Las esferas de la paciencia

1818

a Carmen Hernández Mitre

 

Hay dos cosas: el alma y su amor, cuando ella se ama; dos más: el alma y su conocimiento, cuando ella se conoce. Por tanto la misma alma, su amor, su conocimiento, son tres cosas y las tres son una; y cuando son perfectas son iguales.

San Agustín

Si Dios es, es porque Él está en los libros; si los sabios, los santos y los profetas existen, si los eruditos y los poetas, si el hombre y el insecto existen, es porque encontramos sus nombres en el libro. El mundo existe porque el libro existe; porque existir es crecer con el propio nombre.

Edmond Jabés

Que decenas de miles de lenguas diferentes y mutuamente incomprensibles hayan sido o sean habladas en nuestro pequeño planeta, es una lustración gráfica del enigma más profundo de la individualidad humana.

George Steiner

 

Prólogo

En una biblioteca el paso del tiempo es más generoso. Ahí los años se convierten en libros y los siglos en estanterías. Su acervo forma una comunidad de almas e inteligencias. A través de la oceánica erudición que crea podemos imaginar las pasiones metafísicas de una cultura, las aventuras existenciales de una época y los sentimientos literarios de algunos lectores. Las bibliotecas antiguas también simpatizan con los muertos. Son un comentario poético, saberes inactuales entre muebles apolillados.

La vastedad de la biblioteca que se encuentra en el edificio Carolino de la Universidad Autónoma de Puebla fue imaginada por los jesuitas desde el siglo XVI. Perteneció al virreinal Colegio del Espíritu Santo. La tenaz inteligencia encontró acomodo en sus diferentes armarios y una abismal erudición se esconde en sus polvosas estanterías. Cada libro es un punto o una palabra en la inmensa oración que ha intentado imaginar y explicar el mundo.

Las bibliotecas antiguas son el asilo de los libros solitarios: extraños seres de papel que viven las consecuencias de la longevidad. También son cementerios que acogen cuerpos rígidos y embalsamados. Fantasmas de viejos saberes y almas en pena de inteligencias alucinadas; sólo la desvanecida imagen del tiempo y la historia le dan sentido a su existencia.

Hace algunos años encontré en esa biblioteca unos libros intonsos de aspecto triste y empastados en pergamino. Eran quince tomos que amortajados murmuraban su soledad su soledad y abandono. Cogí un libro y supe que estaba tomando la mano de un jesuita muerto en el desierto de Mongolia pero al soplar el polvo desapareció el tiempo que nos separaba. Cuando lo abrí pude ver el sello del Colegio del Espíritu Santo y el título de la obra: Cartas edificantes y curiosas escritas de las misiones extranjeras y del Levante por algunos misioneros de la Compañía de Jesús. Traducidas por el padre Diego Davin. Tomo nono. Mas abajo, con una letra pequeña, leí el año y el lugar de su edición: en Madrid, en la oficina de la viuda Manuel Fernández. Imprenta del Supremo Consejo de la Inquisición y de la Reverenda Cámara Apostólica. Año MDCCLIII.

Las cartas fueron publicadas originalmente en Francia a partir de 1714 por iniciativa del padre Le Gobien y, a la muerte de éste, por el padre Du Halde. Para 1771 se habían editado ya treinta y un volúmenes. De estos libros el jesuita Diego Davin ─quien fue “maestro en lenguas en el real Seminario de la Villa de Madrid”─ hizo una selección y tradujo quince tomos que fueron editados en España.

El paciente traductor de las Cartas edificantes y curiosas… nos recuerda que “mereció esta obra en su original francés los aplausos de todo el orbe literario”. La piadosa relación de los trabajos evangélicos iba acompañada de esa original pasión por el conocimiento que los jesuitas han cultivado. En el inabarcable siglo XVIII la edición de las cartas llegó a todo el que sabía leer en forma de pequeños y baratos folletos en dozavo. Del doctor García Montoya, quien firmó la aprobación para la impresión de las cartas jesuitas en español el mes de septiembre de 1725, son estas palabras: “cuando vieron luz en París inmediatamente a la primer edición se repitieron varias…”

En las ávidas cartas escritas por los jesuitas existen historias de misioneros muertos por enfermedades desconocidas, relatos sobre ancianos chinos capaces de repetir de memoria los libros clásicos de Confucio, descripciones de animales exóticos, comidas raras, vestimentas suntuosas, armas desconocidas, expiaciones salvajes, mapas imposibles, viajes tormentosos, bondades indígenas, herejías sexuales, espíritus sacrificados, idiomas que son paisajes inhóspitos y libros asombrosos.

