Extraño es el destino de los nacidos en Nochebuena. El regalo que reciben no parece derivar de merecimientos propios sino de la costumbre. ¿Son dueños de su día o meros rehenes de la época?
El 24 de diciembre de 2017, poco después del terremoto, Adán Brand cumplió 33 años, la edad de Ramón López Velarde. Hasta entonces no había publicado un libro de poesía. La demora se debía a una enseñanza ética; su maestro Antonio Deltoro lo había adiestrado en el arduo arte de la paciencia:
Me enseñó a jalar la brida del caballo,
a contener en formas sutiles el impulso
de correr abiertamente
el llano abierto de la hoja en blanco.
Me enseñó a esperar,
a mirar el milagro del silencio propio,
a rumiar el paso lento de la luz sobre la mesa.
Nacido en Aguascalientes, una de las patrias de López Velarde, Brand inició su trayectoria a la edad en que el poeta de La sangre devota cerró la suya.
Toda poesía ocurre en “otro tiempo”, la zona conjetural donde el signo de la experiencia se sustrae al flujo arbitrario de la vida. “Pasan los años, regresan los instantes”, escribe Octavio Paz.
La primera sección de Animalaria, “Tres piedras angulares”, tiene el peculiar aire de lo que está “fuera de época”. Los recursos expresivos pertenecen al presente, pero los temas se apartan de las urgencias de la hora. Hay notables similitudes con el poeta de Jerez. Los endecasílabos y heptasílabos obedecen a un lenguaje más llano y conversacional, pero comparten el aliento que transformó desde la provincia la poesía mexicana de principios del siglo XX. El 23 de noviembre de 1907, López Velarde publica en El Observador, periódico de Aguascalientes de escasa circulación, el poema “Del suelo nativo”. Ahí proclama la necesidad de volver los ojos a los asuntos familiares, “rompiendo el mutismo del paisaje”. El terruño ha guardado silencio y el poeta debe descubrir su secreta elocuencia:
Y parece que el alma de las cosas
más importantes del nativo suelo,
me saluda con voces fraternales.
Un año después, en 1908, López Velarde participa en Aguascalientes en la elaboración de un número de la revista Bohemio dedicado al poeta potosino Manuel José Othón. Ahí se critican el “depravado gusto artístico de las multitudes” y los alardes efectistas del modernismo capitalino, representados por Manuel Acuña, Manuel M. Flores y la Revista Moderna de México. Desde le perspectiva actual, no es difícil ver a Othón como el mayor poeta mexicano del siglo XIX, pero eso no era tan claro al iniciarse el siglo XX. López Velarde lo considera un “grande entre grandes” y encomia su recreación de la provincia —ajena a los alardes eléctricos de las primeras vanguardias—, su neoclásica habilidad formal y su acercamiento a la fe como problema y objeto de devoción. Al elogiar a su maestro, el autor de Zozobra traza su propio programa de trabajo.
Animalaria brinda original eco a estos asuntos. Como López Velarde, recicla y renueva formas previas al ocuparse de un pasado que no admite descendencia; pide ser el último de su estirpe, el que cierre los ojos de su madre, y abjura de la paternidad: “Me conjuro por eso a ser estéril”.
Brand aborda un tema poco frecuente entre los likes de la era digital, pero muy reiterado en el “otro tiempo” de la poesía: la experiencia religiosa. Su madre le habla de la Cruzada de los Niños que partieron de Génova rumbo al Santo Sepulcro, convencidos de que el mar se abriría animado por su fervor y que encontraron ahí su propio sepulcro. En El naufragio del Deutschland, Gerald Manley Hopkins reflexiona en un asunto que le intriga como poeta y sacerdote: los creyentes abandonados a su suerte. Cinco monjas franciscanas se ahogaron en esa tragedia. ¿De qué sirvieron sus plegarias? En la versión en español de Salvador Elizondo, Hopkins desafía a un Dios que no responde: “¿el naufragio es cosecha?, ¿la tempestad tu siembra?” De modo similar, Brand concluye su poema sobre la Cruzada de los Niños con una interrogante: “¿por qué el mar se abrió para tragarlos?”
