El silencio de Arthur Schnitzler

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Escribo estas líneas en la Ciudad de Guanajuato en mayo de 2020, en medio de la pandemia causada por el COVID 19. No podría estar, al mismo tiempo, más lejos y más cerca de mi patria Austria. Es imposible viajar, visitar a mis padres y volver a ver a los pocos amigos que allá quedan. Es imposible volver a ver la ciudad imperial Viena: su esplendor del que los turistas abusan y que abusa de los turistas; sus barrios oscuros en cuyas calles se han impregnado las huellas de miles de perseguidos, víctimas de pogromos, luchas callejeras y de sus propias convicciones que habían tratado de defender contra la monarquía del “laissez faire” primero, la dictadura de la mediocridad más tarde. Es imposible volver a admirarme en vivo y directo ante la capacidad intelectual y artística de Austria que da la mano a los peores abusos y excesos ocurridos en la historia humana. Sin embargo, estoy cerca de Austria porque vivimos la misma miseria viral, las mismas dudas, los mismos miedos, la ira y la decepción porque nuestros planes para este año se han ido al traste, la alegría porque gozamos de cierta seguridad, el concientizarnos de nuestros privilegios y, en un caso ideal, el darnos cuenta de que no hay nacionalidades ni fronteras ni diferencias raciales y sociales, ya que todos vivimos la misma crisis. Es obvio que describo ilusiones y estados de ánimo subjetivos. Sin embargo, estoy convencido de que la limitación de los contactos físicos logra que nos sintamos más cercano el uno del otro. Discutimos, a veces de manera demasiado violenta, si ya deberíamos salir, regresar a una normalidad que jamás será la misma, o si es preferible encerrarnos unas semanas o meses más. Nadie, a estas alturas, sabe qué es lo correcto. Pero compartimos la inseguridad que nos pone frente a nuestra vulnerabilidad y fragilidad de seres humanos. Todos somos iguales, no hay más igual. Reconocer esto constituye una crisis profundamente humana que ahora nos acerca. Espero que, superada la crisis, no nos separe más.

A partir de la derrota austriaca en la batalla de Königgrätz, el 3 de julio de 1866, contra los militarmente mucho más eficientes prusianos, Austria vive una crisis social y humanitaria que no termina ni con la Primera Guerra Mundial, ni con el final del Imperio, ni con la toma de poder de Adolf Hitler, una crisis ontológica cuya esencia forma la base de la moderna República de Austria: la crisis de un país que no puede ser una nación y que no quiere ser una patria, la crisis también de una entidad política sin fronteras porque toda ella es frontera. La historiografía suele referirse a esta entidad, si habla de su manifestación monárquica, como Imperio austrohúngaro. Este imperio y este nombre existen, sin embargo, apenas a partir del 8 de junio de 1867. El imperio y su nombre son ficciones, construcciones artificiales necesarias para darle nombre a algo que no puede tenerlo, un intento desesperado de inventar una nación donde no la hay.

Sólo once días después de la puesta en escena de este nombre, en la muy distante ciudad de Querétaro, muere Fernando Maximiliano de Habsburgo, el iluso hermano del sempiterno emperador austriaco Francisco José I. En el Cerro de las Campanas tres pelotones fusilan a un noble europeo, un burgués pseudoaristocrático mexicano y a un general indígena. Se trata de un acto con una fuerza simbólica desplegada por muy pocos otros acontecimientos históricos. Edmundo O’Gorman, en su polémico ensayo La supervivencia política novohispana, se da cuenta de que este acto tiene un prólogo grotesco ubicado en el castillo de Miramar los días 3 de octubre de 1863 y 10 de abril de 1864, cuando una delegación mexicana encabezada por José María Gutiérrez Estrada ofrece el trono mexicano al archiduque austriaco. O´Gorman se imagina un diálogo entre sordos. El mexicano, exiliado desde hacía décadas en Europa, ofrece al Habsburgo un trono anclado en la tradición de la monarquía absolutista y católica española, una monarquía en la que no hay ni constitución ni participación ciudadana ni libertad de culto o de prensa. El austriaco recibe un trono que, cree o sueña, será el inicio de una nueva dinastía más poderosa que la de su hermano, pero respaldada por una carta magna y derechos “sabiamente liberales” que incluyen el de elegir libremente la confesión religiosa. Como afirma O’Gorman, “no pudo ser más desacertada la elección del archiduque Maximiliano”.

