Las esferas de la paciencia

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Segunda parte

 

  1. El Universo es un Libro

 

El hombre no existe. Dios no existe. Sólo existen el mundo a través de Dios y el hombre en el libro abierto.

Edmond Jabés

 

“El universo se divide en dos zonas: la del mundo visible y la del mundo invisible. El hombre pertenece al mundo visible por su cuerpo y al invisible por su alma.” San Gregorio de Niza en el siglo IV, imaginó con estas palabras la esencia de la existencia. Antes que él otros pensadores religiosos intentaron exponer los principios cristianos sobre la eternidad y el infinito. Desde el siglo II aparecieron en los jardines de los filósofos griegos los Padres Apologistas. Escribieron densos tratados como cualquier filósofo. Eran eruditos que conocían el origen y el destino de Heráclito, Platón y san Pablo; santos pensadores que se esforzaron por unir el cuerpo con el alma y que convirtieron su sabiduría en libros que después se volvieron historias y oraciones piadosas.

La doctrina cristiana nació de un debate filosófico. Tratados, Apologías, Diálogos, Cartas, Comentarios sobre la Biblia y los filósofos herejes terminaron por encontrar los innumerables nombres de Dios y por formar extensas bibliotecas conventuales. El libro fue el instrumento visible de una voluntad invisible. Libros santos enfrentados a libros infieles, libros cristianos luchando contra libros taoístas, libros de religión en combate con libros de filosofía. Ideas, principios, conceptos armados con lanzas y veneno.

Los libros son puentes y caminos, desiertos y océanos; territorios transitables por el extravío de la inteligencia. Son la espada y el escudo, también son la entrada a la santidad y a la locura. Fueron los libros quienes abrieron el alma de Ignacio de Loyola y de Alfonso Quijano. Aquel joven vasco que a los treinta años prestaba, lleno de entusiasmo, sus servicios militares fue gravemente herido en la pierna por defender la fortaleza de Pamplona. Al ser trasladado a su casa natal fue preciso romperle de nuevo la pierna mal arreglada. Mientras sanaba pasó el tiempo leyendo los únicos libros que había en esa casa; Las vidas de santos de Jacobo de Vorágine y La vida de Cristo del cartujo de Estrasburgo Ludolfo de Sajonia. Aquellos textos se convirtieron para el fundador de la Compañía de Jesús en lo que los libros de caballería para El Quijote.

Los libros también fueron el martillo con el cual los jesuitas golpearon incansablemente la inmensa Muralla China. Matteo Ricci escribió en una de sus cartas “…las letras son tan frecuentes en este reino, que hay muy pocas personas entre ellos que no sepan algo de libros. Todas sus sectas se han extendido y desarrollado más por medio de los libros que mediante prédicas y discursos entre el pueblo. Fue una cosa que a los nuestros resultó de gran ayuda para enseñar las oraciones necesarias a los cristianos, pues aprenden de inmediato y de memoria, leyendo la doctrina cristiana impresa, ya sea por ellos mismos, o haciéndola leer a sus parientes o amigos, pues no faltan jamás personas que sepan leer”. Seguramente la imagen que los jesuitas dibujaron de China como un imperio bibliófilo fue la que hizo decir a Voltaire, con un rasgo de ilustrada exageración, que China estaba llena de libros cuando las naciones europeas no sabían aún leer ni escribir. Lo cierto es que cinco siglos antes que la primera Biblia impresa por Gutenberg, la Sutra del Diamante fue editada en China. La fecha escrita al final del libro corresponde al 11 de mayo del año 868. El impresor de esta obra canónica budista fue Wang Chien. La Sutra del Diamante es el libro impreso más antiguo que se conoce y fue descubierto por el inglés Aurel Stein en las Grutas de los Mil Budas en el año 1907.

Aunque en el Imperio Amarillo nunca existió, como en Pelestina, una ciudad llamada Qiryat Sepher (ciudad de la letra) o Biblos (Pueblo del libro) como en Siria, la presencia de esos enigmáticos seres de papel significó una honda desmesura. La quema de los libros hecha por el Emperador Shi Huangdi se convirtió en una de las historias que más impresionaron al padre Parrenin. Este episodio ha merecido un ensayo de Borges: “Los libros y la muralla.” “Acaso Shi Huangdi ─escribió el vidente invidente─ amuralló el imperio porque sabía que éste era deleznable y destruyó los libros por entender que eran libros sagrados, o sea libros que enseñan lo que enseña el universo entero o la conciencia de cada hombre.”

Un decreto del año 213 antes de Cristo implantó la pena de muerte para quien poseyera libros del filósofo Confucio. En una de sus cartas, el padre Parrenin dice que la quema de libros duró años ya que no fue como la destrucción de una biblioteca particular que en pocas horas de fuego convierte en cenizas. Algunos libros alcanzaron el perdón; las obras técnicas y las de medicina no llegaron a la hoguera. Es necesario señalar que los letrados confucianos supieron esconder en lugares seguros los libros que más les interesaban; la oscuridad de las cuevas, el silencio de los sepulcros y la solidez de los muros proporcionaron un buen asilo al Shijing y a las obras filosóficas de Mencio.

En un estudio sobre la filosofía de Mo Ti, el sinólogo español Fernando Mateos escribió: “Todos los libros más famosos de la China antigua, incluso los Cinco Libros Canónicos, fueron destruidos. La gente tenía que entregar al gobierno imperial sus libros o fragmentos de libros. Se hizo requisa domiciliaria. Los que se atrevieron a ocultar un libro prohibido fueron condenados a muerte, los letrados fueron asesinados en masa y muchos de ellos, según una tradición fidedigna, fueron quemados vivos.” Cincuenta y cuatro años después de la muerte de Shi Huangdi empezaron a salir a la luz del día los libros prohibidos: Durante la dinastía Han ─nos recuerda A. Tseu─ se restauraron las obras clásicas reuniendo volúmenes mutilados y fragmentos… Muchas obras fueron restauradas gracias a la tenaz memoria de ancianos letrados que sobrevivieron a la persecución.”

Tuvieron que pasar muchos años para que las obras de Confucio y Mencio retornaran de la calcinante hoguera a la estremecida biblioteca y el exquisito círculo de los Cinco Libros Canónicos del confucianismo fuera preservado. De esa manera sobrevivieron Los anales de primavera y de otoño (Qiun qiu), El libro de los ritos (Liji), El libro de los documentos (Shujing), El libro de poesía (Shijing) y El libro de los cambios (Yijing) ─en occidente conocemos este texto primordial con el nombre de I-Ching gracias a la ya clásica traducción de Richard Wilhelm, a los estudios de C. G. Jung y a los poemas de Borges.

En tiempos del emperador Wendi existió un anciano llamado Ovo Seng, ese hombre tenía fama de sabio y de poseer una memoria prodigiosa, sus allegados decían que sin ninguna dificultad podía recordar de memoria todo el Shijing. La sabiduría de El libro de poesía estaba más allá de las prohibiciones. Aquel anciano era también un libro; sus pensamientos eran las páginas y sus ideas los caracteres. Con muchas precauciones, evitando hasta la presencia de las paredes, el anciano dictó a un discípulo el reverenciado escrito. Cuando la persecución había terminado fueron rescatados de una tumba algunos libros sagrados. Entre esas obras se encontró un ejemplar del Shijing. El discípulo no estaba seguro de la exactitud de la memoria de su maestro y quiso comparar los caracteres del libro recién rescatado con el que le habían dictado. Perplejo, comprobó que los textos eran exactamente iguales. Ni un carácter faltaba. El espíritu había hablado por la boca del sabio anciano.

En las pláticas que el padre Parrenin tenía con los letrados en la gran Pagoda Blanca escuchó muchas de estas historias, también comprendió que ningún prodigioso relato podía consolar a los chinos que seguían llorando por los libros que se habían quemado y que nunca volvieron a aparecer. En las cartas que el misionero Parrenin intercambiaba con el director de la Academia de Ciencias de Francia se encuentran muchas alusiones sobre los libros clásicos de China. En ellas podemos leer que en París algunos académicos afirmaban que ciertas partes de El libro canónico de poesía eran apócrifas. Para el padre Parrenin ésta era una idea falsa pues sabía que a pesar de que trescientos años antes del incendio de las bibliotecas Confucio había ordenado los cinco libros clásicos, en ningún momento añadió un nuevo texto. El jesuita preguntó a los más importantes letrados y todos contestaron que no era cierto que el Shijing fuera apócrifo, que se trataba de una afirmación sin fundamento cuya veracidad nadie podía demostrar. Tal vez la interpretación de algunos académicos franceses haya nacido de la idea de que muchos cantos del libro clásico eran lo que las buenas conciencias juzgarían como indecentes. El jesuita traductor dice en su correspondencia que Confucio previó este equívoco y que por eso sentenció; “el Shijing se compone de trescientos cantos y todos ellos se pueden reducir a esta palabra: Rectitud. el libro es una dirección del espíritu, hace una descripción del corazón humano, insistiendo en la razón y la igualdad. Enseña las cosas que dan solidez al espíritu y al corazón del hombre”. Nadie en China podía pensar que el Shijing tuviera algunos fragmentos falsos. Los sacerdotes budistas no pudieron alterar el libro porque sencillamente no existían en aquella época y los taoístas nunca se ocuparon de los libros canónicos.

El emperador Kangxi, a diferencia de Shi Huangdi, no edificó sus excesos sobre las ruinas de una biblioteca. En el laberinto de su poder encontraba algún rincón para satisfacer la refinada inclinación que sentía por la ciencia, estudiaba matemáticas, geometría y astronomía, inventaba problemas algebraicos y los planteaba a los eruditos misioneros y además leía con gusto las traducciones de los libros europeos. El padre Le Comte mostró al Hijo del Cielo unos fragmentos de las memorias de Trevoux traducidas al chino en donde se explicaban los principios de la aritmética propuesta por Leibniz. Aquella tarde el Emperador reconoció que no se podían entender muchos elementos de las ciencias chinas sin la ayuda de los letrados europeos, dijo que los miembros de La Oficina de Astronomía del Imperio Celeste tenían que agradecer a los jesuitas que desde tiempos de Matteo Ricci venían enseñando sus secretos. Los libros europeos que fueron traducidos al chino merecían ─dijo al Emperador─ ser reimpresos con el nombre de sus autores.

En la presentación del tomo IX de las Cartas edificantes y curiosas… el jesuita español Diego Davin habla de un libro de anatomía que los rusos llevaron a Pekín. No se sabe quién era el autor ni en qué idioma estaba escrito. De lo que sí hay noticia es del hecho de que el emperador Kangxi encargó al padre Parrenin su traducción al tártaro y al chino y que disfrutó mucho el capítulo en donde se explicaba el origen de las lágrimas. Se sabe también que el letrado Pa tradujo el libro de anatomía de Dionis. El Señor de los Diez Mil Años quería leer un libro sobre las entrañas del cuerpo humano que fuera claro y exacto. En la Biblioteca Jesuita de Pekín el misionero pudo elegir entre varios autores latinos, franceses e italianos. Se decidió por el libro de Dionis y por los grabados de Bartolino. Cuando el religioso políglota tuvo que trasladar al chino el capítulo sobre la circulación de la sangre, se vio precisado a traicionar el método del libro a fin de hacerlo más didáctico y entendible. Al término de la traducción Parrenin escribió un prefacio que hizo llegar a Kangxi a través de un eunuco. Al leerlo el Hijo del Cielo se quedó sorprendido por lo que él llamó “imaginativa parte teórica”, además del estilo claro y las “cautivantes expresiones”.

El emperador recordó, después de estudiar el capítulo concerniente a la circulación de la sangre, que muchos años atrás había visto en un armario que se encontraba en alguna habitación del Palacio Imperial, una estatua de cobre de tres pies de alto llena de venas y líneas. Inmediatamente ordenó a un eunuco que fuera a buscarla para comparar sus trazos y analizar si tenía alguna relación con lo que decían los anatomistas occidentales. Al padre Parrenin le interesó esa escultura y también pidió que la rescataran, tal vez ─pensó─ los chinos habían hecho un descubrimiento fundamental y lo tenían escondido en un armario de la Ciudad Prohibida. Los eunucos no tardaron en encontrar la estatua y el religioso francés tampoco demoró en sentir cierta decepción pues todas las líneas que estaban señaladas en el cuerpo eran paralelas entre sí e igualmente largas; no parecían venas, ni se encontraban en lugares donde podrían estar las arterias. Dos de los médicos chinos más aptos que se encontraban al servicio del Emperador estuvieron de acuerdo con la observación del misionero, pero aclararon que esas líneas no se habían hecho para indicar los lugares donde existían venas, sino para señalar los sitios en donde deberían colocarse las agujas que curaban la inflamación del nervio ciático y detenían los dolores de la gota. Las agujas que se utilizan en esta técnica medicinal china, escribió el traductor del libro de anatomía, “son como las que gastan las mujeres en hacer media: las entran los chinos en las partes carnosas, y aún en otras, como dos o tres pulgadas”. Con esta sucinta descripción el jesuita dio cuenta de la acupuntura; no le impresionó ese saber, simplemente le bastó con aprender que los médicos orientales conocían de manera empírica los aspectos fundamentales de la circulación de la sangre y de la linfa.

Los razonamientos del jesuita mandarín fueron escuchados con atención por el Emperador, cuando Parrenin terminó de dar sus explicaciones Kangxi relató que había leído en algunos anales de la dinastía Ming que un médico de aquella corte abrió un cadáver para analizarlo. Nunca antes ni después se había hecho en China semejante experimento. El culto que los chinos rendían a sus antepasados hacía impensable utilizar un cadáver para estudiar cosas mundanas; el cuerpo de los muertos era sagrado y por esta razón el conocimiento que los anatomistas chinos tenían era intuitivo. No sabían; sospechaban, imaginaban. El Hijo del Cielo aceptó ante Parrenin que se podían aprender muchas cosas si se analizaran los cuerpos de los condenados a muerte, pero eso tendría que hacerse en lugares secretos y en presencia de pocos médicos. El acto podría justificarse ─reflexionó Kangxi─ diciendo que los delincuentes que habían hecho tanto mal al Imperio en su vida, serían alguna utilidad en su muerte. Pero el Emperador no estaba del todo convencido, sabía que para los chinos era inaceptable abrir un cuerpo. No entenderían jamás cómo un padre podría permitir que se ultrajara el cuerpo de su hijo en nombre de la ciencia y cómo un hijo podría aceptar que se estudiara el cuerpo de su padre sin faltarle “al amor y al respeto”. Estas ideas eran peligrosas en el Imperio Amarillo, por eso el misionero prosiguió con su trabajo y dejó de insistir.

