Hace un par de días me llegó, al fin, este ejemplar rosado de Papel para envolver verdura. Se trata de un libro extraño, que puede abrirse en cualquier página sin que medie en esa acción arbitraria el miedo a estarse perdiendo de algo, adelantándose a algo. Yo lo sé sin saberlo, porque tengo en mente todo el tiempo ese antecedente tremendo que es “Ensayos bonsái”. Parece, comparando ambos libros, que Fabián Casas se hubiera anticipado a sí mismo en el ejercicio de definir su escritura ensayística en términos de escritura capsular. Parece. No obstante, algo aquí me indica que “Papel…” es más que una radicalización de lo que ya había sucedido antes. Diríase que se está frente a una modalidad completamente aparte, cuyo elemento característico no es precisamente la brevedad –aunque la brevedad aparezca como el resultado inevitable de una forma de escribir interrumpida, que da bandazos, que llega a ninguna parte o se dispara por encima de las nubes de un momento a otro–, la precisión, o las ideas desmontadas al detalle. Una modalidad, eso sí, gustosa de mostrar sus costuras, que avanza, igual que el pensamiento, saltándose las reglas y acertando mientras imagina que está haciendo algo más: narrar, citar, divagar. Escritura del fragmento, le voy a llamar, a pesar de que Casas insista en verla –si no se es Walter Benjamin quien escribe– como una estrategia “para paliar cierto tipo de incapacidad”.
En la solapa del libro puede leerse (yo de plano leí primero uno de los textos de la compilación, el que me salió cuando corté la baraja) que los materiales reunidos fueron publicados anteriormente como notas breves en la prensa, específicamente en el diario Perfil. La verdad es que cualquiera pensaría que salieron de conversaciones aleatorias de Casas consigo mismo o con alguno de sus amigos, ideas de corto metraje que muchas veces se consumen sin tocar puerto y a veces son suficientes porque no tocan puerto: tres palabras, digamos, en las que nada sobra. Y eso me gusta, porque todos sabemos que la perspectiva de la continuidad es una ficción, y que cierta fuerza artificial, cierto empeño inorgánico actúa cuando la escritura reconstruye la secuencialidad y es, ella misma, secuencial. En ocasiones se hace muy bien, naturalmente, y a veces no queda de otra que hacerlo, pero la vida, tal y como es, se halla en los fragmentos, y no se mueve necesariamente hacia adelante (una narración sin sobrantes, con inicio, desarrollo y desenlace), sino que es errática y suele irse por las ramas, se extravía y se encuentra luego, o no, pero emerge como algo repentino, puntual, sucesos que más tarde nos encargamos de hilvanar en guirnaldas textuales ininterrumpidas. Así funcionan, pongamos, los recuerdos: a modo de islas que se saltan los conectores y se afincan en un trocito de tierra, un trozo de tierra que, por otra parte, no es necesariamente una imagen congelada en el tiempo sino una confluencia de muchos matices dentro de un mismo recuerdo. El resto es el vacío, lo que la mente no quiso registrar como acontecimiento. En uno de sus mini-ensayos Fabián habla de algo parecido mientras atraviesa la ciudad en coche con un amigo. Al pasar frente a las barrancas de Belgrano, este amigo piensa en su padre, en las tantas veces en que, de pequeño, lo llevara a jugar allí. Para entonces sus padres se acaban de separar. Sin embargo, es incapaz de ubicar el momento preciso en que esto se diera: él y su padre jugando solos en las barrancas de un tiempo sin fechar. Casas comenta entonces: “Las cosas –dije– suceden en el espacio. Eso es de lo único que estamos seguros. El tiempo, en cambio, es una fábula que se cuentan los hombres. Una fábula que a veces nos vuelve esclavos”.