Los conservadores mexicanos habían escogido el modelo monárquico equivocado: tiránico, en lugar de representativo. Maximiliano distaba de ser republicano y sus ideas liberales solían detenerse ante la realidad, pero era un monarca que no quería gobernar solo. Además, era teatral. No cabe duda de que esta teatralidad monárquica la asimiló en Viena, ciudad regida, más que por una corte o un parlamento, por los escenarios y la fachada. El archiduque de opereta trataba de hallar su propia ontología y llevar a la praxis uno de los destinos que, de nuevo según O´Gorman, habían sido inscritos en la historia mexicana. El resultado final es fatal: mueren para México, para el futuro del país, en el Cerro de las Campanas, la aristocracia pura, la burguesía aristocratizante y, en su sombra, la gran mayoría poblacional indígena. Si un austriaco se aferra a sus ideas políticas y pretende establecerlas en territorio ajeno, las consecuencias son, no importa en qué siglo, desastrosas.

Es triste pensar en lo eludible de estos resultados que se originan en una conversación fallida, en el predominio de la forma y del “así ha de ser” sobre el contenido y el “así podría ser, pero antes hablamos”. En México, Maximiliano de Habsburgo vive su “Abenteuernovelle” (Novela de aventuras), se aferra a un destino que jamás se le había asignado. Arthur Schnitzler tenía cinco años (por cierto: nació un 15 de mayo, día de la entrega de Querétaro al ejército liberal mexicano), cuando la noticia de la muerte del noble austriaco se propagó en Europa y, a lo largo de unos meses, Benito Juárez se convertía en el héroe de algunos, la némesis de muchos. Quizás el dato se guardó en las brumas de la memoria infantil, quizás su padre, el médico prominente Johann Schnitzler, le contó de la muerte del príncipe o de la locura de la princesa. En todo caso, estoy seguro de que la versión de la ejecución que podría conocer el joven Schnitzler se asemeja al “Ceremonial para el fusilamiento de un Emperador” de Fernando del Paso, dado que el hijo del Herr Doktor aún nace en medio del imperio de las formas que funcionan y estabilizan la vida, pero tendrá que ser testigo de su larga decadencia y su destrucción. El austriaco convertirá las superficies bellas, las formas reguladoras, su decadencia y ruina en una de las obras dramatúrgicas y narrativas más perspicaces en lengua alemana. Es curioso: parte de la superficie para sumergirse en lo más profundo y sensible de una época, una cultura, un imperio. No en balde, Freud lo percibía y temía como su Doppelgänger el ser idéntico a uno que opera en otra esfera, pero actúa igual que uno y amenaza con la aniquilación de la propia vida. Es de suponer que Schnitzler tenía el mismo miedo ante la persona y la obra del gran médico.

La seguridad ontológica que garantiza una etiqueta imperial o burguesa o lumpen impregna la juventud de Schnitzler, sus estudios de medicina, sus intentos de seguir las huellas de su padre, sus primeros éxitos como escritor. A la postre, esta seguridad genera la nostalgia, es decir, el anhelar algo que, así como el deseo lo presenta a nuestra memoria, jamás había existido: se anhela una ficción.

Una generación más joven y proveniente del Este del Imperio, Joseph Roth estructuraría su obra alrededor de esta nostalgia, la que su abuso desmedido del alcohol no curaba, sino agudizaba. Las figuras de Roth creen en el idilio de la monarquía de los Habsburgo. Su imposibilidad de vivir y de encontrar un destino es consecuencia directa de la destrucción del Imperio. Roth, el autor de carne y hueso, sentía la necesidad de inventar su propia biografía, era un mitómano. Sin embargo, esta necesidad refleja también la ausencia de un hogar, de una patria. Su natal Brody había, según él, dejado de existir. Posiblemente ni siquiera nació ahí, posiblemente su padre jamás lo abandonó, posiblemente no conoció las trincheras de la Gran Guerra. No sabemos y Roth no quiere saber. Tiene que inventar una existencia porque la única posible, la que habría podido vivir en la Viena imperial, había dejado de ser una realidad. A Roth sólo le quedó la opción de reconstruir ese pasado, en decenas de novelas y narraciones. A la par inventa su propia vida en el idilio monárquico: una construcción endeble amenazada por un abismo.