Cada vez que el jesuita presentaba un nuevo capítulo traducido el Emperador le hacía muchas preguntas, así la corrección de cada hoja trasladada al tártaro se convertía en una conversación y una disputa que iba de un tema a otro hasta terminar en cuestiones completamente alejadas de la anatomía. Alguna vez la discusión llegó al problema de la naturaleza de las telarañas. El religioso europeo conocía los estudios que un académico de Montpellier había publicado en las memorias de Trevoux y a Kangxi le interesó tanto el tema que ordenó traducir inmediatamente esos escritos aunque se interrumpiera por algún tiempo la traducción del libro de anatomía. Cuando el Emperador leyó cómo los insectívoros segregaban un sutil hilo que formaba redes para atrapar a las moscas y las demás explicaciones sobre los orificios sexuales, mandó el estudio a tres de sus hijos con la orden de que le dieran su opinión a más tardar en tres días. El hijo mayor se entusiasmó; dijo que de todos los libros europeos que había leído aquel era el que contenía la descripción más exacta y laboriosa y le sorprendió el hecho de que el problema fuera tan insignificante e incluso inexistente para muchos letrados. Sólo los europeos podían profundizar de esa manera en cosas aparentemente intrascendentes y hacer teorías hasta de las telarañas, comentó el primogénito. “Son en eso ─dijo el Emperador─ más hábiles que nosotros. Nada quieren ignorar de la naturaleza.” Los otros dos príncipes también hicieron muchos elogios al estudio de los insectívoros. Este pequeño libro fue como el reloj de repetición que Matteo Ricci llevó a Pekín pues asombró a los nobles tártaros y a los letrados chinos. La inteligencia de los europeos ganó otro reconocimiento en el corazón del Imperio Celeste.

Las preguntas de Kangxi iban de la química a la astronomía, de las causas por las cuales los peces se desplazaban tan rápidamente a la preocupación acerca de la lentitud de los remedios médicos. Para responder estas cuestiones el estudioso sacerdote utilizó prácticamente todos los libros occidentales que se encontraban en Pekín. Al final fueron tantas las preguntas del Emperador que las respuestas tuvieron que ser editadas en un libro aparte.

Las traducciones que ordenó el Hijo del Cielo estuvieron terminadas después de cinco años de trabajo. Fue una labor que requirió ese tiempo debido a los múltiples viajes que el Emperador realizaba. Kangxi no residía en Pekín más de un mes al año, por eso sucedió que el padre Parrenin, a pesar de haber sido miembro de la corte por dieciocho años, nunca tuvo un lugar de residencia fijo. Entre Pekín y el paraje de caza mayor localizado en Manchuria existían veinte casas de campo. Todo el año la corte imperial se encontraba en movimiento. La residencia que ocupaba en la provincia de Gebo era el sitio en donde se detenían con mayor frecuencia. El Señor de los Diez Mil Años pasaba hasta tres meses en aquella región huyendo del terrible calor del sur. En todos los rincones de China por donde peregrinaba el Emperador el padre Parrenin continuaba sus estudios y traducciones, contaba con todas las asistencias de médicos y amanuenses. Una gran tienda de campaña era trasladada para que el hijo de san Ignacio sirviera a Dios y al Emperador, con hermosos libros en las manos cruzó ríos y viajó por las estepas que vieron crecer a Gengis Kan.

Aunque parezca extraño, muchas traducciones tártaras del padre Parrenin nunca se imprimieron ni se tradujeron al chino. Los artistas del pincel sólo hicieron a mano algunas hermosas copias de la versión tártara. Hubo un momento en que Kangxi pensó poner a disposición del jesuita a dos letrados de Pekín para que se encargaran de trasladar los libros del tártaro al chino para después imprimirlos. Pero esta idea duró muy poco tiempo en la cabeza del Emperador. “El libro ─dijo─ es singular y no debe ser tratado como los libros comunes, ni entregado al arbitrio de los ignorantes.” Por esta razón Kangxi dio la orden de que se hicieran tres copias con caracteres semejantes a los que se grababan en las piedras imperiales y la madera. El Hijo del Cielo dispuso que el primer libro se conservara en la Biblioteca Imperial de Pekín, que el segundo se colocara en la casa de recreación cercana al palacio y que el tercero fuera llevado a la biblioteca de la casa Gebo, en Manchuria. El mismo destino tuvieron los tres pequeños libros que el propio Emperador escribió; nunca quiso imprimirlos y únicamente mandó a los amanuenses a que hicieran tres copias. Transcurridos algunos años permitió que sólo dos eruditos chinos leyeran los libros occidentales traducidos y los escritos por él.

El emperador de la dinastía Qing incorporó a veinte nuevos amanuenses en la tarea de realizar las copias de los libros. Estos artífices de las letras no eran simples copistas. Todos pertenecían a distinguidas familias de mandarines y buscaban darse a conocer para después ser promovidos en los empleos importantes del Imperio. Los amanuenses tardaron más de ocho meses en acabar la primera copia. Aunque los tártaros solamente tenían caracteres de un solo tipo poseían cuatro modos de escribirlos. Es por eso que si se toma en cuenta la manera como realizaban ese trabajo no se podría decir que hayan tardado mucho. El primer modo de escribir demandaba un auténtico trabajo de artista y exigía mucha concentración y tiempo; si el libro se iba a presentar al Emperador, el amanuense no escribiría más de veinticinco renglones en un día, si los trazos que hizo se notaban pesados, los rasgos gruesos o el papel tenía una pequeña mancha, si las letras estaban muy separadas o desiguales, si se olvidaba algún carácter, entonces era necesario volver a empezar. No estaba permitido remitir a notas ni escribir al margen; eso sería una ofensa para el Emperador. Los escribanos que hacían las invaluables copias no recibían reconocimiento en el libro aunque no hubieran cometido errores, tampoco estaba permitido comenzar un renglón con la mitad de una palabra de la línea precedente, por eso los copistas tomaban todas las precauciones y medían pacientemente el espacio con el que contaban para evitar esas inconveniencias: fue este tipo de caligrafía la que se utilizó en los ejemplares que el emperador conservó.

El segundo modo de escribir era muy agradable a la vista y se diferenciaba poco del primero. El trabajo que se requería para realizarlo no era tan minucioso pues no se exigía la formación de rasgos dobles al final de las palabras ni que se retocaran los caracteres que estaban más delgados, fue este tipo de escritura la que se utilizó en los libros que el padre Parrenin envió a París.

El tercer modo de escribir el idioma de los manchúes se diferenciaba más del segundo que éste del primero, era el modo más común de redactar: la mano del amanuense caminaba ligeramente y con rapidez llenaba las hojas de papel por los dos lados, como los pinceles cogían mejor la tinta que las plumas se perdía poco tiempo en mojar la punta del pincel. Esos caracteres aparecían en los documentos de los tribunales porque resultaban legibles pero no tan hermosos como los primeros.

El cuarto modo era el menos fino pero el más cómodo para los que escribían un libro. Relata el padre Parrenin que en la escritura tártara existía un rasgo principal que al caer perpendicularmente desde la cabeza de la palabra hasta el fin permitía colocar a su izquierda un signo parecido a unos dientes de fiera, de tal manera que formaban las vocales “A”, “E” y “O”. Para distinguir a cada una de estas vocales se colocaban a la derecha del rasgo perpendicular unos puntos; un punto frente de los “dientes de fiera” representaba a la letra “E”, si se omitía el punto entonces era la vocal “A”. Un punto a la izquierda de la palabra, cerca del diente, representaba a la letra “N” y se tenía que leer como “Ne”. Un punto en el sentido opuesto debía leerse como “Na” pero si a derecha de la palabra en vez de punto existía el signo “O”, significaba que la vocal era aspirada y debería leerle como “Ha”, “He”, de la misma manera ─concluye el misionero─ que se pronuncia en Andalucía.

A pesar de que el padre Parrenin nunca envió a Europa las reglas del idioma tártaro, sí describió algunas características que él consideraba “curiosidades” lingüísticas. Estaba convencido de que pocos académicos se interesarían en el aprendizaje del idioma manchú pues si lo comparaban con alguna lengua latina los inconvenientes del habla oriental serían muchos. Alguna de esas desventajas sería el hecho de que los verbos se modificaban tantas veces como el complemento que les seguía, mientras en castellano se puede decir: hacer una casa, hacer un puente, hacer un libro, para los tártaros esto resulta imposible pues tenían tantos verbos como complementos podían modificar el verbo hacer, aunque en una conversación era perdonable el error, en una obra escrita resultaba impensable.

Otra singularidad de la lengua tártara que el misionero había observado consistía en la inexistencia de perífrasis, circunloquios y juegos de palabras. Analizando las palabras con las que se valían para describir a los animales “domésticos o silvestres, volátiles o acuáticos” es posible entender que la lengua tártara no convocaba muchos adjetivos, ni metáforas, ni perífrasis para nombrar detalladamente a un animal. Cuando se hablaba de un perro se utilizaban, además de los nombres comunes para designar a las razas, palabras que definían la edad, el pelo y las virtudes y defectos de un animal. si se quería decir que el perro tenía el pelo de las orejas y de la cola muy largo y abundante se recurría a la palabra taiha pero si el perro tenía el hocico largo y grueso como la cola, las orejas grandes y los labios caídos entonces se llamaba yolo. Si un perro de raza emparentaba con una perra corriente el cachorro sería nombrado peseri. Si sobre los parpados de algún perro existían dos lunares con vellos blancos o amarillos entonces se llamaba tourbe. Si tenía manchas como un leopardo se conocía como couri. Si el hocico presentaba manchas pero todo lo demás era de un solo color habría que decirle palta o tchacou si le adornaba un cuello blanco pero si le caían hacía atrás algunos pelos de la cabeza le gritaban kalia. Si uno de sus ojos era blanco y azul se le nombraba tchigiri. Si nacía un perro pequeño, de piernas cortas, el cuerpo grueso y la cabeza alargada se llamaba capari. Indagón funcionaba como el nombre genérico del perro y nieguen el de la perra. Hasta la edad de siete meses los cachorros se conocían como niaha y de los siete meses en adelante eran nouquere. Además de estas denominaciones, los tártaros contaban con muchas más que de manera concisa describían las cualidades interminables de los perros.

El pueblo manchú, al igual que los mongoles, ha tenido una relación especial con los caballos. Pueblos de jinetes guerreros. Esta particularidad de su cultura  también se expresó en la manera como la lengua tártara describía las características de los caballos. Dice el padre Parrenin en una de sus salomónicas cartas que tenían “veinte veces más nombres a favor que los perros”. Poseían nombres propios para referirse a cada uno de sus colores y con palabras especiales designaban la edad de los caballos, así como sus diferentes movimientos y posturas. Existía un nombre para el caballo que estaba atado y no se mantenía quieto. Si se desataba y escapaba al galope tenía otro nombre. Si buscaba aparearse o si se espantaba por la caída de un jinete también le aplicaban una denominación singular. Si el animal era montado se le llamaba de manera particular a cada uno de sus movimientos. Para todas esas circunstancias, y muchas más, los tártaros tenían nombres propios.

El misionero traductor no estaba seguro de que esta abundancia de términos fuera inútil. Lo cierto es que el lenguaje preciso era un lujo coloquial cuando alguien lo utilizaba en una conversación. El aprendizaje de estas palabras fue la primera tarea que el jesuita tuvo que realizar para emprender la traducción de los libros que le encargó el Emperador y que después envió a Europa.

Cuando el religioso francés terminó la traducción se dio cuenta de que no le había hecho falta ninguna palabra para describir el cuerpo humano. Esta virtud del idioma de los manchúes era en cierto sentido misteriosa porque poseía nombres de nervios y otras partes del organismo que sólo se podían observar a través de un microscopio y los tártaros no conocían ese instrumento óptico que fue inventado, según dice una tradición, por el danés Zacharias Janssen en 1590.

Desde la época del primer emperador de la dinastía Qing existió la preocupación de la nobleza tártara por conservar viva el habla manchú. Aunque la lengua china y la tártara eran tan distintas el emperador Abahai temía que las nuevas generaciones olvidaran el idioma de sus ancestros. No sería la primera vez que los conquistadores terminarían conquistados. Los mongoles, que siglos antes dominaron China, adoptaron las ideas, la literatura y las costumbres de la nación de Confucio y Lao Tse. Mongoles, manchúes y jesuitas ocuparon en distintos momentos el corazón de Pekín pero luego fue la cultura china la que se apoderó del alma de aquéllos.

George Steiner señala en su libro Después de Babel una circunstancia que podría describir la pluralidad lingüística que dominaba en aquella época. “La Mongolia del siglo XVIII ─dice─ ofrece un caso célebre. La lengua religiosa era el tibetano; la lengua del gobierno era el manchú; los comerciantes hablaban chino; el mongol clásico era la lengua literaria, y el habla corriente era el khalka, dialecto mongol.” Esta diversidad de lenguas hacía temer a los letrados tártaros por el destino de su idioma y por esta razón el emperador Abahai ordenó traducir los libros clásicos de la cultura china. Un diccionario de grandes proporciones resultó una obra inútil ya que estaba ordenado según el alfabeto manchú pero un tártaro no lo podía leer porque los caracteres y las explicaciones estaban escritos en chino.