En Papel para envolver verdura, Fabián renuncia a varias esclavitudes que sabe son muy preciadas entre cierto tipo de lector: los grandes temas, los argumentos bien planteados y defendidos, el ensayo redondito o la crónica, si es posible de largo aliento, en donde se pueden subrayar líneas y líneas absolutamente geniales. El texto ganador, diríase. Él, en cambio, se va por la salida de emergencia, jugándoselo todo “en la opinión y sin nada que la sustente”, siendo antojadizo, arbitrario, dándole a la manivela del pensamiento en sentido inverso y construyendo piezas perfectas en las que nada ocurre, nada nuevo o trascendental, su vida sin más, sus lecturas sin más, sus recuerdos sin más, su conciencia extrema de los detalles que el cerebro olvida mientras duerme. En no pocas ocasiones yo he escuchado de la admiración de Fabián por las personas que, a estas alturas del campeonato, preservan todavía una vida privada, gente que, explica el argentino, “no tiene deseo de trascendencia social”. Las columnas de Casas son privadas porque no buscan demostrar la grandeza del escritor, no quieren encantar con artificios retóricos sino traernos noticias del hombre que ha estado siempre. Para ello, se larga de los sitios que la literatura, en su afán constante de regulación, ha ido colonizando y volviendo géneros. Mucho más cerca de la oralidad que de cualquier otra cosa, pone en marcha una escritura que parece tener incorporada la memoria muscular de la conversación, una escritura atávica cifrada en el fragmento, el desvarío, en las conclusiones precipitadas e increíbles. También en la poesía, naturalmente. Todo ello en par de párrafos que avanzan por la página a la velocidad de un relámpago y se consumen, como un trago de ron, de una sola sentada. Allí está cómodo Casas, habla de lo que le viene en ganas y se expone en su intimidad (su padre, sus hijos, sus amigos forman parte importante de estos textos). Para él, esto “no se trata de buscar ser original, se trata de encontrar un lugar fuera de la sombra del genio para poder escribir”.
Casas ha logrado, creo yo, algo que él mismo diagnosticara para autores de la talla de Juan José Saer y Charly García: imponer los criterios en los cuales va a tener que ser leído. Es decir, en estos textos aprendemos a entrarle a los acontecimientos por la tangente, de cabezas, a trompicones (como en un escenario cubista) para luego quedarnos rumiando, recursivamente, los muchos niveles sumergidos que habrá que procesar poco a poco. Las columnas, entonces, no son sólo las tres palabras justas, sino las otras tres mil que, hacia el interior, se mantienen resonando en las primeras. Eso, por supuesto, no se alcanza así como así, Fabián es tremendamente creativo leyendo los sucesos del diario, de la historia personal y nacional, la política, y estableciendo conexiones bizarras entre cosas que, lo juro, no tendrían forma de tocarse. Es como si él pudiera, como los perros con ciertas frecuencias muy agudas, escuchar las relaciones subyacentes entre elementos que se mueven bajo lógicas propias en planos paralelos. Hay un texto, por ejemplo, que comienza así: “Una vez con mi familia matamos a un hombre”. A uno, faltaba más, le da un corrientazo instantáneo en el pecho en lo que llega a la segunda oración, debatido entre el absurdo de la confesión y la certeza de que se está frente a un recurso narrativo como otro cualquiera. Sin embargo, el verdadero desconcierto nos espera al final del ensayo, donde por fin sabemos que la familia de Casas no mató a nadie mientras comprendemos que, de cierta forma, sí lo mató. ¿O fue la navidad? ¿O fue la puesta en escena de los festejos familiares? ¿La cultura? El caso es que Veguita, un amigo de la familia que acaba de perder a su pareja y a quien el padre de Fabián invita a su casa para las fiestas decembrinas, presencia “el largo desfilar de la felicidad ajena” en lo que sería su última navidad. Al otro día va y se hunde en el mar. Fabián entiende que algo de aquella jornada en el seno de un mundo feliz que no le pertenece, reaccionaría con el dolor tremendo de este hombre y se convertiría en su tiro de gracia. “Una tragedia. [dice] Pero yo sé que el golpe final se lo dimos nosotros. Esa felicidad envasada que es la chispa de la vida”.
Otro ejemplo, en “Bajo el árbol de Buda” –un texto bellísimo que a mí me puso a pensar en mi padre, en el hecho de que llevo varios años sin verlo, en el hecho de que, cuando no lo veo, yo siento que envejece a mayor velocidad–, Casas identifica los muchos desechos y objetos que su padre recoge de la calle con “el árbol de la meditación”. Donde unos verían basura y una persona extraviada, él ve algo más, cierto estado de cosas que fijan a su viejo en el plano de una sabiduría fuera de la ansiedad de la cultura del deseo, un punto de ruido blanco en donde se está siempre en el corazón de lo humano. Casas lo pone así: “Mi padre (…) me dijo que ya no desea nada. Le pregunté si lo que me decía es que “ya no le interesaba nada”. Pero no, me dijo, “no deseo nada. Estoy bien”. Me di cuenta de que el verdadero budismo lo practican los que no pretenden ser budistas. Y pensé que esa fila de cosas heterogéneas que surge al costado de la cama de mi padre es el árbol de la meditación, el árbol nepalés bajo el cual Siddharta alcanzó el nirvana. Así que en silencio, a su lado, traté de sincronizar mi respiración con la suya y dándole mi mano, le dije lo que todo hijo le quiere decir a su padre: Dale papá, vos sabés algo que yo no sé, llevame de una buena vez a la iluminación”.
