Costanza

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Annie Spratt

En el principio es el desierto, las dunas de carbono y calcio al abrigo de un cielo pálido, de roca. Es el silencio, también, aquí donde nadie vive ni ha vivido, donde no hay huella de pasos sobre la arena y los acantilados permanecen tan desnudos como cuando se formaron, durante la Edad de Bronce.

Nada, nadie. Hasta ahora.

Hasta ahora cuando un aliento de rosas se expande para formar otras dunas y saca de su letargo a los viejos pliegues que forman el desierto. Cuando una sombra jamás vista crece y colorea de gris lo blanco de las superficies, sembrándolas de siluetas. Cuando una trenza de voces se levanta y hace vibrar cada gránulo.

El desierto se despereza entonces. Alguna piedra cae, mide la altura de los acantilados, un tremor recorre el blanquísimo territorio, su núcleo, su corteza. Por primera vez, ciertos ecos se abren paso entre cielo y tierra y los separan, llevando al calcio de cada amplitud a ocupar un espacio distinto, a dejar de tocarse.

 

En el desierto de calcio todavía no hay manos que construyan para él un holocausto; fuera de ahí, las plegarias de muchos mortales llenan el oído de una figura de brazos abiertos, ensangrentada, y las postraciones de otros se dirigen al punto donde hace siglos desapareciera un legendario profeta de barba negra. No existe nicho para su culto, sin embargo se trata de una deidad, pues su espíritu se ha movido ya sobre aquel sitio, por debajo de los cielos, y ha marcado el perfil de una creatura con los dedos.

 

Ella no es la primera; antes fueron otras creaciones, lo siente en los dedos de ese dios; el polvo de aquella labor todavía duerme sobre sus yemas, y las figuras a las que pertenecen están ahí, completas; ni el tiempo ni la lejanía las han vuelto extrañas. Una es Dafne, la otra, Perséfone, también llamada Proserpina; son cuerpos en mitad de una huida, expuestos en un palacio blanco a la admiración, al asombro de testigos que reconocen en ellos a esos dos seres de mitología.

Junto a ese polvo, palpita el antiguo trabajo del cincel, que se clava en la piedra y la desbasta en una ceremonia de bautizo cuya finalidad es despojar a dos jóvenes sirvientas de su nombre. Ella puede verlas; una es muy pálida, la otra tiene los colores de la noche en la cabellera. Ambas, libres de sus deberes cotidianos, completan más de un turno en el taller y no en la lavandería, se ven en un doble de arcilla sin reconocerse, tan extrañas como si jamás hubiesen nacido, como si pertenecieran a otro tiempo, a otra clase.

Quizás el dios tenga el mismo destino para Ella; quizás, en su cuello, ningún ojo vea a la mujer de un escultor asistente. En el palacio blanco nadie adivina a las lavanderas. Bajo la cúpula dorada, son la hija de una diosa de la naturaleza y la ninfa herida por una flecha de plomo quienes huyen de las manos de un hombre. Dafne clava los pies mitad raíz en el pedestal. Proserpina intenta liberarse de Plutón. De los dedos de Dafne brotan hojas, ramas de sus cabellos. El señor del Hades aferra a la elegida para reinar con él en el inframundo. La ninfa grita, huye del dios a quien Eros le disparara una flecha de oro, una flecha de amor, para condenarlo a un sentimiento sin esperanza. La doncella que recogía flores intenta apartar al hombre que la sostiene con ambas manos, mientras tuerce el cuello como una gacela atrapada en una trampa de cazadores.

En ninguna de esas Creaciones puede reconocerse a una joven sirvienta. Si a Ella se insuflara la misma vida, quienes ahora observan a Dafne y a Proserpina, al verla, se encontrarían con la diosa de la belleza, las manos desenredando un cabello larguísimo y al viento, su desnudez como parte de la espuma de calcio que la enmarca. Podría ser ella o Minerva, la hija de Metis, la nacida de la cabeza de Júpiter, guerrera en pie, los ojos en alto y la lanza dispuesta a la batalla.

Pero la mano del dios no quiere para Ella ni esa nube de espuma ni el casco enaltecido con grifos. Sería como si Plutón arrastrara consigo a una doncella de cofia, como si hubiera colocado a los pies de Dafne la tina donde se enjuaga la ropa de cama. Ella será ella, la bendecida, su favorita. Será su peinado al desmadejarse con el roce de sus palmas, su pecho entre las sábanas, su rostro al momento de volverse para regalarle aquella mirada con la que también recibe a su esposo por las noches, a la hora de cenar. Y será ella sólo para sus ojos, pues no ha de alzarse bajo ninguna cúpula. Permanecerá cerca. Así su aroma empapará el olfato de su creador si el más reciente de sus auxiliares, su esposo, decidiera marcharse.