Muchos capítulos de la historia universal de la lexicografía están ocupados por los diccionarios y las enciclopedias chinas. Se sabe que en la época de los Ming un Emperador ordenó realizar “la mayor compilación enciclopédica de toda la historia humana” según palabras de Alan Rey. A principios del siglo XV el Yongle Ta Tien (Gran diccionario Yongle) estaba terminado. Eran 22 187 capítulos reunidos en 11 000 volúmenes; todavía el siglo pasado se conservaban 900 volúmenes pero después de la guerra de los boxers el fuego sólo conservó las cenizas de esa monumental, casi infinita, erudición.

Kangxi organizó una academia formada por los letrados que mejor conocían el idioma chino y la lengua tártara y los hizo trabajar en la traducción de los libros clásicos y en los anales de historia del Imperio. Aquellos letrados también fueron responsables de escribir un diccionario de la lengua manchú. Esa obra se escribió con mucha paciencia y cuidado, en el momento en que surgía una duda los redactores se acercaban a los ancianos de las dieciocho banderas tártaras para consultarles. El emperador otorgaba estímulos y premios a quienes rescataban palabras antiguas y exhortaba a los jóvenes para que aprendieran y usaran aquellas palabras que se encontraban en el olvido. Los letrados responsables del diccionario aceptaron la posibilidad de que aparecieran nuevas locuciones después de que la obra estuviera terminada y por esa razón idearon un suplemento en donde anexarían las palabras que no encontraron lugar en el Gran Diccionario de la Lengua Tártara. Los hallazgos fueron distribuidos dentro de la siguiente clasificación; la primera clase eran los vocablos que tenían relación con el cielo, la segunda con el tiempo, la tercera con la tierra, la cuarta con el Emperador, la quinta con el gobierno, la sexta con los mandarines, la séptima con las ceremonias, la octava con las costumbres, la novena con la música, la décima con los libros. La clasificación continuaba con las palabras que tenían relación con la guerra, la caza, el hombre, las tierras, la seda, las telas, los vestidos, los instrumentos, el trabajo, los artesanos, los barcos, las bebidas, la comida, los granos, las hierbas, las aves, los animales domésticos y silvestres, los peces y los gusanos. Cada clase estaba dividida en capítulos y artículos. En el Diccionario las palabras aparecían escritas con letras mayúsculas y debajo de cada una estaba la definición y el uso de la palabra escrito con pequeños caracteres. Ese libro fue redactado completamente en lengua tártara sin ninguna traducción al chino, por eso sólo era útil para quienes conocían el idioma y perfeccionaban su comprensión. Al final del libro se decía que era obligación de las futuras generaciones adicionar las palabras que descubrieran porque el Emperador soñaba con un diccionario que sirviera como un almacén interminable para guardar todas las palabras del idioma manchú.

Algunos de los amanuenses que trabajaron en la redacción del diccionario también fueron escribanos del padre Parrenin. El jesuita les dictaba en tártaro las lecciones traducidas de los libros de anatomía y ellos eran los responsables de corregir los textos. Los caracteres tártaros se podían leer al revés con mucha facilidad de tal manera que no era posible escribir en manchú sin que las personas que se encontraban en la misma sala donde se escribía supieran de qué se trataba. Los amanuenses utilizaban el cuarto método de escritura y no interrumpían su trabajo aunque a su lado se desarrollara una ruidosa conversación. Después de una minuciosa revisión el amanuense presentaba la hoja escrita al jesuita y el religioso leía con cuidado; si encontraba algunas palabras alejadas de la verdad, aunque estuvieran escritas elegantemente, hacía que se escribiera otra vez la hoja. Cuando por fin el texto estaba corregido lo entregaban a otros amanuenses para que revisaran el orden general de la obra. Muchas veces esos correctores no estaban conformes con algunas expresiones que el amanuense había utilizado, entonces todos los que participaban en la realización del libro se reunían a discutir hasta que llegaban a un acuerdo. Las hojas aprobadas eran trasladadas al segundo método de escritura para presentarlas al Emperador. Kangxi ─han comentado los jesuitas─ leía con rapidez corregía con agudeza, si la hoja regresaba del salón imperial sin ninguna señal significaba que estaba aprobada por el Hijo del Cielo y la guardaban para que al final del trabajo otros amanuenses la trasladaran al primer método de escritura. Era común que los copistas escribieran con pincel aunque algunos tártaros lo hacían con una especie de pluma hecha con bambú parecida a las que se usaban en Europa. Sólo por curiosidad Parrenin pidió a un escribano que redactara con una pluma europea pero como el papel de china era tan delgado la hoja se rompió. El jesuita no sabía aún que para evitar ese inconveniente era necesario mojar previamente el papel en una solución de agua con alumbre.

Los libros que con tanta paciencia fueron traducidos y escritos se convirtieron en huéspedes de la Biblioteca Imperial. Lin Yutang ha descrito las características de un repositorio de libros chinos. Atendamos sus palabras: “Los libros chinos se colocan en los estantes en forma horizontal, de modo que muestran más bien los cantos que los lomos. Es difícil imprimir en los filos de un papel suave de modo que los títulos se han puesto a mano valiéndose de un pincel fino.” También dice que un libro ordinario constaba de varios volúmenes cubiertos con una tela que se endurecía al pegarla a un cartón, además de que era detenida con un alfiler de hueso. “Una hoja de un libro chino ─continúa Lin Yutang─ está formada por una página doblada por el centro.” Esto se hacía así porque el papel no era lo suficientemente opaco como para permitir que se imprimiera por ambos lados. Para concluir su descripción el escritor oriental dice lo siguiente: “Las líneas se colocan verticalmente sobre la página, de derecha a izquierda. Se comienza a leer un libro chino por lo que podríamos llamar la cubierta final, es decir, la última página.”

Los libros chinos más antiguos estaban escritos en hojas hechas con bambú o cortezas de árboles. Entre los europeos interesados en los libros existía la creencia, en el siglo XVIII, de que las bibliotecas del Imperio Amarillo se tenían que renovar constantemente debido a que la fragilidad del papel de China conservaba por muy poco tiempo los escritos. Según el padre Parrenin el papel fue inventado en China sesenta años después de la muerte del Emperador que ordenó destruir los libros de Confucio. El mismo misionero explicó a los académicos de Francia que no se podía decir en abstracto que el papel de China fuera delgado ya que existían muchas clases de papel y que la dificultad para conservar los libros en buenas condiciones era climática pues en el sur de China no sobrevivían ni los libros europeos de la mejor calidad; las hormigas blancas eran capaces de comerse hasta las pastas de piel en tan solo una noche. Por el contrario, en el norte ─y particularmente en Pekín─ el papel delgado se conserva por muchos años.

Entre los amanuenses chinos existía el acuerdo de que el papel coreano era mejor que el chino. Aquel papel estaba fabricado con algodón y tenía la consistencia de una tela. Corea pagaba como tributo al Imperio Celeste grandes cantidades de papel, también en los mercados de las principales ciudades chinas se comerciaba comúnmente con papel coreano. Los habitantes de Pekín no lo compraban para escribir sino para cubrir sus ventanas, después de encerarlo resistía muy bien el aire y el agua. Para los sastres también era de utilidad ya que lo alisaban con la mano, lo dejaban tan suave como la tela más fina y lo podían ocupar para un buen forro. Otra singularidad del papel coreano consistía en que se podía desprender de una hoja hasta tres piezas más; la hoja tenía tal grosor que aun las piezas delgadas eran más resistentes que el papel chino.

George Henry Mason en una lámina de su libro sobre las costumbres en China en el siglo XVIII, ilustra la imagen de un vendedor de libros. En ella podemos ver a un hombre joven con la cabeza rapada y la coleta tártara sentado sobre un baúl de madera, en la mano izquierda tiene un libro que lee con atención y en la derecha una larga pipa para fumar opio. Junto a él, sobre un tapete rojo, aparecen los libros que vende.

Para llegar a ese sitio los libros tuvieron antes que ser imaginados, escritos, editados. Los chinos guardaban tal respeto por los libros que al papel, la tinta, el pincel y la pequeña piedra de mármol que servía como tintero les llamaban “las cuatro cosas preciosas”. Tal vez por esa abrigadora veneración un anónimo cuentista chino pudo escribir: “No es en absoluto necesario, para enriquecer tu casa, comprar un campo fértil; en los libros encontrarás granos por quítales. No es en absoluto necesario, para alojar a tu mujer, construir una alcoba alta; en los libros encontrarás una alcoba de oro. Para casarte no lamentes la ausencia de un intermediario: en los libros encontrarás un rostro tan precioso como el jade. Si sales, no lamentes que nadie te acompañe; en los libros encontrarás enganches y carros en apretadas filas. Si quieres que durante tu vida se realice tu voluntad, lee con respeto los libros sagrados ante tu ventana.”

 

  1. Un Espejo de Hielo

 

Hay en el antiguo modo de pensar chino más de lo que está a la vista.

  1. G. Jung

 

La intuición clínica de Hipócrates y las piadosas curaciones de san Damián también acompañaron a los misioneros en su largo viaje de Europa a China. La opulencia de la corte imperial sirvió de escenario para las discusiones entre los médicos orientales y los de la Compañía de Jesús; la enfermedad y el Galeno, la muerte y Vesalio, el Manual de pulsos y las terapias de Wang Shu-Ho fueron temas que provocaron extensas conversaciones entre el padre Parrenin y Kangxi.

Los estudios del sinólogo Joseph Needham acerca de la medicina tradicional china así como la proliferación de clínicas de acupuntura y de Tai Chi en las principales ciudades de occidente han terminado por borrar el exotismo de las terapias orientales para convertirlas en algo naturalmente cercano a nosotros. Pero en el siglo XVIII las cosas funcionaban de manera distinta; las opiniones de los médicos europeos así como las relaciones enviadas por los jesuitas desde el otro lado de la Muralla China delinearon una sabiduría medicinal más cercana a la magia que a la ciencia.

En las Cartas edificantes y curiosas… podemos leer algunas inusitadas descripciones de la medicina china. En una de aquellas cartas el padre Parrenin explicaba a un miembro de la Real academia de Ciencias de Francia que los antiguos médicos del Imperio Amarillo conocieron la circulación de la sangre y fundamentaban su habilidad en la fe en sus libros clásicos así como en la evidencia producida por el movimiento del pulso. Los letrados cercanos a la corte comentaron a Parrenin que existía un libro canónico de medicina en donde aparecían secretos curativos explicados detalladamente, el libro en cuestión ─dijeron─ era muy fácil de conseguir y si se lograba encontrar resultaba imposible de entender para un europeo. Estas revelaciones de la correspondencia de Parrenin fueron tomadas con mucha reserva en Francia; para los médicos de París no resultaba claro el sentido de la palabra “conocer”; si los antiguos maestros chinos tuvieron una representación abstracta del movimiento de la sangre entonces ─observaron los académicos europeos─ no habría que tomar en serio sus indagaciones pues aquella intuición también podría atribuirse a los médicos griegos y latinos.

Los misioneros adoptados por el Imperio en la Ciudad Prohibida escuchaban las conversaciones de los médicos chinos y aunque no encontraban solidez en las palabras de los letrados se sorprendían al comprobar que los tratamientos aplicados devolvían la salud a los enfermos. El padre Bernard Rhodes ─un jesuita médico formado en Francia─ creía que los diagnósticos realizados a partir de la observación del pulso y de algunas partes de la cabeza tuvieron relación con las teorías médicas de los antiguos maestros chinos pero que los practicantes de la medicina en la corte de los Qing únicamente conservaban el procedimiento mecánico de las terapias sin conocer sus fundamentos clínicos.

Ciertos capítulos del anecdotario de la medicina china relatados por los padres de la Compañía de Jesús muestran los imaginativos matices con los que algunos hombres del siglo XVIII conocieron la civilización oriental. En el año de 1690 la abuela del Emperador tuvo una enfermedad en los ojos reacia a los tratamientos oftálmicos chinos. Kangxi convocó a sus médicos y ordenó con particular severidad que pusieran a la disposición de la abuela emperatriz los medios necesarios para devolverle la vista. Como los médicos de la corte ya habían hecho uso de todos los remedios posibles uno de ellos quiso salir del problema repitiendo un tratamiento recomendado por un viejo médico de provincia. “Hay que aplicar ─comentó─ la hiel de un elefante en los ojos de la abuela.” Los médicos de la corte aprobaron la propuesta no tanto por estar seguros de la eficacia de aquella evaporada lección sino fundamentalmente porque pensaron que el Emperador no la llevaría a cabo y así ellos estarían exentos de responsabilidad. Pero tal era el deseo de Kangxi de contemplar junto a su abuela la Colina de la Longevidad que dispuso inmediatamente la muerte de un elefante y la extracción de la bilis. El mandato imperial fue una flecha que dio en el blanco; cirujanos, mandarines, eunucos y otros curiosos presenciaron el sacrificio del elefante. En el momento en que el verdugo del paquidermo extrajo el hígado y no encontró la hiel un gemido oculto los heló, entonces otros médicos abrieron los intestinos y el estómago, registraron con ansiedad las entrañas del pobre elefante y la bilis nunca apareció. El médico responsable no atinaba a decir una frase coherente, estaba inerte y pálido por el miedo. Su recomendación sólo había servido para sacrificar a un elefante del Zoológico Imperial y presagió con justificada razón un oscuro castigo.

Con temor y vergüenza los médicos se dirigieron al recinto imperial para relatar detalladamente a Kangxi los accidentes de su infructuosa búsqueda. La reacción del Emperador no se hizo esperar, visiblemente molesto se encaró ante sus informantes y los trató cómo unos ignorantes que no merecían el título de letrados. En medio de aquel ataque de cólera el Hijo del Cielo pidió la presencia de los Han Lin ─es decir los letrado más calificados de la corte. Estos mandarines tampoco acertaban a dar una explicación correcta a la inútil búsqueda de la hiel del elefante, hablaban con términos insustanciales y abstractos porque temían comprometer su ignorancia en ese tema. Nadie supo como de entre la confusión apareció un joven bachiller. Aquel esbelto adolecente aseguró que el elefante sí tenía hiel pero advirtió a los médicos de la corte que nunca la iban a encontrar mientras siguieran buscando cerca del hígado, explicó a los Han Lin y al Emperador una teoría según la cual la bilis se paseaba por el cuerpo del animal obedeciendo a las diferentes estaciones del año y después citó el libro y el autor en donde había aprendido lo que los médicos de la corte ignoraban.