Entre las páginas cansadas de estos quince tomos camina, como alma en pena, el espíritu errante de algunos hombres que convirtieron la fe en aventura y la liturgia en un viaje infinito. Vagabundos devotos que hicieron un recorrido por toda la tierra: China y Paraguay, la India y México pasando por Persia, Turquía, Egipto y Japón. Estos escritos son textos de literatura fantástica bajo la forma de cartas históricas.

Para escribir este libro tuve que aceptar los límites que impone la muralla china y naufragar en las tribulaciones de algunos misioneros franceses que a fines del siglo XVII y en el crepúsculo del XVIII viajaron de París a Pekín. Así conocí el rostro amarillo de un Emperador que amaba la ciencia y los libros, la lucidez de un misionero que traducía sobre hojas de papel coreano la palabra de Dios y las ideas de los filósofos, una caligrafía vertiginosa y adormecida y un destino entristecido por la abdicante fortuna.

Las historias que aquí se relatan fueron apareciendo cautelosamente en las cartas que escribieron los misioneros desde la tierra que algún día escuchó las serenas palabras de Lao Tse y que después sería conquistada por el hijo del Lobo Azul que bajó del cielo.

 

  1. LA MISIÓN DE LAS PALABRAS

 

La claridad de la inteligencia guarda la misma relación con la vida que el fuego con la madera. El fuego se adhiere a la madera, pero también la consume. La claridad del intelecto arraiga en la vida, pero también puede devorar la vida.

I Ching

 

Tengo un libro tártaro en mis manos y un dolor frío en el alma. Mis ojos están llenos de recuerdos: la imagen de Nuestra Señora de París y la Cúpula de San Pedro en Roma. Veo también los caminos que recorrió Santiago Apóstol por la antigua España y las noches de tormenta frente a las costas de Macao. Mas cerca de mi corazón está el rincón de Manresa en donde Íñigo de Loyola se enamoró de Dios y el primer día en que en que vi los pequeños ojos del Emperador Kangxi.

Podemos imaginar al padre Parrenin pensando así al caminar entre las columnas rojas de los inmensos salones de la Ciudad Prohibida. Es primavera y el viento amarillo que viene del desierto próximo sopla en Pekín, levanta torbellinos de arena dorada y trae noticias de la lejana ciudad de París.

Dominique Parrenin llegó a China en 1698. Treinta y tres años antes había nacido en Russey, cerca de Besançon; la ciudad que mucho tiempo después vería llegar a este mundo al poeta Víctor Hugo. El jesuita europeo arribó a la cuenca del río Amarillo con la íntima sospecha de que Marco Polo había confundido a los unicornios con los rinocerontes. Al pasar por la isla de Java tal vez pensó que el viajero veneciano cometió una equivocación y que por eso distó a Rustichelo de Pisa que los unicornios tenían “pelo de búfalo y pies como de lionfante”, que el cuerno era negro y grueso, la lengua espinosa y la cabeza se asemejaba a la del jabalí. Debido a la templada inteligencia que el misionero francés portaba, Kangxi lo mantuvo en su corte. Parrenin aprendió en poco tiempo el idioma tártaro oriental y el chino. Fue, además, uno de los geógrafos que hicieron el mapa de China y el de la ciudad de Pekín.

La devoción del jesuita lo llevó hasta la tierra de esas bestias que la mitología medieval imaginaba como gigantescas serpientes que al cumplir los cien años se convertían en dragones. Andaba, como el apóstol Francisco Javier, en busca de almas infieles pero lo que encontró fue un imperio gobernado por un sabio manchú y un pueblo atento aunque indiferente.

El padre Parrenin llegó a China cuando la figura conmovedora del primer gran Emperador de la dinastía Qing dominaba las estepas y los valles inocentes. Kangxi nunca ocultó su corazón inteligente ni su amor por los libros. La frase de Mallarmé: “el mundo existe para llegar a un libro” seguramente le hubiera hecho olvidar los minúsculos desastres de la vida cortesana. Quizá también el ocupante del trono del Dragón juzgaba que el destino de los hombres debería ser guiado por los filósofos. En las conversaciones fugitivas del Emperador chino con el jesuita francés se escuchaba el solemne eco de los letrados que habían escrito tratados sobre astronomía y el de los filósofos que se pasaron la vida pensando en Dios. Matemáticas, poesía, ingeniería y artes también fueron puertos inquietos en donde se encontraban la inteligencia del sabio poderoso y la del teólogo errante. Desde el primer encuentro que Kangxi tuvo con Parrenin la deslumbrante extensión de los conocimientos habitó en sus conversaciones. El Emperador aceptó al misionero en su corte y a cambio de semejante privilegio le ordenó que tradujera a la lengua manchú los libros en donde había aprendido los secretos de las “diez mil cosas” que existen en el mundo.