A diferencia de Roth, Schnitzler había conocido la forma de vida que el autor de El Leviatán anhelaba, pero no pudo ver en ella el idilio, sino sólo el abismo. Schnitzler sabe demasiado bien, gracias a Freud, que la etiqueta y las fachadas hermosas son disfraces que impiden ver lo grotesco y deforme. En la monarquía de los Habsburgo, las fachadas se independizaron y dejaron suelto y libre lo deforme y lo grotesco. A esta constelación las figuras de Schnitzler se enfrentan una y otra vez: no pueden encontrar su destino porque no lo hay. A ellas sólo espera una superficie bidimensional. La dimensión faltante es una amenaza externa, lo deforme desprendido que había completado ––antes, quién sabe cuándo–– la superficie. Y nadie, ni ellas ni nosotros, puede querer que el complemento vuelva a adherirse a la superficie porque esto significa guerra y matanza y pogromo y campo de concentración. Creo que esta constelación sin duda esquizofrénica es la esencia de la gran literatura austriaca.

A la vez, estoy convencido de que surgieron, la esquizofrenia y la grandeza cultural, en un periodo poco conocido de la historia centroeuropea: el Biedermeier. El periodo se conoce también como Vormärz, antes del marzo revolucionario de 1848. En política, equivale al gobierno de mano dura del príncipe Clemens von Metternich, el creador de la Europa posnapoleónica que se había armado bajo su batuta intrigante en el Congreso de Viena de 1814/ 15. El canciller se apoyaba en una censura estricta y eficiente que callaba a intelectuales y artistas. Encontró muchos enemigos entre los escritores europeos, quizás el más prominente haya sido Stendhal. En Austria, el gran dramaturgo y narrador Franz Grillparzer dejó de publicar alrededor de 1835 a causa de la política restrictiva de Metternich. Mas, Grillparzer no dejó de escribir.

El nombre “Biedermeier” es impuesto, se basa en unos versos satíricos publicados sobre un poeta aficionado apellidado Biedermeier quien parecía representar la supuesta mediocridad cultural e intelectual de los años 1815 a 1848. Es cierto que el arte y la literatura del Biedermeier se encapsulan, hay un retiro a lo privado, un intento de separar la esfera pública y política del arte y de la poesía. No había otra opción, ya que la censura de Metternich impedía un arte público, si ese arte era contestatario o cuestionaba las realidades dadas. Entonces, si el arte quería preservar sus características ontológicas, el confinamiento era inevitable. No obstante, el Biedermeier produce gran arte, no es esta apoteosis de la mediocridad que algunos críticos hasta hoy detectan en él. Los pintores, músicos y poetas del Biedermeier hibernan porque sus ideas y proyectos innovadores entran en conflicto con una forma, con una etiqueta política muy exitosa que equivale al dominio de los Habsburgo sobre todo un continente, de la realización del principio AEIOU (posiblemente “Austriae est imperare orbi universo”) a lo largo de tres décadas. El arte se retira modestamente ante ese brillo de la superficie, pero resguarda con celos el verdadero contenido de la etiqueta: la hipocresía, la arrogancia que reta hasta a la muerte, el suicidio que es una manera de retar al destino, la desigualdad social, el descontento de los estados no germanos del Imperio, la importancia otorgada a figuras militares y autoritarias, una moral sexual represiva que produce la imposibilidad de un trato social satisfactorio, etc. Esta cloaca normativa se gesta en el Biedermeier y se esconde, pero no puede permanecer invisible.

1848 trajo una corta primavera política y cultural (hasta Grillparzer volvió a publicar), pero es la paulatina petrificación en el poder de Francisco José I y es la ciega confianza de los austriacos en que ese emperador va a estar para siempre lo que, muy lento, posibilita una apertura, traza una ruta por la que la cloaca puede ser liberada. Sin embargo, siguen operando la etiqueta y la forma, es decir, hasta la cloaca debe ser bella y estéticamente satisfactoria. No en balde, el sistema de canalización vienés es una obra de arte, no en balde el cementerio central es hermoso y no en balde Freud ideó el psicoanálisis en Viena, una de las mejores obras ficticias de la literatura europea. Arthur Schnitzler, en este sentido, es el primer hereditario del Biedermeier, quizás el más grande.

