Mercado en guerra

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NOTA EN MI DIARIO

14 de octubre de 2019:

Hace muchos años, diez u once, en uno de los brindis de fin de año que Rafael Tovar y de Teresa ofrecía en el CONACULTA, en su sede de Arenal, en Coyoacán, el gran Emmanuel Carballo me dijo, exultante: “¡Incluí un texto tuyo en un libro que se llama MERCADOS DE MÉXICO. Tengo un ejemplar para ti. Vénganse un día a la casa de Contadero y te lo doy.”

Me puse feliz. Primero por haber sido antologado por Emmanuel y después por la posibilidad de tener el libro entregado en propia mano en aquella casa legendaria.

Pero el tiempo pasó y las pocas veces que nos vimos después renovábamos el buen propósito pero el encuentro ya no se realizó: nos lo impidió su inesperada muerte.

Doy este antecedente porque la semana pasada Guadalupe y yo asistimos al Palacio de Bellas Artes, a la ceremonia de ingreso de Jorge Ruiz Dueñas a la Academia Mexicana de la Lengua. Tras el acto y el entrañable discurso de Jorge sobre León Felipe, hubo un coctel en el restaurant del primer piso y nos tocó compartir mesa con los muy queridos Martha Chapa y Alejandro Ordorica. En algún momento de la grata conversación recordamos que él había sido director de la Central de Abastos y vino a mi memoria el libro antes mencionado. “Yo tengo un ejemplar y te lo doy con mucho gusto. Dime adonde te lo envío.”

Ya imaginarán mi sorpresa…

Ayer, al salir de consulta, me encontré en la sala con una bolsa de color rosa mexicano que, con hermosa tipografía negra decía MARTHA CHAPA y lucía, junto a su nombre, una impresión de su signo de identidad: una manzana a la mitad.

En resumen: doce años después, ya que el libro se editó en 2007, finalmente lo tengo en mis manos: más de 350 páginas, impreso a todo color. Martha fue la coordinadora del proyecto, Emmanuel escribió la presentación y Beatriz Espejo es la autora del prólogo. Los editores son la Universidad Nacional Autónoma de México y el Gobierno del Estado de Nuevo León.

Celebro estar ahí, en compañía de nombres tan venerables de nuestras letras y de nuestra historia: Bernal Díaz del Castillo, Artemio de Valle Arizpe, Alfonso Reyes, Jaques Soustelle, Manuel Toussaint, D. H. Lawrence, el Doctor Atl, Neruda, Pellicer, Novo, Guillermo Prieto, Manuel Payno, Orozco y Berra, Malcolm Lowry, Oscar Lewis y José Agustín, entre otros.

¡Muchas gracias por esta alegría, queridos Martha, Alejandro, Beatriz y Emmanuel!

 

 

 

5 DE ENERO

 

            7:41 La gente se asoma con temor, a la calle.

      Los soldados apostados en la escuela hacen señas para que nadie pase y empiezan a hacer movilizaciones rápidas.

                 Corren unas mujeres.

                 Mi hermana y mi mujer las ven venir.

                 “¿Dónde nos metemos, Dios santo?”

                 Les abrimos la puerta y pasan.

                 Corre la gente rumbo a su casa untados, casi, a la pared.

                 Pasan corriendo un hombre, un niño, dos mujeres.

                 “Total, que tiene que no comamos.”

                 Un avión sobrevuela.

                 Suben seis camiones, vacíos, del Ejército.

                 La situación se calma un poco.

                 Las mujeres se van.

 

      7:55 No se ven soldados en el edificio de la presidencia, ni en la farmacia, ni en el hotel Bodas de plata, pero parecen estar en el Hotel Central.

      Los que están en la escuela hacen señas de que ya se puede pasar.

      Dora va a la tortillería.

 

      8:10 Ahí están los soldados, arriba del palacio municipal.

      Uno de ellos dobla una colcha rojiza.

 

      8:20 Regresa Dora.

      Cuenta que a Lupe Cabrera lo enterraron en el patio de su casa, porque era materialmente imposible ir al panteón.

      Cuenta que la Chela, una mujer que trabajó muchos años con la familia, desde la época de mi bisabuela, se reía al oír la balacera: “Peor estuvo en la revolución.”

      8:28 Helicópteros. La mujer del restaurant de la esquina fue hasta el mercado: ahí siguen los cadáveres. “Están hinchados ya.”

