Vía dolorosa

1132

Noviembre

Olía a cempaxúchitl. La víspera de Día de Muertos recién había terminado, muchos retomaban sus labores habituales.

La doctora Jana había regresado a Tecamachalco, lugar donde estudió la universidad. Retornó años después de trabajar en varios laboratorios, en ellos obtuvo puestos de mando que le permitieron ahorrar para invertir en una clínica veterinaria. Había sido conferencista en diversos lugares de la república mexicana y el extranjero por sus estudios especializados en genética animal. Llegó un momento en que sintió nostalgia por sus días de estudiante en Tecamachalco. Quiso probar un tiempo la independencia siendo propietaria de una clínica. Muchas veces pensó que la Jana de otra realidad no habría considerado la idea romántica de volver al pueblo donde estudió la universidad. No obstante, regresar le permitió conocer a su esposo, tener una hija y asentarse en la comunidad con una familia.

Cuando se levantó de la cama, su esposo ya se había ido a trabajar, eso pasaba cuando él tenía que ir a notificar a lugares lejanos y peligrosos, como Cuacnopalan o Cuesta Blanca. Jana vivía con miedo. Armando trabajaba para la Fiscalía General del Estado de Puebla y tenía que lidiar con gente peligrosa en una zona de alto riesgo, como lo era el llamado Triángulo Rojo, pero respetaba mucho la labor de mediación que realizaba su esposo. Sabía que era una tarea fundamental que alguien debía de hacer, más aún en tiempos tan violentos como los que se vivían en la guerra contra el huachicol, que consistía en el robo de gasolina de los ductos de la petrolera del Estado mexicano.

La niña de ambos dormía, esa noche estuvo tranquila y no lloró mucho. Jana leyó un post it pegado al mueble de la bebé que decía: “Ya llevamos dos noches tranquilas, eh. La beba es un ángel”. A ella, la caligrafía de Armando siempre le pareció espantosa, pero al menos era legible.

Jana pensó: “¿En qué momento sigo permitiendo que trabajes en algo tan peligroso? Armando, eres un necio, pero un necio adorable a fin de cuentas “.

Jana bajó a la sala y vio las fotos en las que salía con su esposo y los viajes que hicieron antes de tener a la niña. Muchas de ellas eran en estadios de futbol. Por algún tiempo siguieron al equipo Lobos de la BUAP, el alma mater de ambos y al que llegaron a querer de forma natural. Había fotos en el estadio del León, del Atlas, del Pachuca. Cuando fueron al Azteca para ver jugar al América, Armando le propuso matrimonio a Jana. Ella además de Lobos también le iba a las Águilas; parecía el momento idóneo, y lo fue. Ella le dio el sí en la tribuna de la porra visitante del Estadio Azteca.

Cuando estuvo en la cocina, se preparó un café. Su casa estaba en un cerro. Se asomó por la ventana y vio el horizonte verde, infinito. En un instante, un presentimiento, le provocó una inesperada punzada en el alma. Suspiró.

“Armando, anda con bien por estos rumbos, por favor”, imploró. El café le quemó el paladar. Sintió un escalofrío en la piel, algo tan cercano a un mal presentimiento.

Agosto

Armando regresó a casa después de la universidad una tarde calurosa del año 2002 en la ciudad de Puebla, de esas horas en las que pesa el suéter que se carga para soportar la fría humedad matutina por las lluvias de madrugada, pero que se vuelve una armadura de hierro después de las doce de la tarde. Puebla es la Antártida y Comala el mismo día durante la mitad del año. Armando tomó la Ruta S-11 en el Boulevard Norte. Subió al microbús y sólo había un asiento desocupado, se sentó junto a una chica joven de unos veinte años. Tenía una mirada espectral, contemplaba el paisaje en movimiento a través de la ventanilla, su rostro japonés, hermoso y profundo con el reflejo del vidrio hacia simbiosis con el paisaje. Ese semblante se le hizo familiar y sintió una punzada en el corazón. Armando escuchaba un disco de Cheap Trick en sus audífonos.

El microbús avanzó por Prolongación Reforma. La chica llevaba en sus manos un cuaderno para colorear de la caricatura de Sailor Moon, algo que le pareció curioso. Al volver a ver sus ojos supo que era Brenda, su amor platónico de secundaria. En pocos segundos llegaron a su mente un flujo de recuerdos de aquel año escolar de 1994, la canción cortinilla de la serie Los años maravillosos, imágenes y sonidos del pasado, la voz de Kevin Arnold narrando un recuerdo de su infancia o juventud, pero ahora la voz de Armando lo hacía volver a sus propios años maravillosos: “¡Dios!”, dijo para sus adentros, “es, Brenda”.