 

Aferra el puntero, lo coloca sobre la piedra, lo inclina. Golpea con el martillo. Salta una esquirla blanca. Sigue haciendo caer el martillo sobre esa pieza metálica, puntiaguda. Los surcos en el mármol se multiplican, algunos empiezan a ganar profundidad. Sus palmas se humedecen cada vez más, pero ese sudor no lo detiene. Busca los ojos de su creatura más amada. Ahí están, mirándolo desde el fondo, aunque todavía no los encuentre. Para liberarlos hacen falta incontables golpes. Continúa trabajando. Nuevas esquirlas se desprenden; son pequeñas si las compara con el ruido de la herramienta al estrellarse contra la cabeza del puntero, con los ecos que le devuelven los muros desnudos del taller. Harto del estruendo se detiene. En el silencio, ve cómo varios mechones comienzan a asomar. Suspira; se trata de Ella. Al fin la encuentra. Deja el puntero sobre una mesa. Unos pasos hacia atrás, observa de nuevo. El mármol es piedra todavía y aunque en sus bordes haya un desbaste avanzado, Ella aún no es libre. Falta. Faltan horas con el martillo, faltan surcos de cincel y esquirlas. Por eso vuelve a golpear. Cambia de herramienta; la curva, la dentada, la plana, un martillo más pequeño. Mide con el compás, siempre ignorante del tiempo más allá del taller. Afuera, llovizna, estrellas, mañana, mediodía, madrugada, se acumulan sobre su techo. Él sigue delante del mármol, ajeno, sordo, frente a una pieza sin aristas ya, polvosa, en la que se perfilan un cuello, unos hombros, una cabeza vuelta hacia el costado. Pero ese busto aún es una duda. Porque todavía no asoman los ojos, porque la piel está hecha con fisuras y los labios aún son incapaces de besar a nadie, de pronunciar palabra alguna. Pronto esos labios, la piel, los ojos, han de responder a su afán de creación, se dice mientras busca cinceles más leves, el trépano con el que perforara el mármol cuando no era sino un bloque. Su trabajo pronto se vuelve un susurro, cambia las herramientas de golpear por otras con la cualidad de hacer lisa una superficie. Así va ampliándose la frente y los cabellos se definen, la mirada al fin lo encara, las cejas un arco. La emoción al interior de esos ojos es el soplo de vida que les insuflara a través de cada utensilio. Y entonces vuelve el golpeteo, uno suave; aun así sus miembros y rostro tensos. Se concentra en el alisado, en la definición a base de trépanos finos, de cinceles tan delgados como una pluma. Y el tiempo vuelve a ser claro y oscuro, allá, en el salón, en los pasillos, en sus aposentos, bajo la cúpula donde antiguas creaturas rescatadas de la piedra giran y se persiguen como el día y la noche, mientras su mano vuelve a acariciar unos hombros, unos labios entreabiertos, ya fragantes, iguales a un pétalo bajo el toque del sol.

 

Costanza sólida, liberada por fin de la piedra. Costanza presente en ausencia merced a su busto, efigie sin tacha, elegida de entre los bloques de la colina blanca, donde nacen los dioses y los mitos, para, en su condición de mortal, distinguir a la mujer amada y separarla del curso de los tiempos. Costanza con el pecho de mármol, blanquísimo, asomando entre los pliegues de una ropa de dormir desabotonada, mirando a su Creador de frente, pues igual es a él y de él ha nacido, el cabello un poco revuelto de las mañanas, húmedo con los suspiros que él, adormilado en una silla, con las manos colgantes como péndulos muertos, deja libres luego de tantas horas, tantas asido al cincel.

Costanza resultado del estudio de bustos antiguos, elevada a la misma categoría que los emperadores de la vieja Roma y los contemporáneos hombres de Dios. Costanza ser primero, único, cuya perfección jamás admitió un modelo provisional de arcilla. Costanza prueba fiel de largos esfuerzos, de seis días míticos durante los cuales se abrieron dos párpados y se irguió un cuello, durante los que la piedra se desangró vencida bajo el peso de una fiebre de creación.