      Me integro a un grupo que conversa en la esquina.

      Cuentan que sólo dos personas pudieron pasar al panteón para enterrar a Raymundo.

                 Dicen que Alfonso Cruz está herido.

                 Ojalá no sea cierto.

                 Nos alarma un poco el comentario.

                 Pasado mañana quedamos de verlo en Toniná.

 

                 9:35 El uso de las banderas blancas se ha generalizado.

                 Las calles se embellecen con las banderitas ondeando.

                 Algunos las han hecho de papel.

                 Otros con bolsas de plástico.

                 De todos modos la calle se ve hermosa con los lienzos blancos.

                 El río de banderas se desplaza a la tortillería.

                 Salen muchos soldados de la escuela. ¿La desalojan ya?

                 Baja una ambulancia del Ejército.

                 El chofer y un acompañante.

                 Los dos con un arma.

 

      10:10 Mi mujer y yo decidimos bajar, con un poco de miedo, al centro del pueblo.       Aristídes y su hijo irán con nosotros.

      Elías Penagos nos ofrece una bandera.

 

      10:12 Pasamos entre soldados jóvenes y cansados, irreconociblemente amables.

      El parque, solitario, muestra el mismo desorden del día 2.

      Llegamos a la iglesia.

      Avanzamos a la esquina que baja hacia el mercado.

      Hay muchísima gente mirando, en un extraño desfile de rostros asombrados, pálidos.

                 Todos hablan bajito.

                 ¡Cuánta ropa tirada!

      Prendas sueltas, trozos de tela, manchas de sangre, cables rotos, casas balaceadas.

      Tres tiendas acribilladas: la Comercial Ferretera, la Agroveterinaria Nichim, la Zapatería Flores.

      “Aquí se hicieron fuertes los guerrilleros. En estas tiendas y en las casa vacías”, dice un hombre en  un grupo que contempla las centenas de impactos, de todos los calibres, sobre estas paredes perforadas.

                 Oigo las voces bajas.

                 Miro el desorden multicolor.

                 Las ropas desperdigadas.

                 El agua chorrea de los tinacos rotos y escurre hacia la calle.

      Me detengo en esa sensación: el sonido del agua corriendo entre el murmullo humano.

      Veo los tinacos perforados por las balas.

      El hombre sigue contando que un señor, don Amílcar, se enfrentó a los guerrilleros desde aquí.

      “Les estuvo echando bala él solito. Y los cabrones éstos contra él. Hasta que se le acabó el parque, que sólo le duró un ratito, y se salió por los sitios de atrás. Se peló. Saber dónde está, pero no lo agarraron. Eso sí: se metieron a su casa y destruyeron todo. Ahí se quedaron. Desde ahí estuvieron tirando contra los soldados. Y los soldados contra ellos, hasta que los sacaron. Hubo doble balacera. Por eso quedó así la casa.”

                 Escucho y anoto.

                 Mi mujer se ha adelantado, tomando fotos.

                 Un niño muestra su colección de casquillos.

                 Hay muchísima gente.

                 El roto cablerío de la XEOCH: una impresionante maraña.

                 Se percibe el hedor.

                 Veo la zopilotera.

                 Muchas botas de hule en una camioneta.

                 El hedor crece.

                 Llegamos al mercado.

      Un pasillo: el abigarrado desorden: mesitas, trozos de plástico azul, negro, naranja, rojo; botellas de refresco con la mitad de líquido; petates y cartones, por el suelo.

                 Tres zapatos tenis.

                 Un penacho de piña.

                 Un joven, sin camisa, muerto sobre un charco de sangre.

                 Un perro husmea la sangre.

                 Una bota cerca.

                 La gente se cubre la nariz y espanta al perro.

                 Las moscas y la náusea.

                 Allá, adelante, otro cuerpo.

                 Salgo y avanzo hasta la esquina, hacia el tianguis.

      El tianguis: dos ringleras de puestos de cemento, donde se fortificaron los rebeldes.

                 Parecieran perfectas como trincheras.

                 Hay un dolor apagado en el rostro de la gente que mira.

                 Una especie de angustia en la curiosidad.

                 Chamarras en el suelo.

      Un rifle de madera, tallado burdamente, con un pedazo de manguera en la punta para simular un cañón,  y un trozo de alambrón dentro de la manguera.

                 Más rifles, casi iguales.

                 Muchos rifles.