Los hermanos de la provincia jesuita de Lyon recordaban al padre Parrenin como un hombre corpulento; un cuerpo recio, sorprendentemente fuerte, un aspecto de cautela y un semblante desdeñoso. Tenía a su favor una gran facilidad para expresarse en diferentes idiomas, una memoria feliz, además de un espíritu vivo y penetrante. Antes de abandonar Europa fue solicitado en diferentes actividades que lo hubieran colocado cerca de los poderes seculares de su época pero que le imponían como condición su renuncia a la Compañía de Jesús. Todas estas cualidades lo convirtieron en un religioso respetado. Su piedad y delicada malicia, su amor a la pobreza y su pasión por enseñar el Génesis y el Apocalipsis al Emperador Kangxi, transformaron la vocación religiosa en una original aventura evangelizadora.

Desde la prudente llegada de los misioneros a China, el Emperador y los mandarines prefirieron las conversaciones acerca de las matemáticas y la medicina antes que las prédicas sobre el Espíritu Santo. Los jesuitas arribaron al Imperio Celeste como misioneros y terminaron como profesores, sorprendían con sus microscopios y telescopios, con sus conocimientos de anatomía y las enfermedades del cuerpo humano. Eran magos o gitanos que deleitaban al mundo mostrando algunos experimentos científicos disfrazados de fantasías y rejuegos ilusionistas. Holbein el joven no yerra en su pintura Los Embajadores al brindarnos la imagen de un noble europeo y de un misionero jesuita; entre ellos aparece una mesa sobre la que descansan los regalos emigrantes con los que viajaron; instrumentos musicales, relojes incesantes, joyas sacramentadas, globos terráqueos, astrolabios aturdidos y libros exquisitos.

En las ciudades chinas dominadas por los estandartes de Manchuria, el padre Parrenin realizó el deseo de mostrar al Hijo del Cielo la gracia de dios a través de las ciencias europeas. Era una manera de decir que Dios amaba al pueblo cristiano: por eso les había donado la sabiduría, ese conocimiento que se convirtió en ciencia y después en libros que viajaron más lejos que sus creadores. Al igual que los misioneros, aquellos escritos recorrieron apacibles valles y cruzaron caudalosos ríos, soportaron la sed que despierta el desierto de Siria y el miedo que hace rezar en medio de una tormenta mar adentro. Esos libros vagabundos llegaron a la Ciudad Prohibida junto con la Biblia y el misal del padre Parrenin.

Algunos hombres han caído en la desgobernada tentación de convertir sus pasiones en libros: unos los escriben y otros los leen; esos espejos de papel son en cierto sentido el sello del nacimiento y del destino, instrumentos de Dios o de la Fatalidad. A Kangxi y a Parrenin los separaba la investidura y el idioma, también un océano enmudecido y una muralla ideográfica hecha con las ruinas de la Torre de Babel. Pero los unía un puente construido por amanuenses e impresores. Los libros, más que las fragatas, hicieron posible el viaje y el reconocimiento. Al ser traducidos convirtieron a Parrenin en un letrado chino y a Kangxi en un alquimista europeo. Como los hombres, los libros también cambian al encontrarse con otras costumbres. Un libro traducido es igual a un hombre que nace en un lugar y muere en otro; tiene más sabiduría pero también una melancólica pérdida de la identidad.

En los albores del siglo XVIII el jesuita Russey envió a París unos libros y una carta desde su residencia en China. El destinatario era el escritor Bernard Le Bouvier de Fontenelle, secretario de la Real Academia de Ciencias de Francia. En la época del ministro Colbert, consejero de Luis XIV, los misioneros de la Compañía de Jesús intercambiaron correspondencia con los científicos franceses, ayudaron a diseñar nuevos mapas y dieron a conocer en Europa los conocimientos astronómicos y medicinales de los remotos países en donde evangelizaban. El padre Parrenin hizo llegar desde los dominios de la Dinastía Qing hasta las góticas mesas de un estudio parisino, tres libros traducidos del francés al tártaro: un tratado de anatomía, otro de medicina y uno más sobre física.

La lengua de los manchúes era ignorada incluso por los hombres más sabios de Europa. Esos libros debieron de resultar ilegibles para los académicos, sin embargo Bernard Le Bouvier de Fontenelle pudo haber sentido alguna familiaridad con aquellos textos pues fueron escritos por sabios europeos y publicados en las Memorias de la Academia de Ciencias. La inmensa curiosidad intelectual del Emperador Kangxi y la paciencia y habilidad del jesuita Parrenin convirtieron estos tratados parisinos en libros tártaros.

