Román se fue mucho más temprano que de costumbre. Julia, su madre, le preparó anticipadamente una merienda de pan integral, jamón y crema de cacahuate. La noche anterior, Román encaró a su esposa. Cada vez que peleaban, él se refugiaba en casa de su rechoncha madre, situación que no era tan infrecuente. Su madre, sola y resentida de la ciática, le escombró la misma habitación que él ocupaba antes de que se fuera a vivir a una minimalista vivienda del Sur de la ciudad en unión de Sandra.
―Ya deberías de quitarle a los niños, acúsala de malos tratos y te aseguro que te los dan en custodia, yo te ayudaré a cuidarlos ―le dijo al verlo a los ojos tan opacos como las cerraduras.
Román la escuchó y no: su madre era así, “mete cábula cada vez que puede, no sabe ni lo que es una custodia, casi no puede moverse y cree que va a cuidarlos”, lo pensó pero no dijo nada. Bebió el contenido de un vaso que tenía refresco de cola. No quiso tocar el punto, sólo contestó un “está bien”, sin ningún interés. “Está bien, mamá, sí”. Entonces se fue a dormir.
A las seis de la mañana, Román ya estaba bajo la regadera. Se duchaba en el tiempo que corrían tres letras de boleros dentro de su cabeza. Salió sin chanclas, dejando un rastro de humedad en el piso de petatillo.
―¿Ya es hora de que te vayas? ―dijo Julia desde la otra recámara cuando él salió del baño. Escuchaba, esa costumbre tan suya y tan añeja, las noticias y el estado del tiempo en un maltratado radio de transistores que se pegaba al oído.
―Es mejor así, llegaré a tiempo, no descuides lo tuyo ―contestó él.
Se metió en la misma ropa sucia, un pantalón de mezclilla y una camisa negra de un diseño común de rayas blancas e imprecisas. Miró hacia el patio topándose al vidrio y dejó el vaho de su aliento regado encima de la superficie de la endeble ventana. Lo limpió pasándole la palma de la mano.
―Llévate eso que te dejé encima de la mesa.
Román vio el traste de plástico y lo echó al fondo del morral. Julia caminó apoyándose en los barrotes de la cama y le envió una bendición desde adentro, como lo hacen por simple ritual todas las madres cuando despiden a sus hijos, así vayan sólo a la esquina.
―Si viene dile que no me has visto.
―No te preocupes.
―Préstame esta gorra, te la regreso al rato ―se la mostró ya casi de salida, moviéndola por encima de su cabeza.
Era una gorra azul cielo y un alce estampado en rojo que perteneció a su padre y que le traía buenos recuerdos.
―Ah, bien, pero no vayas a perderla, aunque tampoco pasa nada, era de Joel ―respondió uraña.
―No, mamá, no ―dijo―. Si me busca Sandra, tú no me has visto para nada, recuérdalo ―insistió.
―No lo hará ―respondió―. Hoy va a llover ―concluyó acicalándose una mata de pelo obtuso que parecía a la medida para limpiar el visible polvo de las cornisas.
―Adiós, mamá, regresaré por la tarde.
―Ésta es tu casa, no creo que arregles nada mientras tu mujer siga enloqueciendo ―caminó un poco más y miró de soslayo hacia el patio lleno de botellas de soda vacías y de cámaras y rayos de bicicletas inservibles.
―Sandra y yo discutimos seguido, mamá, pero eso no debería preocuparte.
―Creo que tú no la conoces aún, me extraña ―opinó Julia.
Román cerró la puerta de golpe.
“Otro maldito huracán se está formando en el Pacífico”, se dijo ella apagando el radio, quería descansar otro poco, así que en cuanto salió Román volvió a tirarse en la cama. “Sólo un poquito”, pensó, pero no pudo. Se levantó e hirvió agua para preparar una infusión de hierbas raras que le recomendaban en un mercado aledaño. Bebió de la infusión y puso en la lumbre una pechuga de pollo y un par de patatas, antes de darle comida al Gitano, un nervioso tejón enjaulado del mismo color de un sótano, su única mascota.
“Creo que lloverá antes de que llegue la tarde, esas nubes se ven gruesas y pesadas”, le habló mentalmente al almanaque de pared, un paisaje de construcciones desoladas.