Existía una morbosa expectación cuando se ausculto de nueva cuenta al desafortunado elefante y en el centro del salón se encontraban el joven bachiller y el paquidermo descuartizado rodeados por mandarines, médicos y eunucos. Fue más grande la agitación de los cortesanos que la espera pues el bachiller localizó fácilmente la hiel. El emperador recibió el anuncio del acontecimiento y elogió con emoción al inesperado estudiante al tiempo de convertirlo en Han Lin sin ningún examen previo, meses después lo enviaron a una provincia como juez de los letrados y tres años más tarde Kangxi lo incorporó a su corte para hacerlo director de una Oficina Imperial.

El padre Parrenin conoció esta historia gracias a su amistad con dos viejos letrados quienes fueron testigos del incidente médico. Si el jesuita hubiera estado presente en la Ciudad Prohibida en aquellos años, seguramente habría hecho algunas preguntas al intempestivo Han Lin ya que tenía interés en conocer más detalles de la terapia y del libro de medicina. Uno de los amigos de Parrenin había leído en su juventud ese libro pero desafortunadamente no lo conserva en su biblioteca y el otro letrado aseguró que lo podía pedir prestado a un Han Lin de su confianza. Cinco días después el amigo del jesuita cumplió con su promesa y llegó con el tomo XV de la Historia general de las plantas y los animales. El libro era en verdad una voluminosa antología formada por escritos de muchos médicos y botánicos; en el artículo sobre los elefantes se citaba a un antiguo maestro que escribió: “La hiel del elefante no reside en el hígado pues tiene sus cuatro estaciones; en la primavera se encuentra en la mano izquierda, en el verano en la derecha, en el otoño en la pierna izquierda y en el invierno en la derecha.” El carácter chino empleado en el libro designaba toda la pierna. Esta circunstancia inquietó al misionero pues la poca precisión del ideograma le impedía conocer la parte definida de las extremidades donde se encontraba la hiel del paquidermo. Seguramente por esta razón Parrenin recomendó al Director de la Real Academia de Ciencias solicitara a los miembros que trabajaban en África una información detallada sobre el asunto de la bilis de los elefantes pues en aquellos lugares sacrificaban con frecuencia a decenas de esos animales. Los chinos abrían el cuerpo de los animales para estudiar sus órganos y no practicaban la misma curiosidad en el cuerpo de las personas por poseer un desarrollado escrúpulo sobre la integridad del cuerpo humano. Los misioneros conocieron estas costumbres y aceptaron aquellos principios que formaban “un sentimiento bueno, el cual quizás ha conservado más vidas que las que hubiera sanado la anatomía”. Al igual que el padre Parrenin el jesuita Bernard Rhodes supo de las dificultades existentes para enseñar nuevos métodos a los médicos chinos. Como éstos estaban educados confucianamente en el amor filial y en el “natural horror que tiene el hecho de abrir y cortar el cuerpo de un hombre” los médicos asiáticos nunca aceptaron la importancia del estudio de la anatomía ni siquiera en los cadáveres.

Al finalizar el siglo XVII el padre Rhodes arribó a China; su habilidad de cirujano y sus amplios conocimientos de farmacia lograron la estimación del Emperador y los mandarines. Recibía en la casa jesuítica de Pekín a muchos enfermos desahuciados por los médicos chinos; un letrado le confesó al padre Rhodes que existía una gran diferencia entre los terapeutas europeos y los orientales. Según palabras del misionero, aquel erudito tártaro aseguraba que los médicos chinos mentían desvergonzadamente y además intentaban cualquier tratamiento sin importarles la gravedad de los enfermos, recetaban medicinas sin conocerlas y si alguien se atrevía a dudar de sus opiniones entonces contestaban con un diluvio de palabras inentendibles. La única habilidad de los médicos chinos ─aseguraba el confidente del padre Rhodes─ consistía en su rapidez para sacar dinero a sus pacientes antes de enviarlos a la otra vida. En las Cartas edificantes y curiosas… existe una imagen idealizada de los médicos europeos y sus características resultaban inmejorables; hablaban poco, prometían menos y hacían mucho. “Si decía que no había que temer podía confiarse en su palabra pero si no hablaba y su semblante se entristecía entonces estaba haciendo un presagio mortal.”

La cercanía del médico misionero con el emperador Kangxi permitió a los demás jesuitas mostrar sin ninguna reserva las medicinas europeas. En una ocasión el Emperador fue atacado por una fiebre maligna y los médicos de la corte no podían encontrar remedio a la enfermedad, aceptaron las pastillas que los jesuitas recomendaron; se trataba del mismo medicamento que el rey Luis XIV regalaba a los franceses pobres. Las pastillas de quinina en un día quitaban la fiebre y los enfermos se podían levantar de su lecho en poco tiempo. Algunos mandarines ya las habían usado con buenos resultados, dándoles un nombre chino que traducido literalmente significa remedios divinos. En el momento en que Kangxi se agravó los médicos de la corte optaron por la alternativa de administrarle la medicina europea y al llegar la noche la fiebre había desaparecido y el Emperador se sentía mejor.

Durante el tiempo que duraron las fiebres tercianas el Señor de los Diez Mil Años hizo publicar en todas las ciudades del Imperio un memorial en donde se asentaba que si alguien conocía una medicina contra aquella enfermedad lo hiciera saber, y de la misma manera se informaba a las personas enfermas del mismo mal que se acercaran al Palacio Imperial para ser curadas con los remedios que llegasen. Todos los días se presentaron ante las puertas de la Ciudad Prohibida decenas de curanderos asegurando poseer el remedio contra aquel mal. Un médico hizo sacar de un pozo un recipiente con agua fría, levantó las manos y los ojos al cielo, presentó el agua al sol y luego la orientó a cada uno de los puntos cardinales, hizo cien genuflexiones y después dio el remedio, pero como la medicina no hizo efecto alguno aquel bonzo fue considerado un embustero.

La imagen europea de la medicina china no se distinguía de la que poseían de la ciencia y la cultura oriental. No es extraño, en consecuencia, que un antiguo proverbio del Imperio Amarillo dijera: “Los chinos tienen dos ojos, los europeos uno y los demás pueblos de la tierra son ciegos.” Y fuera escuchado con ironía e incredulidad por los académicos franceses. Lugar común entre las personas ilustradas del siglo XVIII había sido admirar la antigüedad de China, la estabilidad de su gobierno, el amor al trabajo, la docilidad del pueblo, el espíritu del orden y la fidelidad a sus costumbres, aunque poseían enormes dudas sobre las capacidades intelectuales de la civilización oriental. Todavía en el siglo XIX se acostumbraba elogiar las habilidades artesanales de los chinos y menospreciar sus capacidades científicas. El Conde de Segur, en la Historia universal antigua y moderna, explicaba la inhabilidad teórica de los pensadores del Imperio Celeste en los siguientes términos: “En cuanto a la civilización intelectual basta decir que su escritura el jeroglífica y no alfabética. Por consiguiente consta de tantos signos como palabras hay en el idioma o como ideas hay en los entendimientos, y así el arte de la lectura y la escritura es tan difícil que hay muy pocos chinos que la posean perfectamente y proporcionalmente será más difícil que se aumenten los conocimientos y sus signos. Los filósofos de China emplean toda su vida en este estudio y poco tiempo puede quedarles para adelantar en aquellas ciencias que requieren un trabajo constante y una contención de espíritu.”

El escritor francés Dortous de Mairan, quien publicó el Tratado físico e histórico de la aurora boreal, mantuvo una larga relación epistolar con el padre Parrenin y en una de las cartas comentó al misionero que le parecía extraño el “ingenio de los chinos”, pues en algunas cuestiones era agudo y “tan inferior en lo que se llaman ciencias especulativas. Según sus historias antiguas ─continua Mairan─ cultivan estas ciencias hace más de cuatro mil años pero no han creado algún genio importante.” A los escritores europeos, como Fontenelle y Mairan, lectores de las crónicas chinas les asombraba la profunda ignorancia geográfica de los orientales, no concebían cómo un culto letrado pudiera señalar con el índice, ante un mapamundi, desplegado sobre su mesa, que el Imperio Amarillo ocupaba el territorio de toda Asia y Europa así como parte de África y en América se encontraran los demás países del mundo; también les llamó la atención que jesuitas como Ricci, Schall y Verbiest hubieran sido los responsables de la reforma del calendario imperial ya que aquella tarea había sido observada durante siglos como una de las más importante del Imperio. Un pueblo infinito y poderoso ─razonaban los académicos franceses─ aplicado desde tiempo inmemorial en el estudio de una ciencia y que no pudo dar con seguridad los primeros pasos es sospechoso de ignorancia. Con esta lógica Dortous de Mairan concluyó que de todos los pueblos conocidos los chinos eran “los menos dispuestos y proporcionados para las ciencias; tan incapaces de perfeccionar como de inventar”. No podía ser otra la impresión sobre la cultura china ya que las relaciones sobre el Oriente, desde Marco Polo hasta los jesuitas, fueron consideradas más como ejercicios de fabulistas que de etnógrafos y, efectivamente, eso parecen algunos episodios de la vida de los misioneros en el Imperio Amarillo.

El padre Parrenin escribió en una de las Cartas edificantes y curiosas… sus recuerdos de un encuentro con algunos mandarines y la discusión llevada a cabo sobre los estados químicos del agua en el transcurso de un viaje que hicieron con el Emperador por los territorios en donde se practicaba la caza del tigre. Durante aquel invierno el padre Parrenin intentó convencer a dos ministros del Imperio y a diez Han Lin de la posibilidad de congelar el agua caliente aunque estuviera cerca del fuego. Aquel singular propósito surgió de las conversaciones que los acompañantes de Kangxi mantuvieron en torno a la congelación de los líquidos en el invierno. Los mandarines explicaban ese efecto de la naturaleza de la misma manera que lo filósofos latinos hablaban de cualidades ocultas y términos equivalentes. El misionero se ufanaba de conocer la naturaleza del agua, sus partes integrantes “su figura y el aire mezclado en los espacios que ocupan las partículas en movimiento”. Parrenin aseguró a los letrados: para congelar el agua “basta descomponerla”, es decir ─y según sus palabras─: extraer de ella las partes más sutiles que impedían la unión de los otros elementos y así introducir partículas capaces de detener su movimiento. Siguió a la disertación de Parrenin un comentario de un Han Lin; “Me gustaría saber ─señaló con ironía─ con que instrumentos se podría trabajar sobre unas partes tan pequeñas que escapan a nuestra vista” Sin la intención de ser desafiante el jesuita se lamentó de la incredulidad del letrado pues sólo creía en lo que “ven los ojos”, por esa razón acordaron el lugar y la hora donde se realizaría un experimento para borrar las dudas que guardaban los mandarines. La cita fue fijada en la noche porque durante el día ninguno de los que ahí estaban era dueño de su tiempo pues podían ser llamados por el Emperador en cualquier momento. La voluntad de Kangxi, sin saberlo, también intervino en esta heterodoxa discusión; la noche señalada para la reunión el Hijo del Cielo mandó abrir la barrera que cerraba el campo imperial y envió a un eunuco a la tienda de Parrenin con la orden de presentarse acompañado de un médico. Este incidente hizo que el padre Parrenin faltara a la cita y aunque no era difícil enviar un recado a los mandarines para advertirles el motivo de su ausencia prefirió jugar con la soberbia de los letrados y mantenerlos en la duda. Éstos, por su parte, al ver que el jesuita no daba señales de vida enviaron a un sirviente a buscarlo y grande fue su sorpresa cuando se enteraron que Parrenin había salido de su tienda desde antes de caer la noche. La reacción de los mandarines era de esperarse, pensaron que el misionero, por hablar de más, prefirió esconderse antes de pasar la vergüenza de no poder demostrar sus insensatas afirmaciones. Uno de los Han Lin perdió la paciencia y recriminó a sus acompañantes por creer que un extranjero pudiera saber más que ellos: “Señores ─dijo subiendo el tono de voz─ ¿Hasta cuándo os dejareis engañar por un hombre que no satisfecho en haberos entretenido sobre la religión con discursos frívolos y desnudos de pruebas sensibles quiere también engañaros en las cosas naturales con explicaciones sin fundamento inventadas por su fantasía? ¿Qué se dirá de nosotros ─agregó aún más enfadado─ si se sabe que ha reunido aquí a tantos letrados para oír sus fábulas?” Al terminar de decir esto el mandarín se levantó violentamente para abandonar el lugar y el resto de los letrados, más moderados, se retiraron después sin mostrar mayor incomodidad.

Al día siguiente el padre Parrenin se encontró con los mandarines que seguían al Emperador en el círculo de la caza del tigre. Uno de ellos, que era amigo del misionero, relató lo sucedido por su ausencia, también le dijo que sentía mucho no haberlo prevenido a tiempo para abandonar una empresa superior a las fuerzas humanas pues intentar congelar el agua cerca del fuego “era violentar la naturaleza“. El misionero se acercó a los mandarines para disculparse y explicarles el motivo de su ausencia. Por cortesía los mandarines no respondieron con sinceridad y por su manera de hablar dieron a entender al jesuita que liberaban su palabra empeñada y que para otra vez sería. “Será ─contestó Parrenin─ si lo queréis esta misma noche.” Como ese día ya no tenía que cumplir ninguna obligación con el Emperador dijo que a buena hora estaría en el lugar acordado. Efectivamente el misionero fue el primero en llegar pues los Han Lin sólo pueden retirarse del recinto imperial en el momento en que se cierra. Después de los saludos acostumbrados cada uno tomó su lugar sobre los cojines de seda y formaron un círculo alrededor de un enorme brasero que había en medio de la gran tienda cuyos accesos estaban casi cerrados para que aumentara el calor. Los mandarines comentaron cuestiones indiferentes por pensar que el jesuita se encontraba ahí para excusarse o para divertirse a costa de quienes tuvieron la debilidad de creerle.