Costanza centro exacto del estudio del escultor, llena de pureza cuando en la suciedad del suelo yacen las jornadas de trabajo hechas polvo, hechas viruta. Costanza punto alrededor del que orbitan el Sol y la Estrella de la Mañana y los restantes cuerpos celestes, cada uno en su sendero, reloj de sol y depositaria no sólo de la capacidad de su Creador, sino de sus afectos. Costanza espejo donde él se asoma a su propio corazón, fruto inocente, idéntico al recién nacido a quien las aguas bautismales han limpiado del pecado de los primeros padres. Costanza por la que un pecho supremo bulle en amor e ilusiones, fuente de sonrisas, de escenarios donde se la traslada al punto más luminoso del salón, cerca de suaves terciopelos, de ventanas por las que los días entran para agregar una gota de luz a las pupilas perforadas en el mármol, para trazar líneas de sombra cerca de las cejas, en la nariz y bajo el mentón, para asemejarla a un ser vivo, tan vivo como su modelo entonces, entre encajes y doseles, cuando ofreciera su seno al Creador que, ahora, gira en torno al busto, como el polvo y el estudio y la tarde lo hacen.

 

Aprieta el cuello de ese mandadero con ambas manos, quiere dejarlo seco de aire. El hombre manotea mientras el escultor lo estrella contra el muro. Lo dice toda Roma, es su disculpa, como lo son los ojos a punto de salírsele y el rostro enrojecido. Toda Roma; el escultor lo suelta, un puñetazo a esa nariz sucia, se aleja por el pasillo. Detrás, la tormenta que es la respiración del hombre mientras retoma su corriente, los jadeos.

Su Ella, Costanza, durmiendo en el pecho de otro con el mismo nombre, abriéndose ante la mirada de un Bernini que no es Gian Lorenzo. Imposible, son nubarrones tan solo; el testimonio de la servidumbre carece de cualquier valor.

Camina hacia el jardín trasero, su andar es el eco de los martillazos de su taller. Costanza, golpea en el muro desnudo, la amada, su Ella, las teas traen al pasillo una gota de esa tarde con el gusto amargo del veneno, tan pura su frente como el mármol de donde renaciera, alguna reverencia al artista en cuya sombra está presente la del Papa Urbano, y su hermano Luigi, después de la burla del mandadero lo ve sumergirse en los encajes de Costanza, en las sábanas donde su Ella le prometió lealtad, el final del pasillo a la vista, alguna puerta cerrándose, de la que sólo le llega el rumor, también una burla, cuchicheos, su Ella no amaría a nadie más, selló ese voto con el agua bendita de sus labios, sólo a él, sólo a su Creador, sí, por encima de su esposo.

Luego de bajar las escalinatas, el escultor se encuentra con ese jardín, con el azul sin nubes extraño a sus dudas, un espectro, pues la tormenta que viera nacer de boca de la servidumbre no ha terminado. Alza la vista, se protege del sol con un brazo, llena sus pulmones, pero persiste el cuerpo de otro Bernini en las habitaciones Bonarelli. Maestro, lo saluda alguien, una mano agitándose; él asiente con los ojos cerrados, la tormenta no acaba. Si es una mentira, él mismo pedirá al Papa el destierro para ese hombre y para su prole.

 

Saldría fuera de la ciudad por la tarde, dijo. Le apenaba esa ausencia, pero era un encargo imposible de postergar. Estaría pensando en ella al abordar el carruaje y durante el camino, tendría su nombre en el corazón hasta volver a su regazo, juró antes de poner un beso rápido en su frente, cual si se tratara de una hija; luego se fue.

Ahora, otro fruto de la misma casa llena el lugar del escultor. Ella lo recibe en los labios y parece morderlo, se ofrece, nicho vivo donde no sólo cabe un Creador. Afuera, el bosque bajo una tarde limpia, ni siquiera la amenaza de una tormenta o el rumor de un carruaje en el sendero.

Otras manos Bernini tallan sobre su cuerpo no un busto, sino una efigie completa. Sin prisa, como si buscara fisuras en un bloque a primera vista idóneo, esos dedos hacen surgir del mármol un cuello, un rostro vuelto hacia un costado, unas piernas que se trenzan con las del propio creador. Costanza, bajo ese toque, es la Dafne del palacio blanco, la Proserpina. Pero ella, al contrario de esas creaturas, no intenta escapar: se hunde en un pecho, en el aroma a roble que flota sobre los senderos de poco tránsito, enreda los dedos en un cabello crespo que se confunde con el del otro escultor, quien colocara su retrato entre los emperadores del pasado y los poderosos cardenales que pasean su rojo en jardines de abundantes piezas marmóreas.

