Traducción de Arturo Téllez Barrón
Un editor, quien es también un buen amigo mío, me dijo hace poco más de un año que lamentaba no haber llevado un diario sobre el trabajo que hicimos en común: la entrega, la recepción, el progreso, la interrupción y la finalización, los diez mil ajustes, cambios, triunfos y derrotas que intervienen en la hechura de un libro. Este editor subrayó que algo de ese trabajo fue fantástico, mucho de él increíble, todo asombroso, y fue lo bastante amable para añadir que había sido la experiencia más interesante de sus veinticinco años como miembro de la industria editorial.
Me propongo contar esta experiencia. No le diré a nadie cómo escribir libros; no intento darle a nadie reglas de cómo puede conseguir que sus libros sean publicados por los editores o sus cuentos aceptados por las revistas que pagan bien. No soy un escritor profesional; ni siquiera soy un escritor habilidoso; soy sólo un escritor que está en camino de aprender su oficio y de descubrir el perfil, la estructura y la articulación del lenguaje, todo lo cual debo descubrir si voy a hacer el trabajo que he de hacer. Es sólo por esta razón por la que cometo errores, porque mi energía vital y mi talento están aún envueltos en el proceso del descubrimiento– que hablo como estoy hablando aquí. Voy a describir la forma en que escribí un libro. Será algo profundamente personal. Durante años ha sido la parte más intensa de mi vida. No hay en ella nada verdaderamente literario. Es un cuento de sudor, dolor, desesperanza y logros parciales. No sé todavía cómo escribir un cuento. No sé cómo escribir una novela. Pero he aprendido algo sobre mí mismo y sobre el trabajo de escribir y, si puedo, trataré de decirles de qué se trata.
No sé cuándo se me ocurrió por primera vez que sería escritor. Supongo que, como gran cantidad de niños de este país y de mi generación, pensé que debía ser algo bueno, pues los escritores eran hombres como lord Byron o lord Tennyson o Longfellow o Percy Bysshe Shelley. Un escritor era un hombre muy parecido a las personas que he mencionado, y como yo era americano, no un americano rico o del tipo que va a la universidad, creía que un escritor era un hombre de una clase tan remota que yo no podría acercármele nunca.
Pienso que aquí en América esto nos ha pasado a todos, o a casi todos. La rareza de la profesión literaria nos perturba más que a cualquier otro pueblo sobre la tierra. Pienso que por esta razón uno encuentra en gran parte de nuestra gente, me refiero a la clase de gente trabajadora del campo de la que procedo, una especie de sentimiento de asombro, duda y romanticismo sobre los escritores, de modo que le resulta difícil entender que un escritor pueda ser parte de ella y no alguien tan lejano como lord Byron o Tennyson o Percy Bysshe Shelley. Existe otro tipo de americano que procede de la clase de gente más educada, que va a la universidad, y esta gente se siente también fascinada por el glamour y la dificultad de escribir, pero de diferente modo. Se involucra o se ilusiona más que la más involucrada o más ilusionada gente europea de este tipo. Se hace más “flaubertiana” que Flaubert. Funda pequeñas revistas en las que no sólo discute puntillosamente sino que discute más de lo que los europeos consideran prudente discutir. Los europeos dicen: “¡¿Oh, Dios, de dónde sale esta gente, estos estetas americanos?!” Bueno, lo sabemos. Pienso que en este país quienes tratamos de escribir podemos caer entre esos dos grupos de gente bien intencionada y desorientada, y si nos convertimos finalmente en escritores es a pesar de ellos.
No sé cómo me convertí en escritor, pero creo que fue debido a cierta fuerza en mi interior que tenía que escribir y que finalmente estalló y encontró su cauce. Mi gente pertenecía a la clase trabajadora. Mi padre, un cantero, era un hombre con un gran respeto y veneración por la literatura. Tenía una memoria tremenda y amaba la poesía, y la poesía que más amaba era naturalmente la poesía retórica, el tipo de poesía que a los hombres como él les gusta. No obstante, era buena poesía, el soliloquio de Hamlet, Macbeth, la oración del funeral de Marco Antonio, la “elegía” de Gray, y todo lo demás. De niño la escuché, la memoricé y la aprendí.
Mi padre me mandó a la Universidad Estatal. El deseo de escribir, que había sido grande durante mis días de preparatoria, se hizo aún más fuerte. Yo era editor del periódico del colegio, de la revista del colegio, etc., y en mi último año, o en los dos últimos años, fui miembro de un taller recién fundado de escritura teatral. Todavía con la idea de que sería abogado o periodista –no me atrevía a pensar seriamente que me convertiría en escritor– escribí muchas obras en un solo acto. Luego fui a Harvard, escribí algunas obras más y me obsesioné con la idea de hacerme dramaturgo; dejé Harvard, vi como rechazaban mis obras, y finalmente, en el otoño de 1926, sin haber podido nunca establecer cómo, por qué o de cuál manera, pero probablemente porque la fuerza en mi interior que tenía que escribir descubrió por fin su cauce, comencé en Londres a escribir mi primer libro. Vivía solo en aquel entonces. Tenía dos cuartos –un dormitorio y una sala– en una pequeña cuadra de Chelsea, en la cual todas las casas tenían ese aire de ladrillo ahumado y yeso amarillo crema, familiar a todas las casas londinenses. Todas lucían exactamente igual.
Como he dicho, vivía solo en un país extranjero. No sabía por qué estaba allí o cuál debía ser la dirección de mi vida, y en esas circunstancias comencé a escribir mi libro. Pienso que este hecho es uno de los momentos más difíciles por lo que debe pasar un escritor. No hay un juicio estándar, externo, bajo el cual pueda medir lo que ha hecho. En el día escribía durante horas en grandes libros de contabilidad que había comprado con ese propósito; luego, por las noches, echado sobre la cama y con las manos cruzadas tras la nuca, pensaba en lo que había hecho ese día y oía el firme paso de las botas de cuero del Bobby [policía] londinense que pasaba bajo mi ventana y entonces recordaba que yo había nacido en North Carolina y me preguntaba qué demonios hacía en Londres acostado en la cama en la oscuridad pensando en las palabras que había puesto ese día sobre el papel. Un gran sentimiento de inutilidad y vacío anidaba dentro de mí y me levantaba y encendía la luz y leía las palabras que había escrito ese día y entonces me preguntaba: ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué he venido?
En el día enfrentaba el monótono ruido de Londres, la dorada, amarillenta, brumosa luz que encuentra uno ahí en otoño, la telaraña del viejo Londres, hormigueante y neblinoso. Yo amaba ese lugar, y lo odiaba y aborrecía. No conocía a nadie, yo había sido un niño de North Carolina hacía mucho tiempo y ahora estaba viviendo en dos cuartos de la gran tela de araña de esta abrumadora ciudad. No sabía por qué había venido, por qué estaba allí.
Trabajé todos los días con el sentimiento que he descrito, luego regresé a América en el invierno y seguí trabajando. Enseñaba durante el día y escribía por la noche; finalmente, después de casi dos años y medio de haberlo comenzado en Londres, terminé el libro en Nueva York.
Me gustaría hablarles también acerca de esto. Yo era muy joven en ese entonces, tenía esa clase de salvaje y exultante vigor que el hombre tiene en ese periodo de su vida. El libro me atrapó y me poseyó. En cierto modo, pienso que se formó solo. Como cualquier joven, yo estaba bajo la fuerte influencia de los escritores que admiraba. Uno de los principales escritores de ese momento era Mr. James Joyce con su libro Ulysses. El libro que escribí estaba influido por su libro y, sin embargo, la poderosa energía y el fuego de mi propia juventud intervinieron y se apropiaron de él. Como Mr. Joyce, escribí sobre cosas que conocía, la vida inmediata y la experiencia de mi infancia que me eran familiares. A diferencia de Mr. Joyce, yo no tenía experiencia literaria. Nunca había publicada nada antes. Mi opinión sobre los escritores, editores, libros, ese mundo fabuloso y lejano, era casi tan romántico e irreal como cuando era niño. Y sin embargo mi libro, los personajes con los que lo había poblado, el color y el clima del universo que había creado, se apropió de mí y escribí y escribí con esa brillante flama con la que escribe un joven que nunca ha sido publicado y que no obstante está seguro de que todo será bueno, que tendrá que ser bueno. Es algo curioso y difícil de contar pero fácil de entender para la mente del escritor. Yo quería la fama, como la quiere todo joven que escribe, pero la fama es la cosa resplandeciente y deslumbrante más incierta que hay.
El libro quedó terminado en mi vigésimo octavo aniversario. No conocía a editores ni a escritores. Una amiga mía se llevó el pesado manuscrito –tenía mil ciento catorce páginas de extensión– y lo envió a un editor conocido suyo. Unos días después, una semana o dos, recibí una respuesta de ese hombre: decía que el libro no podía ser publicado. La esencia de su contestación era que su firma había publicado varios libros como ése el año anterior y que todos habían fracasado y que, además, el libro en su forma presente era tan novato, autobiográfico e inhábil que ningún editor se arriesgaría a publicarlo. Yo estaba tan deprimido y agotado en esa época, desaparecida la ilusión de la creación que me había sostenido por dos años y medio, que creí lo que dijo aquel hombre. Yo era maestro de una de las grandes universidades de Nueva York y, cuando el año escolar terminó, partí al extranjero. Cuando llevaba seis meses de vivir fuera supe que otro editor había leído el manuscrito y que deseaba conversar conmigo en cuanto volviera a casa.
Regresé en Año Nuevo. Al día siguiente llamé al editor. Me preguntó si podía ir a su oficina para conversar. Fui de inmediato y, antes de abandonar su oficina esa mañana, ya había firmado un contrato y recibido un cheque por 500 dólares.
Fue ésta la primera vez, por lo que recuerdo, que alguien me sugirió concretamente que lo que había escrito valía sus quince centavos, y sé que dejé la oficina del editor ese día y me sumergí en el hervidero de hombres y mujeres que pasaban constantemente por la Quinta Avenida y la Calle 48 y de pronto estaba en la calle 110 y hasta hoy nunca he sabido cómo llegué hasta ahí.
Durante los siguientes seis u ocho meses enseñé en la universidad y trabajé con este editor en el manuscrito de mi libro. El libro apareció en octubre de 1929. Todos esos meses volví a sentir el terror e irrealidad casi oníricos que había sentido en mi cuarto de Londres cuando comencé a tomar la escritura seriamente y yacía echado con las manos entrelazadas en la nuca y pensaba: ¿Por qué estoy aquí? La horrible, completa desnudez de la publicación, esa cosa que para todos nosotros es tan similar a la vergüenza, se acercaba día a día. No creo que haya deseado la autoexposición. Sentía que me había expuesto desvergonzadamente, y sin embargo la sutil droga de mi deseo y mi creación me paralizaba como el ojo de una serpiente y no podía hacer otra cosa. Por fin volví con el editor que me había descubierto y le pregunté si podía predecir el veredicto sobre mi trabajo. Me dijo que prefería no decirme nada, que no podía saber ni profetizar qué provecho obtendría yo. Agregó: “Todo lo que sé es que no pasará desapercibido, no lo podrán ignorar. El libro hallará su camino.”