En el momento en que Parrenin observó a los Han Lin deshacerse de sus bonetes y pieles cebellinas estimó que el calor del recinto era suficiente. “Ea señores ─dijo frotándose las manos─ creo que necesitamos beber un poco de nieve. ¿Queréis que la tenga lista a buena hora?” La propuesta del jesuita fue escuchada por los letrados con risas pues la tomaron como una broma, acto seguido el Han Lin que era amigo del misionero le preguntó si hablaba en serio y éste respondió: “¿Cómo me atrevería a hablar de otra manera delante de un grupo tan respetable? Mandad a vuestros sirvientes que me traigan una taza de plata llena de nieve y otro recipiente con agua y os haré ver que nada he dicho que no pueda ejecutar.” La orden de Parrenin fue obedecida al instante pues desde el momento de entrar en el lugar de reunión había prevenido a los sirvientes acerca de las cosas necesarias. La taza de plata cubierta de nieve y el otro recipiente con agua tibia despertó la atención de los mandarines. Como los buenos magos el jesuita quería efectuar un truco sin que los espectadores lo notaran; era necesario para realizar felizmente su propósito mezclar en el agua tibia el nitro escondido entre sus ropas. Astutamente encontró un pretexto; dijo que las lámparas del recinto estaban demasiado cerca de él y le impedían ver bien. El Han Lin que ocupaba aquella tienda ordenó a sus sirvientes que colocaran las lámparas en otra parte y aprovechando ese movimiento el misionero puso el nitro en el agua. Inmediatamente acercó al brasero la taza con nieve y la escudilla con agua y haciendo como que le costaba trabajo sostener los dos objetos invitó al mandarín más incrédulo a detener el recipiente con agua mientras él cogía la taza de plata. El mandarín aceptó de buena gana pues de esa manera tendría la oportunidad de examinar la operación. El calor producido por el brasero cobró cara la curiosidad del letrado, aunque éste soportó estoicamente y nunca se quejó. Los otros Han Lin reían a carcajadas viendo como se derretía la nieve que el jesuita meneaba con el dedo y no se imaginaban que el agua del recipiente más próximo al fuego pudiera congelarse.

El experimento concluyó porque el mandarín incrédulo no podía soportar más tiempo el calor: “Vuestra ayuda ya es inútil ─dijo Parrenin─, podéis soltar el recipiente.” En efecto el letrado lo soltó para retirarse apresuradamente. Los mandarines se extrañaron al observar que el recipiente con el agua tibia colgaba de la taza de plata. Movidos por la curiosidad se acercaron para tocar el hielo con sus dedos, cogieron los dos objetos pegados sin importarles que sus vestidos de seda fueran mojados por la nieve derretida. “Esperen señores ─afirmó Parrenin con evidente orgullo─ voy a satisfaceros de modo que no os quede la menor duda.” Entonces acercó la escudilla con agua congelada al brasero, la colocó boca abajo y pudo verse sobre la palma de su mano un plato de hielo transparente. Los letrados se acercaron nerviosamente para tocarlo y el mandarín incrédulo, no confiándose de su vista ni de su tacto, rompió la pieza de hielo para comerse un pedazo, suponiendo que el sentido del gusto sería el más fiel testigo de la verdad del experimento.

El hecho de que los mandarines cercanos a los jesuitas no conocieran ciertos experimentos hizo pensar a los académicos franceses del siglo XVIII que los orientales eran ineptos para la ciencia, pero en los estudios contemporáneos sobre la historia de la ciencia en China podemos encontrar revelaciones como las de Stephen F. Mason que hablan de las mediciones ecuatoriales realizadas por los letrados antes que Tycho Brahe criticara en Europa el método griego de las coordenadas eclípticas. Como dato curioso es necesario señalar que los jesuitas convencieron a los astrónomos chinos para que abandonaran las mediciones ecuatoriales justo en el momento en que Occidente adoptaba aquel método y los indujeron así, a dar un paso atrás y no adelante. Pero es en la obra de Joseph Needham en donde encontramos una avasalladora información sobre la tradición científica del Imperio Medio. En sus libros La gran titulación y De la ciencia y la tecnología chinas se puede leer que el científico Chang Heng construyó el primer sismógrafo en el año 130 antes de Cristo y que el desarrollo de la tecnología del hierro y del acero “alcanzó una gran maestría quince siglos antes que en Europa”. La aparición de las armas de fuego tuvo lugar en el siglo IX de nuestra era, los puentes de suspensión se construían desde el siglo VI y los estudios sobre óptica nunca encontraron “el obstáculo que significó la absurda idea griega de que los rayos eran enviados por el ojo.” Dice Needham que el pensamiento chino fue siempre algebraico y no geométrico; durante las épocas Sung y Yuan “la escuela china estaba a la cabeza del resto del mundo en la solución de ecuaciones, de tal manera que el llamado triángulo de Pascal era ya viejo en China al comenzar el siglo XIV”. Después de leer estos capítulos de la sinología contemporánea no es insensato hacer una preguntas ¿alguien podrá explicar por qué el espíritu de la tradición científica de Asia oriental no se volvió a adelantar al de la Europa occidental? ¿Newton pudo haber vestido el traje púrpura de los letrados? Mientras los especialistas nos dan la respuesta regresemos a las Cartas edificantes y curiosas… para conocer la opinión de los jesuitas: “Vuestra merced se extraña ─escribe Parrenin a Dortous Mairan─ que los chinos hayan cultivado por tantos siglos lo que llamamos ciencias especulativas y no se produjera un solo científico que las estudiara a fondo.” Aunque el misionero compartía la opinión del escritor francés no explicaba el hecho de la misma manera, el jesuita no pensaba que le faltara a los chinos capacidad ni inteligencia pues era testigo de otras habilidades que “no exigen menos genio ni concentración como la astronomía y la geometría”.

Una de las causas que a juicio de Parrenin detenían el progreso de las ciencias en China se encontraba en la historia de un Imperio en donde se castigaba severamente la negligencia de los matemáticos pero no recompensaba sus aciertos. El misionero aseguro que los astrónomos vivían, en su mayoría, en la pobreza y que la mayor esperanza de quienes gastaban su vida trabajando en la Oficina Imperial de astronomía residía en la posibilidad de ocupar los empleos que garantizaran una subsistencia mediana. Los matemáticos dependían de la Oficina Imperial de Ceremonias y su secretario no era de los nueve Han Lin que se reunían a deliberar sobre los asuntos más importantes del Estado. “En pocas palabras ─aclara Parrenin─ como el astrónomo no tiene nada que observar en la Tierra tampoco tiene nada que esperar de ella.”

A la pobreza de los astrónomos habría que agregar la permanencia de los métodos tradicionales; si el responsable de la Oficina Imperial de Astronomía perfeccionaba sus observaciones e intentaba reformar los métodos de investigación los demás miembros de la academia rechazarían aquellas ideas. “¿Para qué inventarnos nuevos problemas ─dirían─ exponiéndonos a cometer errores que infaliblemente serán castigados con la privación de nuestros sueldos por uno o dos años?” Este tipo de actitudes era la causa ─según señala el jesuita─ de que en el Observatorio de Pekín no se utilizaran los telescopios ni los péndulos europeos. Para los chinos la intervención de Kangxi fue definitiva y suponían que no había más por hacer pues se había llegado a la perfección. A pesar de que Kangxi realizó reformas al calendario, colocó en el Observatorio Imperial excelentes instrumentos de observación fabricados por los más hábiles artífices occidentales y sabía mejor que cualquier chino que el telescopio y el péndulo eran imprescindibles para efectuar estudios exactos, nunca ordenó a sus matemáticos que los utilizaran. No es difícil imaginar que fueron los mismos astrónomos quienes se opusieron a la introducción de nuevos métodos alegando el apego a las tradiciones. “Es de temer ─auguraba Parrenin─ que en otra dinastía los antiguos instrumentos ahora rechazados por Kangxi sean reproducidos con orgullo y que los modernos telescopios que ahora ocupan tan útilmente su lugar sean enviados a la fundición para acabar con su memoria.”

Los misioneros jesuitas en China ensayaron muchas respuestas ante las preguntas de los académicos franceses sobre el atraso de la ciencia en el Imperio amarillo. También imaginaron una utopía piadosa y racionalista en donde alguna interminable dinastía recompensara a los matemáticos, entregara instrumentos y estimulara los viajes científicos. De la misma manera sería necesario ─razonaban los misioneros─ que los astrónomos estuvieran protegidos de las Oficinas imperiales dirigidas por neófitos que no sabrían distinguir si un error provenía de la ignorancia, la negligencia o “de los defectos de las tablas y principios que les son señalados para calcular”.

El atraso científico de China también fue relacionado con la inexistencia de un Imperio vecino cuyos pensadores estuvieran apasionados en el estudio de los astros y los números y que, además, corrigieran los errores de cálculo de los matemáticos chinos. Corea y Japón eran consideradas como dos provincias pobres que no podían enseñar nada a los letrados; en todo caso, y si los mandarines apreciaran que sus vecinos intentaban corregir el calendario imperial, no es difícil imaginar que los chinos hubieran tomado la resolución de conquistar aquel reino para silenciarlo: “Por lo menos ─asegura Parrenin─ no sería la primera vez que los chinos hicieran la guerra por un almanaque.”

En la China imperial el estudio de la astronomía no constituía el camino más corto hacia la riqueza y el poder. El camino real para los grandes puestos en la corte imperial pasaba por el estudio de los libros canónicos de la historia de los emperadores, las leyes y la moral de Confucio. Quien aprendía a escribir con ideogramas elegantes y un lenguaje apropiado tenía mayores posibilidades de conseguir el grado que lo colocara muy cerca de la vida próspera. Los doctores enviados por el Emperador a las provincias gozaban de muchos privilegios y de la amistad del gobernador y los mandarines. Los jesuitas describen en sus cartas una imagen de los letrados que no corresponde a la figura mítica de los sabios ancianos: “No se ha de creer, como muchos lo han imaginado, que para obtener este grado tienen que envejecer frente a los libros.” Por lo común los participantes en los exámenes imperiales que cada tres años tenían lugar en la Ciudad Prohibida no contaban con más de treinta años. Era posible que jóvenes destacados llegaran al grado de Han Lin antes de cumplir los veinte años.

La inteligencia y el bienestar no siempre caminan por el mismo sendero y pueden dirigirse a destinos antagónicos. Aunque tal vez a la larga la ciencia oriental y la occidental tenían que encontrarse en la inhóspita ruta del mundo de la técnica y olvidar la utópica perseverancia del espíritu. Lo cierto es que en el siglo XVIII todavía un misionero francés podía advertirnos que los chinos: “no creen que deba uno violentarse ni coartar el espíritu en cosas meramente especulativas que no puedan hacernos ni más felices ni más tranquilos…”

 

VII. Imágenes de Catay

Quien no vivió en el siglo XVIII no sabe lo que es vivir.

Talleyrand

 

representaciones de China que a continuación se leerán dibujan la verdad y la poesía con la que fue imaginada aquella milenaria cultura en la Europa del siglo XVIII. Estas Imágenes de Catay eran monedas de uso corriente en la fantasía de los europeos del Siglo de las Luces y han sido tomadas del célebre Diccionario Enciclopédico de Moreri, de las relaciones escritas por los ingleses William Alexander y George Herre Mason así como de algunas páginas de los libros de Voltaire, Montesquieu y Locke. La inspiración y la forma de estas líneas son deudoras del ensayo de Eliot Weinberger El sueño de la India.

En China existe una montaña que sirve de mausoleo a doscientos mil hombres cuyos cuerpos están tallados en piedra.

Hay una ciudad tan grande como París que tiene una enorme torre de porcelana.

Los chinos le dan al mundo la edad de 3 269 000 años o más.

En China hay un río en cuyas aguas revoltosas un pez conocido como la vaca que nada. Sale comúnmente de la tierra y pelea algunas veces con las vacas domésticas. Cuando se mantiene demasiado tiempo fuera del agua, su cuerpo se ablanda y tiene que regresar al río para recuperar su original dureza.

Existe un estanque que produce un ruido semejante al de un trueno. Sólo se tiene que arrojar una piedra y, por muy pequeña que sea, se escucha un ruido ensordecedor, el aire se enturbia y comienza a llover. Por esta razón los habitantes de aquel lugar lo llaman el estanque del dragón.

China o imperio de la China es un gran país que se encuentra al oriente de Asia. Es celebre por su fertilidad, por sus riquezas, por el gran número de sus habitantes y por la belleza de sus ciudades.

Ptolomeo habló de este país bajo el nombre de Sinarum regio. Los de la Conchinchina y Siam lo llaman Cin, de donde formamos nosotros el nombre de China. Los japoneses lo nombran Thao y los tártaros Han y algunas veces Cathai (aunque este nombre sea también el de la parte más oriental de la Tartaria).

Se cree que el largo de China es de 1 200 leguas y lo ancho de 600 (usando sólo dos millas italianas por legua).

Se ha descubierto que los geógrafos han colocado este imperio 500 leguas más al oriente de lo que debieran, representándolo casi de figura cuadrada.

Su aire es tan puro que sus habitantes llegan a vivir en extrema vejez.

Su capital se llama Pekín o Pechin o Peking.

En esas tierras nunca se ha oído hablar de la peste.

Los terremotos son tan frecuentes en ese imperio que ordinariamente arruinan las ciudades.

No conocen la aceituna ni la almendra.

Hay una cantidad tan grande de seda en ese país que tan sólo en una provincia se produce más que en el resto del mundo.