A diferencia de lo que posiblemente creían los monárquicos mexicanos del siglo XIX, el reino de los Habsburgo no se basaba en el principio imperial, sino en el dinástico. Hay un imperio, pero éste sin la dinastía, sin una familia, no es nada. Es difícil identificarse con una forma de gobierno, es cómodo hacerlo con un nombre. Si hay Kaiser, no importa cómo se gobierna, con o sin parlamento, con o sin federación, todo se permite. Pero el Kaiser no debe faltar. Y el Kaiser necesariamente es un Habsburgo y tiene un nombre, de preferencia Karl, pero también Franz Joseph suena bien y, conforme se opone a la necesidad de morir, suena cada vez mejor.

En una carta a Thomas Mann del 28 de diciembre de 1922, es decir, escrita en medio de las inseguridades económicas e ideológicas de la endeble primera república austriaca, Arthur Schnitzler confiesa su desconfianza ante cualquier forma de gobierno o estado. La cuestión de la forma que un estado tome, escribe a Mann motivado por las Consideraciones de un apolítico del novelista alemán, le parece de una “ziemlich nebensächlichen Bedeutung” (un significado bastante irrelevante), ya que un líder político, no importa si es emperador, rey, presidente o canciller, es capaz de crear la forma con la que opera. Y Schnitzler cierra con una oración tajante y preocupante a la vez: “Zu einem Menschen kann ich mich zuweilen bekennen, kaum je ohne Vorbehalt, zu einer Staatsform als solche nie” (A veces puedo hacer profesión de un ser humano, raras veces sin reserva, de una forma de estado como tal, jamás). Tranquiliza el “sin reserva” en este credo. Aun así: hasta Schnitzler, el autor que había desmantelado las hermosas fachadas del Imperio, viviendo el primer intento ingenuo de democratizar los tristes restos de este Imperio, anhela el poder unificador y la atracción magnética que un nombre ejerce. Franz Joseph como sistema de gobierno le parece mucho más coherente y aceptable que “Austria”, un nombre ficticio, el desecho de “Imperio austrohúngaro” que de por sí ya era ficticio.

Un nombre encierra un destino. Si no hay nombre, no hay destino. Si el nombre es un constructo, el destino siempre va a ser una falacia. Estas catchphrases bastante trilladas resumen quizás el dilema existencial al que los personajes de Schnitzler en narrativa y dramaturgia se enfrentan. Cito la lacónica frase inicial de Abenteuernovelle: “Daß Anselmo am gleichen Tage Vater und Mutter verlor, bedeutete ein Schicksal, das zu diesen Zeiten manchem Jüngling beschieden war…”. “El hecho de que Anselmo perdiera a su padre y su madre el mismo día, revela un destino, que en estos tiempos era el de muchos jóvenes…” Anselmo comparte un destino. Al mismo tiempo, queda libre para buscar su destino. En pocas palabras, Schnitzler expresa una diferencia fatal simbolizada históricamente en la monarquía de los Habsburgo. Quien quiera encontrar su destino individual, necesariamente tiene que separarse del colectivo y enfrentarse al riesgo de no hallar nada. El imperio de Franz Joseph hizo su último intento de encontrar este destino, es decir, de distinguirse de las demás formas de estado europeas, mediante la invención de Austria-Hungría. Anselmo trata de oponerse a la predicción de su última hora que equivale al cumplimiento definitivo de un destino. No acepta lo dado, no acepta el fatum, dado que cuestionan la validez de sus actos individuales. La actitud es tan irracional y grandiosa como la de William Blake quien adoraba a Satanás porque este ángel retirado se había rebelado contra un ser perfecto y omnipotente, una rebelión absurda e inútil, pero individualizadora. Es tan humana como la del Sísifo de Camus que se siente feliz cuando corre cuesta abajo para alcanzar la desgraciada piedra que es su destino inevitable del que, por unos segundos o minutos, puede creerse liberado.