Y esas palabras describen con exactitud lo que pasó. Leí hace algunos meses que ese primer libro fue recibido con “una tormenta de aprobación crítica”, pero no sucedió en realidad así. Obtuvo algunas maravillosas reseñas en algunos lugares; algunas reseñas desfavorables en otros. Sin duda fue una buena recepción para un primer libro, y lo mejor de todo es que sigue haciendo amigos entre la gente que lee libros. Siguió vendiéndose durante cuatro o cinco años en la edición original, y luego en una edición más barata de The Modern Library renovó su vida y comenzó a venderse otra vez. El resultado de todo ello fue que, después de la publicación de este libro en el otoño de 1929, me encontré con una posición como autor: Y aquí comenzó una de mis primeras grandes lecciones como escritor.
Hasta ese momento había sido un joven que quería ser escritor más que cualquier otra cosa sobre la tierra y que había escrito su primer libro en un arranque de ilusión, algo que el joven escritor debe sentir cuando no tiene otra señal aparte de su esperanza para impulsarlo. Eso, en cierta medida, había cambiado. Antes había esperado y deseado ser escritor, ahora era un escritor de hecho. Leía, por ejemplo, que yo era uno de los “jóvenes escritores americanos”. Era una persona a la que, dijo algún crítico, no había que perder de vista. Estaban en espera de mi próximo libro con interés y con cierta dosis de aprehensión. Aquí también mi educación como escritor se incrementaba todo el tiempo. Ahora oía discutir sobre mí, y de algún modo este hecho resultaba más formidable de lo que hubiera imaginado. Me preocupaba, me confundía, me provocaba un extraño sentimiento de culpa y responsabilidad. Yo era un joven escritor americano y se tenían esperanzas y temores sobre mi futuro. ¿Sería yo algo, nada, mucho o poco? ¿Las faltas que se habían encontrado en mi trabajo empeorarían o podría eliminarlas? ¿Era yo otra flor de un día? ¿Lo superaría? ¿Qué pasaría conmigo?
Permití que eso me preocupara. Volvía a casa por la noche, observaba mi cuarto y veía la taza de café de la mañana sin lavar y libros en el piso y la camisa donde la había dejado la noche anterior y grandes pilas de manuscritos, todo tan común, tan familiar, tan desordenado, y pensaba que ahora yo era “un joven escritor americano”; que de algún modo estaba practicando una impostura con mis lectores y mis críticos porque mi camisa lucía de esa forma, y mis libros y mi cama; no, ustedes entienden, porque estuvieran desordenados, fueran comunes y familiares, sino porque lucían, precisamente, de esa forma.
Y otra faceta comenzó a roer mi conciencia.
Los críticos comenzaron a preguntar sobre el segundo libro y tuve que comenzar a pensar en el segundo libro. Siempre había querido pensar en el segundo libro, y en el trigésimo primero y en el quincuagésimo segundo. Siembre estuve seguro de que había cien libros en mí, todos ellos buenos, y que cada uno de ellos me haría famoso. Pero también aquí hubo una extraña y brusca transición de la salvaje esperanza a la convicción exultante; y los hechos simples y llanos persistieron. Ahora que realmente había escrito un libro, y que ellos, los lectores reales y los críticos que lo habían leído, esperaban un segundo, yo tropezaba con él. No de la forma que temía sino de la forma fría y dura en que se estrella uno en la pared. Yo era un escritor. Había hecho de la vida de escritor mi vida; no había marcha atrás, tenía que seguir adelante. ¿Qué podía hacer? Detrás del primer libro tenía que seguir un segundo. ¿Sobre qué versaría el segundo libro? ¿De dónde procedería?
Este hecho inexorable, aunque se hacía más y más acuciante, no me molestó mucho al principio. Estaba más interesado en otras muchas cosas que tenían que ver con la publicación de ese primer libro y que igualmente no había previsto. En primer lugar, no preví un hecho que se hace absolutamente evidente después de que un hombre ha escrito un libro, pero que no puede prever hasta que lo ha escrito. El hecho es que uno escribe un libro no para recordarlo sino para olvidarlo, y ahora este hecho era evidente. Tan pronto como el libro estuvo en prensa comencé a olvidarlo. Quería olvidarlo, no quería que la gente me preguntara o hablara de él. Sólo quería que se callaran y me dejaran solo. Y sin embargo ansiaba desesperadamente el éxito de mi libro. Quería que tuviera la posición de orgullosa estima y honor en el mundo que ansiaba para él. En pocas palabras, quería ser un hombre exitoso y famoso y quería tener la misma vida oscura y privada que siempre tuve y que no me hablaran de mi éxito y mi fama.
De este problema derivó otra situación difícil y dolorosa. Yo había escrito mi libro más o menos directamente a partir de mi propia vida y creo, además, que pude haberlo escrito bajo una cierta intensidad y desnudez de espíritu, lo que quizá caracterice las primeras obras de un escritor joven. En cualquier caso, puedo decir honradamente que no preví lo que iba a pasar. Estaba sorprendido no sólo por la clase de respuesta que mi libro tuvo de los críticos y del público en general, más sorprendido me sentí por la respuesta que tuvo en mi pueblo natal. Había pensado que podría haber cien personas en ese pueblo que leerían el libro, pero si hubo cien fuera de la población negra, los ciegos y los definitivamente iletrados que no lo leyeron no sé dónde estaban. Durante meses el pueblo bufó de resentimiento con una furia que no hubiera creído posible. El libro fue denunciado desde el púlpito por los ministros de las iglesias principales. Los hombres se reunían en las esquinas para denunciarlo. Durante semanas los clubes femeninos, partidas de bridge, recepciones, clubes de libros, toda la compleja fábrica de la vida social de un pueblo pequeño fue absorbida por un clamor ultrajante. Recibí cartas anónimas insultantes y difamatorias: una me amenazaba con darme muerte si yo volvía a casa, otras fueron simplemente obscenas. Una venerable anciana, a quien había tratado toda mi vida, me escribió que si bien ella no creía en la ley del linchamiento, no haría nada para impedir que “la chusma arrastrase mi cuerpo gimiente por la plaza pública”. Además me informaba que mi madre se había ido a la cama “pálida como un fantasma” y que “nunca se volvería a levantar”.
Hubo otros muchos venenosos ataques de mi pueblo natal y por primera vez aprendí otra lección que todos los jóvenes escritores deben aprender. Esa lección es el poder ardiente y desnudo de la letra impresa. Para mí se convirtió, en ese momento, en una situación desconcertante y casi abrumadora. La alegría por el éxito que mi libro había tenido estaba mezclada con el amargo disgusto de su recepción en mi pueblo natal. Sin embargo, pienso que también aprendí algo de esta experiencia. Por primera vez fui obligado a enfrentar este problema: ¿de dónde procede el material del artista? ¿Cuál es el uso correcto de ese material y hasta dónde su libertad para usarlo debe ser controlada por su responsabilidad como miembro de la sociedad? Es un problema difícil, y de ningún modo he llegado todavía al fondo. Tal vez nunca llegue, pero como resultado de toda la angustia que sufrí en ese tiempo y la que otros deben haber sufrido a causa mía, he meditado mucho y llegado a ciertas conclusiones.
Mi libro era lo que a menudo se califica como novela autobiográfica. Yo protesté contra esa denominación en el prefacio del libro basándome en que cualquier trabajo serio de creación es autobiográfico por necesidad y que muy pocos libros tan autobiográficos como Gulliver’s Travels se han escrito jamás. Agregaba que el Dr. Jonson había subrayado que un hombre debía mezclar la mitad de los libros de su biblioteca para escribir un solo libro, y que de modo similar un novelista debía mezclar la mitad de los habitantes de su pueblo natal para construir un solo personaje de su novela. A pesar de ello, en mi pueblo natal la gente no fue persuadida ni aplacada y el cargo de autobiografía se esgrimió en mi contra en otros muchos lugares.
Como he dicho, estoy convencido de que todo trabajo creativo serio debe ser autobiográfico en el fondo, y que un hombre tiene que usar la materia y experiencia de su propia vida si ha de crear algo que tenga valor. Pero ahora pienso también que el joven escritor es conducido por la inexperiencia a emplear los materiales de la vida de una forma que resulta quizá demasiado desnuda y directa para los fines de la obra de arte. Lo que hace el joven escritor tal vez es confundir los límites entre verdad y realidad. Tiende inconscientemente a describir un evento en cierta forma porque en realidad pasó en dicha forma, y ahora puedo ver que desde un punto de vista artístico eso es una equivocación. No es importante, por ejemplo, que uno recuerde que una hermosa mujer de cascos ligeros vino de Kentucky en el año de 1907. Ella perfectamente pudo haber venido de Idaho o Texas o Nova Scotia. Lo único importante es expresar lo mejor posible el carácter y cualidad de la bella mujer de cascos ligeros. Pero el joven escritor, encadenado al hecho y a su propia inexperiencia, es probable que arguya: “debe decirse que vino de Kentucky porque en realidad vino de Kentucky”.
A pesar de ello, para un hombre que tiene la inquietud de la creación es imposible hacer una trascripción literal de su propia experiencia. Todo en la obra de arte es cambiado y transfigurado por la personalidad del artista. Y por lo que atañe a mi propio libro, puedo decir sinceramente que no creo que haya una sola página que se apegue fielmente a los hechos. Y también, a partir de esta circunstancia, aprendí otra cosa curiosa sobre la escritura. Pues aunque mi libro no se apegaba a los hechos, reflejaba la experiencia general del pueblo de donde procedo y, espero, la experiencia de todos los hombres en general. La mejor forma que encuentro para describir la situación es ésta: fue como si yo fuera un escultor que hubiera encontrado cierta clase de barro con la cual modelar y luego un granjero que conociera bien el vecindario de donde procede el barro pasara y dijera: “Conozco la granja donde conseguiste el barro.” Pero sería injusto que agregara: “conozco la figura también”. Pienso que en mi pueblo natal los habitantes, al ver el barro, se convencieron de inmediato de que reconocían las figuras también. El resultado de este equívoco fue tan doloroso y ridículo que, al contarlo, resulta casi increíble.
Hubo personas de mi pueblo natal que no sólo me aseguraron que recordaban incidentes y personajes de mi primer libro, los cuales pudieron haber tenido cierta base en la realidad, sino que también recordaban incidentes que no tenían ninguna base histórica. Por ejemplo, había una escena en el libro en la cual se describe cómo un cantero vende a una mujer importante del pueblo la estatua de mármol de un ángel que había atesorado durante años. Por lo que sé, el cuento no se basó en ningún hecho real, y sin embargo mucha gente me informó después que no sólo recordaba el incidente perfectamente sino que de hecho habían sido testigos de la transacción. No fue éste el fin del a historia. Supe que un periódico envió a un reportero y a un fotógrafo al cementerio y publicó una foto con un pie que daba la impresión de que el ángel era el ahora famoso ángel que había estado en la percha del cantero durante muchos años y que le había dado su título a mi libro. El aspecto desafortunado de este proceder es que yo nunca vi u oí hablar antes de este ángel y que este ángel estaba, de hecho, levantado en la tumba de una bien conocida mujer metodista que había muerto algunos años antes, y que su indignada familia escribió de inmediato al periódico para exigir una retractación puesto que su madre jamás había estado conectada de ninguna forma con el odioso libro o el odioso ángel que le había dado su título al odioso libro. Tales, entonces, fueron algunas de las dificultades no previstas a las que me enfrenté después de la publicación de mi primer libro.