A Julia le costó mucho esfuerzo adaptarse a su actual condición. No fue sencillo aprender a movilizarse teniendo un daño agudo y crónico. Tres o cuatro meses en la inmovilidad casi total la atrofiaron como se atrofian las tuberías al paso de los años. Román, su único hijo, adaptó para ella una especie de pasamanos de un resistente material que recorría los vitales espacios de la casa. De los barrotes de su cama a una habitación contigua o al lavatrastes y de ahí otra vez de regreso a los barrotes de la cama.
Joel, el padre de Román, huyó llevándose a Loreta, su propia vecina. Se fue una tarde, tomó sus cosas y no volvió: Julia no iba a convertirse en una carga, ni en la peor de las pesadillas.
Fue que Julia hablaba mal de Loreta atribuyéndole los mismos “males” a Sandra pero a quien llamaba “nena” o “hija” cuando ella estaba presente. Ese doble discurso ofendía a Román hasta provocarle en la nariz un intenso rojo afresado: se molestaba pero tampoco podía dejarla sola; además a ella recurría como si fuera aún un infante, como si los años no hubieran transcurrido.
Así les iba deslizándose la vida, así y sólo así.
“Buscará a Román”, calculó bien las acciones de Sandra. Se fue acercando, auxiliándose del metal, a una silla de mimbre. Se sentó y echó todo el peso hacia atrás. “Ya la conozco, sabe que él no tiene otro lugar a dónde meterse”, se imaginó la reproducción del almanaque. Le gustaban mucho los almanaques, tenía una vieja colección dentro de un mueble de lámina, aparte de los expuestos en las paredes.
Y en efecto, exacto a su predicción, Julia dejó que los golpes en la puerta se escucharan. No se levantó: “Que lo intente otra vez, si le interesa”, sonrió malévola mirando las nubes.
―¿Quién es? ―gritó. El Gitano movió la jaula al buscar su comida.
―Ábrame, suegra.
―Espera, espera, sabes bien que no puedo ni caminar, nena ―se quedó entre el mimbre. “Que se canse ahí hasta que me dé la gana”.
Encendió otra vez el radio y escuchó el estado del tiempo: “ojalá caiga la granizada”. Se afianzó a las agarraderas y fue lenta hasta allá. Abrió.
―No le beso porque tengo gripa, suegra ―comentó Sandra.
―Ay, hija, eso no importa en absoluto, pasa, entra, anda. Te ves hermosa.
―Vengo a buscar a Román.
―Se ha ido al trabajo, nena.
―¿Cómo? Eso no es verdad, Román descansa hoy. Entiendo que vino a dormir acá, es su estúpida costumbre cuando no encara las cosas. Dígale que salga, dejé a mis hijos solos.
―Te tengo paciencia, nena. Pasa y búscalo tú misma. No está aquí. Hija, no puedo estar de pie, entra por favor. Fíjate bien, no te miento, se fue casi de madrugada ―dijo Julia: “es la estampa de Loreta, hipócritas”.
―¡Hoy no trabaja! ―remarcó Sandra.
―Entonces no entiendo, hija ―una lacónica respuesta de Julia para tratar de cerrar el tema.
―Yo no tengo su paciencia, suegra ―Sandra recargó el hombro en la madera de la puerta―. Usted protege a Román muchísimo y no sabe quién es su hijo.
―Pasa, nena, no puedo quedarme aquí ―pidió de nuevo Julia.
―Debo irme ―Sandra apretó el nudillo que llevaba en una ceñida pañoleta naranja―. ¿Cuándo se fue Joel usted quedó conforme, suegra? ¿Lo defendió igual? ¿No decía que era un impuro?
―¿Eso a qué viene ahora, nena? ―dijo Julia.
―Le encanta hacerse la que no ve, no oye.
―También la paciencia termina, nena, así que concluye, no tarda en llover.
―Su hijo está metido hasta los colmillos dentro de una organización peligrosa, distribuye porquerías de no sé qué tipo. ¿Usted lo apoya, verdad? Anoche lo eché de casa: Román está muy enganchado. Me siento en peligro. Ya veo de qué viven, suegra.
―Ya déjate de sandeces, nena, no entiendo de qué hablas, permíteme escuchar el estado del tiempo y deja que coma bien el Gitano. Perdóname, ya no puedo ―Julia retrocedió.
―Espere, no puedo venir hasta acá cada vez que se le ocurra a Román disque esconderse ―dijo Sandra―. Hágame la caridad de darle estos recortes, ojalá no sea tarde ―ella misma jaló la puerta. Los obtusos ojos de Julia se fueron al almanaque de cerros grises.