 

Todavía ve a Luigi entrando a la casa en la tarde, cercano el ocaso. Ahora huye, sus pisadas sobre los adoquines por donde volvían a Roma los legionarios. El escultor corre tras él, casi lo alcanza. Luigi entre los doseles de su Ella. Ni un instante duerme, se despide en la madrugada, un abrazo que es un nuevo encuentro. Y él mirándolos; tal era su encargo: develar la mentira en las palabras de aquel mandadero. Lo dice toda Roma, toda Roma. Lo gritan los adoquines, en cada cúpula una carcajada. La burla disminuye el nombre familiar, lo hace un hilacho. Corre, piensa en su Ella, empequeñecida también a una vulgar ella. Costanza prodigando caricias a otro. Con su esposo es distinto, pero Luigi. Corre; la ve abrirse la camisa de dormir, ve sus labios entornados. Otra lengua los traspasa; corre. Los adoquines, el eco rebota, el cielo, arriba, claro en su indiferencia. Como cuando le dijeron que su hermano dormía en el lecho de su amante. Casi lo alcanza. Su sombra se disuelve en la del puente, en la de los muros. Sigue huyendo.

Así, como ahora persigue, la acusará a ella. ¿Dónde estás?, ha de preguntarle, sin entrar, desde el dintel de sus aposentos. Y ella en su culpabilidad adivinará la amenaza, aquí, va a susurrar, no es oportuno vernos en este momento. Corre, Luigi a la distancia de una zancada; el odio da más ímpetu que el miedo. Ella quizá pida auxilio al esposo ausente, ¿a quién acudirá su hermano? A las calles vacías, oscuras debajo de ciertos puentes, cerca de ciertas zonas boscosas.

Luigi cae. La ciudad tiene la forma de un taller. Los puños del escultor son el martillo, un cincel, un trépano, los punteros con los que se saca un cuerpo del mármol. Esquirlas rojas saltan. Aún no hay nada en la superficie de ese bloque. Él trabaja, no cesa. Sigue golpeando, con los puños, con una barra de metal. Pronto descubrirá el rostro que duerme bajo ese mármol tan lleno de impurezas.

Una mano interrumpe la labor del trépano que es la suya. Él voltea, apenas ve un perfil oscuro en la sombra bajo el puente. Se suma un yelmo, una coraza, las ropas rojas. Extraños, la guardia papal. Pero no, no ha terminado todavía. Un golpe; quiere disimular las trazas de lodo de esa piedra. Otras manos lo aferran, el rostro contra el muro. Escurre entre los bloques la humedad de Roma; no es ira, no es la decepción por su hermano y por su amante.

El día vuelve a hilarse cuando la efigie a medias de la Mentira queda atrás, bloque escarlata bajo el puente, y la guardia papal lo lleva de regreso a San Pedro. El escultor jadea, un tropiezo. Luigi; el nombre de su hermano es un surco, está hecho de fango. También Costanza acabará expulsada de su pecho, y el arma de fuego de un centinela no va a permitir que ella lo invada de nuevo.

 

Abre los párpados a un blanco vacío, en reposo; la ciudad parece un cortinaje ondeando bajo el cielo. A lo lejos, el canto de un ave anuncia el fin de la tormenta. ¿Qué fueron esos relámpagos rojos, esa rabia que cayó en forma de cuchilladas, de tajos que se abrieran en la piel de su rostro? No recuerda, solo vuelven a suceder los llamados a la puerta, una mano de cera, un arma corta.

Sus dedos buscan la solidez del muro, se apoyan, pero no es suficiente para ponerse de pie. La rodean murmullos entretejidos, lo inestable de una Roma extraña, tan distinta al Edén de sábanas en el que durmiera hasta ayer. Un sueño; no, una pesadilla, una visión donde un viejo de negro insiste en verla, pues tiene un obsequio para ella, y después todo se vuelve gritos, forcejeos, heridas abiertas como si un artista esculpiera al revés.

Entre los truenos alcanzó a distinguir un nombre conocido: Gian Lorenzo. Ahora lo pronuncia, oración con la que de nuevo trata de levantarse. Los cuatro fragmentos de voz la mantienen en el suelo, muy lejos del poseedor de ese nombre, de sus cabellos ensortijados, de su palidez. Y ni repitiéndolo puede acercarse a él. ¿Así duele verse expulsada del lugar donde un día se comió y se bebió pensando en el gusto de la miel y nada más, sin sobresaltos por un tenue ruido, por una presencia indeseada, por la curiosidad de unos siervos ausentes en su tarde libre?