El Emperador y los letrados fueron seducidos por la ciencia y la técnica de los hombres de Occidente más que por la moral bíblica. Regalaron a los jesuitas algunas almas para el cristianismo a cambio de unos cuantos libros traducidos. Henri Michaux cuenta, en Un bárbaro en Asia, que los chinos ofrecían a los primeros portugueses católicos doscientos bautizos por un cañón. Un mortero “valía los buenos tres mil bautismos”. Se sabe también que el jesuita Adam Schall enseñó a los generales de la dinastía Ming la técnica de la fabricación de cañones en su guerra contra los invasores de Manchuria.

Kangxi fue el heredero de Abahai quien a su vez era heredero de Nurhachi; el intolerante guerrero tártaro que comenzó su vida militar con el deseo de vengar la muerte de su padre y la de su hermano y que terminó derrumbando el decadente poderío de la dinastía Ming. Abahai intuía que el poder lo dan las armas pero también las palabras. Después de derrotar a los ejércitos chinos, cambió el nombre y la identidad de los pueblos ruzhen y jianzhou; desde 1635 se llaman manchúes. Hizo más, en 1638 se proclamó Emperador de China y adoptó el resplandeciente nombre dinástico Qing que en chino significa puro.

El Señor de los Diez Mil Años amaba el saber y el poder creó en él un íntimo hábito de escudriñador intelectual. Nació en 1654 y murió en 1722. Subió al trono a los siete años de edad y a los trece tomó en sus manos el Imperio. A juicio de los jesuitas fue el Emperador más ilustrado del Oriente. El padre Diego Davin describió así la perseverante nobleza del Hijo del cielo: “…unía los talentos que forman a un hombre de bien y a un gran monarca. Su presencia, talle, pasiones y cierto aire de majestad inspiraban respeto por su persona y anunciaban desde la primera audiencia que era el Señor de uno de los más grandes imperios del universo”. Para Kangxi no existía mayor halago que una conversación inteligente, era un esteta y un guerrero; creía que la inteligencia es la única virtud que justifica la existencia de los hombres. El propio traductor al español de las Cartas edificantes y curiosas… es quien despliega ante nuestros ojos los impulsos febriles del Emperador: “Nunca fue de su gusto la delicada inacción que reina en las cortes asiáticas. Pasaba meses en las montañas de Tartaria montando a caballo, mientras tenía a sus ministros en tiendas de campaña. A pesar de todas sus actividades encontró espacio para dedicarse a las ciencias. Se puede decir que fueron su pasión favorita. Era muy hábil en las diferentes especies de la literatura China. En sus frecuentes conversaciones con los padres jesuitas parecía que se olvidaba de la majestad del solio para familiarizarse con ellos. Cuando tuvo noticias de las ciencias y artes de Europa pretendió aprender geometría, física, astronomía, anatomía y medicina”.

El ocupante del trono del Dragón sabía que la traducción también es una liturgia que permite apoderarse del espíritu de los hombres más inteligentes, es por eso que hizo traducir muchos libros occidentales. El Emperador manchú tenía interés por los conocimientos europeos y una enorme sospecha sobre las virtudes de los idiomas que hablaban los misioneros. Nunca intentó aprender alguna lengua latina ni sajona. Prefería esperar a que un diligente misionero abriera las ventanas que comunicaban a una lengua con otra. Tal vez la fidelidad de su lengua más que la inhabilidad para aprender otros idiomas indujo al Emperador a encomendar al jesuita francés la traducción de los libros de ciencia europeos.

Kangxi tenía un particular gusto por los temas de medicina, como todo monarca asiático profesaba el deseo de gobernar también la vida biológica y de conocer el misterio de la muerte. En la biblioteca imperial se encontraban los libros de medicina que se habían escrito en China, así como los tratados que guardaban minuciosamente la sabiduría médica del pueblo manchú. En su biblioteca el Emperador aprendió que la anatomía es a un médico lo que la cartografía a un navegante; una posibilidad de guiarse con sentido preciso. El cuerpo humano es un pequeño universo y ese mundo de arterias y órganos le importaba más a Kangxi que el volátil horizonte de las estrellas. Tal vez los médicos jesuitas que llegaron a China conocían las Observationes medicae del inglés Thomas Sydenham. Es posible imaginar al Emperador escuchando con atención las detalladas descripciones de “los modos típicos de enfermar”, su gesto de incomprensión cuando le contaron la irónica respuesta del patólogo Sydenham a un noble londinense que preguntó cuál libro de medicina le recomendaba: “Lea Don Quijote ─dijo─, es un libro muy bueno; yo no me canso de leerlo”. El hijo del Cielo prefería la medicina a la astronomía. Por eso no tuvo duda en hacer traducir un extenso tratado de anatomía y otro de medicina. Kangxi poseía, además, la filosófica afición de conservar libros de cualquier país. En su biblioteca existían tratados indúes, rusos, egipcios, japoneses y europeos, aunque tenía preferencia por los libros tártaros. “Un libro, cualquier libro, es para nosotros un objeto sagrado” ha escrito Borges. Doscientos cincuenta años antes ese mismo sentimiento emocionaba al Emperador de la dinastía Qing.

