; incluso convertirla en hormiguero parece deseable –algo que les permita establecerse sin tener que devorarse unos a otros– la alternativa es convertirse en caníbales.
En este sentido, sin embargo, París y Londres tienen algo en común; el mismo desesperado anhelo, nacido de la desesperanza, de mantener el status quo, de arrancar de raíz los deseos y esperanzas que pudieran albergarse en ellos, de maldecir el futuro en el que tal vez ni los mismos líderes del progreso confían, e inclinarse para adorar a Baal.
Pero por favor no se dejen llevar por este lenguaje elevado: todo esto puede sentirse conscientemente sólo en las mentes de los más esclarecidos individuos, e inconscientemente y por instinto en las acciones cotidianas de las masas. Pero en París el hombre ordinario, el burgués, está casi conscientemente satisfecho y convencido de que todo es como debe ser, e incluso te daría una paliza si expresaras dudas al respecto. Pero lo haría porque a pesar de toda su confianza está un poco nervioso.
En ese sentido Londres es igual, pero qué espectáculo, pintado en una enorme tela. Incluso superficialmente, ¡qué diferente es de París! La inmensa ciudad, siempre ajetreada de día y de noche, tan vasta como un océano, el rugido y chirriar de las máquinas, las vías del tren construidas sobre las casas (y dentro de poco construidas bajo ellas), la audacia de la empresa, el desorden aparente que en realidad es la forma más alta de orden burgués, el contaminado Támesis, el aire saturado de carbón, las magníficas plazas y parques, los terroríficos barrios de la ciudad, como el de Whitechapel con su medio desnuda, salvaje y hambrienta población, la City y su comercio mundial, el Crystal palace, la Exposición Universal…
La Exposición es realmente asombrosa. Siente uno la terrible fuerza que ha reunido a innumerables personas, que llegan desde los confines de la tierra, en un solo redil; comprendes lo grandioso de la idea; comprendes que algo se ha alcanzado aquí, que es una victoria y un triunfo. Y te sientes nervioso. Pues por grande que sea la independencia de tu mente, un sentimiento de temor se cuela en ti. ¿Puede ser, piensas, la realización final de un estado de cosas ideal? ¿Es por casualidad este el final? ¿Tal vez este es realmente ‘el único redil’? ¿Tal vez tendremos que aceptar esto como la verdad y a continuación cesar todo movimiento? Todo es tan solemne, exultante y noble que te deja sin aliento. Miras a estos cientos de miles, a estos millones de personas entrar obedientemente a este lugar desde todos los lugares de la tierra –gente que ha llegado con un único pensamiento en la mente, pulular tranquila, tenaz y silenciosamente en este colosal palacio, y sientes que algo final ha sido logrado aquí, logrado y completado. Es una visión Bíblica, algo que ver con Babilonia, una profecía sacada del Apocalipsis que se cumple frente a tus ojos. Sientes que una tradición rica y antigua de rechazo y protesta es necesaria para no rendirse, para no sucumbir a la impresión, para no postrarse en adoración al hecho, para no idolatrar a Baal, esto es, para no tomar lo existente por lo ideal…
Pero esto, dirá usted, es nerviosismo, exageración, un disparate, un mórbido disparate. Nadie se detendrá y nadie lo tomará como su ideal. Además, el hambre y el esclavismo no son amigos de nadie, y nadie mejor sugerirá el rechazo y dará lugar al escepticismo. Pero los diletantes, colmados y satisfechos, deleitándose en su paseo, pueden, por supuesto, conjurar imágenes del Apocalipsis y excitar su sistema nervioso mediante la exageración y extracción de poderosas sensaciones de cada hecho para auto estimularse…
Está bien, respondo, admitamos que he sido arrastrado por el decorado; podría haberlo sido. Pero si ustedes hubieran visto lo orgulloso que el poderoso espíritu está de haber creado ese colosal decorado y que convencido está de su victoria y de su triunfo, se habrían estremecido por su orgullo, su obstinación, su ceguera, y se habrían estremecido también al pensar en aquellos en los que ese orgulloso espíritu se cierne y reina suprema. En presencia de esa inmensidad, en presencia de ese desbordado orgullo del espíritu dominante y de la triunfante finalidad del mundo creado por ese espíritu, el alma hambrienta a menudo desfallece, se rinde y se somete, busca su salvación en la ginebra y el libertinaje y sucumbe a la creencia de la benignidad del orden existente. La realidad embrutece, las masas se vuelven insensibles y adquieren una pasividad oriental, mientras los más escépticos entre ellos maldicen su suerte y buscan tristemente su salvación en el mormonismo y cosas así. En Londres las masas pueden verse en una escala y en unas condiciones no vistas en ninguna otra parte del mundo.