Un mes siguió a otro. Había tenido éxito. El camino se aclaraba para mí. Sólo había una cosa que tenía que hacer, trabajar, y yo estaba gastando el tiempo consumiéndome de angustia, dolor y pasión inútil sobre la recepción de mi libro en mi pueblo natal o agotándome de exuberante júbilo por las alabanzas de los críticos y lectores o de angustia y amargura por sus burlas. Por primera vez comprendí, y tuve necesidad de reconocer, la naturaleza de uno de los grandes conflictos del artista. Por primera vez vi que el artista no sólo debe vivir y sudar y amar y sufrir y disfrutar como los demás hombres, sino que también debe trabajar como los demás hombres y debe, además, trabajar incluso cuando estos sucesos comunes de la vida están sucediendo. Parece una aserción simple y banal, pero la aprendí con dolor y en uno de los peores momentos de mi vida. No hay algo parecido a un refugio artístico; no hay algo semejante a un tiempo en el cual el artista pueda trabajar en una atmósfera plácida, libre de la agonía que los demás hombres deben enfrentar, y si el artista alguna vez encuentra ese tiempo es algo que no debe esperar, algo que no debe buscar indefinidamente.
En cualquier caso, mientras mi vida y energía estaban absortas en el vórtice emocional que mi primer libro había creado, casi no tenía nada hecho del segundo. Ahora me topaba con otro problema fundamental que todo joven escritor debe resolver si desea continuar. ¿Cómo consigue el hombre hacer su trabajo? ¿Cuánto tiempo debe ponerse a trabajar y cuán a menudo? ¿Qué clase de método, si lo hay, debe encontrar para continuar su trabajo? De pronto me encontré cara a cara con la inexorable necesidad del trabajo constante y cotidiano. Y tan simple como este descubrimiento puede parecerle a todos, yo no estaba preparado para ello. Un joven escritor sin público no tiene el sentimiento de la necesidad, la presión del tiempo, como lo tiene el escritor que ha sido publicado y debe comenzar a pensar en la terminación de su siguiente libro, en tiempos programados, en temporadas de publicación. Comprendí de pronto, con un estremecimiento, que había dejado pasar seis meses desde la publicación de mi primer libro y que, salvo por muchas notas y fragmentos, no había hecho nada. Mientras tanto el libro seguía vendiéndose lenta pero constantemente y, en febrero de 1930, a casi cinco meses de su publicación, me fue posible renunciar a la facultad de la New York University y dedicar todo mi tiempo a la preparación de mi segundo libro. Esa primavera tuve la fortuna de ser galardonado con una beca Guggenheim que me permitía vivir y trabajar en el extranjero durante un año. Y en consecuencia, en los primeros días de mayo, salí otra vez del país.
A mediados de julio cumplía en París un par de meses, y aunque me obligaba a trabajar unas cinco o seis horas diarias, mi esfuerzo en la composición era aún inconstante y confuso y no había nada todavía que tuviera la estructura y unidad de un libro. La vida de la gran ciudad me fascinaba como siempre lo había hecho, pero también provocaba los viejos sentimientos de desamparo, desarraigo y soledad que siempre había sentido allí. París era, y lo ha seguido siendo para mí, la ciudad más nostálgica del mundo; la ciudad donde más extraño me he sentido. Con todo lo fascinante y seductora que es la ciudad, para mí nunca fue un buen lugar para trabajar. Pero aquí quisiera decir algo acerca de lugares para trabajar porque hay otro problema que provoca en los jóvenes escritores muchas dudas, incertidumbre y confusión y, creo, inutilidad.
Yo había pasado por esa experiencia y ahora casi la había finalizado. Había ido a París seis años antes, como un joven de 24 años, lleno de toda la romántica fe y la locura que muchos jóvenes de esa época sentían cuando veían París por primera vez. Había sido esa primera vez, así me dije, a trabajar, y tan glamoroso era el mágico nombre de París en ese tiempo que realmente pensé que uno podía trabajar mucho mejor ahí que en cualquier otro lugar sobre la tierra; era un lugar donde el aire mismo estaba impregnado de la energía del arte; donde el artista seguramente encontraría una vida más afortunada y feliz que la que podía encontrar en América. Acabé descubriendo que era un error. Comprendí con toda claridad que lo que muchos de nosotros hacíamos cuando huíamos de nuestro país y buscábamos refugio en el exterior no era en realidad buscar un lugar para trabajar, sino buscar un lugar donde pudiéramos escapar del trabajo; que de lo que realmente estábamos huyendo en esos años no era del filisteísmo, el materialismo y la fealdad de la vida americana de la que decíamos que estábamos escapando, sino de la necesidad de luchar honradamente con nosotros mismos y de la necesidad de encontrar de algún modo en nosotros mismos la cosa por la cual vivir, de la necesidad de sacar de nuestras propias vidas y nuestra experiencia la sustancia de nuestro arte, lo cual todos los hombres que han escrito alguna vez algo vivo han tenido que sacar de sí mismos y sin lo cual estarían perdidos.
¡El lugar para trabajar! Sí, el lugar para trabajar era París; era España; era Italia y Capri y Mallorca, pero Gran Dios, era también Keokuk, y Portland, Maine, y Denver, Colorado, y Yancey County, North Carolina, podía ser cualquier lugar si el trabajo estaba ahí, dentro de nosotros, en ese momento. Si esto hubiera sido todo lo que aprendí de estos viajes a Europa, si el precio de todo este vagabundeo hubiera sido esta simple lección, habría valido el precio, pero no fue lo único. Descubrí durante esos años que la forma de descubrir nuestro propio país era dejarlo; que la forma de encontrar a América era encontrarla en nuestros corazones, nuestra memoria y nuestro espíritu, y en una tierra extraña.
Creo poder afirmar que durante esos años en el extranjero descubrí América gracias a mi necesidad de ella. La enorme ganancia de este descubrimiento pareció provenir directamente de mi sentimiento de pérdida. He estado en Europa cinco veces hasta ahora; todas las veces he ido encantado, con febril impaciencia por llegar, y todas las veces –cómo, cuándo y de qué manera no lo sé– he sentido el amargo dolor del desamparo, una desesperada añoranza de América y un abrumador deseo de regresar.
Creo que durante ese verano en París sentí más que nunca antes esa gran nostalgia, y creo realmente que de esta emoción, de este constante y casi intolerable esfuerzo de mi memoria y mi deseo, proviene el material y la estructura de libros que comencé escribir.
La cualidad de mi memoria se caracteriza, en un grado más que ordinario, por la intensidad de sus impresiones sensuales, por su poder para evocar y volver a sentir olores, sonidos, colores, formas, y por sentir las cosas con vívida concreción. Mi memoria trabajaba día y noche de un modo que al principio no podía detener ni controlar y hormigueaba espontáneamente en una corriente de deslumbrante espectáculo por mi mente, con el millón de formas y sustancias de la vida, la mía, que había dejado en América. Me sentaba, por ejemplo, en la terraza de un café a observar el esplendor y movimiento de la vida frente a mí en la Avenue de l’Opéra y repentinamente recordaba el barandal de acero que corría a lo largo del paseo de piso de madera de Atlantic City. Al instante podía verlo idéntico a como era; el pesado tubo de acero; su aspecto crudo, galvanizado, la forma en que las juntas estaban ensambladas. Todo era tan vívido y concreto que podría sentir mi mano sobre él y saber su dimensión exacta, su tamaño, su peso y su forma. Pronto me di cuenta que jamás había visto ningún barandal semejante en Europa. Y esta cosa completamente familiar, común, se revelaba con toda la maravilla con la cual descubrimos una cosa que hemos visto toda la vida y sin embargo no conocíamos. O podía ser un puente, la visión de un viejo puente de acero sobre un río americano, el ruido que el tren hace cuando pasa sobre él; el retumbar hueco y tartamudeante de los travesaños bajo las ruedas; el aspecto de los bancos de lodo; la perezosa y turbia corriente amarillenta de un río americano; el fondo plano de un bote medio inundado atascado en un banco lodoso; o podía ser el sonido, el más solitario y fantasmal de todos los que conozco, de un carretón de leche al entrar a las calles americanas antes de despuntar el alba, el lento y solitario golpeteo de los cascos en la calle, el tintinear de las botellas, el repentino cascabeleo de los abollados botes de leche, los apresurados pasos del lechero, el tintinear de las botellas otra vez, la orden dada al caballo en voz baja seguida por el lento golpeteo de los casos disminuyendo hasta el silencio y después la quietud y el gorjeo ascendente de un pájaro en la calle. O podía ser un pequeño cobertizo de madera en el campo, a dos millas de mi pueblo natal, donde la gente esperaba el tranvía, y podía ver y sentir otra vez el color mohoso y monótono de la vieja pintura verde y ver y sentir las iniciales que habían sido escarbadas con cortaplumas en las tarimas y en los bancos dentro del cobertizo, y oler el cálido y sofocante aroma resinoso tan emocionante y tan cargado de la excitación extraña e indecible que provoca una alegría desconocida, una profecía que se aproxima y oír el tranvía cuando hace un alto, el momento del melancólico y soporífico silencio; el cálido y soñoliento tamborileo de las tres en punto; el aroma de la hierba y el trébol caliente y dulce; y luego el repentino sentimiento de ausencia, soledad y partida cuando el tranvía se aleja y no permanece sino la cálida punzada de las tres en punto.
O podía ser una calle americana con su mezcla de mil clases de horrible arquitectura. Podía ser Montague Street o Fulton Street en Brooklyn, o Eleventh Street en Nueva York, u otra de las calles donde había vivido; y de pronto veía las lúgubres y salvajes barras de las elevadas estructuras a lo largo de Fulton Street y cómo la luz pululaba a través de ellas en polvorientas rayas discontinuas y recordaba el viejo color oxidado, ese incomparable color oxidado que adquieren tantas cosas aquí en América. Y esto también podía ser algo que había vivido y visto un millón de veces.
Me sentaba ahí, observando la Avenue de l’Opéra, y la vida me dolía con su recuerdo: el deseo de verla otra vez; de encontrar una palabra para ella; un lenguaje que pudiera expresar su forma, su color, el modo en que todos la habíamos conocido y visto y sentido. Y cuando lo comprendí, supe que necesitaba encontrar el idioma para expresar lo que conocía pero no podía decir. La dirección y el propósito de mi vida adquirieron una forma a partir de ese descubrimiento. El objetivo hacia el cual se dirigiría cada energía de mi vida y mi talento se definió de ese modo. Fue como si hubiera descubierto un nuevo universo de elementos químicos y empezado a ver ciertas relaciones entre algunos de ellos pero sin haber comenzado a organizar de ningún modo las series en una unión coherente y armoniosa. Creo que a partir de ese momento mis esfuerzos pueden describirse como el esfuerzo por completar esa organización, por alcanzar esa unión coherente y descubrir la articulación por la cual había luchado. Sabía que hasta ese momento había fracasado, pero creía entender bastante bien en dónde residía mi fracaso y confiaba, por supuesto, en que llegaría el momento que no fracasaría.