                 Más o menos burdos, pero todos de palo.

                 Algunos con pintura de aceite.

                 Otros con chapopote o crema de zapatos.

                 Ropa, morrales con cobijas, sogas, mochilas.

                 La pestilencia crece.

      Dos jóvenes muertos, hinchándose entre sus mochilas, en su uniforme negro y café, con sus botas de hule.

                 Más ropa: camisas de colores encendidos.

                 Tazas de peltre.

                 Un foco en la mano de uno de los muertos.

                 Un rimero de tortillas de frijol.

                 Bolsas de plástico con pinole.

                 Bolas de pozol saliendo de una mochila que dice RAM ARMY.

                 Costalitos de plástico.

      A cinco metros de estos cadáveres un hombre abrió su puesto: quitó la llave al depósito bajo la plancha de cemento, sacó la mercancía, y está vendiendo tomates, aguacates y papas.

                 Y la gente compra, porque los víveres escasean.

                 Apenas se puede caminar entre las cosas tiradas.

      De uno de los morrales sale una bolsa de galletas Marías y un montón de tostadas blancas.

                 Otro muerto.

                 Y otro más, a dos puestos de distancia.

      Y el amontonamiento de cosas se prolonga a lo largo de cincuenta metros, entre las dos filas de puestos de este tianguis techado con lámina de cinc, que luce el nombre de la esposa del ex gobernador González Garrido.

 

      10:35 Nueve helicópteros zumban en el cielo.

      Y en el suelo estas latas de sardinas, esta barricada de bloques.

      Y más mochilas, más pozol, más pilas Ray-O-Vac, más cantimploras de plástico amarillo.

                 Y  un palo con un cuchillo en la punta.

                 Y tortillas de maíz chimbo.

      Tras la barricada hay un portafolios negro, con papeles de banco y muchas monedas blancas, de las de antes, sobre las cuales quieren atreverse los mirones.

      Un cinturón de campaña, hecho a mano, cosido con aguja capotera, con sus depósitos para balas, de plástico duro.

      Habla un hombre de playera amarilla:”Los meros jefes se fueron en tres camiones, como a las doce. Para abajo, rumbo a la selva… aquí dejaron como a trescientos de los más jodidos. Nomás para que los mataran.”

      La bandera de paz de este hombre es una playerita blanca, de niño.

      Más rifles de palo, tallados con machete.

      Aquí quedaron estos cuerpos jóvenes, como puestos para el sacrificio.

      Un mango de barretón, duro, como de chicozapote, con una punta de machete: éste si impresiona: está hecho con gracia, con dedicación; un arma sólida y atemorizante si se luchara cuerpo a cuerpo.

      Pero…. ¿Qué puede hacer esta pieza artesanal frente a la artillería de este final de siglo?

      Sigo avanzando entre latas de chile, botas y botas y botas y tortillas y plástico.

      Cruzo la calle: hay un hombre doblado, muerto bajo la caseta de madera que está en la esquina.

      Entre las cosas tiradas veo una bayoneta de máuser de tiempos de la revolución, oxidada, suelta, con un mecate en un extremo, como si hubiera estado atada a un palo.

      Y más chamarras y chamarras y chamarras y latas y camisas de cuadros y morralitos pobres y vainas de machete para niño y una caja de chocolates Abuelita con las tablillas desperdigadas por el suelo.

      Me imagino a estos jóvenes cosiendo sus fornituras de costal verde en un rincón soleado de la selva, bajo los grandes árboles, a la orilla de los arroyos, cerca del Jataté, junto a sus milpas o en sus cafetales, siguiendo las instrucciones precisas de algún entrenador guerrero, seguramente urbano, seguramente universitario, que quiere imponernos, con las armas, la furiosa esperanza.

      ¿Valdrá una visión del mundo una sola vida humana?

      ¿Una sola vida que nos sea la nuestra?

      ¿Valdrá la vida de este joven de cejas negras y bozo apenas visible, negros pómulos, y dientes blancos en su boca abierta donde ahora veo moscas, y donde empiezan a reptar larvas pequeñas?

      Aquí quedó, junto a su rifle de palo que tiene un cuerito para ser portado.

      Junto a su mochila y su foco de mano.

      Junto a su pañuelo rojo y una cajetilla de cigarros, roja también.

      Y vendrán los políticos torvos con su lengua retórica: vale más morir de pie que         vivir de rodillas.