“Román tiene que regresar”, cruzó como un pájaro la frase en la cabeza de Julia. Se afianzó al pasamanos y comenzó a extraviarse lentamente en otro almanaque de hojas desprendibles. El Gitano terminó su comida pero no dejaba de hacer ruido en la jaula. “Méndigo tejón, latoso”, dijo y luego: “ésa es mustia, igual de cabrona que Loreta”. Encendió el radio: el tiempo, le obsesionaba el tiempo.
Julia, a pesar de su crónica molestia, vivía de rituales. Román le acercaba lo básico: agua, frutas, carne, más lo que fuera necesitando el Gitano. “No olvides las baterías, a veces no tengo repuestos y no sé cómo estará el tiempo”, le comentaba.
“Para las próximas horas, 16 grados, sensación térmica de 12, se esperan chubascos y tormentas por la tarde”.
―Ojalá no se empape Román ―le dijo sin mirarlo al Gitano.
Se sobresaltó al oír los insistentes llamados. Se rascó la cabeza y lanzó al aire una maldición.
―¡Dígame! ―gritó como cantante de opereta maleducada.
―Sólo vengo por mi encargo, doña Julia.
―¡Vete al infierno!, ¿quién crees que eres? No reconozco tu voz ni ese tam tam.
Vino el silencio y afuera daba vueltas un halcón entre el espesor de las nubes.
Mientras repasaba el calendario puso atención: “El clima al minuto / circule cuidadosamente / se avecina la tormenta”.
―Soy el Maltrecho ―provino de afuera la modulación en pausas.
―Estaba dormitando y no tarda el aguacero, demonios.
―Román me dejó algo…
―Tam tam correcto o no habrá nada, infeliz Maltrecho.
―Entiendo, entiendo ―tres golpecitos largos, otros continuos y un remate―. ¿Está bien?
―No, no te voy a creer ―se asomó por la mirilla―. Tira a la basura esos lentes oscuros, Maltrecho. ¿Cómo confiar si no veo tu ojo de canica? No sé a qué hora llegue Román.
―Ya vendrá, doña Julia, yo tengo aquí lo mío.
―Por mí váyanse a freír serpientes, sólo me preocupa la gorra de Joel que se llevó. Carajo, no tarda el inundarse la colonia ―dijo―. ¡Que te quites esos anteojos, Maltrecho! Está bien así, ahora acerca la cara aquí, a la mirilla. Empuja por la ranura el dinero y déjalo en mi mano. Y a la próxima apréndete bien el tam tam o no respondo. Ahora tenme paciencia.
―Debería instalar mínimo una campana, doña Julia.
―Tenemos reglas, Maltrecho, ya vete ―le extendió una bolsa de plástico roja y sellada. Luego echó tres cerrojos―. Estoy incomunicada ―advirtió.
―¿Está segura de que esto es lo que me dejó Román?
―Tam tam inseguro, Maltrecho. Sí, así es ―dijo ella sin modificar un solo movimiento de la chapa ya oxidada.
―Usted todo el tiempo me ha entregado las cosas, esto no es lo mío, no puedo salir de mis compromisos ―se oyó irritado―. Le he dejado una buena cantidad de dinero, no corresponde, doña Julia. Abra o te tiro la pared, le juro que le aviento la camioneta. Vengo sólo por lo pactado, no quiero líos.
―Lárgate, no tengo más.
―Se van a arrepentir, lo digo en serio ―sentenció el Maltrecho―. A Román ya le siguen la pista, buen viaje al infierno. ¿Quién hace ruido? dígale a su hijo que salga, estafador ventajoso.
―Ah, sí. Román no está y el Gitano se halla inquieto. Vete.
―Haré un último pacto, doña Julia. Devuélvame mi dinero y yo le dejo esto.
―Espera a Román pero te cansarás, quién sabe a qué hora ande por acá. Vete ya, Maltrecho, tengo más entregas y no quiero que te vean ahí. Asegúrate del tam tam. Vete.
“Sólo falta un desgraciado rayo y que se presente más tarde Sandra, la Loreta”.
El silencio bajó de un tonto armario y afuera amenazaba el cielo.
―Le repito que se irán al infierno ―retrocedió hasta una tracker y se oyó el motor en marcha. Julia se afianzó en su habitual estructura.