Después de hoy solo adivinará los días antiguos a la distancia, tratando de alcanzarlos con la mano, y ni siquiera podrá rozar la última de sus orillas; ése es el tamaño del centinela puesto al frente del territorio vedado, de su arma llameante. Una lágrima; la tormenta ahora está en sus ojos, fuego en vez de agua. No sabe por qué ese ardor, si aquellas cuchilladas no le abrieron la piel, si nadie intentó entregarle un obsequio inexistente; lo dice la calma posterior al fin de una pesadilla, las aves trinando. Fue un mal sueño, nada, se repite entre sollozos, las manos serenas, tan de mármol como su rostro.

 

Una humillación estar ahí, en presencia del nuevo propietario del busto de Costanza. Entre los dedos la nota que le diera en mano propia un siervo. No había acontecido tal antes; exigir una reparación a través de palabras escritas con sepia sobre un pergamino lacrado. Todavía las mastica. Excelencia: escribo a usted confiando en que posee la sensatez con la que todo hombre de genio debiera contar. Saben tan distinto lejos de Roma; allá no tendrían el regusto a un ultraje, allá serían más dulces que el vino servido en la mesa de Urbano VIII. Habiéndoseme ofrecido a los ojos la maravilla del mármol hecho fronda y corteza y piel, de la roca pálida a la cual vuestro arte ha insuflado vida, la desesperación por huir y por retener o alcanzar,… Acompáñeme, excelencia, dice la mano del dueño. …quise tener para mi disfrute un poco del talento que atesoran algunas de las villas cardenalicias en Roma. Las uñas descuidadas de quien quizá no dedique la totalidad de su tiempo a una existencia contemplativa. Y esos pasillos, los muros tan sucios como los de un establo. De este modo, sin antes haberlo visto, adquirí el busto que usted ofrece por medio de los marchantes de arte. El busto de la infiel podría quedarse en esa pocilga, lejos de cualquier mirada, ocultos su pecado y la mancha de celos en la majestad de él. Al liberarla del embalaje, esperaba encontrarme con una pieza tan hermosa como las otras, con el movimiento que sólo usted sabe conferir a una roca.

Estruja el pergamino, el lacre se le clava en las yemas. Le molesta una pequeña esquirla, además del viaje y de tener que someterse a tan rudimentario juicio. No sospecha cuán abatido me sentí nada más mirarla. Jamás ocurrió algo así, ni con purpurados ni con la máxima autoridad en Roma. Acudí a los encargados de llevarla hasta mi propiedad, pero aquellos hombres juraron haber recibido una escultura perfecta, protegida con serrín y limadura en abundancia, como tantas a lo largo de sus jornadas.

La caja lo espera cerca de donde trabaja la servidumbre; son los mismos tablones, la tapa abierta. Sobresalen los delgados fragmentos de madera, protección del mármol. Se trata de personal noble, de los más sobresalientes en el comercio de piezas artísticas;… Si bien no es más su Creatura, en su terrena condición de obra de arte merece también los cuidados que se le prodigan a una, por sencilla que sea. …así, me es imposible poner en duda su palabra, su honra. Se acerca, aparta la limadura de roble, de pino. Nada parece distinto, serán exageraciones de quien quiere agregarse estatura. Por mi parte, preciándome de conocedor y habiendo estudiado con más detenimiento el busto,… Los mechones de aquella que glorificara hasta hacerla su preferida; más allá están los hombros cubiertos con la camisa de dormir, los labios ansiosos. …puedo notar que su estado no parece consecuencia de los descuidos en su transporte, sino de la poca pericia de su autor, o bien, de un violento afán destructivo. Mire, susurra el nuevo poseedor, quiere guiar su mano. No seré yo, mero ciudadano, quien manche vuestro gran apellido,… Los restos de roble caen al suelo. Cuando retira una de las caras de la caja se encuentra con esas facciones tan queridas tiempo ha. …tampoco planeo someter este engorroso asunto al arbitrio de las autoridades. Mire, vea, excelencia, dice con más brío aquel extraño. Él no necesita esa voz de tinta sepia. En cambio, le propongo dejarlo en el olvido si me es devuelta la suma que pagué por adelantado. Lo notaría aun viéndolo de forma descuidada: el busto muestra incontables tajos. Su creador roza uno; esa especie de herida le impregna las yemas de una humedad carmesí, tibia. Excusándome de forma previa, quisiera pedirle acompañar hasta mi propiedad al portador de este mensaje. Son heridas de daga hechas en el umbral de la propiedad Bonarelli. A unos pómulos, a una frente, a la belleza de facciones sin lealtad, no al mármol formado en Carrara durante la Edad de Bronce.

 

 

 

 

*Este cuento forma parte del libro Unas gotas rojas, obra ganadora del primer lugar en la categoría de narrativa del Premio Dolores Castro 2021, convocado por el Instituto Municipal Aguascalentense para la Cultura.