Los ejercicios interpretativos que tienen lugar en estas columnas, tal vez por la destreza de Fabián para evadir la pesadez de una mirada muy pagada de sí misma, o debido a su esfuerzo deliberado por no producir nada que haya sido extraído de la literatura (uno de los tips que el argentino le ofrece a su amigo Duncan para escribir cuando se trabe la rueda es el siguiente: “si lo que escribís te parece muy literario, es posible que estés exportando una imagen de la literatura a otra de la literatura: eso hace que las imágenes acoplen y se llama matrimonio de primos”), poseen la doble condición de ser espontáneos e injustificados, en el sentido de que no cuentan con el sustento o la sistematicidad necesarios para volverse leyes universales que la academia, un buen día, termine por esculpir en piedra, a la vez que certeros de una manera muy personal. Quiero decir, funcionan muy bien dentro de su propia constelación sentimental, gnoseológica, experiencial. Uno comienza a leer los muchos pequeños ensayos de “Papel…” y, de a poco, se va metiendo en los canales de Casas, va siguiendo la deriva de la narración, los atajos de su poesía conversacional. A veces se le ve contradecirse de uno a otro texto y uno asume que es, la contradicción, un fenómeno absolutamente natural, porque en el territorio encapsulado de sus reflexiones esa línea argumental resulta coherente. Es extraño, lo sé, pero eso no les resta veracidad a sus palabras.
Esta forma tan suya de poner en marcha la mente tiene que ver con el hecho de que el argentino, además de ser poeta, se interesa muchísimo por la filosofía. Y se interesa, también, por los modos en los que el hombre que no sabe que piensa, piensa las cosas. Va de cero a cien sin demasiado trabajo. Y a través de sus hijos y de la gente desconocida recodifica a pensadores de la talla de Hegel, Heidegger, Borys Groys. A lo mejor esto es too much, pero yo creo que Fabián olvida y reinventa la filosofía a partir de observar, con un asombro desmesurado –casi infantil– el mundo que le rodea. No quiero decir que funde un sistema otro, una corriente inédita con sello de autor, sino que se mantiene permanentemente en ese estado que él mismo denomina como “estado de pregunta”. En ese sentido es subversivo, porque no parte de un reconocimiento de las cosas que es ajeno a su experiencia o la de los suyos. Al menos no del todo. Siempre vuelve al escalón primero en el que el hombre común, sin certezas sobre lo que acontece, fabula desde la dispersión y el error. Entre los textos más bellos del libro están los que se acercan a Leonard Cohen, Isidoro Blaisten, los chicos de la película Proyecto Florida, Al Alvarez, su hijo Julián, su hija Ana. Para Casas, la filosofía, antes que tratado, es anécdota, interrogación, comprensión de los límites propios y ajenos, que son los límites de la vida. De Cohen no le interesa exclusivamente el gran compositor, sino la persona a la que, tras haberse largado a un monasterio, se le revela que no está dotada para la vida espiritual y recoge sus cheles y se vuelve a los escenarios a hacer lo que sabe impelido por la necesidad de pagar las cuentas de la universidad de su hijo. “Lo que uno siente leyendo estas entrevistas de Cohen –escribe Fabián– es que se lo puede escuchar. La claridad de su pensamiento logra traspasar la incertidumbre de la traducción. Cohen es un hombre común. Un hombre que está seguro de no haber inventado nada.” De Al Alvarez analiza ese libro que se acerca, sin autocompasión alguna, al país de la vejez: “En el estanque (Diario de un nadador)”. Da la impresión de que Fabián se reconoce a sí mismo en el protagonista de la historia, de alguna forma los dos son compañeros en la labor de contar y meditar con extraordinaria destreza las inflexiones mínimas de la cotidianeidad, esas áreas grises a las que la gente voltea la cara. El proceso de envejecer, por ejemplo, un arco temporal en donde nada pasa mientras cambia todo. El personaje de Al Alvarez encuentra alivio en la natación, Fabián en el karate. Hay en ello una sabiduría básica, esencial, la lucidez de superar ese baremo contemporáneo –muy de la industria del espectáculo, por cierto, y de las redes sociales– que dictamina los límites de lo trascendental, de lo que cuenta o debería contar.