Anselmo resume la búsqueda infructuosa e inevitable a la vez de muchas figuras schnitzlerianas. De Fridolin en la Traumnovelle, por ejemplo, quien tiene los ojos tan ampliamente cerrados que, después de arriesgar su vida en un intento absurdo de descubrir una pizca de verdad, acepta que hay que vivir el destino previsto sin que nos ciegue del todo y nos prohíba ver el atrás de la fachada bonita. Regresa entonces al hogar, a la cápsula del Biedermeier, pero no tira la máscara de la noche de orgía que antecede. No cabe duda de que Schnitzler aprende la lección en los escritos de Freud y de otros psicoanalistas del círculo. Al mismo tiempo la vive en Viena. Vive una monarquía que se cree eterna, un emperador olvidado por la muerte, una ciudad que baila el vals hacia la extinción, cuyas notas se siguen escuchando después de la extinción consumada. Vive un país que prolonga el sistema dinástico más allá de lo históricamente debido, un país que, después de 1866, trata de ser una nación, aunque sabe que la opción nacionalidad jamás ha sido inscrita en la idea dinástica, en la idea “Austria”. No es casualidad que la variante más rancia y brutal del nacionalismo la invente, poco después de la muerte de Schnitzler, otro austriaco quien arbitrariamente convierte a los austriacos en alemanes y les dice: “Aquí tienen su nación”.

Arthur Schnitzler vive, antes y después de la Primera Guerra Mundial, una situación tan paradójica como es paradójico el destino individual que todos quisiéramos tener y nadie alcanza porque siempre la historia, los padres, la tradición, la idiosincrasia se imponen. Mas: ¿qué son la historia, los padres, la tradición y la idiosincrasia austriacos? Ni germanos ni eslavos, ni cristianos ni musulmanes ni judíos; no hay idioma común, tampoco tradiciones y costumbres que todos puedan compartir e intuitivamente comprender. Antes de la primera contienda hay una conglomeración multicultural, multilingüística, multiconfesional, multifatal que es y no es una unidad. Después de la guerra hay el diminuto resto de esa arquitectura disfuncional, un resto que se siente germano y, al mismo tiempo, ve con ojos llenos de nostalgia hacia el este donde desaparece el Danubio, que ni es azul ni alemán. ¿Cómo encontrar su destino en medio de esto que no tiene nombre? Fridolin aún se resigna y espera que, de vez en cuando, en momentos privilegiados, sus ojos puedan vislumbrar algo de la realidad de su destino que se relega al sueño de donde nadie, ni Freud, lo debe hacer surgir a la superficie del día a día. Anselmo lucha con la fuerza que da la desesperación y la falta de lazos familiares. No sabemos si se va a resignar, si querrá vivir a pesar de todo. Es probable que Schnitzler, cuya propia fuerza vital fue doblegada por el suicidio de su hija Lili en 1928, le prescribiera la muerte voluntaria, quizás la única manera de individualizar nuestros destinos y, no es casualidad, una de las causas de deceso más frecuente entre los literatos austriacos. La certeza de un destino individual inalcanzable sólo puede cristalizarse en un país que de facto no existe, pero quiere nacer y vivir como idea: AEIOU, Austria. La idea podría unirnos a todos y volvernos finalmente humanos. La idea podría matarnos. La idea podría ser difundida por Schnitzler o Karl Kraus, los que se confesaron mutuamente un desprecio muy elegante. La idea podría ser traducida en actos políticos por Adolf Hitler. Nosotros no decidimos porque la capacidad de decidir implicaría tener un destino individual.

Los relatos y dramas de Schnitzler revelan que vivimos perennemente el momento en el que el ratón se da cuenta de que una serpiente lo hipnotiza. ¿Qué hará el reptil? Creo que la pandemia actual opera de la misma manera: nos mata y nos devuelve la vida al mismo tiempo, nos separa y nos une, nos enseña que no hay destino individual. Schnitzler murió a tiempo porque aún podía dudar del producto final de la vacilación austriaca. No sé qué nos toca a nosotros.