En cualquier caso, a partir de este instante, el progreso general de los tres libros que iba a escribir en los próximos cuatro años y medio puede describirse con bastante fidelidad del siguiente modo. Fue un progreso que comenzó en el vórtice de un torbellino de creación caótica y avanzó penosamente, a expensas de una confusión infinita, del error a la claridad y a la articulación de una estructura ordenada y formal. Una imagen extraordinaria subsiste del año que pasé en el extranjero cuando el material de esos libros comenzó a adquirir una forma articulada. Parecía que dentro de mí hubiera una enorme nube negra encrespada y cargada de electricidad, creciendo y dilatándose con una violencia huracanada que no podía ser contenida mucho tiempo y que el momento en que tenía que reventar se acercaba con rapidez. Lo que puedo agregar es que la tormenta reventó. Reventó ese verano mientras estaba en Suiza. Cayó en torrentes; y no cesa aún.
No puedo decir que escribí el libro. Fue algo que me atrapó y se posesionó de mí, y antes de que hubiera acabado –es decir, antes de que finalmente emergiera con la primera parte terminada– tenía la sensación de que aquello lo estaba escribiendo por mí. Fue exactamente como si esta enorme nube tormentosa que he mencionado se hubiera abierto y en medio de truenos y relámpagos se hubiera vaciado en una profunda y torrencial corriente ingobernable. Al paso de esa corriente todo era barrido y arrastrado como por un gran río. Y yo fui arrastrado por él.
No hubo al principio algo que pudiera llamarse novela. Escribí sobre la noche y la oscuridad, sobre el rostro de las personas que dormían en diez mil pequeños pueblos de América; y sobre las corrientes del sueño y cómo los ríos fluyen siempre en la oscuridad. Escribí sobre el rumor de la pleamar en las diez mil millas de costas; de cómo la luz de la luna resplandece en el desierto y tiñe los fríos ojos del gato de amarillo brillante. Escribí sobre la muerte y el sueño y sobre aquella legendaria roca de la vida que llamamos ciudad. Escribí sobre octubre, sobre los grandes trenes que cruzan como truenos en la noche, de los barcos y las estaciones en la madrugada; de los hombres en los puertos y el tránsito de los barcos.
Pasé el invierno de aquel año, de octubre a marzo, en Inglaterra, y ahí, gracias tal vez a la confortable familiaridad de la vida inglesa, a la sensación de orden y reposo que una vida así puede proporcionar, mi trabajo avanzó otro paso más desde esta caótica corriente creativa. Por primera vez el trabajo comenzó a aceptar las líneas del diseño. Estas líneas eran todavía discontinuas y confusas, algunas veces totalmente borrosas, pero tenía la sensación de estar trabajando en un gran bloque de mármol, dándole forma a una figura que nadie más que su creador podía definir y que emergía poco a poco de las vigorosas líneas de la composición.
Desde el principio la idea, el mensaje que quería que mi libro expresara –y era algo que retornaba en todos mis momentos de desesperanza para fortalecer la fe en mis creencias–, no había cambiado. Esta idea central era la siguiente: la búsqueda más importante de la vida, la cosa que de un modo u otro es fundamental para todo ser humano viviente es el intento de encontrar un padre, no simplemente el padre carnal, no simplemente el padre de la juventud, sino la imagen de fuerza y sabiduría ajena a su necesidad y superior a su sed, mediante el cual el poder y la creencia en su propia vida podían unirse.
Sin embargo yo estaba muy lejos de terminar mi libro. ¿Cuán lejos? Es algo que no podía vislumbrar en ese momento, pero tuvieron que pasar cuatro años más antes de que el primero de los cuatro libros en los que estaba enfrascado estuviera listo para la prensa, y si hubiera sabido que aquellos próximos cuatro años abarcarían decenas de vidas, nacimientos, muertes, desesperanzas, derrotas y triunfos, y el total agotamiento de una brutal fatiga, no sé si hubiera podido encontrar el poder para continuar. Pero aún estaba sostenido por el exuberante optimismo de la juventud. Mi temperamento, el cual es pesimista sobre muchas cosas, ha sido siempre curiosamente optimista en determinados momentos y aunque más de un año había pasado y no había hecho más que escribir grandes cantos sobre la muerte y el sueño, y preparado incontables notas y trazos aquí y allá, el primer borroso contorno de un dibujo formal, tenía la confianza de que por la primavera o el otoño del siguiente año mi libro de algún modo milagroso estaría listo.
Hasta donde puedo describirlo con algún detalle, el progreso durante aquel invierno en Inglaterra no siguió la línea planeada, sino la línea que he mencionado: escribí algunas de las secciones que sabía que tendría el libro. Mientras tanto, lo que estaba pasando en mi conciencia creativa durante todo este tiempo, aunque no lo comprendí entonces, era esto: lo que yo estaba realmente haciendo, lo que había estado haciendo desde el descubrimiento de mi América en París el verano anterior, era explorar día tras día y mes tras mes con una intensidad fanática el dominio material de mis recursos como hombre y como escritor. Esta exploración transcurrió durante un lapso que puedo estimar conservadoramente en dos años y medio. Y todavía prosigue, aunque no con una concentración tan absorbente porque el trabajo al que condujo, el trabajo que tras infinito desgaste y labor me ayudó maravillosamente a definir, había alcanzado tal estado de final definición que la tarea de terminarla es la que ahora ocupa la energía e interés de mi vida.
En cierta forma, durante ese periodo de mi vida, fue como el Ancient Mariner que le dice al invitado de la boda que su esqueleto estaba torcido por la infortunada agonía que lo forzó a contarle su historia antes de dejarlo libre. De acuerdo con mi experiencia, mis invitados a la boda eran los grandes libros de contabilidad en los que escribía, y si algún lector los hubiera visto, el cuento que yo les contaba le habría parecido, temo, completamente incoherente, tan incomprensible como la escritura china. No podría dar una idea significativa de la extensión de esta tarea debido a que los libros contenían tres años de trabajo y tal vez millón y medio de palabras. Incluían todo, desde gigantescas listas escalonadas de los pueblos, ciudades, condados, estados y países que había conocido hasta minuciosas descripciones desesperadamente evocadoras de las plataformas, muelles, ruedas, cejas, barras de los ejes, colores, pesos y cualidades de los vagones de pasajeros de los ferrocarriles americanos. Había listas de los cuartos y las casas en las que había vivido, o en las cuales había dormido por lo menos una noche, junto con la más cuidadosa y evocativa descripción de esos cuartos que era capaz de escribir: su tamaño, forma, color y diseño del tapiz, la forma en que colgaba la toalla, el crujido de una silla, la línea enmohecida en el cielo raso. Había incontables mapas, catálogos, descripciones que sólo puedo clasificar aquí bajo el título general de Cantidad y Número. ¿Cuál era la población total combinada de todos los países de Europa y América? ¿En cuántos de estos países había tenido alguna experiencia vital personal? En el curso de mis 29 o 30 años de vida, ¿cuántas personas había visto en subterráneos, teatros, en juegos de beisbol o futbol? ¿Con cuántas había tenido alguna experiencia vital e iluminadora, de alegría, de pena, de amor o piedad, o simplemente una compañía breve y casual?
Además uno podía tropezar con otras secciones con títulos tan crípticos como “¿Y ahora adónde?” Bajo títulos como éste había anotaciones de las miles de cosas que todos hemos visto o captado en un destello en algún momento de nuestras vidas, las cuales parecían no tener consecuencias al momento de verlas y, preñadas de la alegría y la pena del destino humano, vivían en nuestras mentes y corazones para siempre. “¿Y ahora adónde?” Algunos pasos tranquilos que pasan de largo por un calle frondosa una noche de verano en un pequeño pueblo del sur hace algunos años; la voz de una mujer, el repentino estallido de su risa tierna y débil; luego el sonido de las voces y los pasos que se alejan y el silencio, y el susurro de las hojas de los árboles. “¿Y ahora adónde?” Dos trenes que hacen una pausa en un pequeño pueblo en algún momento indeterminado en la enorme masa del continente; una muchacha que asoma y sonríe desde la ventanilla de uno de los trenes; otra que pasa en un tranvía en las calles de Norfolk; los huéspedes de invierno en una pequeña pensión del sur profundo hace veinte años; Miss Florrie Mangle, la hábil enfermera; Miss Jessie Rimmer, la cajera de la droguería Reed; el clarividente doctor Richards; la hermosa chica que chasqueaba su látigo y metía la cabeza en la boca del león en la feria de J. Jones y Espectáculos Asociados.
“¿Y ahora adónde?” Iba más allá de los límites de la memoria de cualquier hombre. Iba de regreso hasta el altar de la infancia anterior al comienzo de la memoria, a la forma en que pensó que pudo haber sentido el sol y oído la vaca de Peagram ramonear la hierba detrás de la cerca, u oído el tranvía detenerse en la colina sobre la casa de su padre a mediodía; y a Ernest Peagram llegar a almorzar, su estentóreo saludo; y luego la partida del tranvía, la repentina, silenciosa soledad verde dorada del tranvía ausente, la puerta metálica cerrándose de golpe y el desvanecimiento de la luz de ese día perdido. “¿Y ahora adónde?” No podía recordar menos y no podía saber si lo que había recordado era un hecho o una leyenda o una fusión de las dos. En esos grandes libros de contabilidad, mes tras mes, escribía ahora cosas como ésas, no sólo el registro concreto, material, de la memoria ordenada del hombre, sino todas las cosas que apenas se atrevía a pensar que hubiera recordado; las punzantes luces que destellan en la mente del hombre y regresan espontáneamente en un momento inesperado: una voz oída una sola vez; un rostro borroso; la forma en que la luz del día llegaba y se iba; el susurro de una hoja sobre una rama; una piedra, una hoja, una puerta.
Puede objetarse, ha sido objetado ya por varios críticos, que una búsqueda como la que he intentado describir aquí tiene rasgos de exceso inmoderado, de un deseo casi enfermizo por devorar la totalidad de la experiencia humana, un intento de incluir más, experimentar más de lo que una vida puede abarcar o de lo que los límites de una sola obra de arte pueden definir. Me apresuro a aceptar la validez de esta crítica. Pienso que puedo darme cuenta, tanto como ninguno, de los fatales peligros que se derivan de un deseo tan voraz, del daño que puede infligir a nuestra vida y nuestro trabajo. Pero al tener esta cosa dentro de mí, no me es de ningún modo posible razonar para expulsarla fuera de mí, no importa cuán convincentemente mi razón trabaje en su contra. La única forma que tengo de tratarla es abordarla llanamente, no con la razón sino con la vida.