                 Puro chantaje, responderá una voz.

                 Falsa alternativa.

                 El poeta dirá que vale más vivir de pie.

                 Y estar de pie todo el tiempo cansa.

                 A veces dan ganas de sentarse en una piedra.

                 O en una silla.

                 O en un tronco.

                 O acostarse en una cama.

                 O en el suelo sobre la juncia.

      Y por qué no: también tiene sentido ponerse de rodillas para besar los muslos de la mujer que se ama.

      O para honrar, cada cual, a su dios.

      Y me descubro con los lentes empañados, a punto de llorar como una niña, como decía Sabines.

      Y mi mujer ya va muy lejos y tengo que alcanzarla.

 

      10:55 Un hombre pide ayuda para sacar de su casa una granada que no explotó. Se llama Moisés Trujillo Morales. Nos presentan y me informa que fue compañero de primaria de mi hermano Edgar.

      Conoce bien a la familia y nos da gusto conocerlo.

      Nos presenta a su hijo.

      Está realmente preocupado porque “la cosa esa cayó en su patio. Y hay familia.”

 

      10:57 Ésta es la alcantarilla por donde escapaban. Apenas cabe un hombre pero está puesta milagrosamente aquí: permite atravesar la calle sin ser visto y se puede seguir por el cauce del arroyo (aquí ya es de aguas negras) y llegar al campo abierto, al río grande, al cerro y a la salvación.

      El joven hijo de Arístides nos llama a una obra en construcción repellada recientemente.

      Aún no tiene piso: hay restos de cimbra y mezcla en el suelo disparejo.

      Nos asomamos: un cadáver desnudo, con los ojos entreabiertos sobre una tabla de cimbra.

      Hay un frasco de Nescafé, un bulto de cemento, un bote de jugo.

      Y sobre la pared recién pulida, como un brutal resplandor rojo de un metro de extensión, la sangre salpicada.

      Caminamos sobre este periférico de construcción reciente.

      En los pequeños barrancos que bordean la calle, hay una larga serie de huecos; nichos en donde cabe un hombre en cuclillas, como resguardos, como pequeñas trincheras donde se protegieron los rebeldes, desde aquí hasta el mercado.

      Hay más de un centenar de nichos similares: la mayoría están moldeados tan sólo por el cuerpo sobre el pasto crecido.

      Llegamos a casa de don Enrique Solórzano: cinco carros quemados (sólo quedan los hierros ennegrecidos) y dos autos más con los vidrios balaceados.

      Tras las ventanas rotas se ve el desorden, la destrucción.

      Hay seis muertos en la bocacalle, hinchados, como a punto de reventar.

      Negros por la descomposición.

      Hay uno con la gorra puesta, el rostro completamente ennegrecido, su paliacate rojo atado al cuello, la camisola café sobre una playera azul con botones blancos, el pantalón negro y las botas amarillas, relucientes, nuevas.

      “Las acababa de robar del Calzamoda”, dice un mirón.

      Hay un manchón de sangre en su rodilla izquierda.

      Tiene un brazo en alto, doblado, con tres dedos recogidos y el índice apuntando a su cabeza, como en un expresivo ademán.

                 Y ese rostro de negrura tan intensa.

                 Es probable que haya muerto boca abajo.

      La gravedad acumuló la sangre en su cara y, mucho tiempo después, le dieron vuelta.

      Eso explicaría esa negrura de gangrena.

      Otro más: la mitad de su cara fue destruida: no está, no existe: en esa mitad vaciada como con una gran cuchara, contrasta el color blanco con el negro intenso de la otra parte.

                 A diez metros, el rostro en blanco y negro parece de arlequín.

                 A cinco metros se aprecia la oquedad, la mitad ausente, blanquísima.

                 Aquí, a un metro, lo blanco parece hervir.

                 Y hierve.

                 Es la gusanera.

 

      Y este gusano lento a lo largo del alma.

                 Más pilas cerca de los muertos.

                 Cajitas de cerillos.

 

      Me detengo a mirar ese carcaj hecho a mano, esas tiras de plástico, esos líos con ropita, ese montón de medicinas saliendo de una mochila pequeña, esos machetes de niño.

      Fundas de rifle también hechas a mano.

      Y aquí, muy cerca de los muertos, flaquísimo, las patas hacia arriba, el afilado pico, la larga cola, el plumaje negrísimo en el polvo: un zanate muerto.