Hay otro aspecto que une, de manera rara, las obras de Schnitzler con el COVID: la anonimidad de las cifras. La estadística es una ciencia complicada, no cabe duda. Es una ciencia con las características que Bouvard y Pécuchet, las genialmente ingenuas figuras de Flaubert, registran: hay muchas excepciones a las reglas, tantas que convierten las excepciones en reglas. Los personajes del novelista francés deducen (¿deducen?) que, por ende, las ciencias exactas no son exactas, sino instrumentos creados para tergiversar los hechos y confundir a los que dependen de los hechos, a nosotros. La estadística pretende predecir el desarrollo de ciertos números: votos electorales, eventos meteorológicos, infectados y muertos por una enfermedad. Raras veces atina y raras veces no atina. En un periódico austriaco se pudo leer hace poco que hay dos estadísticas sobre las muertes causadas por COVID. Sus resultados son diametralmente opuestos y ambas son correctas. El lego científico desespera ante lo que su ignorancia percibe como falta de lógica y coherencia. Sin embargo, esas contradicciones sólo reflejan la incontrolable complejidad de nuestro mundo y de nuestras existencias individuales. La estadística, durante los meses críticos de la pandemia, pudo salvar muchas vidas. Sus intérpretes, legos en su mayoría, abusan de ella porque piensan que las cifras sólo son cifras, que unos datos que se comportan de manera tan arbitraria e imprevisible, nada tienen que ver con la vida. Un buen médico, sin embargo, uno de estos que saben que su ciencia no es ciencia o lo es en el sentido flaubertiano, comprende que todo tienen que ver con la vida: arbitraria, imprevisible, compleja, incontrolable. Comprende, entonces, que los números son existencias individuales: caracteres hermosos y deplorables, seres talentosos y mediocres, feos y bellos, solitarios y sociales, con otros seres que dependen de ellos y de los que ellos dependen. Las cifras de la estadística, en otras palabras, no hablan en tercera persona del plural, sino recurren al yo y al nosotros.

No olvidemos que Schnitzler, antes de ser escritor, era médico, uno no tan malo, uno que sabe que los medicamentos y las cirugías no curan nada si el paciente no quiere ser curado, que sabe también que jamás entenderemos ni podremos predecir el comportamiento del cuerpo ni, menos aún, el de la mente. Creo que los dos temas predilectos de Schnitzler, las dos manifestaciones concretas de la simbología subyacente a su obra, surgen porque el vienés pretende demostrar que no hay, no debe haber, cifra anónima vaciada de sentido y, por ende, insensible. Me refiero a guerra/ muerte y amor/ sexo: Eros y Tánatos.

Mencioné hace unas líneas que Karl Kraus y Arthur Schnitzler no se entendían muy bien. Schnitzler veía en el más joven Kraus un advenedizo interesado, aunque rebosante de talento. Kraus posiblemente se desilusionó y, después de 1918, dejó de buscar el reconocimiento de Schnitzler al que, sin duda, admiraba. Aún en diciembre de 1917, Kraus dedica un epigrama famoso al médico escritor:

 

Sein Wort vom Sterben wog nicht schwer,

doch wo viel Feinde, ist viel Ehr:

Er hat in Schlachten und Siegen

geschwiegen.

 

(Su palabra del morir no pesaba mucho.

Pero donde hay muchos enemigos, hay mucho honor:

En batallas y victorias él ha

callado.)

 

Una parte de la crítica literaria interpreta los cuatro versos como un rechazo del silencio de Schnitzler durante los años bélicos. Nada más equivocado. Kraus alude a la narración Sterben (Morir) publicada en 1894. En ella, Schnitzler describe los últimos meses de un enfermo de tuberculosis, describe el morir de Felix. La cercanía de la muerte y su conversión de un fenómeno inevitable pero inofensivo, porque siempre toca a los demás, en un hecho concreto y tangible, individualiza a Felix quien muestra su ser completo que es ––enseñanza de Freud–– Dr. Jekyll y Mr. Hyde al mismo tiempo. Intenta incluso matar a su novia, obligarla a que lo acompañe a un inverosímil más allá. Individualizar no significa idealizar, mucho menos embellecer al yo, significa su despertar y actuar sin limitaciones normativas, significa humanizar en el sentido más profundo de la palabra. Se trata de un morir que debe ser descrito, que vale la pena y “no pesa mucho” porque es la culminación del ser, su liberación, su levedad. El morir en la guerra, por otro lado, no vale la pena y pesa demasiado. Ser destrozado en la trinchera o envenenado por gas mostaza atenta contra la vida e impide que el ser se muestre en todas sus facetas: las bellas y las monstruosas. La única reacción posible ante ese morir es el silencio. Y Schnitzler no dijo nada durante la guerra, reservaba sus convicciones, dudas e iras a un diario íntimo que se publicaría a partir de 1983. Se trata de ese callar muy elocuente que Kraus propagaba como única forma digna de un servidor del lenguaje de oponerse a la barbarie.