Me han dicho, por ejemplo, que las noches de los sábados medio millón de trabajadores, hombres y mujeres, y sus niños, se reparten como un océano por la ciudad, aglomerándose particularmente en ciertos barrios, y celebran su Sabbath toda la noche hasta las cinco de la mañana; en otras palabras, tragan y beben como bestias para compensar la semana entera. Llevan sus ahorros de la semana, todo lo que ganaron con mucho trabajo y maldiciones. Grandes chorros de gas se queman en puestos de comida, iluminando brillantemente las calles. Es como si una gran recepción se hiciera para esos negros-blancos. Se aglomeran en las tabernas y las calles. Comen y beben. Las cervecerías están decoradas como palacios. Todo mundo está ebrio, pero ebrios sin alegría, triste y pesadamente, y todos extrañamente silenciosos. Sólo maldiciones y sangrientas riñas quiebran ese sospechoso, triste y opresivo silencio… Todo mundo está ansioso de beber hasta la insensibilidad… las esposas no se quedan atrás de sus maridos y se emborrachan también, mientras los niños gatean y corren entre ellos.
Una de esas noches –por ahí de las dos de la mañana– me perdí, y por un buen rato caminé por las calles en medio de una vasta muchedumbre de gente sombría, preguntando por mi dirección casi con gestos, porque no sé una palabra de inglés. Encontré mi camino, pero la impresión de lo que había visto me atormentó los tres días posteriores. El populacho es casi lo mismo en todas partes, pero todo allí es tan vasto, tan vivo que casi sientes físicamente cosas que antes sólo habías imaginado. En Londres ya no ves al populacho. En lugar de eso, ves una sistemática pérdida de sensibilidad, resignada y alentada. Y sientes, al ver a estos parias sociales, que pasará largo tiempo antes de que la profecía se cumpla para ellos, un largo tiempo antes de que reciban ramas de palmeras y túnicas blancas, y que durante ese largo tiempo seguirán demandando el Trono del Altísimo, clamando: ¿Hasta cuándo, Señor? Ellos lo saben, y mientras tanto se vengan de la sociedad produciendo toda clase de mormones soterrados, agitadores, vagabundos… Nos sorprende la estupidez que lleva a la gente a convertirse en agitadores y vagabundos, y no entendemos que lo que tenemos aquí es el repudio de nuestra fórmula social, un repudio inconsciente y obstinado, un instintivo repudio a cualquier costo para alcanzar la salvación, un horrorizado y asqueado repudio al resto de nosotros. Esos millones de personas, abandonadas y expulsadas del festín de la humanidad, se empujan y aplastan en la oscuridad subterránea a la que fueron arrojados por sus mayores, andan a tientas buscando una puerta a la que llamar y encontrar una salida para no ser sofocados hasta morir en ese oscuro sótano. Este es el último desesperado intento de agruparse y formar su propio montón, su propia masa y repudiar todo, la viva imagen del hombre que necesita ser sólo él mismo, no con nosotros…
Vi en Londres otra ‘masa’ similar, como nunca se vería a esa escala en ninguna otra parte. Un espectáculo inusual ciertamente. Quienquiera que haya visitado Londres habrá estado cuando menos una vez en el Haymarket. Es una zona en la que en ciertas calles pululan prostitutas por miles durante la noche. Las calles están iluminadas por chorros de gas –algo completamente desconocido en nuestro país. A cada paso encuentras magníficas tabernas, llenas de espejos y oropel. Sirven de lugar de reunión y de refugio. Es una experiencia tremenda encontrarse en esa muchedumbre. Y qué extraña amalgama resulta. Puedes encontrar mujeres ancianas y bellas mujeres a la vista de las cuales te detienes asombrado. No hay mujeres en el mundo más bellas que las inglesas.