No acuñan ni labran monedas como nosotros. Únicamente hacen una barretillas de metal cuyo valor depende del peso que tengan. Cada quien lleva consigo una romanilla para pesarla.

Es increíble la cantidad de habitantes que tiene ese país. Al mirar a la gente en los caminos reales se creería ver un ejército en marcha o la concurrencia en las ferias de Europa.

En sus enormes ríos se ve una gran multitud de navíos. En donde arrojan el ancla parece que inmediatamente se forma una ciudad. No solamente crían a sus familias en esos navíos sino también a muchos animales como cerdos, gallinas y ánades. De tal suerte que el agua parece tan poblada como la tierra.

La vida precaria de los chinos les da una actividad prodigiosa y un deseo de ganancia tan desmedido que ninguna nación comerciante puede fiarse de ellos.

En China existen cincuenta y ocho millones novecientos catorce mil doscientos ochenta y cuatro hombres, sin incluir a la familia real, a los magistrados, a los eunucos, a los soldados, a los sacrificadores, a las mujeres y a los muchachos. No hay por qué extrañarse, entonces, de que un autor asegure que en realidad hay doscientos millones de habitantes.

No hay ciudad ni villa que no tenga un colegio de Confucio, ahí muchos catedráticos enseñan la moral de ese doctor a un gran número de habitantes. Es digno de notar que no se encuentra ídolo alguno en aquellos colegios.

Tienen los chinos la cara ancha, los ojos muy pequeños, las narices romas, un andar derecho y presuroso. Son limpios y cortesanos pero extremadamente avaros y celosos.

Aman en este pueblo sus cabellos con tanta pasión que primero preferían perder la vida que dejárselo cortar.

Venden a sus hijos o los ahogan cuando tienen muchos.

Tienen aversión a lo extranjero.

Comen con poca limpieza y como se les sirve la carne desmenuzada, la llevan a la boca con unos palillos que les sirven de tenedor.

A los chinos no les gusta que las ventanas de su casa den a la calle.

Como no son aficionados a subir escaleras tienen casas de un piso, las cuales dividen en infinidad de salas y cuartos.

Solamente en una provincia las mujeres andan por la calle como en Francia.

Ahí hay coches que andan a la vela como los navíos en el mar. Esto lo han querido imitar los holandeses pero no han podido.

Los magistrado otorgan la mujeres más hermosas a los ricos y el dinero que reciben aquéllas sirve para casar a las feas con los pobres.

Admiten ellos dos principios que llaman Yin y Yang. Dicen que el uno es oculto e imperfecto y que el otro es manifiesto y perfecto.

El primer hombre, según los chinos, se formó de un huevo.

Tiene pequeñas monedas de cobre selladas con las armas del país. En medio les hacen un agujero y las ensartan en cordones.

Dicen que inventaron la imprenta, la artillería, la pólvora, la construcción de las esferas, los globos celestes y otros instrumentos matemáticos mucho antes de que los hubiesen conocido los europeos, pero no hay cosa que pruebe esas afirmaciones más que sus libros que son muy sospechosos.

Los chinos son mediocres en las ciencias y el primer pueblo de la tierra en moral y civilidad, así como el más antiguo.

La filosofía y la moral de los chinos se encuentra en libros que es necesario parafrasear por instantes para encontrarles algún sentido.

Creen que el dragón es el príncipe de la felicidad.

Hay entre ellos tres especies de sectas; loe letrados, los idólatras y los hechiceros. La primera es la del Emperador y los nobles que ofrecen sacrificios a los astros, la segunda adora ídolos y les construye templos; unas y otras tributan culto supersticioso a Confucio, a los emperadores y a sus antepasados. La tercera adora a los demonios y práctica la magia.

Este gran imperio lo gobierna un rey que llaman Hijo del Cielo y Señor del Universo.

El emperador de China tiene quince mujeres y todas se llaman emperatrices.

Han existido doscientos treinta y cinco emperadores.

Algunos autores creen que Santo Tomás Apóstol llevó la fe cristiana a la China y que algunos habitantes de ese imperio aún conservan restos de sus creencias cristianas, como son un ídolo de tres cabezas que mutuamente se miran, pinturas de doce personajes venerable y lienzos de una doncella que lleva en sus brazos a un tierno infante.

El fundador del imperio chino inventó la música y escogió un dragón como símbolo de la nación.

Fue un emperador quien inventó la agricultura y la medicina y otro introdujo el mal ejemplo al casarse con cuatro mujeres.

Alguna ocasión cayó un diluvio que duró nueve años. El emperador hizo construir canales que llevaron el agua hasta el mar.

Los legisladores de la China confundieron la religión, las leyes, las costumbres y los hábitos. Todo reunido constituía la moral y la virtud. Los preceptos que se referían a los cuatro puntos dieron lugar a lo que se llama ritos, con cuya observancia estricta estriba el triunfo del gobierno chino. Se aprenden durante toda la juventud y se practican durante toda la vida.

Se cree generalmente que los chinos descienden de Magog, hijo de Jafet, quien a su vez fue hijo de Noé.

Confucio les enseñó una moral tan pura como la de Sócrates.

Los chinos son además tolerantes, de carácter apacible y dulce. Sus costumbres están llenas de urbanidad. Poseen todas las cualidades exteriores que son propias de una familia bien educada.

El emperador Ti-Cao fue flojo y afeminado como su padre.

Esta en uso entre ellos la poligamia y por lo tanto la dependencia en el bello sexo, los eunucos y la servidumbre doméstica.

Este pueblo tan atrasado en las ciencias es dueño de secretos en las artes que son la desesperación de los sabios europeos. Como sus conocimientos en las técnicas para fabricar porcelanas, sus habilidades en la elaboración de la seda y en muchas otras artes en las que trabajan con una perfección a la cual no nos podemos acercar.

El emperador Kie se hizo odioso por los desórdenes de su vida. Mandó a construir un lago de vino en el cual se bañaban tres mil hombres y una torre construida con piedras preciosas para una de sus concubinas.

Un rayo mató al emperador Vu ye durante un combate.

Los chinos tienen aversión a los elefantes.

La carne humana se vende familiarmente en los mercados.

En las guerras civiles el vencedor se comía a todos los vasallos de su enemigo.

El emperador de China reconoce que el rey de Irak es el primer soberano del mundo, que él mismo es el segundo y que el de los turcos es el tercero.

El emperador Ling nació con barbas.

Chum-Ti fue emperador a los dos años de edad.

Los médicos de China tienen más conocimiento del pulso que los de Europa. Un médico chino puede saber a partir del pulso si una mujer que está preñada va a parir a un niño o a una niña.

El emperador Huom-Ti no dejó hijo alguno aunque tuvo seis concubinas.

En China los edificios públicos tienen de profundidad lo que los de Europa de altura.

Ningún mandarín puede ser gobernador de la ciudad ni de la provincia en que nació.

El Emperador que fue sitiado en Nankin el año 552, rompió su espada y quemó su biblioteca que tenía más de ciento cuarenta mil libros. Dijo que las armas y las ciencias no le podían servir al usurpador en forma alguna.

Lo más singular es que los chinos, cuya vida está enteramente dirigida por los ritos, son sin embargo el pueblo más falaz de la tierra. Esto se hace patente sobre todo en el comercio, que no ha podido nunca inspirarles la buena fe que les es propia. El que compra debe llevar su propia balanza pues cada mercader tiene tres: una fuerte para comprar, otra ligera para vender y otra justa para los que están sobre aviso.

Hay un lago al que no lo infla las lluvias ni lo disminuye la sequedad.

En el año 821 el emperador Mo-Cum murió tomando una medicina de oro potable.

Santo Tomás llegó a China en el año 636.

Se cuentan mil historias de muertos que se han aparecido a los vivos. Se teme más a los muertos de lo que algunos suelen temerles en Europa.

El sabio Kuanyuntchang conocía en el siglo II la historia de Jesús.

Ponen comida cerca de los cadáveres.

Existen cuatro clases de personas: los letrados, los labradores, los artífices y los comerciantes.

Los chinos son educados desde su corta edad a respetar a los ancianos.

Se comen a los que están condenados a muerte.

Noutsai y Keounoutsai son injurias atroces en la lengua china, significan esclavo y esclavo perro.

El gobierno político de la China se funda enteramente sobre la obligación de los padres para con los hijos y de los hijos para con los padres. El Emperador es llamado el padre de todo el imperio.

Algunas veces los barqueros son los primeros en hacer naufragar a los comerciantes para enriquecerse con sus despojos.

En las plazas públicas existe una piedra de gran altura en donde están grabados los nombres de todas las medicinas y sus precios.

Todos los chinos se visten de seda.

No conocen la embriaguez.

Los mandarines de alto rango civil tienen bordado un pájaro en la pechera mientras que a los mandarines militares se les distingue con un dragón.

Para los chinos el color blanco es el de luto.

Durante la noche las calles de las ciudades están repletas de vigilantes.

Según la costumbre, las jóvenes y las solteras deben llevar el cabello peinado sobre la frente y se depilan las cejas hasta reducirlas a una simple línea.

El escudo de los Tigres de guerra lleva pintada la cara de un monstruo imaginario que posee el poder de petrificar al que la mira.

No existen bizcos ni ciegos en China.

Los diminutos pies de la mujer china la obligan a moverse con pasos tan cautelosos e inseguros que provocan una dolorosa sensación a un europeo.

Los chinos son tan adictos al juego que es muy difícil verles sin una baraja o unos dados.

Existen ciertos libros que se conservan en cada ciudad, depositados únicamente en manos de los mandarines. Se imprimen secretamente y no los venden los libreros públicos. Son muy antiguos y de cuando en cuando se les añade lo que pueda contribuir a su mayor perfección.

En China existe una especie de saltamontes de gran tamaño; al introducir una pareja de ellos en una vasija comienzan a pelear mientras los espectadores apuestan grandes sumas de dinero.

En la antigüedad el pueblo chino tuvo tratos con el pueblo judío. Aprendieron la verdad al leer los libros sagrados de los hebreos pero con los siglos la modificaron con infinitas fábulas originadas quizá por su natural propensión a la poesía.

 

VIII. Un viaje sin regreso

Laberintos, retruécanos, emblemas

helada y laboriosa nadería,

fue para este jesuita la poesía,

reducida por él a estratagemas.

Borges

 

Al igual que los escritos inspirados de los primeros apóstoles, las cartas enviadas desde China por los misioneros jesuitas se hicieron célebres en su época. Montesquieu habló de ellas en su obra Del espíritu de las leyes y Voltaire las menciona en El siglo de Luis XIV. Kircher y Leibniz también leyeron con atención las descripciones que los padres de la Compañía de Jesús hicieron de la historia y las costumbres del Imperio que durante la Edad Media fue conocido como Catay. Como las Cartas pastorales o las Cartas de obediencia, las Cartas edificantes y curiosas… eran documentos que certificaban la acribia y los compromisos de los religiosos en sus aventuras devocionales. Según la antigua iglesia de Edesa, la inclinación cristiana por la escritura de cartas (del latín charta: papel) provendría del propio Jesús. En los primeros siglos del cristianismo fueron leídas sin sospechar de su autenticidad las cartas que intercambiaron el rey de Edesa, Abgar V y Jesús de Nazaret. La caligrafía del hombre que fue crucificado se perdió entre los innumerables papeles de un monasterio el siglo IV cuando empezó a ser considerada apócrifa. Los apóstoles dibujaron una imagen de Cristo opuesta a la que habían descrito los religiosos de Edesa. Pues en los Evangelios se afirma que a Jesús nunca le inquietó la tentación por escribir ─sólo escribió una vez sobre la arena. Pero los jesuitas no fueron como Jesús, prefirieron seguir a san Pablo quien intuía que la inclinación por la escritura era un acto de salvación, una posibilidad de deletrear la fatalidad y de verbalizar la penitencia.

Las cartas jesuitas son esferas. Existen unas con más atributos que otras. Algunas son profundas. Pocas son ilegibles. Al leerlas es posible imaginar que una carta contiene otra o que una sola contiene a todas. La santidad y la muerte. La liturgia de la memoria y el espíritu de la herejía. La bondad del mar y el salvajismo de la noche. La inteligencia propia y la ajena aparecen en los papeles escritos por los misioneros como las ondas que se forman al tirar una piedra en el Río Amarillo: primero un círculo que es el origen de todos y luego una vastedad líquida. El paraíso y el infierno bajo la forma de círculos concéntricos. Las Cartas edificantes y curiosas…son otra metáfora de la geométrica intuición que tuvo el teólogo Alain de Lille a fines del siglo XIII: “Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.”

Muchas cartas que fueron enviadas desde el Imperio Celeste se perdieron. Naufragaron igual que las tripulaciones de las fragatas o formaron parte del botín de los corsarios del mar meridional de China. El padre Le Royer prefería escribir varias veces la misma carta a permanecer con la duda de si llegarían o no a su destino. De esa manera enviaba en embarcaciones diferentes y que seguían rutas distintas las cartas que escribía a Europa; gracias a esas precauciones hemos podido leer la historia del encuentro del emperador Kangxi y los miembros de la Compañía de Jesús. Así sabemos que cuando el padre de Tartre llegó a la primera ciudad china le sucedió lo que otros misioneros habían experimentado: vio un país hermoso; de un valor inigualable. Esta impresión, confesaría el jesuita, pudo ser falsa pues los ojos de un hombre que no está habituado al mar y que ha pasado meses sin bajar de un barco podían engañarse fácilmente. Cualquier isla con platanares o cocotales parecía un espectáculo extraordinario y se emocionaban al ver un pequeño monte donde distinguieran alguna cosa verde.

El lenguaje y la devoción fueron los puentes que unieron a los jesuitas con el universo oriental y los colocaron en condiciones de dar el primer paso en Cantón, en cruzar la primara mirada con un mandarín en Macao, en intentar el primer ideograma en Pekín. Ese fue el camino de muchos padres, ésa fue la ruta desde Matteo Ricci hasta Teilhard de Chardin.