El don de lenguas del misionero y los sueños babélicos del Emperador hicieron posible la traducción. Pero aquellos libros, con las características estéticas que deseaba Kangxi, requerían de la intervención de otros artesanos. El Emperador designó como ayudantes de Parrenin a los tres mandarines más hábiles en la fabricación de libros, a dos amanuenses excelentes, dos pintores, algunos dibujantes y artistas del papel; un pequeño ejercito intelectual para producir tres libros. En el centro de ese batallón de artesanos y letrados el jesuita sintió un leve pudor: por un lado la fastuosidad del salón en donde trabajaba destejía la humildad de su condición de religioso, las atenciones y el respeto que los chinos le prodigaban también producían en su intimidad una pálida vergüenza: por otra parte Parrenin pensaba que debía valorarse más el trabajo de quienes habían escrito los libros que él solamente traducía. Seguramente fueron estos motivos los que alentaron al jesuita para escribir, en una carta dirigida a Fontenelle, esta breve disculpa: “Bien sé que ha costado más escribir lo que yo no he hecho más que traducir, pero tiene cada país sus modas y en éste nada se hace sin estruendo”.

Para el Emperador tártaro el misionero jesuita era un traductor antes que otra cosa. Parrenin fue el hombre de letras a quien el Imperio confiaba las traducciones del tártaro y del chino a las lenguas europeas y las de la lengua francesa, latina, italiana, española y portuguesa a la tártara y china. Parrenin serviría a Dios como traductor, intuía que no era posible ganar el espíritu de Kangxi de otra manera. La dificultad del jesuita no se encontraba solamente en la metamorfosis existencial, sino también en la aventura lingüística de trasladar el saber de las ciencias europeas a un idioma extraño. La lengua de los manchúes y del I Ching no eran para el padre un misterio pero sí un acertijo. Como Gregorio Samsa, quien una mañana, después de “un sueño tranquilo”, se encontró convertido en un monstruoso insecto, el padre Parrenin se durmió como sacerdote y despertó como traductor. La traducción no ha sido vista sólo como una bendición, para algunas culturas es una tentación maldita, una monstruosidad. El judaísmo rabínico, por ejemplo, condenó la traducción del hebreo al griego de la Misná: “Cuando la Ley fue traducida al griego en el reinado de Tolomeo las tinieblas invadieron el mundo durante tres días”. Con menos severidad, pero igual convicción, el hijo primogénito del Emperador estimaba la empresa de traducir la lengua tártara. Kumarajiva, uno de los míticos traductores al chino de los textos budistas, dijo en el siglo V que la traducción es un acto similar al que realiza una persona que masca el alimento que digiere otro. “Si no podemos mascar nosotros mismos el alimento ─cita Fun Yu-Lan─ hemos de recibir alimento que otros ya mascaron. Sin embargo, después de semejante operación, el alimento tiene que ser menos sabroso que el original”.

Pero al Emperador no le interesaba solamente leer los libros traducidos. Su voluntad de corregir y gobernar lo llevó a vigilar también la pureza del idioma. Su orden no consistió únicamente en traducir unos textos, quería unos libros hermosos, poemas caligráficos que iluminaran los salones de la Biblioteca Imperial. Por eso pidió al jesuita que le presentara las hojas en donde escribía las primeras versiones. El emperador se convirtió en corrector. La forma y el contenido de los libros eran importantes para él; lo que se escribía y cómo se escribía. El libro sobre anatomía era visto de dos maneras: una mostraba la proverbial caligrafía y la otra enseñaba las detalladas descripciones de los órganos del cuerpo humano. Con atenta admiración el Señor de los Diez Mil Años leía y apreciaba la vulnerabilidad de la caligrafía. Kangxi se convirtió en un corrector de estilo porque pensaba que el lenguaje necesita de un centinela estético. La traducción literal era para él un pecado lingüístico. Los conocimientos que se encontraban en los libros sobre física, anatomía y medicina le preocupaban tanto como la belleza de su idioma: sin estas dos pasiones quizás no hubiera tenido la prudencia de esperar cinco años para la terminación de la obra.