Las calles apenas si pueden acomodar la densa, desquiciada muchedumbre. La chusma no tiene suficiente espacio en las aceras e inunda la calle entera. La masa está ansiosa de presas y se arroja a la primera promesa con desvergonzado cinismo. Caros, relucientes vestidos y harapos y agudas diferencias en edad, todas están allí. Una mujerzuela borracha arrastrándose entre esta terrible chusma es disputada por patricios y adinerados. Oyes maldiciones, riñas, incitaciones y la discreta, susurrada invitación de alguna todavía tímida belleza. ¡Y qué bellas resultan algunas veces con sus caras silenciosas! Recuerdo que una vez entré en un ‘casino’. La música era estridente, la gente bailaba, una multitud daba vueltas. El lugar estaba magníficamente decorado. Pero la melancolía nunca abandona a los ingleses ni siquiera en mitad de la diversión; incluso mientras danzan están serios, hoscos, dando algunos pasos como si cumplieran con un deber. Arriba, en la galería, vi embelesado a una muchacha. Estaba sentada en una mesita con un hombre joven aparentemente rico y respetable, y quien según todos los indicios no era un visitante regular del casino. Tal vez la había buscado y finalmente se habían encontrado y acordado reunirse allí. Él le hablaba poco y sólo en cortas, espasmódicas, frases, como si no estuviera hablando de algo que le interesara. Su conversación estaba punteada por largos y frecuentes silencios. Ella, también, parecía triste. Su rostro era delicado y fino, y había algo semi oculto y sombrío, algo meditativo y melancólico en la orgullosa expresión de sus ojos. Yo diría que padecía consunción. Mental y moralmente no podía dejar de estar por encima de todas esas desdichadas mujeres; si no, ¿qué sentido podría guardar ese rostro humano? De todos modos, sin embargo, ella estaba ahí bebiendo ginebra pagada por el hombre joven. Por fin, él se levantó, estrechó sus manos y se fue. Abandonó el casino, mientras ella, sus pálidas mejillas ahora sonrosadas por la bebida, se perdía entre la multitud de mujeres que comerciaban sus cuerpos.
En Haymarket noté a mujeres que llevaban a sus pequeñas hijas para que ejercieran el mismo oficio. Muchachitas, de unos doce años, te tomaban del brazo y te rogaban que fueras con ellas. Recuerdo que una vez, en medio de la multitud que pululaba en las calles vi a una niñita, de no más de seis años, en harapos, sucia, descalza, con las mejillas hundidas; había sido terriblemente golpeada, y su cuerpo, que se veía entre lo jirones, estaba cubierto de moretones. Caminaba sola, como olvidada de todo y de todos, sin prisa por llegar a ningún lado, y Dios sabe por qué vagaba entre la multitud; tal vez tenía hambre. Nadie le prestaba atención. Pero lo que me golpeó más fue mirar esa angustia, ese desaliento sin esperanzas en su rostro. Ver ese pedacito de humanidad cargando ya la huella de toda esa maldad fue algo antinatural y terriblemente doloroso. Ella seguía sacudiendo su enmarañada cabeza como si discutiera sobre algo, gesticulando y extendiendo sus manitas, y luego súbitamente las entrelazo y presionó con ellas su pequeño pecho desnudo. Me regresé y le di una moneda de seis peniques. Ella cogió la pequeña moneda de plata, me lanzó una salvaje mirada llena de asustada sorpresa y se lanzó a correr a todos lo que daban sus piernas, como si temiera que yo quisiera quitarle la moneda. Graciosas escenas, del todo…
CONTINUARÁ