Era parte de mi vida; durante muchos años fue mi vida; y la única forma en que podía sacarla fuera de mí era vivirla fuera de mí. Y eso fue lo que hice. No he tenido todavía un éxito completo en ese propósito, pero he tenido más éxito del que alguna vez soñé con tener. Y ahora creo realmente que por lo que atañe al artista, la ilimitada extensión de la experiencia humana no es tan importante como la profundidad y la intensidad con la cual experimenta las cosas. También sé que es mucho más importante haber conocido un ciento de hombres y mujeres en Nueva York, haber entendido sus vidas, haber penetrado las raíces y fuentes de las que deriva su naturaleza que haber visto o hablado o pasado junto a siete millones de personas por las calles. Y lo que, finalmente, quisiera yo agregar sobre esta búsqueda que he tratado de describir es lo siguiente: con todo lo loca y errónea que buena parte de ella pueda parecer, la cualidad, propósito e impacto de esa experiencia no era inútil o excesiva. Desde mi punto de vista, por lo menos, lo que puede tener de valor concreto para otra gente reside en la totalidad de las implicaciones de lo que tengo que decir sobre mi experiencia como escritor. Considero esta experiencia en su conjunto la más valiosa y práctica hasta ahora. Con todo su desperdicio y error y confusión, me condujo a la proximidad de una definición concreta de mis recursos, a una estimación verdadera de mis talentos en este periodo de mi vida y, sobre todo, a una comprensión rudimentaria, recién comenzada, pero viva, de la articulación que busco, del lenguaje que, más que cualquier otra cosa, tengo que tener si, como artista, mi vida ha de proseguir y ha de desarrollarse.
Sé que la puerta no está aún abierta. Sé que el idioma, la palabra, el lenguaje que busco, no ha aparecido todavía, pero creo con todo mi corazón que he encontrado el camino, que he construido el canal, que he comenzado con el principio. Y creo con todo mi corazón también que todo hombre por sí mismo y a su modo, que todo hombre que alguna vez espere hacer una cosa viva a partir de las sustancias de su única vida, debe encontrar ese camino, ese lenguaje, y esa puerta; debe buscarlo él mismo como he tratado de hacerlo yo.
Aunque tenía tres o cuatrocientas mil palabras de material cuando regresé a América en la primavera de 1931, no tenía nada que pudiera publicarse como una novela. Casi un año y medio había transcurrido desde la publicación de mi primer libro y ya la gente había comenzado a plantear una pregunta bien intencionada, pero que año tras año se hacía más intolerable para mis oídos que la burla más deliberada: “¿Has finalizado tu segundo libro?” “¿Cuándo se publicará?”
En esa época pensaba que unos cuantos meses de trabajo constante bastarían para terminar el libro. Encontré un lugar, un pequeño sótano en el barrio sirio, en el sur de Brooklyn y fui ahí a realizar mi labor.
La primavera dio paso al verano, el verano al otoño. Yo trabajaba duro, un día tras otro, y nada surgía que tuviera la unidad y el dibujo de un trabajo único. Llegó octubre y con él un segundo año completo desde la publicación de mi libro. Ahora, por primera vez, estaba irrevocablemente comprometido con todo lo que concernía a la publicación de mi libro. Comencé a sentirme oprimido y desesperado, y esta sensación se haría casi demencialmente intolerable en los siguientes tres años. Por primera vez comencé a darme cuenta de que mi proyecto era mucho más extenso de lo que había pensado. Cuando volví de Europa aún pensaba que estaba escribiendo un solo libro, el cual quedaría limitado a unas 200 mil palabras. Pero conforme las escenas se seguían unas a otras, conforme aparecía personaje tras personaje, conforme mi comprensión del material se hacía más amplio, descubrí que me sería imposible escribir el libro que tenía planeado dentro de los límites que había creído suficientes.
Todo este tiempo estaba desconcertado por cierto elemento temporal en el libro, por una relación temporal que no podía evitar y para la cual estaba buscando con desesperación algún cauce estructural. Había tres elementos de tiempo inherentes al material. El primero y más obvio era el presente, el cual empujaba la narración hacia adelante, representaba personajes y eventos actuando en el presente y moviéndose hacia un futuro inmediato. El segundo elemento de tiempo era el pasado, el cual representaba el accionar de esos mismos personajes como si fuera guiado por todo el impacto acumulado de la experiencia del hombre, de forma tal que cada momento de su vida estuviera condicionado no sólo por lo que experimenta en ese instante sino por todo lo que ha experimentado antes. Además de esos dos elementos de tiempo había un tercero que yo concebía como inmutable, el tiempo de los ríos, las montañas, los océanos y la tierra; una especie de tiempo universal eterno, inmodificable, contra el cual se proyectaba la transitoriedad de la vida del hombre, la amarga brevedad de su día. Fue el tremendo problema de esos tres elementos del tiempo lo que me costó incontables horas de angustia en los años por venir y que casi acaba conmigo.
Conforme comencé a darme cuenta de la verdadera naturaleza de la tarea que me había impuesto, la imagen del río comenzó a perseguirme mentalmente. Realmente sentía que tenía un gran río dentro de mí pugnando por liberarse y que debía hallar un cauce por el cual la poderosa corriente pudiera fluir. Sabía que tenía que encontrarlo o que sería destruido por la corriente de mi propia creación. Estoy seguro de que todos los artistas han tenido la misma experiencia.
Mientras tanto, estaba desconcertado por una idea fija e imposible cuyo error en ese momento no fui capaz de captar en su totalidad. Estaba convencido de que ese gigantesco plan tenía que ser realizado dentro de los límites de un solo libro, el cual se llamaría The october fair. No fue sino hasta que pasó más de un año cuando comprendí finalmente que el material con el que tenía que tratar abarcaba casi 150 años de historia, exigía la acción de más de dos mil personajes y, en su diseño final, incluía casi todos los tipos raciales y clases sociales de la vida americana: comprendí que incluso las páginas de un libro de 200 mil palabras serían insuficienten para ese propósito.
¿Cómo arribé a esta situación? Creo que no es mucho decir que sencillamente me sumergí en la escritura. Durante todo ese año escribí furiosamente, sintiendo la presión del tiempo inexorable, la necesidad de finalizar algo. Escribí como loco; terminé escena tras escena, capítulo tras capítulo, Los personajes comenzaron a adquirir vida, a crecer y a multiplicarse hasta que fueron cientos, pero tan enorme era la extensión de mi diseño, como descubrí con desesperación, que podía comparar estos capítulos con la hilera de luces que algunas veces vemos en la noche extendiéndose a lo largo de la oscura y solitaria campiña desde las ventanas de un tren veloz.
Trabajaba furiosamente día tras día hasta que mi energía creativa quedaba totalmente exhausta, y aunque al final de ese periodo había escrito casi 200 mil palabras, suficientes para hacer un libro muy grande, me di cuenta con horrible desesperación de que lo que había completado era sólo una pequeña sección de un solo libro.
Durante esa época alcancé el estado de desnuda necesidad y completa soledad que todo artista debe conocer y conquistar si está dispuesto a sobrevivir. Antes de esto había sido sostenido por esa deliciosa ilusión de éxito que todos sentimos cuando soñamos con los libros que vamos a escribir, en lugar de escribirlos realmente. Ahora lo enfrentaba cara a cara y comprendí de pronto que había comprometido mi vida y mi integridad tan irrevocablemente en esta lucha que ahora tenía que vencer o ser destruido. Mi única compañía era mi trabajo y sabía que tenía que estar solo con él, que nadie podía ayudarme aunque deseara hacerlo. Por primera vez vislumbré otro hecho desnudo que todo artista debe conocer: que en la obra de un hombre está contenida no sólo la semilla de la vida, también la semilla de la muerte y que ese poder de creación que nos sostiene también puede destruirnos como una lepra si lo dejamos pudrirse en nuestras entrañas sin nacer. Tenía que salir de mí de alguna manera. Lo veía ahora. Y por vez primera una terrible duda comenzó a deslizarse por mi mente: que no viviría lo suficiente para hacerlo salir de mí, que había creado una obra tan extensa y tan imposible que la energía de una docena de vidas no bastaría para completarla.
Durante este tiempo, sin embargo, me sostuvo una porción de inestimable buena fortuna. Tenía como amigo a un hombre de inmensa y paciente sabiduría y amable e inflexible fuerza. Pienso que si no fui destruido por el sentimiento de desesperación que esa labor gigantesca me había provocado, fue en buena medida gracias al coraje y paciencia de este hombre. No me di por vencido porque este hombre no dejó que me diera por vencido; es cierto también que en ese momento particular él tenía la ventaja de estar en la posición de observador calificado de la batalla. Yo estaba trabado en la lucha, cubierto por el polvo y el sudor y exhausto por el esfuerzo, y comprendía mucho menos que mi amigo la naturaleza y el progreso de la lucha en la cual estaba comprometido. En este momento había poco que este hombre pudiera hacer excepto observar, pero de un modo u otro, tranquilo y maravilloso, me mantuvo trabajando.
Ahora estaba en una situación en la que debía producir, pero incluso el más grande de los editores poco puede hacer por un escritor antes de que éste traslade, desde el oscuro secreto de su espíritu a la luz del día, la realización concreta de su imaginación. Mi amigo el editor ha comparado su función en este difícil momento a la de un hombre que intenta sujetarse a la aleta de una ballena en el momento de sumergirse, pero él se sostuvo y a su tenacidad debo mi liberación final.
Mientras tanto mi poder creativo funcionaba a la intensidad más alta que hubiera conocido nunca. Yo escribía sin creer que pudiera terminar, sin nada en mí sino negra desesperación, pero escribía y escribía y no podía dejar de escribir. Y parecía que la misma desesperación era el aguijón que me impulsaba a seguir, que me hacía escribir aunque no tuviera fe en que pudiera terminar alguna vez. Me parecía que mi vida en Brooklyn, aunque había estado ahí sólo dos años y medio, se remontaba centurias a través de profundos océanos de negra e insondable experiencia que ninguna escala ordinaria en horas podía mensurar. La gente me pregunta en ocasiones qué fue de mi vida durante esos años. Me pregunta cómo encontraba tiempo para conocer lo que sucedía en el mundo a mi derredor si mi vida estaba absorbida totalmente por la escritura. Bueno, parece un hecho extraordinario, pero la verdad es que en toda mi vida nunca he vivido tan integralmente y compartido tan intensamente la vida común del hombre, como lo hice durante estos tres años en los que luchaba con el gigantesco problema de mi propia obra.
Para comenzar, todo mi equipo sensorial y creativo, mi poder de sentir y reflexionar, incluso el sentido del oído y sobre todo mi poder de recordar, alcanzaron el grado más alto de agudeza que hubiera conocido jamás. Al final del día de salvaje labor, mi mente, aún destellando por el esfuerzo, no podía ser puesta a descansar por ninguno de los narcóticos de la lectura, la poesía, la música, el alcohol, o cualquier otro placer. Era incapaz de dormir, incapaz de someter el tumulto de energía creativa y, como resultado de esta condición, durante tres años vagué por las calles, exploré el hormigueante tejido de la ciudad del millón de pies y llegué a conocerla como nunca antes lo había hecho. Fue una época negra en la historia de la nación, una época negra en mi propia vida; por lo tanto es natural, supongo, que mi propio recuerdo de ella sea ahora bastante siniestro y doloroso.