Los libros de anatomía occidentales que el Emperador había tenido frente a sus ojos no fueron de su completa satisfacción. El libro que Dionis editó en París en 1690, La anatomía del hombre y la circulación de la sangre, adolecía, según Kangxi, de algunos defectos que no quería que se repitieran en el libro traducido. El hecho de que las láminas ─que juzgaba mal grabadas y poco exactas─ fueran al final del libro le parecía incorrecto. El Emperador ordenó a Parrenin que en La anatomía manchú cada ilustración estuviera reproducida en el capítulo correspondiente y que si en otro lugar del libro se volvía a tocar el mismo tema entonces el grabado se tenía que repetir. El Señor de los Diez Mil Años desconfiaba de las palabras europeas, por eso insistía en los grabados; esas láminas eran un espejo que impedía que las palabras perdieran su identidad. Para Kangxi los libros no eran sólo una acumulación de palabras, también eran objetos omnipotentes, paisajes remotos, cuerpos elegidos.

“¿Pero habrá en la lengua tártara suficientes términos para semejantes traducciones?” Esta pregunta que se hizo el misionero fue una interrogación que aún llega a nosotros, hace visible un talmúdico oficio y desnuda al narcisismo lingüístico que no tolera la vida después de Babel. El mismo Parrenin respondió que existían suficientes palabras para llevar al cabo semejante empresa, la duda sobre la fuerza de otra lengua nace, escribió el jesuita, “de la prevención en que están todas las naciones de que su lengua es la más hermosa y la más abundante que hay en el mundo”. Unas palabras que escribió Quevedo repiten poéticamente la reflexión del padre Parrenin: “Las aguas del abismo/ donde me enamoraba de mí mismo”.

¿Pero qué une a un hombre con su lengua? ¿El arraigo a la lengua es también un arraigo a la tierra? No es sólo el desconocimiento de otras lenguas lo que provoca un enamoramiento del idioma: la lengua es también nuestra casa. En ella habitamos y muchos temen perderse si se encuentran fuera de su seno.

El padre Parrenin cruzó las puertas de la Ciudad Prohibida en busca de un alma infiel y poderosa y se encontró con la necesidad y el deseo de enseñar no la fe sino la ciencia. O mejor dicho, la fe a partir de la ciencia y de su habilidad como traductor. ¿Acaso no era cierto que en la Biblia se dice que el Espíritu Santo se revela en donde quiere? ¿Por qué no podría revelarse en la Astronomía nova de Kepler, en De humani corporis fabrica de Vesalio o en los estudios de Cassini sobre la longitud del mar?

 

 

  1. UNA HISTORIA DE MÁRMOL

 

El Hombre sabio se deleita en el agua; el hombre bueno se deleita en las montañas. El sabio se mueve; el bueno permanece inmóvil. El sabio es feliz; el bueno soporta.

CONFUCIO

Cuando el hombre sabio sigue los decretos del cielo el fuego no lo quema: la espada no lo hiere, el agua no lo ahoga.

MATTEO RICCI

 

Muchos años antes de que el padre Parrenin admirara las columnas rojas y doradas de la Ciudad Prohibida otros misioneros habían esparcido sus alabanzas en China, En 1825 fue descubierta en el norte del Imperio Celeste una crepuscular estela de mármol; los religiosos que la describieron aseguraban que en la parte superior tenía grabada una cruz y algunos caracteres que profetizaban sobre la “propagación en China de la religión luminosa”. La inscripción poseía mil novecientos ideogramas y setenta nombres de obispos, abades y monjes en siriaco antiguo. La fecha que se podía leer en aquella diligente piedra era el año 781. En el mismo siglo en que los mayas de Yaxchilán sometían a la selva con sus hermosas esculturas y los árabes fundaban la mítica ciudad de Bagdad, unos monjes nestorianos escribieron sobre una página de mármol la historia resplandeciente de su peregrinación. Un monje llamado Olopen, quien llegó al Imperio del Dragón en la época de la dinastía Tang, tradujo algunos de los quinientos treinta libros sagrados que llevaba con él y recibió la autorización del Emperador Taizong para construir iglesias y monasterios. Aquellos abstinentes misioneros arribaron de Persia y pertenecían a la comunidad nestoriana que en el año 431 fue condenada por el concilio de Efeso. El heresiarca Nestorio había roto con Roma porque decía que Cristo estaba constituido por dos personas: una persona divina, el logos, y una persona humana, Jesús. Que no había unión entre la naturaleza humana y una persona divina, sólo conexión entre humanidad y divinidad; además se negaba a dar el título de Madre de Dios a la Virgen María. En las Primeras reacciones chinas al cristianismo Jaques Gernet afirma que el nestorianismo es una modesta curiosidad de la historia y que tuvo poca importancia porque únicamente cernía la fe de un número reducido de mercaderes y viajeros de origen sirio que aprovecharon la ruta de la seda para llegar a China.