      Una bala lo detuvo en vuelo.

      “Indio y zanate, manda la ley que se mate”, decía un refrán racista de tiempos no tan lejanos.

      Tomamos el camino que va a la ganadera: muy balaceada pero no quemada: no el           edificio al menos, ni las palapas: sólo muebles, monturas, sogas, papelería.

                 La triste calma.

                 Avanzamos hacia el panteón y hacia la clínica del IMSS.

                 Sigue el olor a muerto.

                 Pasamos frente a la casa de don Uvelio Rosales.

                 Sí, lo mataron: ahí está el crespón negro, sobre la pared rosa de su casa.

                 Damos el pésame a su hijo mayor.

            Nos cuenta:

      “Por la espalda le entró el plomazo y le salió en el pecho. Así el boquete. Cuando fuimos a buscar ayuda para enterrarlo, nos detuvieron los soldados. Nos subieron a un camión, nos vendaron, nos subieron allá arriba por la carretera y nos pusieron pecho a tierra. Yo mostré mi licencia, pero ¡la mala suerte!, que me van encontrando un maldito quetzal, de esos recuerditos que le regalan a uno cuando viaja. ¡Tú eres guatemalteco, cabrón! Me decían. No, ahí esta mi licencia, le pueden preguntar a mi patrón, íbamos a pedir ayuda para enterrar a mi papá que lo mataron. Y no me creían. A mi hermanito lo hicieron cantar el himno nacional, ¡lo bueno que no se le olvidó con los nervios! Así nos dejaron ir. Aquí en el patio lo enterramos mi papá. Como mi cuñado es carpintero, él hizo el cajón. A ver si no quieren que lo desenterremos después.”

 

            Y sigue narrando Jesús Rosales:

      “Al Lampo Trujillo lo mataron también. Era enfermito pué. Como le gustaba mucho cantar, venía seguido. Esa noche aquí estuvo velando a mi papá, solito él. Ya tarde se fue, parece que se iba a quedar allá por su casa de don Enrique Escandón. Pero pasando la puerta del panteón le pegaron su balazo. Ahí quedó. También aquel que le decían el Chesco, lo mataron. Su yerno del Chémber. Ése por pasar corriendo a pedir un cigarro en casa de su sobrino. Por el vicio murió.”

                 Nos despedimos.

                 Seguimos caminando.

      Viene un señor de Pequeñeces, el antiguamente hermoso rancho de tía Julia y tío José Trujillo, que luego heredó Chus, muerto hace pocos años.

                 El hombre viene con su compadre.

                 Cuentan que una guerrillera entró a su casa.

                 Se cambió de ropa y les dijo que tenía que llegar a Pamalá.

      Que en Patihuitz y Campo Alegre están dos mil guerrilleros concentrados listos para volver a tomar el pueblo.

            Habla el compadre:

      “Yo tengo un camión y hago viajes para allá abajo. Ayer los guerrilleros me quitaron mi camión en San Quintín. Desde allá abajo me vine caminando. Ya no tardan esos cabrones. Queremos avisarle a los federales, porque aquéllos dijeron que vienen a matar.”

                 Se van los hombres al centro del pueblo.

                 Nosotros seguimos rumbo al panteón.

                 Pasamos por la casa donde aún queda sangre del Chesco.

      Casi al llegar al puente del arroyito que está antes del camposanto, nos muestran un hoyo en el pavimento: un hueco del tamaño de un plato pequeño.

      “Aquí cayó una bomba”, dice el niño que nos la muestra.

      “Ha de haber sido una granada”, dice Arístides.

      Estamos viendo esto cuando un señor sale a su puerta y nos pregunta si somos periodistas.

                 Me ven a mí escribiendo y a Guadalupe con su cámara.

                 Le aclaramos que no, no somos reporteros, sólo particulares interesados.

                 Nos presentamos.

                 Nos invita a ver cómo quedó su casa.

                 Pasamos al patio.

                 Él es profesor y también distribuidor de gas en el pueblo.

                 Nos muestra un camión con tanques llenos de gas.

                 Después una vagoneta Nissan, a la derecha de un Volkswagen.

                 Cuatro pasos adelante el hueco de otra granada, en el centro del patio.

                 Es igual al de la calle.

      Pero su resultado violento está aquí, sobre un costado de la vagoneta: podemos ver las cuatro llantas ponchadas  y contamos treinta y cuatro agujeros perfectamente visibles.