Dondequiera a mi alrededor, durante estos años vi las evidencias incalculables de la ruina y del sufrimiento. Mi propia gente, los miembros de mi familia, se había arruinado, había perdido la riqueza material acumulada durante toda una vida en lo que fue llamado “la depresión”. Y esa calamidad universal de algún modo golpeó la vida de casi todos mis conocidos. Además, en esta interminable búsqueda y merodeo nocturno por la jungla enmarañada de la ciudad, vi, viví, sentí y experimenté todo el peso de esa terrible calamidad humana. Vi un hombre, cuya vida se había hundido, convertirse, devorado por las sabandijas, en una masa de andrajos informe y sucia; vi a desgraciados en busca de un poquito de calor agazaparse unos junto a otros sobre el asiento asqueroso de una letrina pública en los retretes sin puertas del sombrío, helado abrigo de un monumento estupendo y palaciego a la riqueza. Vi actos de enfermiza violencia y crueldad, la amenaza del privilegio brutal, a la autoridad corrupta y cruel machacando sin piedad bajo sus pies al pobre, al débil, al desgraciado e indefenso de la tierra.
Y el asombroso impacto de esta negra pintura de la inhumanidad del hombre con su prójimo –la interminable repercusión de estas escenas de sufrimiento, violencia, opresión, hambre, frío, suciedad y pobreza avanzando sin preocupación en un mundo en el cual el rico seguía pudriéndose en su riqueza– dejó una cicatriz en mi vida, una convicción en mi alma que nunca perderé.
Y de todo ello ha llegado, como el depósito final, un recuerdo ardiente, una cierta evidencia de la fortaleza del hombre, su habilidad para sufrir y sobrevivir de algún modo. Por esta razón pienso ahora que siempre recordaré este negro periodo con una especie de alegría que no hubiera creído posible en ese tiempo, pues fue durante esta época que conduje mi vida hacia una primera conclusión, y a través del sufrimiento y trabajo de mi propia vida llegué a compartir estas cualidades presentes en las vidas de la gente a mi alrededor. Y ésta es otra cosa que la escritura de un libro ha hecho por mí. Le ha dado a mi vida esa clase de desarrollo que, pienso, la realización de su obra proporciona a la vida del artista, y hasta donde sé de estas cosas creo que me ha hecho crecer.
El comienzo del invierno de 1933 llegó y con él, así me pareció, la caída final en un fracaso abismal. Todavía escribía y escribía, pero ciegamente, sin esperanzas, como un viejo caballo que no conoce otro objetivo ni propósito para su vida que trotar en el círculo interminable de una noria. Si dormía en la noche, tenía una pesadilla interminable de visiones fulgurantes que barrían mi mente enfebrecida. Y cuando despertaba, despertaba agotado, sin saber qué hacer sino trabajar durante todo el día, fustigándome furiosamente, en una tarea sin esperanzas; y al anochecer, otra vez el frenético vagabundeo por las calles y luego, acostado sin poder dormir, el desfile de pesadillas al cual mi conciencia yacía encadenada como un espectador.
Había una clase de sueño que sólo puedo resumir como sueño de Tiempo y Culpa. Camaleónica en toda su detestable e interminable fecundidad, restauraba el mundo que había conocido, el millón de rostros y el millón de lenguas, y lo restauraba con el malévolo triunfo del alivio pasivo no solicitado. Mi conflicto cotidiano con la Cantidad y el Número, la enorme acumulación de mis años de lucha con las formas de la vida, mi esfuerzo brutal e interminable por registrar en mi memoria cada ladrillo y cada adoquín de las calles que había recorrido, cada rostro de las apiñadas multitudes de todas las ciudades en todos los países en los que mi espíritu había entablado su desigual lucha por la supremacía, todo retornaba ahora –cada piedra, cada calle, cada ciudad, cada país, incluso cada bloque de las bibliotecas cuyos cargados estantes había tratado inútilmente de devorar en el colegio–, retornaba en las alas de este sueño poderoso, triste y, en cierto modo, demencial. Lo veía y lo escuchaba y lo conocía todo a un tiempo, sin dolor o angustia, con la tranquila conciencia de Dios, señor de todo el universo de la vida, cuyos elementos durante tantos años me había empeñado vanamente por conocer. Y el fruto de ese enorme triunfo, la tranquila e instantánea pasividad de esa inhumana y demente inmortalidad, era en cierta forma más amargo y más triste de lo que había sido jamás la más amarga matadura de la derrota en mi contienda con las multitudes de la vida.
Sobre ese universo de sueños brillaba para siempre la tranquila, muda, invariable luz del tiempo. Y del tránsito de esa apretada muchedumbre –cuyos rostros, cuyas vidas, totalmente unidas o divididas, eran ahora, instantáneamente y sin esfuerzo de la voluntad, mías– se levantaba para siempre el murmullo triste e incesante del conjunto de esta vida, el abrumador desvanecimiento recesivo de la sombra de la muerte que respira con un aliento fúnebre alrededor de las enormes costas del mundo durante toda la eternidad.
Y más allá, más allá –siempre encima, alrededor, detrás de la vasta y tranquila conciencia de mi espíritu que ahora controlaba la tierra y todos sus elementos con las palmadas de su fácil dominio– moraba para siempre el fatal conocimiento de mi propia, inexpiable, culpa.
No sabía lo que había hecho, sólo sabía que había olvidado el tiempo y que al hacerlo había traicionado a mis hermanos. Había estado mucho tiempo fuera de casa –sin poder saber por qué, cómo o de qué manera–, pero drogado por los soporíferos vapores de un mágico país de brujas verde, con algo en mi interior oscuro y lleno de pena, casi no podía recordarla. Y de pronto estaba de nuevo en casa –caminando solitario bajo la luz de un tranquilo inmóvil, invariable tono café, recorriendo los caminos, las laderas de las colinas y las calles de mi tierra-, algunas veces con los contornos exactos y reales de mi casa, mi infancia y mi ciudad natal, de modo que no sólo todo lo que había conocido y recordado –cada calle, cada fachada, cada adoquín del pavimento– sino incontables cosas que no sabía que había visto, o había olvidado que conocía –la bisagra oxidada de la puerta del sótano, la forma en que una silla chirriaba, la cuarteada burbuja de pintura café en el maderamen junto a la parrilla, el tronco ahuecado de un roble sobre la colina, el dibujo grabado en el vidrio de la puerta del frente, el mango de latón del freno de un tranvía, plateado por el desgaste del lado que lo apretaba el conductor, y cubierto por un saco de tela para tabaco– junto con un millón de otras, regresaban para atormentar mi sueño.
Incluso más que estas, más familiares incluso que estas escenas de memoria y herencia, eran aquellos paisajes que en cierta forma procedían de ellas –las calles, los pueblos, las casas y las fachadas que vi e imaginé no de la forma que eran, sino de la forma en que debían ser bajo la insondable, extraña e ignorada lógica de la mente y el corazón de un hombre– y eran, en este recuento, más reales que la realidad y más auténticos que el hogar.
Había estado mucho tiempo fuera de casa. Había envejecido en algún lugar embrujado y maligno. Había dejado que mi vida se desperdiciara y pudriera en el indolente y degradante hartazgo de un tiempo de Circe. Y había dejado sin hacer mi trabajo, extraviado mi vida, traicionado mi casa, mis amigos, mi gente, había faltado al deber solemne e inviolable de la confianza: y de pronto estaba de nuevo en casa, ¡y el silencio era la respuesta!
No me miraban con ojos de odio y amargura, no me fustigaban con el feroz oprobio del desprecio o me maldecían con amenazas de escarnio y venganza. ¡Oh!, qué bálsamo habría sido, si lo hubieran hecho, para la angustia su juicio, incluso sus maldiciones, pero en cambio sus miradas eran silenciosas y sus lenguas mudas. Y otra vez, otra vez, recorrí las calles de ese pueblo familiar, y después de años de ausencia vi otra vez los rasgos de caras conocidas y oí palabras familiares, el sonido de voces muy conocidas, y con un apacible y profundo asombro vi el cambio y reciprocidad de la acción, la común familiaridad del día, el tráfico de las calles, y vi que todo era como siempre había sido, no había olvidado nada, hasta que llegué y cayó la muerte.
Caminé entre ellos, y su movimiento cesó, caminé entre ellos y sus lenguas se quedaron quietas, caminé entre ellos y nadie se movió ni habló hasta que me alejé, y si me miraron su mirada fue vacía, muda y sin memoria; no hubo reproche, pena ni escarnio, no hubo amargura ni desprecio. Si hubiera muerto, por lo menos habría sido el fantasma de la memoria, pero era como si yo nunca hubiera nacido. Y así pasé a su lado y dondequiera que iba todo estaba muerto. Y cuando me alejaba, tras de mí podía oír sus voces nuevamente; el clamor de las calles y todo el tráfico del día brillante, ¡pero sólo cuando yo me había alejado!
Y, así, todo el pueblo crecía en mi derredor, detrás de mí, y de pronto, sin un puente o instante de transición, estaba caminando en un sendero árido, a través de una enorme extensión vacía, sin árboles, estéril y baldía, y esa luz tranquila, triste y fatal brillaba en mí desde el horror de un vacío planetario, el ojo sin pestañas ni remordimientos de un cielo imperturbable que devoraba constantemente, dentro de mi desnudo espíritu, el ácido de una indecible vergüenza.
Otra, más pertinente variedad de estos sueños de Culpa y Tiempo solía adoptar esta forma: me parecía que había salido al exterior, que estaba viviendo allá, pero estaba consciente de que aún trabajaba como profesor en la universidad. Alejado de toda la violencia y el tumulto de América, del severo impacto de la vida cotidiana, alejado también de la chirriante jerga de la universidad, de sus corredores repletos de rostros atezados, del elevado volumen de sus lenguas estridentes, alejado del vibrante y precipitado barullo de su vida enardecida, de sus tensiones malsanas y sus nervios tirantes, yo pasaba la vida en el lujo verde y oro del extranjero. Soñaba mi vida en el exterior en antiguas ciudades góticas, o en el plácido romanticismo de un país de castillos; mi espíritu resbalaba de país en país, de un embrujo a otro, mi vida transcurría entre encantamientos de magia soñolienta, y sin embargo era perseguido por la conciencia del Tiempo y la Culpa, la oscura mordedura de la confianza abandonada. Y de pronto parecía despertar con plena y frenética conciencia: había estado fuera de casa un año –mis alumnos en la universidad me estaban esperando– e instantáneamente estaba ahí otra vez, apresurado en esos hormigueantes corredores, corriendo frenéticamente de una clase a otra, tratando con desesperación de encontrar a los alumnos que tenía tan olvidados. Estos sueños tenían una horrible cualidad humorística, la cual, desafortunadamente, era incapaz de apreciar: estaba convencido de alguna forma de que mis desesperados alumnos habían estado buscándome durante todo el año, los veía buscándome por el laberinto de corredores, merodeando entre las apretujadas muchedumbres de sus treinta mil compañeros estudiantes, sentados con paciente desaliento durante las horas señaladas para nuestro encuentro y en los salones a los que su ausente profesor nunca llegaba. Y finalmente –y lo más horrible de todo– veía las pilas de ensayos sin calificar de mis alumnos, esos odiosos ensayos cuyo número crecía semana tras semana, cuyos reversos en blanco eran terriblemente inocentes de los comentarios garabateados con los que alguna vez –atormentado por la agonía gemela de la conciencia y el aburrimiento– cubrí cada trozo de su superficie. ¡Y ahora era demasiado tarde! Incluso un mes, dos semanas, una semana –algún milagro de tiempo y trabajo frenético– habría bastado para recuperarme, pero ahora era el último día del periodo escolar, la última clase había terminado, el último irrevocable momento de salvación había desaparecido. Me encontraba de pronto parado en las oficinas de la facultad de inglés, paralizado y enmudecido de terror, confrontado por la gran montaña blanca de los ensayos sin calificar. Volteaba: un cordón de silenciosas formas me rodeaba, sin mirarme, sin la severidad del desprecio o la cólera y sin cerrar el círculo, limitándose a verme con la silenciosa señal de su desaprobación. Mis pequeños judíos adelante, con sus ojos fijos en mí con un descorazonado pero inquebrantable reproche, y detrás de ellos el jurado de mis pares, el cordón externo de profesores.