También hay quien niega la autenticidad de la estela nestoriana. Adolfo Baucher, en su antijesuita Historia de los jesuitas, asegura que la perversidad de los misioneros de la Compañía de Jesús inventó la leyenda de la piedra en donde se hablaba de Cristo y de los cuatro emperadores que se convirtieron al cristianismo. Como los chinos no pueden amar nada que sea ajeno a la tradición, los jesuitas ─según Baucher─ tuvieron que crear una prueba de que la religión del “Señor del Cielo” era tan antigua en el Imperio Amarillo como la creencia en la isla de los hombres inmortales. De esta manera los religiosos pudieron mostrar a los chinos, adoradores naturales de la quietud, que eran “el pueblo más inmóvil del universo”.

En la Europa medieval existió una leyenda que hablaba de un poderoso monarca cristiano que vivía en el oriente y muchos paraísos que el humanismo imaginó fueron sembrados en aquel extremo del mundo. Tal vez el entusiasmo por todo lo oriental que se puso de moda en el siglo XIII tenga su raíz en la lejana seducción que la sabiduría china ha ejercido sobre Occidente o quizá sólo sea un episodio más de la nostalgia ─ como la ha llamado Borges─ “de ese comercio amoroso y a veces belicoso del Oriente y del Occidente”.

Desde su Aleph el poeta ciego nos hizo ver que el Occidente es el lugar en donde sale el sol: “Hay una hermosa palabra alemana que quiero recordar: Morgenland ─para el Oriente─, tierra del mañana. Para el Occidente Abendland, tierra de la tarde. “Los viajeros que fueron al Oriente buscaba, oro, día, sol, luz; más luz.

Algunos de esos viajeros fueron los franciscanos Johanes von Pian del Carpine, quien publicó en el año 1250 un significativo libro sobre el Imperio de los mongoles y Wilhem von Rubruk enviado por Luis IX, el Rey de Francia que posteriormente sería santificado. Rubruk también escribió un relato imaginativo sobre su itinerario a Karakorum, la capital de los Khanes, diecisiete años antes de que Marco Polo partiera de Siria rumbo a China.

El primer jesuita que intento llegar a China fue san Francisco Javier. En su juventud viajó de España a la ciudad de París para desempeñarse como profesor. Ahí tuvo un alumno que llevaba por nombre el de Ignacio de Loyola y quien posteriormente, paradojas de la pedagogía, sería su maestro espiritual. A instancias del papa Paulo III en 1541 dejó Europa para dirigirse a la India. Con su acética perseverancia reveló la voluntad del Espíritu Santo en Ceilán, la península de Malaca, las Molucas y el Japón. Murió en 1552; la fatiga le cortó los pasos en Sanciam, una isla árida que se encuentra frente a las costas de Cantón. Durante su vida de misionero escribió muchas cartas. China era para el Apóstol de las Indias ─como reverentemente fue llamado─ una tierra de promisión; como Moisés, murió en el momento en que la saludaba con la mirada.

En 1557 fue fundado el primer puerto comercial portugués en Macao. Algunos años atrás había llegado a la bahía de Cantón la primera legación oficial lusitana. Llevaba una carta del rey de Portugal al “rey de china”. Los comerciantes llegaron antes que los misioneros, ambos formaban parte de esa ansia de exploraciones transoceánicas que se apoderó de los hombres del siglo XVII y XVIII. El destino trazó las rutas del descubrimiento y la profecía se cumplió; desde entonces el mundo es una esfera, antes era un rectángulo y mucho antes, solamente un punto, Griegos, incas, celtas, mayas, chinos, egipcios y persas fueron encerrados en el imperativo círculo de la historia.