      “La vagoneta nos salvó. Si no ha estado aquí, todos los balazos llegan al camión. Y de haber estallado el gas, esto hubiera sido el infierno.”

      Veo el abanico de hoyos en las puertas de la Nissan.

      Pienso en un panal que cae: ante el impacto vuelan las avispas.

      Así la granada: cae y hace volar sus rojas avispas letales.

      Algunas volaron alto: atravesaron los tubos del camión, sobre los tanques de gas.

      El Volkswagen también presenta impactos.

      Pasa velozmente la idea de que la granada pudo caer entre los autos y la casa…

      Me acerco al camión: ¡también tiene las llantas perforadas!

      Salimos.

      El profesor Jorge nos muestra su portón de hierro: una bala atravesó un

tubo.

      Llegamos al panteón. Bajan por el periférico cuatro camiones de soldados. Rumbo a los ranchos del sureste. Rumbo a Toniná.

      Aparece el administrador del panteón: se llama Genaro.

      Cuenta que enterraron a diez en una fosa común.

      “Como no pudieron entrar por acá, abrieron un boquete en la pared de aquel lado. Ahí está todavía el hueco.”

                 Los soldados.

                 Aquí cayó otra granada: un ojo de cemento.

                 Lupe Pimienta vive junto al panteón; es comadre de Arístides.

                 Se saludan e informa.

                 Los soldados hicieron el boquete.

                 “Es que aquí estaban guerrilleros disparando.”

      Y señala una casa frente al panteón: hay una trinchera de bloques en el techo.

                 De pronto la calle parece haberse vaciado.

                 No hay nadie.

                 Queremos llegar a la clínica, a cincuenta metros, pero no hay nadie.

                 Y más allá, nadie.

                 Volvemos con una extraña sensación.

 

                 12:05 Vuelta en la esquina; derechito salimos a la iglesia.

                 Vemos, ya, algunas personas.

                 Llegamos a dos cuadras de la plaza.

      En la esquina, casa de Jorge Ordóñez, nos encontramos con Antonino y Armando Cruz, familiares de Alfonso: primo y hermano, respectivamente.

  • ¿Qué pasó con Alfonso? –preguntamos– ¿Es cierto que está herido?

                 Antonino mueve la cabeza.

                 Sus ojos se llenan de lágrimas.

  • Nos dejó. Hoy a las seis y veinte de la mañana.

                 Armando sale de casa de Jorge.

                 Pésame.

                 Dolor.

      Los hombres de campo, rancheros de piel quemada y manos rudas, lloran su llanto de hombres.

      Pasado mañana ya no nos veremos con Alfonso en Toniná.

      Nunca más.

      Alguien dice, en la calle, que llegó la Procuraduría General de la República. La Policía Judicial Federal.

 

                 12:28 Hemos vuelto a casa.

                 Pasamos antes a dar el pésame a los papás de Alfonso.

                 Ahí, en la sala, el ataúd rodeado de cuatro cirios y flores.

                 La madre llora desconsolada.

                 Hay preocupación y dolor.

                 ¿Dónde enterrarlo?

                 Hace falta el papeleo y no hay autoridades en el pueblo.

      Ni el presidente municipal asoma la cabeza. “Está escondido bajo las faldas de su mujer” dijo alguien, hace rato, en el mercado: cuando la gente mostraba su preocupación porque no han sido recogido los cadáveres y puede desatarse una epidemia.

      Alfonso deja viuda e hijos.

      El año pasado estaba muy contento con la palapa de su rancho.

      Tenía un pequeño restaurante para los turistas que visitan Toniná.

      La zona arqueológica está en las inmediaciones de su rancho.

      Por ello, él y Antonino trabajaban como custodios de la zona, empleados por el INAH.

      Hemos vuelto a la casa por las calles vacías.

      Nos deteníamos en cada esquina, sacábamos la bandera blanca, la agitábamos, salíamos después.

                 El aire enrarecido por la fuerte tensión.

 

                 13:25 Escribo en el jardín.

                 Bajo los cuchillos de luz que cruzan el follaje.

                 Un deslumbrante pájaro amarillo sobre el níspero: a tres metros de mí.

                 Pero sigue oliendo a muerto.

                 Y no hay agua.

                 Y tengo un fuerte deseo de llorar.

                 Subo al cuarto.

                 Llega mi mujer.

                 Me abraza y llora intensamente durante unos minutos.