El padre Fontaney rezó el Ave María en Ningbo el último día de la séptima luna de 1687. Los habitantes de aquel puerto de la China Oriental no estaban acostumbrados, a diferencia de los cantoneses, a la presencia de los europeos. “Acudían de todas partes a vernos ─escribió candorosamente un misionero─ como si fuéramos hombres de distinta especie.” El padre Fontaney y sus compañeros permanecieron algunos meses en Ningbo esperando el permiso de la Oficina Imperial de Ritos para poder desplazarse a Pekín. El segundo día de la undécima luna el Emperador envió un memorial lacrado con el sello del dragón en donde saludaba a la misión jesuita; el trato que los mandarines daban a los religiosos europeos cambió de la noche a la mañana pues en el Imperio Amarillo cualquier asunto que tuviera relación con el Hijo del Cielo era considerado con el más elevado respeto. Los misioneros viajaron como si fueran embajadores del rey de Francia y no humildes hijos de san Ignacio. Esta vida de nobles más que de predicadores resultaba inevitable en China pues cualquier extranjero que ingresaba al círculo de la corte imperial era tratado con muchos privilegios. Seguramente algunos guardaban en secreto sentimiento de culpa y recordaban a muchos de sus hermanos de Orden que “vivían entre salvajes en los bosques y se hacían bárbaros como ellos para ganarlos a Jesucristo”. O quizás pensaban que las comodidades que disfrutaban en el Imperio Amarillo eran simplemente resultado de su voto de obediencia.

El padre Fontaney y los demás jesuitas vieron las grandes calzadas de Pekín el noveno día de la segunda luna de 1688. Su premonitorio arribo a la capital del Imperio no sucedió en un momento oportuno pues la Corte estaba de luto por la muerte de la abuela de Kangxi, también los misioneros de la Compañía de Jesús que residían en Pekín habían sufrido la pérdida, diez días antes, del padre Ferdinand Verbiest quien años atrás hizo traducir al chino la Suma Teológica del doctor angélico Tomás de Aquino y ocupaba el cargo de secretario de la Oficina Imperial de Astronomía.

Cuando terminó el ritual del luto por la abuela emperatriz, Kangxi envió a un eunuco a la casa jesuítica para informarse de los nombres, oficios y cualidades de los misioneros. El mensajero tenía la orden de preguntar por la salud del rey de Francia, quería saber la edad del monarca, cuántas batallas había ganado y “el método con que gobernaba a sus vasallos”. Los religiosos supieron por boca del eunuco que el Hijo del Cielo deseaba ver algunos milagros como los que hacían los santos cristianos en Occidente, quería ver caminar a Lázaro y escuchar las conversaciones de Francisco de Asís con los animales.

El 21 de marzo de 1688 fueron presentados ante Kangxi cinco jesuitas. Los padres Fontaney, Gerbillon, Le Comte, Visdelou y Bouvet recibieron una dotación de té y vino del Palacio Imperial como prueba de buena voluntad.

Antes de que transcurrieran dos años los aromas de China envolvieron a otro grupo formado por once jesuitas. Entre ellos estaban los padres Dolze, De Premare, Regis, Parrenin y Bouvet ─quien meses antes había regresado a Francia por orden del Emperador para reclutar a otros sabios sacerdotes. En Cantón los misioneros supieron que Kangxi realizaba un viaje por el desierto de Gobi y obtuvieron del jefe de la aduana la licencia para que el Amphititre navegara por la ría con privilegio de no ser visitada por los cobradores de impuestos. Cuando el Emperador regresó a la Ciudad Prohibida envió a tres Han Lin a recibir al padre Bouvet y a sus acompañantes; los enviados del Hijo del Cielo dijeron al general de la milicia y a los mandarines que gobernaban aquella provincia que el Emperador recibía con mucho gusto la noticia del arribo de los jesuitas franceses, que era su voluntad que cinco de aquellos religiosos pasaran a formar parte de la Corte y a los seis restantes les daba amplia licencia para que predicaran en todo el Imperio la Ley del Señor del Cielo, a los comerciantes que viajaban en el Amphititre les fue concedido el permiso para que establecieran una casa comercial en Cantón y, finalmente, dijeron que al Emperador le provocaría satisfacción saber que sus ministros trataban con los debidos honores a sus protegidos europeos.

El mismo Han Lin se dirigió después a los jesuitas y fríamente les advirtió que el Señor de los Diez Mil Años estimaba en primer lugar la virtud y después las habilidades en ciencias y artes. En el momento en que el mandarín tártaro concluyó su discurso los misioneros fueron formados en dos filas para celebrar la ceremonia de las nueve genuflexiones y dar gracias al Emperador por los beneficios recibidos. Todo el ritual se escenificó frente a una gran cantidad de curiosos pues nada se hace en China sin que sea observado por una multitud. Al día siguiente los mandarines gobernantes ofrecieron un banquete a los oficiales de la embarcación europea y les perdonaron el pago de los impuestos del barco que sumaban más de diez mil escudos. Como en China el ritual de agradecimiento se hacía con ceremonias que representaban la sumisión ante el Emperador, los padres Bouvet y Visdelou explicaron a los mandarines que el capitán del Amphititre era súbdito de Luis XIV el “más grande y poderoso monarca de Occidente” y que por esa razón no podía realizar ceremonias de sumisión ante otro monarca. A los mandarines les extrañó la preocupación de los misioneros, deliberaron un momento y se dirigieron al capitán para decirle que sólo deseaban rendirle honores a su Rey y que de ninguna manera pretendían provocar algún disgusto a sus huéspedes. La puntual traducción del padre Bouvet agilizó el acuerdo y se propuso la realización de una ceremonia que guardara el respeto para ambas naciones. Los mandarines solicitaron que el oficial francés sólo volteara el rostro hacía Pekín, escuchara la semblanza del Emperador que pronunciaría un letrado y se mantuviera en señal de respeto, con el sombrero puesto y haciendo después una reverencia a la francesa o bien con el sombrero quitado e inclinando el cuerpo sin doblar las rodillas. El capitán del Amphititre no se opuso a esta manera de rendir agradecimiento al Emperador de China y realizó la ceremonia “con tal garbo y nobleza que los mandarines se sintieron reconciliados”.

Los misioneros fueron despedidos en la rivera de la ría por los hombres más importantes de la ciudad. Al llegar a Nanchang, capital de la provincia de Jianxi, los jesuitas supieron que el Emperador había salido de Pekín (capital del norte) y se dirigía a Nankin (capital del sur). Los religiosos se vieron precisados a desviar su ruta para encontrarse con la comitiva del Hijo del Cielo y darle alcance en la ciudad comercial de Yang-Chow en la orilla del canal imperial que se une con el inmenso Río Azul, Yang Tse.

El padre Gerbillon, quien ocupaba un puesto en la Corte, condujo a los sacerdotes al recinto imperial. Cuando los misioneros estuvieron frente al Emperador se pusieron de rodillas y, siguiendo una costumbre china, preguntaron por la salud del Hijo del Cielo. Kangxi los recibió con inusuales muestras de afecto; el padre Bouvet, en una de sus cartas, describe aquel momento: “me hizo el honor de preguntarme cómo me iba con un semblante de benignidad capaz de enamorar al más insensible.” Es importante para nuestra historia saber que el padre Parrenin conoció al Hijo del Cielo cuando la Barca Imperial navegaba en el caudaloso Río Azul; en la isla Kin-Chan tuvieron la primera conversación, ahí Kangxi le hizo algunas preguntas y dio al jesuita la oportunidad de mostrar su erudición. Parrenin se ganó el aprecio del Emperador desde el primer encuentro; este hecho fue evidente para todos los mandarines cuando Kangxi dio la orden de que el misionero abordara la barca en donde viajaban los Han Lin y lo siguiera en aquel viaje imperial que duró más de tres meses. A las ocho de la noche del mismo día el Emperador dio la segunda audiencia a los religiosos franceses. Conversaron con familiaridad y Bouvet solicitó permiso a Kangxi para regresar a Yang-Chow en donde había dejado los regalos que trajo de Europa. Los mandarines y eunucos no se cansaban de admirar los relojes, telescopios, microscopios, anteojos y espejos cóncavos y convexos. También las pinturas y los grabados, miniaturas y los capitulares, los estuches con instrumentos matemáticos, cuadrantes, compases, plomadas, telas finas y objetos esmaltados. Para observar con detenimiento aquellos regalos el Señor de los Diez Mil Años pidió que se los llevaran uno por uno; lo que más le impresionó fue el plano del Palacio Real de Francia y el retrato del rey Luis XIV “del cual no acertaba apartar los ojos ─se dice en una carta─ como si en la naturalidad y viveza de los colores viera todas las maravillas que nos había oído contar nuestro augusto monarca.”

Los misioneros que servían como obreros apostólicos en China se enfrentaron no sólo a un nuevo clima, a diferentes alimentos y maneras de vestir, sino también a unas costumbres y un temperamento completamente ajeno a lo francés. Las personas arrebatadas e intolerantes hubieran causado mucho daño en la misión del Imperio Amarillo pues el ánimo de los chinos exigía a los jesuitas un control absoluto de sus pasiones doctrinarias. “Los chinos ─escribió el padre Chavañac─ no son capaces de escuchar en un mes, lo que puede un francés decirles en una hora. Aquí es preciso sufrir con paciencia su natural lentitud.” Otra característica que necesitaban los misioneros era un singular apego al estudio de las ciencias y los idiomas. Los chinos se consideraban los hombres más cultos y educados del mundo y esa certeza estaba rodeada de muchas ceremonias y rituales que los franceses padecieron estoicamente. Cualquier jesuita que quisiera viajar a la antigua Catay, aconsejaba Chavañac, debería leer y releer la biografía de Matteo Ricci que escribió el padre Orleans y meditar profundamente en la fuerza de carácter del sacerdote italiano que con justa razón ha sido considerado el fundador de las misiones en China.

Desde el primer día en que llegaban al Imperio Celeste los jesuitas tenían que cambiar de aspecto y modificar su nombre porque los chinos no podían pronunciar los apellidos franceses; el vestido al estilo de los letrados también resultaba necesario para que pasaran por personas dignas de respeto. Al padre Tartre lo llamaban en chino Tan-chan-hien, al padre Suares le decían Saolin y a Parrenin simplemente lo nombraban Pa. Los rostros de los jesuitas en China adquirían rasgos desconocidos incluso para sus familiares en Europa: una barba de años, la cabeza rapada y un vestido que en París adquiriría un aire extravagante. El vestido consistía en una bata larga y blanca encima de la cual se colocaba un vestido igualmente largo pero de seda azul sostenido por un fino cíngulo, sobre ese traje iba un sobretodo negro o violeta que bajaba a las rodillas. El sobretodo amplio y de mangas anchas, el bonete triangular y adornado con hilos de seda y crines rojos. Las botas de tela y el abanico en la mano completaban el atuendo con el que los misioneros pasaban por letrados.

Estas heterodoxas tácticas jesuíticas fueron criticadas incisivamente por Pascal. En sus Cartas provinciales los acusó de abandonar la humildad y de permitir la idolatría a los nuevos cristianos chinos pues no sólo se disfrazaban de mandarines sino que también ocultaban el martirio de Jesús porque en China era una locura inentendible que al hijo del Señor del Cielo hubiese sido crucificado. Eliot Weinberger relata que cuando un eunuco encontró un crucifijo entre las pertenencias de Matteo Ricci pensó que era una imagen de magia negra. “En efecto, escribe, uno se pregunta cómo los misioneros creyeron poder sustituir la imagen del beatífico Buda por la de un hombre torturado.”

¿Se puede observar la pobreza religiosa llevando vestidos de seda? Esta pregunta fue planteada de mucha maneras por los críticos jansenistas y protestantes de las misiones en China de la Compañía de Jesús. El padre Fontaney afirmó que estaban equivocados quienes pensaban que predicar la religión de Cristo y caminar descalzos era la misma cosa. La ciencia que los misioneros tenían que saber, aseguró otro jesuita, era la que enseñaba a adaptarse a las circunstancias; así lo hizo san Juan Bautista al predicar viviendo en absoluta austeridad y san Pablo aceptando algunos honores que sus fieles le brindaban.

Sin hacer caso de las críticas y las intenciones, es posible retener la imagen de una época idílica de las misiones de la Compañía de Jesús en China. Aunque ahora sabemos que la protección de Kangxi y el aumento del número de letrados que se convirtieron al cristianismo fueron circunstancias propicias para un optimismo que duraría poco, podemos recordar como símbolo de una historia las conversaciones fecundas entre un Emperador sabio y un sacerdote traductor.

En sentido estricto el viaje de los misioneros fue una aventura sin retorno. Sus antecedentes y consecuencias tal vez sirvan de material para la historia universal de las religiones. Pero más allá de aquella historia se encuentra la imaginación y la poesía. Se encuentran también la tinta china, el papel coreano, la destreza caligráfica del amanuense, el amor del Emperador por los libros, la erudita voluntad del traductor, el poder y la devoción. Un amplio silencio y la inteligencia que convierte al tiempo en una vasta biblioteca.

 

Epílogo

“Hace tiempo que escribo porque hay una cosa, solamente una, que quiero decir. Me gustaría seguir escribiendo, sea como sea, hasta que me canse de repetirla. Este libro es el principio de esta historia obstinada.”

Tengo que pedir prestadas estas palabras a Maoko Yoshimoto porque no puedo decir de otra manera lo que ella ha dicho. También tengo que agradecer al destino el haber instalado las oficinas de mi trabajo a unos cuantos pasos de la biblioteca en donde me tropecé con las cartas edificantes y curiosas… Este libro fue escrito gracias a la benevolencia de mis amigos, a la malandanza de mis emociones y al silencioso rincón que la Universidad de Puebla nos ha permitido usar como refugio. Alicia Mendoza mecanografió, una y otra vez, las páginas de esta historia y Adolfo Castañón fue la primera persona que leyó el original de este libro.

Santa María Tonantzintla

1991

 

 

Bibliografía

Relación de las Cartas edificantes y curiosas… que fueron utilizadas en la redacción de este libro.