A ella le gustaba Hello Kitty y usaba cosas con su imagen, como libretas o estampas. En la secundaria sólo jugó básquet, se notaba que no le atraía para nada el fútbol. No le apetecía contestar chismógrafos, por eso él no pudo saber muchos de sus gustos. Los tenis de Brenda eran del tianguis de San Martín, genéricos, les caracterizaba los colores fluorescentes, sobre todo el rosa y el verde. Usaba una pulsera con un chinito de la suerte color rosa. Forraba las libretas de color púrpura y los complementaba con fotos de gatos. No se quedaba después de la escuela, se iba directo a tomar el camión de regreso a su casa. Sólo tenía dos amigas, que no eran tan bonitas como ella. Con los hombres platicaba poco pero sí convivía con chicos del mismo salón. Usaba calcetas blancas y largas, junto con el uniforme verde y gris de la secundaria. Tenía una marca en el rostro a la altura de la oreja derecha que le dejó la viruela, Armando lo sabía porque él también tenía una marca similar. Alguna vez a Brenda le salió un barro en la nariz, él bromeó para sí mismo, diciendo que parecía Rodolfo el Reno. Ella olía a champú Caprice, Armando reconocía el aroma porque era el mismo que compraban sus tías: Naturals con aceite herbal. También olía a jazmín, él nunca supo el nombre del perfume que usaba y pocas veces lo volvió a percibir, cuando lo detectaba en otra mujer, siempre le producía nostalgia por Brenda. Lo que más le gustó fueron sus ojos rasgados, orientales, su manera de mirar era muy profunda y a veces triste, en ella percibía que no era del todo feliz en su vida y él se sintió identificado con esa expresión. También el timbre de su voz era un poco áspero, un sonido que no le parecía del todo femenino, quizá en un equilibrio andrógino. A ella le gustaba comprar agua de jamaica y la tomaba en una bolsa con popote cuando salía de la escuela; durante el receso la veía comer gomitas de sabor con forma de panditas y tortas de jamón.

Cuando él cursaba tercero ella iba en primero. Jamás le habló, por muchos años se dio golpes de pecho por no haber iniciado una charla con ella, un amor secreto cuyo recuerdo implicaba culpa. Armando era penoso pero esa vez decidió cambiar la historia, algo de valor había adquirido con el paso del tiempo y acumulación de experiencias. Estaba extasiado por el reencuentro, el corazón casi se le sale del pecho; se esforzó para sacar las primeras palabras de una boca que estaba casi inhabilitada por la ansiedad, le temblaba la pierna izquierda, las manos le sudaban. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la vio?, al pensar esa pregunta, evitó suspirar e inició una charla a pesar del hormigueo que recorría su piel con vértigo:

—Hey, yo te conozco, ¿estudiaste en la Secundaria Técnica Marco De Gante de Santa Bárbara?

—Oye, sí, también te recuerdo, eras dos generaciones mayor. Qué buena memoria tienes, ya tiene un rato de aquello —lo miró a los ojos y recuperó aquel recuerdo lejano.

—¿Te gusta esa caricatura? —Él señaló al libro para colorear que Brenda tenía en las manos.

—Es para mi niña de tres años, lo compré en el centro de Puebla. A mí me gusta mucho Sailor Moon y creo que le llaman la atención sus dibujos, sobre todo los gatos que salen en ella. ¿Cómo es que reconoces una serie para niñas?

—Es un placer culposo. De niño veía Caballeros del Zodiaco, que era mi programa favorito, después pasaban Sailor Moon en el Canal Trece. Sí, al principio se me hizo muy de niñas, pero luego me di cuenta de que tenía una historia muy chida y me clavé, aunque luego me hacen burla porque me gusta.

—Defiende tus gustos, son parte de lo que eres. En Sailor Moon también salen protagonistas superhéroes como los de tus Caballeros del Zodiaco —sonrió, pero había nostalgia en su expresión—. Me gusta tanto que me tatué a la gata Diana en mi nuca, mira.

Era un tatuaje pequeño, pero bien hecho, una sombra felina con una media luna blanca en la frente.

El camión ya había avanzado hasta La Carcaña. Armando se aventuró a preguntarle algo fuera de las caricaturas.

—¿Tú estudias o trabajas? —ella se puso nerviosa, bajó la mirada. Armando se arrepintió de haber preguntado porque notó que estaba incómoda, tardó un poco en responder.

—Yo… trabajo, tengo que trabajar. Quedé huérfana hace poco y el papá de mi nena se fue al gabacho hace un par de años, no sé nada de él. Vengo a trabajar al centro hasta la tarde y dejo a mi niña con unas vecinas que me la cuidan. Vivo en Coronango, al menos es un pueblo en el que los vecinos nos ayudamos —su voz fue áspera, triste; Armando tragó saliva, no sabía de qué manera continuar la charla y soltó lo primero que se pensó.

—Yo vivo en la Unidad Arcoíris, creo que queda más o menos cerca de Coronango —sólo se le ocurrió decir algo así, para quitar un poco de tensión. Su breve historia lo conmovió, ¿cuántas mujeres estarían en una situación como la de ella en este país?

—Vives donde viven puros ricos —dijo Brenda con una sonrisa.

—¡Ja! No, para nada, yo no vivo en el residencial, yo vivo en los edificios, con la prole.

