Cocó

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Era parte de la rutina de su desencanto, el gastarlo sentado en el parque al que le ignoraba el nombre en inglés, llamándolo El de los perros. Porque esa sección le parecía que la habían concebido como si no existieran los humanos y la construyeron únicamente para ellos. Rampas solo para ellos, fuentes de agua solo para ellos, la piscina solo para ellos, los cojines de descanso solo para ellos, las golosinas creadas solo para ellos… Para que lucieran sus modas de costosos collares, lazos y adornos para las féminas, pelados impecables y fantasiosos, teñidos con alegres colores, uñas cuidadosamente arregladas, oliendo a unos perfumes solo para ellos. Más que los perros sus dueños eran los que competían, restregándose cuales eran los más hermosos, retándose como los mejores cuidados, alabándolos por ser mejor entrenados, disputándose sus inteligencias. Eso solo puede suceder en este país que es tan grande, donde las gentes tienen tan bien arreglada la existencia, que pueden dedicarle sus horas a los perros, y tan solitarios que la vida entera. Con una industria colosal, con peluquerías, masajes, hoteles, retratos al óleo, cementerios de primera y eternas taxidermias.

Se entretenía con sus juegos, hasta que el sol del mediodía lo mordía y se marchaba de mala gana para la casa. Bueno, de lo casa… Bajándose del pedacito de barco que le tocó cuando la estampida del Mariel 1, como un ciclón devoró con sus pasos esperanzados seis ciudades y seis estados. Sus pasos tan gastados, como los zapatos que no botaba, hasta que la vergüenza de las suelas lo obligaban. Buscaba en ellas lo mejor del exilio para construir su nido. La primera más fría y caliente que las próximas… La segunda con unos muertos y asaltos que lo espantaron… La tercera con las fábricas asfixiándolo con el asma… En la cuarta al fin pudo anclar su ilusión y el orgullo, rentando con el sudor del exilio su primera casa… Una de verdad, no como los moteles con las putas y las pandillas de la quinta… En esta, la sexta, el cuartucho donde solo cabía su alma, las quejas y los suspiros, los planes torcidos, las dos o tres memorias que le quedaban tras botar todas las demás, para que no le jodieran los días por venir, la botella que hacía de orinal cuando no quería hacer la espera en el baño comunal, un televisor en blanco y negro con la mala recepción de hoy y la peor de mañana, la cama que rechinaba quejándose por las vueltas de su mal dormir, el colchón al menos limpio aunque con los muelles malhumorándole la espalda; donado por la caridad de la basura. Se fue entrenando en el American way of life buscándolas en los barrios pudientes: en esta ciudad los martes. Aunque ya tuvo que parar pues el cuarto se negó a que lo convirtiera en un basurero doméstico. Ahora con dolor de su alma les pasa por al lado desdeñándolas, frustrándole el proyecto de meterle un comedor de a como sea. Obligándolo a comer sentado en una caja de vinos, escuchando las maldiciones de la cama que se niega a ser usada como una mesa. Después de todo le queda su orgullo de basura prematura, porque a su exdueño el banquero se le ocurrió cambiar la decoración. La cocina es un barril, con la hornilla eléctrica que se había comprado para la casa y lo ha acompañado en sus viajes de gaviota exiliada. Las dos maletas, también basureras, cargan solamente la ropa más indispensable y las más queridas por ser las compañeras del vagar. Él las consigue cuando llega a los lugares comenzando a ser de ellos. En sus iglesias, el Salvation Army, Good Will, Caritas, Samaritan Projects y otras muchas caridades.    