*Se ha respetado la redacción y ortografía del original de los títulos.

Tomo I

1) Carta del padre Pelisson misionero de la Compañía de Jesús al reverendo padre De La Chaize de la misma Compañía y confesor de su majestad. Cantón, (a) 9 de diciembre de 1700, p. 43-62.

2) Carta del padre Premare misionero de la Compañía de Jesús al reverendo padre De La Chaize de la misma Compañía y confesor del rey. Cantón, 17 de febrero de 1699, p. 103-129.

3) Carta del padre Bouvet misionero de la Compañía de Jesús al reverendo padre De La Chaize de la misma Compañía, confesor del rey. Pekín y noviembre 30 de 1699, p. 130-143.

4) Carta del padre Premare misionero de la Compañía de Jesús al reverendo al padre Le Gobien de la misma Compañía. Ven-Tcheou-Fou, en la provincia de Kiamsi, Noviembre 1 de 1700, p. 144-154.

5) Carta del padre Le Roger superior de los misioneros de la Compañía de Jesús en el reino de Tonkin, a Mr. Le Roger Des Arxis, su hermano. Tonkin, y junio 20 de 1700, p. 169-183.

6) Carta del padre De Tartre misionero de la Compañía de Jesús a monseñor De Tartre, su padre. Cantón y diciembre 17de 1701, p. 184-234.

7) Carta del padre De Chavañac, de la Compañía de Jesús al padre Le Gobien de la misma Compañía Cho-Tcheou, 30 de diciembre de 1701, p. 235-244.

Tomo V

8) Carta del padre Fontaney, misionero de dicha Compañía en la China, al reverendo padre De Lachaize de la misma Compañía y confesor del rey. Desde Tchou-Chan, puerto de la China, en la provincia de Tche-Kiam a dieciocho leguas de Nimpo el diez 15 de febrero de 1703, p. 1-89.

9) Carta a los misioneros jesuitas de la China e Indias. Carlos Le Gobien. De la Compañía de Jesús. Sin fecha ni lugar de procedencia, p. 90-137.

10) Carta del padre Fontaney misionero de la Compañía de Jesús al reverendo padre De La Chaize de la misma Compañía, confesor de su majestad cristianísima. Londres 15 de enero de 1704, p. 154-235.

Tomo VI

11) Carta del padre Chavañag misionero de la Compañía de Jesús en la China al padre Le Gobien de la misma Compañía en Fout-Chou-Fou, a 10 de febrero de 1703, p. 344-360.

12) Carta del padre Bourges misionero de la Compañía de Jesús en las Indias al padre Esteban Souciet de la misma Compañía. Sin fecha ni lugar de procedencia, p. 361-367.

13) Carta del padre Jartoux misionero de la Compañía de Jesús en la China al padre Fontaney de la misma Compañía. Pekín 20 de agosto de 1704, p. 368-386.

14) Carta del padre Dentrecolles misionero de la Compañía de Jesús, al señor marqués De la Broissia, su hermano. Tao-Tcheou 15 de noviembre de 1704, p. 393-400.

Tomo VII

15) Carta del padre Faure, misionero de la Compañía de Jesús al padre Boesse de la misma Compañía a la salida del estrecho de Malaca en el Golfo de Bengala a bordo del Lisbrillac a 17 de enero de 1711, p. 30-43.

16) Carta del padre Dentrecolles misionero de la Compañía de Jesús al padre procurador general de las misiones de las Indias y de la China, Tao-Tcheou 17 de julio de 1707, p. 63-80.

17) Carta del padre Jartoux misionero de la Compañía de Jesús al padre procurador general de las misiones de Indias y de la China. Pekín 12 de abril 1711, p. 81-92

18) Extractos de algunas cartas escritas en estos últimos años de la China y de las Indias orientales

  1. a) Del padre Bouvet. Pekín 10 de julio de 1710, p. 178-182.
  2. b) Del mismo padre en el año de 1706, p. 183-187.
  3. c) Del padre Parrenin, Pekín en el año de 1710, p. 191-194.
  4. d) Del padre Gerbillon, Pekín en el año de 1705, p. 194-201.
  5. e) Del padre Royer, Tonkin 15 de diciembre 1707, p. 201-205.

19) Carta del padre Tallandier misionero de la Compañía de Jesús al padre Willard de la misma Compañía. Pondichery 20 de febrero de 1711, p. 246-285.

20) Carta del padre Dentrecolles misionero de la Compañía de Jesús al padre procurador de las misiones de la China e Indias. Tao-Tcheou 27 de agosto de 1712, p. 286-310.

21) Carta del padre Jacquemin de la Compañías de Jesús al padre procurador de las misiones de Indias y China. De la isla de Tfong-ming en la provincia de Nanking. Noviembre primero de 1712, p. 311-342.

Tomo VIII

22) Carta del padre Dentrecolles misionero de la Compañía de Jesús al padre Orry de la misma Compañía, procurador de las misiones de la China y de las Indias, Tao-Tcheou primero de septiembre de 1712, p. 61-113.

23) Carta del padre Dentrecolles misionero de la Compañía de Jesús al padre Broissia de la misma Compañía. Tao Tcheou 10 de mayo de 1715, p. 250-291.

24) Carta del padre de Mailla, misionero de la Compañía de Jesús al padre Colonia de la misma Compañía. Kieou-Kian-Fou en la provincia de Kiamsi en el mes de agosto de 1715, p. 311-347.

25) Carta del padre Dentrecolles, misionero de la Compañía de Jesús al padre… de la misma Compañía. Kim-Te-Tcin. 25 de enero 1722, p. 348-368.

26) Extractos de algunas cartas

  1. a) De una del padre Cazier. Cantón5 de noviembre 1720, p. 369-373.
  2. b) Segunda carta del padre Mailla, Pekín 5 de junio de 1717, p. 373-417.

Tomo IX

27) Carta del padre Domenge, misionero de la Compañía de Jesús. Nanyang-Fou de la provincia de Honan, 1 de julio de 1716, p. 298-306.

28) Extractos de algunas cartas escritas estos últimos años de la China y de las Indias.

  1. a) Del padre Parrenin. Pekín 27 de marzo 1715, p. 307-314.
  2. b) Del padre Le Roger. Tonkin en 1714, p. 331-334.
  3. c) Extracto de una carta escrita en Pekín. Noviembre 2 de 1717, p. 335-337.

29) Extractos de algunas cartas.

  1. a) De una de Pekín en 1721, p. 372-275.

30) Descripción del árbol que lleva el algodón o borras de seda: del árbol de la pimienta y de la laca o bermellón sacada de algunas cartas, p. 382-386.

Tomo X

31) Carta del padre Dentrecolles misionero de la Compañía de Jesús a la señora… Pekín 19 de octubre de 1720, p. 1-49.

32) Carta del padre Hypolito Desideri misionero de la Compañía de Jesús al padre Hildebrando Grassi misionero de la misma Compañía, en el reino de Maissour. Traducida al italiano. Lassa 10 de abril 1716, p. 50-60.

33) Carta del padre Jacques misionero de la Compañía de Jesús al señor Abate Raphaelis. Cantón y Noviembre 1 de 1722, p. 139-168.

34) Carta del padre Porquiet misionero de la Compañía de Jesús a su hermano Boussi-hien 14 de octubre de 1719, p. 169-181.

35) Carta del padre Gaubil misionero de la Compañía de Jesús al ilustrísimo señor Nemond Arzobispo de Tolosa. Quan-Tong en la China 4 de noviembre 1722 p. 289-296.

36) Carta del padre Parrenin, misionero de la Compañía de Jesús, al padre de la misma Compañía. Pekín 20 de agosto 1724, 296-308

Tomo XI

37) Carta del padre de Mailla, misionero de la Compañía de Jesús al padre… de la misma Compañía. Pekín 16 de octubre 1724, p. 1-56.

38) Carta del padre Parrenin misionero de la Compañía de Jesús al señor Fontanelle secretario perpetuo de la academia de las ciencias. Pekín mayo 1 de 1723, p. 65-94.

39) Carta segunda del mismo padre a los señores de la academia de las ciencias, p. 94-110.

40) Carta del padre Parrenin misionero de la Compañía de Jesús al padre… de la misma Compañía. Pekín 20 de julio de 1725, p. 125-163.

41) Relación abreviada de la persecución levantada en el reino de Tonkin… sacada de dos memorias, la una italiana y la otra portuguesa, p. 164-191.

42) Carta del padre Parrenin, misionero de la Compañía de Jesús, al padre… de la misma Comoañía. Pekín y agosto 24 de 1726, p. 217-244.

43) Carta del padre Contanzin, misionero de la Compañía de Jesús al padre Esteban Souciet de la misma Compañía. Cantón 2 de diciembre 1725, p. 295-310.

44) Carta del padre Parrenin, misionero de la Compañía de Jesús al padre Juan Bautista Du Halde. Pekín a 26 de septiembre de 1727, p. 311-328.

45) Memorial presentado al emperador por el general Fiurdane para que sean executados de muerte los que han abrazado una falsa ley, p.329-398.

Tomo XII

46) Carta del Padre Parrenin misionero de la Compañía de Jesús al reverendo padre Niel de la misma Compañía, segundo preceptor de los serenísimos señores infantes de España. Pekín y octubre de 1727, p. 1-26.

47) Carta del padre Contanzin, misionero de la Compañía de Jesús al padre Esteban Souciet de la misma Compañía. Cantón 18 de diciembre de 1727, p. 26-88.

48) Carta del padre Premare misionero de la Compañía de Jesús al padre… de la misma Compañía, p. 96-112.

49) Carta del padre Parrenin misionero de la Compañía de Jesús al padre Juan Bautista Du Halde. Pekín 15 de septiembre de 1728, p. 113-131.

50) Carta del padre Dentrecolles misionero de la Compañía de Jesús al padre Du Halde de la misma Compañía. Pekín y julio 26 de 1726, p. 132-154.

51) Carta del padre Dentrecolles misionero de la Compañía de Jesús al padre Du Halde de la misma Compañía. Pekín a 7 de julio de 1727, p. 230-239.

52) Carta del padre Dentrecolles misionero de la Compañía de Jesús al mismo padre Du Halde. Pekín 12 de mayo de 1726, p. 240-263.

53) Carta del padre Parrenin de la Compañía de Jesús al señor Dortous de Mairan director de la academia de ciencias. Pekín 11 de agosto de 1710, p. 335-382.

Tomo XIII

54) Carta del padre Malla al padre Heviev general de la misión francesa de la Compañía de Jesús, Pekín 10/Oct de 1731, p. 1-13.

55) Carta del padre Porquet misionero de la Compañía de Jesús al P. De Goule de la misma Compañía. Macao a 11 de diciembre de 1732, p. 14-39.

56) Carta del padre Malla misionero de la Compañía de Jesús al padre… de la misma Compañía. Pekín 18 de octubre de 1733, p. 56-73.

57) Carta del padre Parrenin de la Compañía de Jesús, misionero en la China al padre Du Halde de la misma Compañía. Pekín 5 de octubre de 1734, p. 74-97.

58) Carta del padre Estevan le Coutev misionero de la Compañía de Jesús al padre… de la misma Compañía en febrero 1730, p. 98-135.

59) Carta del padre Constanzin misionero de la Compañía de Jesús al padre Du Halde de la misma Compañía, Cantón a 19 de octubre de 1730, p. 136-196.

60) Carta del padre Parrenin misionero de la Compañía de Jesús al padre Du Halde de la misma Compañía. Pekín 26 de octubre de 1736, p. 204-248.

61) Carta del padre Dentrecolles misionero de la Compañía de Jesús al padre Du Halde de la misma Compañía, Pekín y Noviembre 4 de 1734. p. 315-338.

Tomo XIV

62) Carta del padre Parrenin de la Compañía de Jesús misionero en la China al señor Dortous de Mairan de la real academia de ciencias. Pekín 28/septiembre de 1735, p. 1-42.

63) Relación de la persecución levantada en el reino de Tonkin y de la gloriosa muerte de cuatro misioneros jesuitas degollados en odio de la fe, en 12 de enero de 1737 sacada de unas memorias portuguesas, p. 86-126.

64) Carta del P. Dentrecolles misionero de la Compañía de Jesús al padre Du Halde de la misma Compañía. Pekín 8 de octubre de 1736, p. 206-241.

65) Estado de la Religión en el imperio de la China en 1738. Anónimo, p. 246-275.

66) Carta del padre Parrenin misionero de la Compañía de Jesús al señor Dortous de Mairan secretario perpetuo de la academia real de las ciencias. Pekín 20 septiembre de 1740, p. 365-392.

67) Carta del padre Chalier misionero de la Compañía de Jesús al reverendo padre Verchere provincial de la misma Compañía en la provincia de Lion. Pekín a 10 de octubre de 1741, p. 33-404.

Tomo XV

68) Carta del padre Parrenin misionero de la Compañía de Jesús al padre Du Halde de la misma Compañía, p. 1-27.

69) Carta del padre Neuvialle misionero de la Compañía de Jesús al padre Brisson de la misma Compañía, p. 160-172.

70) Carta del padre Desrobert misionero de la Compañía de Jesús al mismo padre Brisson. Petsinenchan, en la provincia de Huquang en 1741, p. 133-188.

71) Carta del padre Baborier misionero de la China al P. Baborier su sobrino, p. 189-194.

72) Extracto de una carta del padre Gaubil al padre Cayron. Pekín a 10 de octubre de 1741. p. 194-198.

73) Carta del Hermano Attiret de la Compañía de Jesús, pintor en el servicio del emperador de la China al señor de Assaut. Pekín a 1 de noviembre de 1743, p. 207-232.

74) Relación de la persecución general que se levantó contra la religión cristiana en el imperio de la China en 1746, enviada de Macao a la señora de Saveterre de san Jacinto, religiosa Ursolina y bienhechora insigne de las misiones por el padre Juan Gaspar Chanseaume de la Compañía de Jesús, p. 320-376.

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