Allí estaban todos –estudiantes, profesores, amigos, enemigos, y la enorme condena de la pila de ensayos sin calificar–, nada se decía, nada sino su mirada de tranquila, inflexible e inclemente acusación.
Este sueño regresó para torturarme un centenar de veces: cada vez despertaba bañado en un sudor frío de angustia y horror, y tan fuerte era la impresión del sueño, tan fuerte y terrible el maleficio de su sentencia, que algunas veces salía de este sueño y permanecía paralizado de terror durante varios minutos mientras mi mente luchaba con los fantasmas de mi sueño para volverme a la realidad.
No fueron estos sueños de Tiempo y Culpa los únicos: mi mente y mis recuerdos en el sueño destellaban con un interminable río de imágenes interminables: el reservorio completo de recuerdos era exhumado y vaciado en el torrente de esta feroz corriente, un millón de cosas, vistas alguna vez y luego olvidadas, eran restauradas y resplandecían a lo largo de mi visión en esta corriente de luz. Y un millón de millones de cosas no vistas, rostros, ciudades, calles y paisajes todavía no vistos pero imaginadas hace mucho. Los rostros desconocidos pero más reales que los que había conocido, las voces no oídas pero más familiares que las que siempre había oído, los trazos, laberintos, formas, y paisajes en esencia más reales que cualquier hecho real o sustancial que siempre había conocido, todo, en un despliegue interminable, fluía por mi mente inquieta y enfebrecida. Y de pronto sabía que jamás terminaría.
Dormir era siempre morir, el misericordioso, oscuro y dulce olvido del sueño de la infancia. El gusano había penetrado en mi corazón, el gusano se enrollaba y se alimentaba de mi cerebro, mi espíritu y mi memoria, sabía que finalmente había sido atrapado en mi propio fuego, consumido por mis propios deseos, empalado en el anzuelo de ese furioso e insaciable deseo que había absorbido mi vida durante años. Sabía, en breve, que una brillante célula en el cerebro o el corazón o la memoria destellaría ahora para siempre –por la noche, por el día, en cada despertar, en cada momento de sueño de mi vida, el gusano se alimentaría y la luz se encendería–, que ningún calmante o alimento o bebida, o amistad, viaje o mujer podría aplacarlo nunca, y que nunca, hasta que la muerte pusiera su oscuridad conclusiva y final en mi vida, podría yo escapar.
Supe por fin que me había convertido en escritor: supe por fin lo que le pasa al hombre que hace de la vida del escritor la suya.
Tal era el estado al que mi vida había llegado a principios del invierno de 1933, y en ese momento, a pesar de que no podía verlo, el final de mi inmensa labor estaba cerca. A mediados de diciembre de ese año, el editor, de quien ya he hablado, y quien, durante este tormentoso periodo, había mantenido una discreta vigilancia sobre mí, me llamó a su casa y tranquilamente me informó que mi libro estaba terminado. Sólo atiné a mirarlo con aturdida sorpresa y, finalmente, mascullé desde el fondo de mi desesperanza, que estaba equivocado, que el libro no estaba terminado, que nunca podría completarlo, que no podía escribir más. Él contestó con la misma tranquila determinación que el libro estaba terminado, lo supiera o no lo supiera yo, y luego me dijo que volviera a mi casa y dedicara la semana siguiente a reunir en el orden correcto los manuscritos que había acumulado durante los últimos dos años.
Seguí sus instrucciones, todavía sin creerlo y sin esperanzas. Trabajé durante seis días sentado en el piso rodeado de montañas de manuscritos mecanografiados por ambos lados. Al final de la semana había reunido la primera parte y justo dos días antes de Navidad de 1933 le entregué el manuscrito de The october fair, y unos días más tarde el manuscrito de The hills beyond Pentland. El manuscrito de The fair tenía, en ese momento, algo más de un millón de palabras de extensión. El editor había visto la mayor parte en fragmentos desmembrados durante los tres años precedentes, pero ahora, por primera vez lo veía en su orden secuencial, y una vez más su intuición fue correcta; me había dicho la verdad cuando dijo que había terminado el libro.
No estaba terminado de ningún modo que fuera publicable o legible. No era en realidad un libro, era cuando mucho el esqueleto de un libro, pero por primera vez en cuatro años todo el esqueleto estaba ahí. Faltaba el enorme trabajo de revisarlo, de entrelazarlo, de darle forma y sobre todo de recortarlo, pero ahora tenía el libro y nada, ni siquiera la desesperación de mi espíritu, podía apartarme de él. También eso me dijo el editor y de inmediato comprendí que tenía razón.
Yo era como un hombre que está ahogándose y que de pronto, con el último aliento de su agónico esfuerzo, siente nuevamente la tierra bajo sus pies. Mi espíritu fue sostenido en la superficie por el mayor triunfo que hubiera conocido, y aunque mi mente estaba agotada y mi cuerpo exhausto, a partir de aquel instante me sentí igual a todos los hombres sobre la tierra.
Era evidente que muchos problemas nos esperaban, pero ahora teníamos la cosa, y le dimos la bienvenida al trabajo con feliz confianza. En primer lugar estaba el problema del tamaño gigante del libro. Incluso en su forma de esqueleto, el manuscrito de The october fair era unas doce veces mayor que la novela promedio o dos veces mayor que La guerra y la paz. Era evidente, por lo tanto, que sería totalmente imposible publicar tal manuscrito en un único volumen, pero incluso si fuera publicado en varios volúmenes la tremenda extensión del manuscrito prácticamente aniquilaría cualquier oportunidad de encontrar un público que quisiera leerlo.
Teníamos frente a nosotros ese problema, y el editor lo abordó de inmediato. A partir del examen del manuscrito descubrió que el libro describía dos ciclos completos y separados. El primero de ellos era un movimiento que describía el periodo de hambre y vagabundeo de la juventud de un hombre. El segundo ciclo describía el periodo de mayor certidumbre, y estaba dominado por la unidad de una única pasión. Era obvio, en consecuencia, que lo que teníamos en los dos movimientos cíclicos de este libro era en realidad el material de dos crónicas completamente diferentes, y aunque el segundo de los dos era el más completo, el primer ciclo, por supuesto, era el que lógicamente debía terminar y publicar primero, y optamos por este camino.
Comenzamos por la primera parte. De inmediato preparé una sinopsis completa y minuciosa, la cual no sólo incluía un análisis de aquellos capítulos que habían sido completados en su totalidad, de aquellos que habían sido completados sólo en parte y de aquellos que aún no habían sido escritos. Con esta sinopsis frente a nosotros, nos pusimos a trabajar de inmediato para preparar el libro para la prensa. Este trabajo me mantuvo ocupado a lo largo de todo 1934. El libro estuvo terminado a principios de 1935 y se publicó en marzo de aquel año bajo el título de Of time and the River.
El manuscrito, incluso en su forma inacabada, exigía en primer lugar el recorte más radical, pero debido a la forma en la cual había sido escrito, lo mismo que a la fatiga que entonces sentía, no estaba bien preparado para hacer el trabajo que esperaba frente a nosotros.
Recortar había sido siempre para mí la parte más difícil y desagradable; me inclinaba más a escribir que a recortar. Además, la facultad crítica que pude haber tenido en relación con mi propio trabajo había sido seriamente dañada, en ese momento por lo menos, por la frenética labor de los pasados cuatro años. Cuando el trabajo de un hombre ha manado de él durante casi cinco años como la lava de un volcán; cuando todo, aunque superfluo, ha sido convertido en ardor y pasión por el fuego blanco de su energía creativa, resulta muy difícil volverse de repente fríamente quirúrgico, despiadadamente desapegado.
Daré algunos ejemplos concretos de las dificultades que ahora enfrentábamos: la sección inicial del libro describía la jornada nocturna de un tren por el estado de Virginia. Su función en el libro era simplemente la de introducir algunos de los principales personajes para indicar una situación central, para proporcionar algo del contexto del cual el libro procedía, y tal vez, a través del movimiento del tren en medio de la quietud de la tierra, establecer un cierto ritmo, evocar cierta emoción inherente a la naturaleza del libro. Tal sección, por lo tanto, tenía sin duda una función importante, pero con relación al propósito general del libro su función era secundaria y debía relacionarse con el libro en su conjunto de un modo proporcional.
En la versión original, el manuscrito que describe la jornada nocturna del tren por Virginia era considerablemente mayor que la novela promedio. Hacía falta uno o dos capítulos introductorios, y lo que yo había escrito eran más de cien mil palabras; y esta misma dificultad, la falta de proporción, era evidente también en otras partes del manuscrito.
Lo que había escrito sobre el gran tren era realmente bueno. Pero lo que tenía que enfrentar, la muy amarga lección que todo aquel que quiere escribir tiene que aprender, es que algo puede ser la mejor pieza de escritura que uno haya hecho y no obstante no tener lugar en el manuscrito que uno espera publicar. Era algo difícil, pero tenía que ser encarado y lo encaramos.
Mi espíritu se estremeció ante la sangrienta ejecución. Mi alma reculó ante la carnicería de tantas cosas excluidas en las que había puesto mi corazón. Pero teníamos que hacerlo, y lo hicimos.
El primer capítulo del manuscrito original, un capítulo que el editor consideró una de las mejores cosas que yo había escrito, fue despiadadamente recortado, y la razón por la cual fue recortado es que realmente no era un verdadero comienzo del libro, sino meramente algo que llevaba al verdadero comienzo; por lo tanto tenía que irse. Así todo siguió esta línea y sus altibajos. Capítulos de 50 mil palabras de largo fueron reducidos a 10 mil o 15 mil palabras, y admitiendo su inevitable necesidad, finalmente yo adquirí una especie de crueldad y una o dos veces hice más recortes de lo que mi editor estaba dispuesto a aceptar.