―Gitano, guarda silencio, Maltrecho enfureció.
“Román llegará hecho una sopa”. Negra humedad.
Se dispuso a ordenar por nominación el dinero y entonces calculó la hora: “debo comer algo, creo”.
Apenas probó algo de pie, charales fríos, invadidos de ajo y pimentón.
Tomó los plásticos sobrantes y los dejó cerca de los recortes abandonados por Sandra. “Qué de interesante podrán tener esas porquerías”, pensó en tirarlos pero no lo hizo. Volvió al mimbre, a dormitar otra vez, pendiente del clima.
―Maldito Gitano, ya relájate que no me dejas tranquila ni un minuto.
El tejón pareció que se burlaba de ella y siguió moviéndose en el estrecho espacio de su jaula.
Como ya nadie insistía en el tam tam, Julia se reflejaba en un espejo lateral como una misteriosa oscuridad, como una continuidad del mueble de mimbre. Durmió y durmió hasta que el aguacero la volvió en sí. “Va a caer la noche”.
Al poco Román entró desubicado, sus ojos eran un intenso rojo asustadizo.
―Pensé que no llegarías ―dijo Julia―. Juré que te ibas donde Loreta.
―¿Loreta? ¿Qué le busco a Loreta?
―Perdón, sandeces mías, quise decir Sandra, nena Sandra, no Loreta.
Román miró los dobladillos de los sobres y los recortes de papel delgado.
―¿Qué ha pasado, mamá?
―Mal día, hoy sólo vino el Maltrecho y el tam tam fue incorrecto. Ahí está el dinero, le dí lo que me indicaste pero no estuvo de acuerdo. Algo dijo, no le escuché porque el Gitano hace ruido.
―¿Quién dejó ahí esos papeles? ―los señaló Román.
―La nena Sandra, quién más. Vino a buscarte, no entró, me dejó eso y ya.
Román los fue leyendo, uno a uno y los tiró al patio trasero, por encima de una desvencijada barda de adobe.
―Oye, mamá, ¿dijiste tam tam incorrecto?
―Sí, pero acercó la cara.
―Carajo, mamá, no debiste haber confiado.
―Cosa de un segundo. Se fue enojado. No es alarma, no pasa nada.
―Voy a encontrar a mis hijos ―Román comenzó a echar a una coladera el contenido de los plásticos―. No abras a nadie, ¿entiendes?
―No trajiste despensa y has desperdiciado la mercancía.
―Me voy, mamá, sigue atenta a la radio, es todo lo que haces.
―Busca a Loreta. Sí, a la nena Sandra: es otra Loreta, como espejos, ya te habrás dado cuenta,
―No lo sé, mamá, eso qué importa.
―Estás empapado, Román. Será mejor que te bañes y descanses.
―¡Maltrecho nunca estuvo aquí, mamá! Lo mataron esta mañana ¿Entiendes? No era el Maltrecho, no era él, por eso el tam tam, la contraseña incorrecta. ¿Ojeaste los recortes que dejó Sandra?
Julia parecía un costal añejo, rosado, afianzado a la eterna serpiente de hierro.
―No lo creí importante.
―Amenazas muy serias, mamá. Todos estamos metidos en el pantano.
―Jugarretas de tu esposa, igualita a Loreta.
―Me voy, mamá.
―Está bien, haz lo que quieras, sólo te digo que seguirá el temporal. Oye, endemoniado, déjame aquí la gorra de Joel.
Román ya no alcanzó a escucharla.
“No se descuiden, el pronóstico arroja que seguirá el mal tiempo, precaución al conducir, eviten accidentes de tráfico”, escuchó Julia y apagó la radio. Se afianzó al barrote, tomó un bisquet, se fue a la cama y encendió un poco la televisión, “sólo para que me arrulle”, se dijo sin convencimiento.
Tiempo breve, así lo sintió Julia al darse cuenta de que el Gitano producía el ruido infernal que la despertó. Apenas era de madrugada. “Pobre de mí”, se restregó la cara antes de levantarse poco a poco sin haberse desprendido de ese pijama que más bien era un horrendo costal marcado por el mimbre.
Caminó hasta la cocina, poco a poco, deslizando la mano izquierda a lo largo de la eterna estructura de un plomo desteñido. “Tiene hambre el Gitano”. Se detuvo, hizo una pausa y luego de tres o cuatro pasos otra. “¿De dónde sacó Román que tuvo problemas el Maltrecho? Cosas que le mete en la cabeza la nena Loreta, de seguro”.