                 Su llanto me da fuerza: protegerla rompe mi indefensión.

 

      Pienso en las manos de los hombres de rancho, dueños y empleados: manos como de tierra, llenas de rajaduras, de callos duros, acostumbradas al machete, al azadón, al barretón, al hacha; a hacer horcones, a sembrar postes, a ordenar tareas de leña, a rajar ocote; a sembrar milpa, frijol, calabaza, chile; manos casi animales: más humanas por ello.

      Y pienso en las cuidadas manos de los declaradores, los firmantes de manifiestos, de los innumerables cortesanos.

 

      14:43 Dos aviones militares tijeretean el cielo.

 

      15:21 Tres helicópteros camuflados y uno blanco, aterrizan por los terrenos del INI.

      El sol ilumina el pueblo desierto.

 

      15:56 Salgo a toma el sol triste en el patio de arriba: sol frío.

 

      16:05 Un balazo, más o menos cercano, por la carretera.

 

      16:52 Pienso en las mochilitas de costal verde, cosidas con puntadas burdas.

      Y en las costras, los charcos, las líneas de sangre seca, el oscuro color de los cadáveres.

      Pienso en el hombre desnudo, con  los ojos abiertos, sobre la tabla llena de mezcla seca, con su aureola de sangre, en la obra en construcción.

 

                 17:53 Transcurre una tarde lenta.

                 Aire helado, aunque hay sol.

                 Ni un alma en la calle.

                 Se acabó la libreta, la pluma, mis ganas de seguir escribiendo.

 

      19:23 Reincido: Edgar me obsequia una libreta nueva.

      Tres bombazos en dirección sureste.

      La tarde transcurrió en un clima tenso, bajo el cielo esplendorosamente azul.

                 La familia tiene miedo.

                 Mi mujer ha llorado.

                 Hay temor, dolor, tristeza profunda.

      La angustia debe estar visitando a mis hijos, aunque los previne de que el teléfono podía ser cortado.

      Los dos Pablos piensan salir mañana por Palenque, pero tía Maga no quiere.

      Es un poco arriesgado, pero la Cruz Roja ha tendido un puente de protección para los que quieren abandonar el pueblo.

      La ruta que piensan seguir para llegar a San Cristóbal es Palenque-Teapa-Pichucalco-La Tijera-San Cristóbal.

      Mucha gente se irá.

      Sobre todo los que vinieron a pasar las fiestas con su familia.

      Pero muchos se llevarán a sus familiares.

      Mis padres se niegan rotundamente a la idea de salir.

      “Ésta es nuestra casa y si aquí nos toca morir, pues así será”, declaró mi madre hace rato, ante la sugerencia de ir a San Cristóbal o a México.

                 Tiene razón.

                 Y tiene pasión.

                 Aquí nos quedaremos.

 

      El silencio que percibimos al regresar del panteón no era falso: la noticia sobre los dos mil guerrilleros en Patihuitz, Pamalá y Campo Alegre, se había regado por el pueblo.

      A eso se debió que desapareciera la gente de las calles.

      Ahora ya puedo decir que tuvimos miedo en el panteón, ante el panorama repentinamente desierto.

      Hace rato pasó un hombre por la calle y dijo que ya fueron recogidos los cadáveres.

      Dora y su familia dormirán otra vez aquí abajo.

      Su casa está arriba, atravesando el patio de las palmas.

      No ha sido sólo mi percepción: el aire trae, a veces, ráfagas de olor a muerto.

                 Entró la noche.

                 Otra vez hay estrellas.

                 Mucho frío.

 

      23:15 Una imagen me ha perseguido: cuando termina el día, queda en los mercados una gran cantidad de basura entre los puestos: despojos de lechuga, de col, de zanahoria, de rábanos, de fruta, de tomates podridos o magullados, de hojas verdosas con partes amarillentas o cafés. Así se veía el tianguis a cincuenta metros de distancia. Más cerca, la imagen se aclaró para enturbiar el alma: eran cuerpos humanos, despojos sanguinolentos, cuerpos rotos, botas negras, pantalones verdes, suetercitos cafés, sangre seca, charcos con partes negras y coágulos muy rojos.

      Y aquel olor a mortandad que había atraído moscas, perros, zopilotes.

      Y reporteros que mañana eructarán carroña.

 

OCOSINGO Diario de guerra y algunas voces. México, Joaquín Mortiz, 1995