Otra falta que siempre me afligió durante la escritura es que a menudo me sentía tentado a reproducir en su totalidad el flujo o construcción de una escena de la vida misma. Así, en otra sección del libro, cuatro personas fueron representadas hablando sin pausa o interrupción unas con otras durante cuatro horas. Todas eran buenas conversadoras y a menudo hablaban o intentaban hablar al mismo tiempo. La conversación era maravillosa y viva porque yo conocía la vida y el carácter y el vocabulario de toda esa gente en sus fuentes vivas y no había olvidado nada. Pero todo lo que estaba pasando realmente en esta escena era que una joven mujer había salido del auto de su marido y entrado a la casa de su madre y le gritaba a su impaciente marido cada vez que éste tocaba el claxon: “Ya voy, ya voy. Espérame cinco minutos.” Estos cinco minutos se alargaron cuatro horas, mientras tanto el desafortunado hombre tocaba el claxon y las dos mujeres y dos hombres jóvenes de la misma familia continuaban con su torrencial discurso y discutían exhaustivamente las vidas e historias de casi todos los habitantes del pueblo, recuerdos del pasado, aventuras del presente, especulaciones sobre el futuro. Escribí todo en el manuscrito original tal como lo había visto y conocido y vivido miles de veces, y aunque yo lo diga, la naturaleza de la conversación, la vivida vitalidad y carácter de la lengua, su total naturalidad, el creciente río de la conversación era maravillosa, pero había hecho que cuatro personas hablaran 80 mil palabras, 200 páginas impresas en caracteres apretados de una escena menor de un libro enorme, y, por supuesto, aunque bueno, era inadecuado y tuvo que irse.
Ésas fueron algunas de nuestras mayores dificultades con el manuscrito que teníamos en la mano, y aunque desde su publicación ha habido muchas declaraciones sobre el hecho de que el libro pudo haberse beneficiado por un recorte mucho más radical, el recorte que hicimos fue mucho más drástico de lo que hubiese soñado.
Mientras tanto yo continuaba con el trabajo a toda velocidad para cumplir el plan, completando las partes sin terminar y escribiendo, cuando eran esenciales, los eslabones de transición.
Ésta era en sí misma una tarea enorme que me mantuvo trabajando lo más duro que me fue posible todos los días durante el año entero. Aquí otra vez se manifestó la naturaleza de mi falla. Escribí otra vez demasiado. No sólo escribí lo que era esencial, de tanto en tanto mi entusiasmo por una buena escena, una de esas encantadoras visiones que se abren mágicamente a un hombre en pleno flujo de su creación, me dominaba y escribía miles de palabras para una escena que no contribuía en nada de vital importancia a un libro cuya mayor necesidad era una implacable condensación.
Durante el curso de este año debo haber escrito más de medio millón de palabras adicionales, del cual sólo una pequeña parte fue finalmente utilizada.
La naturaleza de mi método, el deseo de explorar totalmente mi material me condujo a cometer otro error. El efecto de esos cinco años de escritura incesante me hizo sentir no sólo que todo debía ser usado, sino que todo debía ser dicho, que nada debía quedar implícito. Por lo tanto, al final hubo una docena de capítulos adicionales que yo sentía que debía completar para darle al libro su valor final. Miles de veces debatí con desesperación este asunto con mi editor: le dije que estos capítulos tenían que entrar simplemente porque sentía que el libro no estaba completo sin ellos, y él con todos sus argumentos trataba de demostrarme que yo estaba equivocado. Ahora veo que en conjunto él tenía razón, pero en ese tiempo estaba tan inextricablemente involucrado en mi trabajo que carecía del desapego necesario para apreciarlo.
El final de esos cinco años de tormento e incesante productividad llegó súbitamente. En octubre viajé a Chicago; tomé unas vacaciones de dos semanas, mis primeras vacaciones en más de un año. Cuando regresé descubrí que mi editor había enviado silenciosa y decididamente el manuscrito a la imprenta, los impresores estaban trabajando en él y las pruebas comenzaban a llegar. Yo no lo había previsto; estaba desesperado, desconcertado, “No puede usted hacer eso”, le dije. “El libro no está terminado. Necesito trabajar seis meses más en él.”
Me contestó que el libro no sólo estaba terminado, sino que si empleaba seis meses más en él necesitaría otros seis meses más después de ellos y podría obsesionarme tanto con él que nunca conseguiría publicarlo. Se sostuvo en su dicho y, con justicia, pensé que era un curso equivocado para mí. Yo no era, me dijo, un escritor del estilo de Flaubert. Yo no era un perfeccionista. Yo tenía veinte, treinta, cualquier número de libros en mí y lo importante era producirlos y no pasar el resto de mi vida perfeccionando uno solo. Estuvo de acuerdo que con seis meses adicionales de trabajo yo podría redondear el libro, pero no creía que el beneficio fuera tan grande como yo pensaba y estaba profundamente convencido de que el libro debía ser publicado de inmediato sin más dilación, que tenía que deshacerme de él, olvidarlo, volver mi vida hacia el trabajo que estaba esperándome. Me dijo con exactitud, además, cuál sería la naturaleza de la crítica, el reparo a su extensión, sus adjetivos, su sobreabundancia, pero me dijo que no desesperara.
Finalmente me dijo que debía continuar y hacer un mejor trabajo, que aprendería a trabajar sin tanta confusión, desperdicio y tormento innecesario, que mis futuros libros alcanzarían progresivamente la unidad, la seguridad y la finalidad que cada artista quiere que tenga su obra, pero que tenía que aprenderlo de la forma en que estaba aprendiéndolo, sin certeza, luchando, buscando mi propio camino, que tal era la única forma de aprender.
En enero de 1935, terminé la última de mis revisiones de las pruebas; los primeros ejemplares impresos llegaron de la imprenta en febrero. El libro fue liberado para su publicación final a principios de marzo. No estuve aquí cuando apareció. Había tomado un barco para Europa la semana anterior y, conforme el barco se alejaba de las costas de América, mi espíritu se hundía y hundía alcanzando, creo, el estado más bajo de desesperada depresión que se conoce. Ésta fue sobre todo una reacción física, el inevitable efecto de la relajación sobre un organismo humano que durante cinco años había estado tensado al límite extremo. Mi vida me parecía como un gran resorte que había sido tensado durante años y el cual ahora se liberaba, desenroscándose lentamente, de su tensión. Cuando pensaba en mi libro tenía la sensación más extraordinaria de desolación que hubiera conocido. No me había dado cuenta hasta ahora de cuán cerca había estado de él, de cuánto se había convertido en una parte mía. Ahora que había sido apartado de mí, sentía que mi vida era totalmente inútil, hueca como una concha. Ahora que el libro se había ido, ahora que no había nada más que yo pudiera hacer con él, sentía la más abismal sensación de fracaso. Siempre había tenido miedo de publicar, aunque publicar era algo que duramente había intentado alcanzar. Es literalmente verdadero que todo lo que había escrito, cuando la hora de la cruda impresión se acercaba, me había provocado siempre una especie de desesperación e incluso le había suplicado a mi editor no sólo diferir la publicación de mi libro hasta la siguiente temporada, sino que había pedido también a los editores de revistas que pospusieran la publicación de un cuento un mes o dos para que pudiera trabajar en él un poco más, hacerle algo que no estaba nunca seguro de lo que era.
Ahora tenía un abrumador sentimiento de vergüenza mayor a cualquiera que hubiera sentido antes. Sentía que había expuesto mi vida desastrosamente, como un lamentable loco sin talento, y que de una vez y para siempre había verificado las profecías de los críticos que habían sentido que mi primer libro era sólo flor de un día. En este estado mental llegué a París el 8 de marzo, el día que el libro debía aparecer en América. Había salido del país para olvidarlo pero pensaba en él todo el tiempo. Recorría las calles del alba a la oscuridad, de la noche al amanecer –por lo menos en doce ocasiones escuché la celebración de la misa en el Sacré-Cœur–, y luego recorría las calles otra vez y volvía a mi hotel a las 10:00 y me echaba en la cama y seguía sin poder dormir.
Después de varios días así, me armé de valor para ir a la oficina de la agencia de viajes donde un mensaje debía estar esperándome. Encontré un cablegrama. Era de mi editor y decía simplemente: “Reseñas magníficas, críticas esperadas, grandes elogios.” Lo leí la primera vez con un sentimiento casi intolerable de alegría pero conforme lo seguí leyendo, y releyendo, la misma vieja duda comenzó a crepitar en mi mente. Cuando llegó la noche estaba convencido de que este cable maravilloso era sólo una sentencia de condena, y que mi editor, merced a la infinita compasión de su espíritu, había tomado esta medida para amortiguar la noticia de que mi libro era un fracaso colosal.
Pasaron tres días en lo que deambulé por las calles de París como un animal enloquecido, y de esos tres días no recuerdo casi nada. Al final de ese tiempo le envié un frenético cablegrama al editor en el cual le decía que podías soportar cualquier cosa menos ese estado de detestable incertidumbre y le imploraba que me dijera la verdad desnuda sin importar lo amarga que pudiera ser. Su respuesta a este cable fue tal que ya no dudé de él o de la recepción que el libro había tenido en casa.
Esto completa, por lo que puedo recordar, el cuento de la hechura de un libro y lo que pasó con su creador. Sé que es un cuento demasiado largo; reconozco también que debe parecer un cuento repleto de un historial de pifias y errores ridículos, pero sólo porque es esa clase de cuento espero que tenga algún valor. Es el cuento del artista como hombre, que proviene de la familia común de la tierra y conoce la angustia, el error y la frustración que cualquier hombre vivo puede conocer.
La vida del artista en cualquier época de la historia del hombre nunca ha sido fácil. Y aquí en América, con frecuencia lo pienso, puede tener la vida más dura que el hombre haya conocido. No estoy hablando de alguna frustración de nuestra vida natural, alguna esterilidad de espíritu, algún árido filisteísmo que contiende contra la vida del artista y evita su desarrollo. No hablo de estas cosas porque lo que creí de ellas ha cambiado. Hablo como he tratado de hablar de principio a fin, en los términos concretos de la experiencia real del artista, de la naturaleza de la tarea física frente a él. Me parece que la tarea es tal que su dimensión física es mayor y más difícil aquí que en cualquier otra nación sobre la tierra. No es solamente que el artista americano no pueda encontrar en las culturas de Europa y Oriente proyectos precursores, planes estructurales, cuerpos de tradición que puedan darle a su trabajo la validez y veracidad que debe tener. No es sólo que necesite crear una nueva tradición a partir de él, derivar de su propia vida y del enorme espacio y energía de la vida americana, la estructura de su propio proyecto; no es sólo que tenga que enfrentar estos problemas; es más que eso, más que el trabajo de una articulación completa y total; es el des cubrimiento de un universo entero y de un lenguaje completo la tarea que le espera.
Tal es la naturaleza de la batalla a la cual, de aquí en adelante, nuestras vidas deben estar dedicadas. No de la violencia salvaje y la densa complejidad de su vida hormigueante, sino del billón de formas de América, de la sola y única sustancia de esta tierra y vida nuestras que debe extraer el poder y la energía de nuestra vida, la articulación de nuestro discurso, la sustancia de nuestro arte.
Me parece que aquí, de un modo franco y honesto como éste, podemos descubrir el idioma, el lenguaje y la conciencia que como hombres y artistas necesitamos. Quizás aquí también debemos, quienes no tenemos más que lo que tenemos, que no sabemos más de lo que sabemos, que no somos más de lo que somos, descubrir nuestra América. Aquí, en este momento y esta hora de mi vida, yo busco la mía.
(1935)