Animalaria refiere la crisis de una creencia. Si López Velarde hablaba de las “funestas dualidades” que le permitían ser fiel al Credo pero no a las Mandamientos, Brand cava con mayor hondura. Su circunstancia no es la del pecador arrepentido, sino la del místico que cree sin que eso sirva de algo, el exiliado de Dios que constata la inutilidad de las iglesias, pero todavía apela a lo inefable y convoca su misterio.
Criado en una religión inspirada en la figura del Padre, el poeta busca “la verde luz que fui de niño” y regresa a la insoslayable figura paterna. ¿Qué puede encontrar ahí? “La infancia es una hoguera/ que sigue ardiendo por descuido”, advierte en otro poema. Las llamas del recuerdo lo sitúan en compañía de su padre, la autoridad que decidía sus pasos y lo llevaba el templo. ¿Qué queda de ese momento en que, aferrado al dedo anular de un adulto, caminaba hacia un Dios crucificado? Los años no lo han convertido en un apóstata sino en algo más complejo. No recusa su sangre ni la fe, pero tampoco las abraza. Se encuentra en un umbral, ante un portón cerrado, el infranqueable límite entre dos realidades. Lleva en las manos las llaves de la casa paterna y oye las campanas. Eso no sirve de remedio. Está solo, abandonado a sus propias creencias. Se arrodilla en el umbral “con las plantas de los pies hacia la luz de fuera/ y el rostro hacia la oscuridad del templo”.
En la siguiente sección, que da título al libro, el poeta se reconcilia, al modo de Spinoza, con una naturaleza espiritualizada, hecha de símbolos. En su bestiario comparecen animales poco prestigiados por la tradición: la cochinilla, la libélula, el escarabajo, el batracio, la raya. Las vidas breves de estas criaturas mínimas integran un alfabeto singular. Quien sepa mirarlas encontrará ahí un curioso magisterio, lecciones de supervivencia para ser humano. La cochinilla que se enrosca como un perdigón hecho de espanto, le permite preguntar:
¿Cuántos vamos por ahí, muertos de miedo,
con la armadura puesta encima siempre,
siempre,
y la cabeza doblegada por si acaso?
Como Ramón Xirau en sus Naturalezas vivas, Brand observa las aventuras del agua y el trabajo de los insectos como una plegaria que no requiere de otra justificación que su insólita presencia.
Con ironía, concluye su libro haciendo un listado de los temas contemporáneos que no ha incluido en sus versos. No habló de “apóstoles animalistas y veganos”, ni de becarios del FONCA ni de artistas conceptuales. También se burla de la condición del poeta como sufriente ejemplar:
Siempre hay que dolerse
de una u otra forma,
pensando que el dolor
es digno de respeto.
Dicho esto, vuelve a ser alguien de umbral que dice ambigüedades. Asegura que el tiempo volvió ridículo su primer amor, pero evoca en forma inolvidable “aquel te amo dicho a media calle/ con un vaso de fruta entre las manos”.
Exploración del origen, Animalaria lleva al poeta a los enigmas de la filiación. En su apellido tal vez se mezclan fuerzas enemigas, alemanes y judíos. La genealogía es un combate hacia atrás, “un árbol de lobos y corderos”. ¿Puede la poesía pacificar los quebrantos de un linaje?
Muchos domingos después de aquellas visitas a la iglesia, el personaje que habla en este libro va a ver a su padre a un asilo y entiende que el patriarca “por amor fue rígido” y asumió el afecto como un trabajo sin descanso. Su último gesto paternal consiste en ir con su hijo a un café y pagar siempre la cuenta.
En su novedosa recreación de magias antiguas, Brand cuestiona el consuelo trascendente de la fe, escucha el minucioso himno de la naturaleza, rechaza las modas, las marcas, el consumo cultural. Convida a hablar “de esto y de lo otro”, como diría Xirau; de cosas importantes que una voz confiable vuelve próximas. Sabe que las palabras importan porque permiten hacer preguntas. En su caso, el vértigo no proviene de la ansiedad, sino de su contrario, de lo que se descubre con los atrevimientos de la calma.
Animalaria es un espacio de hospitalidad donde no faltan las heridas. Después de combatir con la figura que decidió sus años, Adán Brand acaba por imitarla un poco. Sin énfasis ni grandilocuencia, impone su autoridad en el tono entrañable de quien, siendo común, roza el misterio, y acepta pagar la cuenta.
Brand, Adán. Animalaria. Editorial Eximia. Aguascalientes, 2018.