El respeto ante la lengua une a los dos escritores, aunque se muestre de maneras antagónicas, lo que explica la postura escéptica sobre todo de Schnitzler frente a Kraus. El autor de Die Fackel se describe como un epígono que renta una pequeña habitación en una casa reservada a los grandes maestros del idioma. No se trata de modestia, al contrario: Kraus se presenta como el dios vengador del idioma, como su guardián que lo cuida de los ataques de la estupidez. Estúpidos son los que creen que pueden abusar del lenguaje sin que haya consecuencias. El grandilocuente vienés incluye a casi todos los escritores de la preguerra en esta categoría y los señala como responsables de la gran masacre. Mucho significa su elogio para Schnitzler, quien supo callar. Sin embargo, el creador de miles de páginas protagonizadas por militares calla porque efectivamente se subordina al lenguaje, sabe posiblemente que la capacidad lingüística es una función biológica más que padece de una enfermedad grave en tiempos bélicos, ante la cual el médico/ escritor confiesa su impotencia. Schnitzler percibe, por ende, los himnos a una guerra liberadora, los poemas dedicados a la belleza de tanques, aviones y cañones Krupp que muchos ––demasiados–– intelectuales y cabezas brillantes en toda Europa proliferaban, percibe la idea de que hay aliados y enemigos, como un malfuncionamiento biológico que sólo el tiempo podrá, quizás, curar. El morir no es una enfermedad, el hablar de la “muerte heroica” sí lo es.

En el fragmento Boxeraufstand (“La rebelión de los Bóxers”), Schnitzler resume magistralmente su actitud ante el lenguaje, su auténtica modestia. Raras veces el austriaco ubica sus relatos en escenarios ajenos a Viena o a los centros urbanos de la (ex) monarquía habsbúrgica, prefiere el exotismo temporal al geográfico. En este sentido, Boxeraufstand es excepcional. Pero excepcional también es la claridad de la simbología: la lectura salva la vida. Mejor dicho: la inmersión en el lenguaje, el entregarnos a él sin compromiso, sin permitir la intromisión de una realidad hecha no por el lenguaje, sino por sus usuarios enfermos, nos salva la vida ––única medicina posible–– como género humano. El morir en el cuento es colectivo y causado por la guerra, es, por ende, incontable. Sólo el lenguaje de un libro regala la vida. A primera vista se trata de un acto arbitrario. No lo es. Ningún prisionero que copie al lector original del cuento se salvaría de la ejecución. El lenguaje no permite ni copias ni abusos, dado que se renueva continuamente. Los que lo fijan reparten el primer germen de una enfermedad contagiosa, como el lenguaje bélico de la muerte heroica. El escritor, entonces, que grite en tiempos de guerra, siempre será culpable, un foco de infección. Kraus tuvo razón: Schnitzler calló. Sin embargo, si Kraus pensaba que con la violencia de su idioma podría erradicar la estupidez brutal del bélico, Schnitzler, médico de nuevo, prefirió observar y confiar en la función auto curativa del cuerpo.

¿Eros vencerá a Tánatos? Así lo creía Freud, posiblemente porque, después de la pérdida de su hija Sophie en 1920, necesitaba creerlo. Lili, la hija de Schnitzler, se suicidó en 1928. En este caso, Tánatos parece cortar de golpe la vitalidad del escritor quien la sobrevive escasos tres años, quien, antes de esta catástrofe, había estado convencido, como quizás ningún otro pensador de su época, de la fuerza regeneradora e impulsora de Eros. Recurro a una prueba que, a primera vista es tan chusca como entretenida.