De sueño en sueño sus proyectos se fueron esfumando. Enfrentado a los laberintos de volver a estudiar lo que ya sabía. Porque todo lo que sabía allá aquí no lo sabía y tenía que revalidar su título de radiólogo. Encima de eso no le entraba del todo el Mary is a girl, además del muro del acento ¡No way José! Y los labios contraídos cuando se revelaba como un gusano del Mariel, las miradas torcidas escuchándole el Gonzales Pedrejón, el miedo por la competencia que robaba trabajos $, comprometerse a pagar los préstamos para los estudios $, la licencia de la ciudad $ y la del estado $, trabajando para pagar los gastos diarios, y apenas cinco horas para el sueño… Nada nuevo: el camino emprendido por tantos. Pero es que además, tenía que añadirle los cuarenta y tres años con que había atravesado el Estrecho de la Florida… Que, además, aquí después de los treinta ya comienzas a ser viejo… Que, además, detrás de las arrugas siempre hay una fila de cuerpos frescos esperando… Que, además, cuando te botan del trabajo tienes que contener la rabia y fingiendo unas gracias hacer de nuevo en la Oficina del Desempleo la cola… ¡¡Esa mala palabra de tu memoria isleña!! Que, además, cuando se acabe el beneficio social, hay que trabajar en la explotación de lo que se encuentre por viejo… Que, además, bienaventurado comes en los comedores de las iglesias del desempleo… Que, además, te tienes que tragar el orgullo y colectar lo más que puedas del gobierno… Que, además, desgastado de ilusiones te haces un profesional ordeñando caridades… Que, además, esta es la segunda crisis económica que te tocaba, en esos ciclos del capitalismo que uno los conoce pero no los espera… Tu conciencia vivía en un juego de palabras, como un trabalenguas de conceptos. Allá vivía pensando que aquí llovían oros… Cuando llego aquí comprendió que eran los espejismos de los sueños… Cuando lo siguió viviendo comprendió, que de acuerdo con los estándares de allá, aquí sí era un oro de catorce kilates… Y si todo te salía bien era de veinticuatro kilates… Y si todo salía mal pura química: latón dorado…

“Le avisaremos”. Que es lo mismo que “¡Lárguese y no regrese!” Nada nuevo. Lo que esta vez debía tres meses de renta, tres de luz, tres de caridades cortas porque la comida no alcanzaba para tantos en la calle, tres del calor que ya no se dejaba engañar con su promesa de aire acondicionado, tres del colchón que había pasado a apuñalarle la espalda, tres del no poder reemplazar los muebles cansados: porque la invasión de las chinches y los contagios tornaron prohibida la basura Y quizás para bien… Para mal… Su conciencia no transaba con que se pusiera a vender drogas… Un atraco… Entrando por una ventana descuidada. Porque le parecía que era una hijeputada pagarle así a este país.

En vez de coger el ómnibus para regresar sobre lo mismo, decidió caminar hasta el parque para alegrarse la no–vida con los perros. Hacía tiempo que estaba notando el cambio del barrio, derrumbando y construyendo, la oleada de nuevos edificios, el flujo de dólares. Pero lo más notorio eran los perros. Cada vez más grandes, cada vez más pequeños, de razas exóticas de países lejanos, ganadores de concursos internacionales de belleza canina, firmando contratos como costosos fornicadores, creando las mercancías de sus vientres alquilados, criados para ser modelos en las revistas, comerciales y películas, cuidados y hermosos, vistosamente adornados. Lo derrumbó la idea de que esta sería su última vez en el parque, en la antesala de largarse hacia la séptima casa en un séptimo estado.

Irrumpieron en su pensamiento las dos señoras que hablaban en el banco cercano. La más enjoyada sazonaba las palabras con su gimoteo, las quejas y suspiros. –¡Cookie

era el el centro de mi vida! –Yo sé que no escatimabas nada para atenderla como a una reina. –¡Cómo podré vivir sin mi Cookie! –Yo te entiendo, porque cuando se me murió Bob… –¡Ay, Dios mío! –¡Que en paz descansen! –Mira. Parece que ese perrito está perdido. No veo a nadie buscándolo. –Quizás viene de lejos. –¡Pobrecito! ¡Doggie doggie ven acá! –Mira como salta de alegría. –¡Infeliz, se ve muy descuidado! –¡Ay cómo te mira! Se ve bien dulce. –¡Pobrecito! –¿Te vas a ir dejándolo así? Después te va a remorder la conciencia. Estoy segura de que Cookie lo hubiera aceptado como su hermanito. –Parece que es de un buen pedigrí. –Lo que necesita es que lo lleven a la tienda para que lo bañen y lo pelen. –Y después comprarle una buena comida gourmet. –Parece que no ha tenido una buena vida. Mira cómo se le ven los huesos. –No tiene un collar que lo identifique. ¿Qué nombre tú le pondrías? –Deja ver… ¡Frido! ¡Peter! Mandy! –¿Qué tal… ¡Cocó! –¡Jau jau jau! –¡Con que alegría te lame las manos! –¿Me acompañarías a la tienda para que lo atienden? –¡Vamos! –Tú serás su madrina. –¡Encantada! –¡Vamos a ser muy felices Cocó! –¡Jau jau jau!

 

1 El puerto por donde se exiliaron más de 125,000 cubanos, en 1980.

Este cuento forma parte del libro de Héctor Santiago, Morir de isla y vivir de exilios. Editorial El Ateje, Miami, Estados Unidos, 2021.