—Son depas bastante chicos, tengo una amiga que una vez rentó ahí.

La joven ya había sido muy abierta al hablar de un asunto personal, así que Armando quiso corresponderle, sobre todo porque compartía algo de tragedia con ella.

—¿Sabes?, yo no sé si soy huérfano. Mis padres se fueron a Estados Unidos hace varios años y, desde que soy niño, no sé nada de ellos. Quizá estén muertos. Mis dos tías y yo apenas y cabemos en esa caja de zapatos de la Unidad Arcoíris. Es horrible tener una casa tan pequeña —ella se mostró conmovida, dejó la boca semiabierta con el comentario. Soltó un suspiro motivado por una enrarecida solidaridad.

No les dio tiempo de platicar más, Armando tuvo que bajar antes que ella.

—Muchas gracias por la charla. Si algún día quieres seguir hablando sobre Sailor Moon, acá en Arcoíris tienes un amigo en el edificio Cinco, departamento Tres, por si en la secundaria no supiste mi nombre, me llamo Armando.

—Te lo agradezco, gracias también a ti por la charla, no acostumbro a hablar con la gente mientras viajo en el camión, pero fue lindo reencontrarte después de muchos años —se despidió con la mano, y él sintió una pequeña punzada de desprecio cuando ella eligió no darle su nombre en esa despedida, aunque Armando sabía que se llamaba Brenda, varias veces lo escuchó en la escuela en los momentos que sus compañeros la llamaban.

Él pidió la parada en la entrada de la unidad habitacional. Bajó y miró cómo el microbús se marchó con lentitud rumbo a Coronango, que estaba unos cuatro kilómetros más adelante.

Fue la primera y última vez que habló con ella. La vería de nuevo, tres semanas después. Puebla era un pueblo grande o una pequeña ciudad, donde se topan sin querer unos con otros. La encontró en un prostíbulo que estaba sobre la 9 Norte. Entró ahí, solía ir a mirar a las chicas, pero nunca se animaba a entrar al cuarto. Aunque Armando no pagaba por servicios sexuales sólo le gustaba verlas paradas. La vio en la fila con las otras sexoservidoras, a causa de una casualidad atroz. El azar es así, en un momento puede caer una maceta de la ventana de un departamento en la cabeza de alguien mientras camina por la calle, cae por una causa natural: la gravedad, otras veces, por un berrinche de las Moiras, así fue que se volvió a topar con la chica de Coronango en un burdel. A él se le cayó la cara de vergüenza. Primero negó la posibilidad de que fuese ella, pero Brenda lo reconoció, lo saludó con la mano, silenciosa, mostró una sonrisa que parecía una mueca con pizcas de incomodidad, representaba una expresión más parca que alegre; después, ella desvió la mirada al suelo para contemplar una inmensidad sórdida con el filo de sus ojos rasgados. Él sudó frío, le temblaban las manos, no sabía cómo responder al sobresalto de emociones que le dominaban y la ansiedad era una emperatriz de ese caos; salió con rapidez del lugar, le dieron ganas de nunca volver y, sin embargo, volvió.

Mes y medio después, Armando se detuvo a ver la portada de un periódico de nota roja en la esquina de la 11 Norte con la 6 Poniente. Entre las muchas revistas para adultos que exhibían mujeres desnudas como producto de consumo y que él también solía ver con cierta frecuencia, había un diario de nota roja que tenía en letras grandes la noticia del asesinato de una mujer: su padrote la mató a golpes por desobediente. El universo se comprimió en un instante en las entrañas de Armando, era un Big Bang que daba nacimiento a una galaxia de horror, era Brenda. El asesino la estranguló con uno de los listones fosforescentes que ella solía usar desde que era joven, el acto consumado de una bestia. Brenda en esa foto abrió la puerta de una realidad que evidenció que el infierno es esta vida. Brenda, exhibida sin pudor, con marcas de violencia en su cuello, el rostro con manchas purpuras, los ojos cerrados, el cabello revuelto como la noche estrellada desvaneciéndose, su cuerpo inerte sobre un lecho de algodón marchito; la máxima expresión de la fatalidad que Armando jamás contempló. ¿Cómo podría volver al mundo material después de esa imagen, de esas letras narrando la devastación? La cólera le consumió con voracidad. Quería explotar y que la explosión de su cuerpo destruyera todo el mundo. La víctima nombrada en la nota del periódico era Brenda, aquella mujer de la peculiar charla en el microbús, la madre soltera, la muchacha con el tatuaje de Sailor Moon en la nuca, su amor de estudiante y que contempló viva por última vez en un burdel de la 9 Norte. Su nombre era una Runa escrita que indicaba la trasformación del destino. Cuando un nombre se revela de una forma tan salvaje, sólo queda en el pecho un prolongado silencio que desintegra toda paz que habita en el alma, ocurre en un breve instante en el que el mundo jamás vuelve a ser el mismo.

Primeros dos capítulos de la Novela: Tu nombre es Brenda, la cual será publicada por la editorial Los No Letrados a finales de este año.