Hay apartados especiales en los diarios de Schnitzler que registran minuciosamente los orgasmos del autor. En su Die Schnitzlers: eine Familiengeschichte (Los Schnitzler: una historia familiar), Jutta Jacobi informa, no sin ironía, que 1890 es un año pobre al respecto. Debido a su relación monógama con la actriz Marie Glümer, la que muchas veces se halla fuera de Viena, sólo alcanza 181. En años polígamos, el número de orgasmos schnitzlerianos se ubica en el terreno de lo envidiable o en él de lo inimaginable. El vienés, en este aspecto, es demócrata: sus parejas sexuales pertenecen a todos los estratos sociales. La alta aristocracia se encuentra representada, las actrices abundan, las prostitutas jamás faltan y hay toda una gama amplia de Wiener Mädel, las liberales muchachas vienesas con las que Schnitzler llena sus dramas y narraciones y, a la postre, su vida erótica. No hay velos en el diario: las circunstancias del acto y los nombres, por lo menos las iniciales, de sus parejas se encuentran, jamás se esconde un detalle. Días especialmente exitosos y fracasos libidinosos se apuntan con la misma neutralidad científica.

La muerte y la sexualidad, parece indicar Schnitzler, son los dos aspectos vitales que nos humanizan e individualizan. Velarlos con un tabú sería absurdo. “La pequeña muerte”, así el nombre del orgasmo en alemán y francés que Freud aprovecharía para su fabuloso relato en Más allá del principio del placer, es tan digna de ser descrita, como lo es la muerte que revela al verdadero ser. Schnitzler no sólo se desinhibe a sí mismo, también libera a sus protagonistas mediante el orgasmo. En Abenteuernovelle, Anselmo recurre al acto sexual no sólo como momento iniciador, sino, en primer lugar, como un impulso que le permite seguir buscando su propio destino.

Ninguna pareja debe atar, ya que la reducción en cuestiones eróticas equivale a la petrificación en cuestiones lingüísticas. Schnitzler estuvo casado entre 1903 y 1921. Sin embargo, un matrimonio basado en la fidelidad mutua era impensable; un matrimonio católico habla el mismo idioma que los escritores de la guerra que gritaban heroísmo, sangre, mutilación y muerte. Hay que decir que el austriaco concedió el derecho polígamo a hombres y mujeres. Es posible que este prematuro intento de liberación sexual haya causado más escándalo que las escenas explícitas en sus obras teatrales, el Reigen (La ronda) en primer lugar. La sociedad vienesa, decimonónica hasta después de 1918, veía la sexualidad como un privilegio masculino. Proliferaban, como nunca antes ni nunca después, los prostíbulos en los que trabajaban las profesionales cuya labor, por cierto, era bastante digna y no mal vista. Es lógico: los hombres tuvieron que aprender, la obligación de ser expertos en las cuestiones sexuales recaía sobre ellos. De antemano, entonces, el papel de la esposa se reducía al de una dependiente en todos los aspectos vitales. Su papel pasivo, sin derechos sexuales, se traduce en la obra de Schnitzler en otro factor deshumanizante e indigno de ser aceptado como una norma. Cuestionar y abiertamente contrarrestar, con su ejemplo y en sus libros, esta constelación tuvo que causar la indignación de la sociedad vienesa.

Se trata, sin duda, de una indignación sana que, más tarde que temprano, posibilitará la convicción de que la muerte y el acto sexual son los dos momentos decisivos en cualquier vida humana. Si el lenguaje los disfraza o, peor aún, los vulgariza y masifica, el lenguaje está enfermo. En este caso, el escritor, el médico del idioma, sólo puede callar y pretender curar el mal con su silencio más potente que el griterío bélico, religioso, normativo de los tiempos infectados por la enfermedad.

No sé si los escritores quieren enseñar algo a su posteridad. No sé si a Schnitzler le importaban las críticas y las interpretaciones (mucho indica que no). Yo quisiera aprender su callar.

 

Arthur Schnitzler, Fragmentos de Guerra, Matadero Editorial, Universidad Autónoma de Querétaro, México, 2020, 268p.