A lo largo del libro, Casas desenrolla pequeñas hebras ficcionales que más que narrar historias alucinantes sobre cualquier cosa, dan cuentas de cierta manera de aproximarse a lo real. El dispositivo de su mirada es diáfano pero poderoso en la medida en que, diríase, tiene profundidad de campo. Fabián es capaz de enfocar aquellos elementos que habitualmente pasarían como background y leer en ellos el signo de los tiempos. Suele afirmar que no posee una imaginación fértil por lo que escribe su vida y la de sus amigos, sin embargo, esto no es cierto. Pensar es ficcionar, y él lo hace endemoniadamente bien, tomando los atajos de la poesía, rutas que se internan en territorios vírgenes. La poesía de estas piezas es mineral, física, cortada al ras, una lengua que se mueve en la longitud de onda de las cosas, los chicos, la gente sin nombre, lo infraordinario. En uno de los textos Fabián cuenta la vez en que, por unos pocos minutos, perdió a su hijo de tres años en un parque de diversiones. Los que somos padres sabemos del terror que generan este tipo de historias en uno, todo cuanto confluye en ese agujero negro que es la película de la desaparición, la pérdida del hijo. El argentino describe el momento con esta exactitud milimétrica y universal: “Pero ese día soleado, cuando volví a entrar al recinto de los juegos, Julián no estaba. No sentí culpa por la responsabilidad de que se me hubiera perdido mi hijo, sino que sentí –en esos cinco o seis minutos que no estuvo– toda la extensión del dolor de un mundo sin Julián”. Es una línea y es un golpe y es la tristeza ilimitada repartida en unas cuantas palabras. Luego, casi al final del libro, mientras pasea con sus hijos por el centro de la ciudad playera de Monte Hermoso, una figura importada de un tiempo que no existe más, se le atraviesa en el camino y lo lleva consigo por encima de la velocidad y el “progreso” para mostrarle que hay algo fijo, hermoso, sembrado en la memoria de la especie: “Detrás de la vidriera –la puerta también es de vidrio– se ve a una anciana trabajando con un vestido, ajena al trajín de la canícula. Este local es un pequeño haiku en medio de la prosa estéril de las vacaciones. No es un local de alguien que espera el verano para hacer plata, tiene algo de permanencia en medio de la impermanencia. Está ahí ahora y seguro estará abierto también cuando nos vayamos los turistas y llegue el invierno y la marea avance sobre las anchas playas”.
“Papel…” es un volumen construido a partir de fragmentos que se orbitan entre sí y dan forma singular a un pensamiento con un pie en la tierra y el otro en el pasado del hombre. Un pensamiento que se extraña del mundo, y se fuga, para luego regresar y habitarlo como si fuera, el mundo, una verdad que nos ha sido dada. Fabián agarra instantáneas de su infancia, su juventud, su disco preferido de los Beatles (Abbey Road), sus figuras de cabecera (Saer, Heidegger, Kurt Cobain, Cheever, Spinoza), los libros que se va leyendo: Manual para mujeres de la limpieza, Lucia Berlin, El loro que podía adivinar el futuro, Luciano Lamberti, M. Train, Patti Smith, Mi juventud unida, Mariano Blatt, películas menores (El pasante), películas tremendas (Proyecto Florida), las despliega sobre el suelo de la habitación y busca en ellas algunas claves para orientarse en este bizarro asunto del vivir. Por el camino se da de bruces con otras cosas, ideas que procesa hasta transformar en mantras que más tarde traslada de uno a otro sitio. De alguna manera, esos mantras llegan a nosotros como noticias del futuro, y nos sirven también para sostener la vertical en momentos de desconcierto. A veces nos permiten descubrir un autor, ir a ver una serie, leer un libro u orientar la mirada de este a oeste. Me gusta que su escritura se dispare y se interrumpa abruptamente, y termine sus reflexiones como si en algún lugar fuera del texto –su cerebro, supongo– él siguiera de largo y nos dejara atrás. Me atrae lo fragmentario, esa insolencia de oponerse a la noción de totalidad. Como Ander Monson creo que el fragmento “es la representación más honesta de cualquier cosa”.
Uno de mis cierres favoritos de Papel para envolver verdura es este que Fabián diera a la entrada de Patti y que yo, tranquilamente, podría reutilizar para él: “En esas pequeñas cosas, como canta Serrat, está lo más poderoso y productivo del libro de Patti Smith. Que me llegó fallado en algunas hojas, pero todo está fallado”. Y sí, mi ejemplar rosado también lo está, a partir de la página 45 yerra la numeración. Igual, a quién le importa, es un libro para leer desde la aleatoriedad, los saltos temporales y la dispersión. Ya saben, abrir la compilación en una página cualquiera y leer sin más.