Encendió un foco de bajo voltaje porque la luz que entraba era escasa. “Bueno, allá él, le daré algo a este pobre”, miró al Gitano y se acicaló lo que pudo la mata de pelo pintada del triste color de los montes descampados. “Estoy sin despensas, Román es igual que Joel, triste pero así es. Y luego se molesta si no le ayudo a distribuir su basura”. Le dio una ración de semillas de calabaza al Gitano.
―A ver si dejas de molestar ―le dijo como si él la entendiera.
No regresó a la cama, preparó café, luego a la obsesión prendida al cuello: “El tiempo y los minutos”. Oyó que habría de despejarse el cielo durante el intervalo de unas cuantas horas. Se fijó en uno más de los almanaques: “Qué no diera porque se movieran esas personas”, una confusión de niños contándole rituales diversos a un hombre barbudo de ojos cansados, pequeños. “14 / diciembre / 2021”.
“La tormenta invernal y el frente frío seguirán ocasionando días complicados”.
Julia ya estaba en el mimbre cuando escuchó pasos débiles afuera. Distinguía bien aquello de los ruidos del Gitano. Pero pensó que se acercaba Román. Luego se trompicó la puerta. Se levantó molesta afianzada a la odiosa estructura.
―Suegra, soy yo ―gritó Sandra.
“¿A esta hora?, Loreta, la nena, anda perdida”.
―¿Qué haces aquí, nena? Román llegó anoche y se fue a buscarte ―respondió Julia―. No lo dejas tranquilo, ya no es bueno que sigan unidos.
―Estamos en peligro, ábrame, hágalo ya. Estamos metidos en un lío, ellos tienen a mis hijos. Además, suegra, he sido la última en enterarme de todo esto.
Fue entonces que Julia se acercó a la mirilla, sólo distinguió a Sandra en una sudadera naranja y llorando, tapándose el rostro. “Algo trama la nena, es igual a Loreta, una gran actriz”.
―¡Han asesinado a Román! ―expresó Sandra―. ¿Se da cuenta?
El radio de transistores se escabulló de las manos de Julia como un pez y a su alrededor se congeló el mundo. No tenías las llaves para quitar las cerraduras pero ya no fue necesario buscarlas: un brutal golpe como de marro deshizo las bisagras.
Atrás de Sandra se hallaban dos zanates robustos lampiños y más allá varias suburban negras, polarizadas. Algo mencionaron de un “cateo”. Julia perdió el aire: ellos derribaron los almanaques, patearon el radio y tiraron la jaula del Gitano. Rápido, el mundo desplazándose a una velocidad superior a cualquier ley.
Sandra percibió la pérdida de color en la angustiosa expresión de Julia, quien no soltaba el metal, su necesaria guía.
―¿Qué hiciste? Le advertí a Román que eras otra Loreta, traidora, jodida.
Los robustos zanates siguieron en su obsesiva tarea hasta hallar los vacíos sobres de plástico. Se miraron complacidos, como si hubieran obtenido un trofeo.
Uno, el más obtuso en la búsqueda, llevaba los lentes del Maltrecho, el otro la gorra de Joel. Ambos jalaron a Julia de los brazos y la llevaron al fondo. No abrieron la boca. Sandra se quedó cerca de la salida, lloraba.
Ellos se quitaron los lentes y la gorra y los aventaron a los pies de Julia.
Vinieron dos disparos huecos y se sacudió todo el metal. Sandra se tapó la boca, agachó la cabeza y finalmente, corrió en sentido contrario. Se metió a una de las suburban a esperar a los Robustos Zanates.
Apenas arrancaron Sandra arrastró una que otra palabra.
―¡Vamos por mis hijos! ―dijo al final.
Ellos no hablaban, parecían hombres de cartón prensado. Dieron vueltas y más vueltas para treparse sobre el asfalto. No se veía el final de la carretera.
―¿A dónde quieres ir? ―le preguntó el que conducía y se aparcó a la orilla de la carretera. Luego bajaron a Sandra y caminaron hasta unos matorrales―. ¿A dónde, pequeña? ―insistió.
Entre la inmensidad del semidesierto se perdió el ruido de tres sordas balas.
Ellos retomaron el camino sin verse siquiera el uno al otro.