Aquella bíblica fatalidad hizo que jesuitas y portugueses se establecieran sólidamente en China desde el siglo XVI: el comercio y las misiones caminaron por las mismas iglesias y mercados. Se ha contado muchas veces y de diversas maneras la historia de los jesuitas de Macao que se hicieron ricos aprovechando el comercio de la seda entre China y Japón. Dieciocho años antes de que terminara el siglo XVI, los jesuitas, utilizando su litúrgica inteligencia así como una terrena astucia, se establecieron en China. Pero algo más importante que este común trámite comercial fue la presencia de un sorprendente italiano: Matteo Ricci. Cuando contaba con veintiséis años llegó a Goa y cuatro años después arribó a China. Había estudiado en Roma en la escuela del padre Velignani, ahí aprendió, junto con Ruggieri y Pazzio, a vencer las dificultades del idioma de los cuarenta y siete mil doscientos un caracteres. Un hombre ─Joseph Needham─ que lo sabe casi todo acerca de la cultura y la ciencia en China escribió que Ricci ha sido “uno de los hombres más notables y brillantes que ha habido en la historia”. Destacó por sus conocimientos técnicos y por su saber científico, además de su genial capacidad para adaptarse a las costumbres chinas. En los primeros seis años que estuvo en el Imperio Celeste tomó el nombre y la apariencia de los bonzos budistas. Con la cabeza rapada y la túnica anaranjada pensaba dar su mensaje investido con la aureola de asceta pero se sorprendió al comprobar que los sacerdotes no tenían en China la misma autoridad que en Europa, aún no sabía que la filosofía ocupaba en la civilización chinan el lugar de la religión en otras civilizaciones. Fun Yu-Lan cuenta como en la antigüedad la primera enseñanza que se le daba a un hombre culto era la filosófica y a los niños se les enseñaba a leer en los cuatro libros: Las analectas de Confucio, el Mencio, la Gran enseñanza y la Doctrina del justo medio. Estas obras eran los textos más importantes de la filosofía neoconfuciana. Podríamos decir, de manera figurada, que aquellos libros de filosofía eran el silabario de los futuros letrados.

Ricci comprendió que tenía que dejar en el armario la austera túnica azafranada y vestirse con los elegantes trajes púrpura de los letrados. Esa transformación personal fue paralela a su conocimiento de la cultura china y del idioma ideográfico. Con la apariencia de un chino y con la esencia de un europeo Ricci se convirtió en un digno letrado. Lo podemos imaginar como Eça de Queiroz describió en su novela El mandarín al religioso lazarista cuya prolongada permanencia entre los sabios taoístas lo convirtió prácticamente en un chino, también lo podemos ver en “el Palacio de la Suprema Armonía, con su túnica roja, la coleta larga, la barba venerable, agitando despacio un enorme abanico, igual que algún sabio letrado mandarín, comentando mentalmente, en la paz de la tarde, el Libro Sagrado de Chu”.

El misionero italiano regaló al Emperador Wan Li telescopios, astrolabios, relojes y clavicordios. Dibujó mapas, tradujo los elementos de Euclides y las Ocho canciones para clavicémbalo occidental, adaptó la Carta geográfica del mundo y algunos pensamientos de los filósofos griegos y latinos. También escribió elogios al Emperador y reformó el calendario. Li Matiu fue el nombre chino que adoptó. Calculó eclipses y enseñó a los chinos hidráulica, óptica, geometría, topografía y astronomía. Es un hecho conocido que Ricci además de poseer un saber universal tenía una astucia particular. El mapamundi que dibujó a los chinos debía de corresponder a la imagen que los habitantes del Imperio Amarillo se habían hecho de su país. Ellos creían que China estaba en el centro del mundo y que su territorio era casi todo el planeta. Para que el mapa mostrara esta obsesión, Ricci cambió el lugar del primer meridiano, pintó con colores fuertes el territorio del Emperador Wan Li y a los otros países los dejo en blanco, de tal forma que parecían apenas unas islas que flotaban en medio del océano; así China ocupaba el centro de la tierra. Ese “maravilloso mapa” ha sido visto también ─la descripción pertenece a Eliot Weinberger─ como una prolongación del “intrincado estilo del arte taoísta, donde lo sólido se define por lo vació y la tierra por los agujeros en las constelaciones del cielo”.

Una historia tal vez real, quizá fantástica, pero que muestra la imagen con la que ha sido pensada la vida del sabio misionero, cuenta que Ricci, después de haber curado al hijo de un mandarín, se dirigió a la capital del Reino Medio. Ahí conoció a varios Han Lin, es decir letrados de la más alta jerarquía, el jesuita italiano los convenció para que lo presentaran en la corte imperial. Los mandarines le dijeron al Emperador que Ricci tenía una sabiduría que abarcaba las “diez mil cosas” que existían en el universo y que además poseía una campana que tocaba por sí misma (los relojes de repetición que el jesuita había llevado consigo eran desconocidos en China de la misma manera que en Europa se ignoraba la relojería hidromecánica que fue inventada por el monje budista I Hsing en el año 725 de la era cristiana). Sin perder tiempo el misionero se presentó ante el Emperador Ming con la campana que tocaba por sí misma. El Emperador Amarillo se quedó pasmado al ver semejante prodigio. Wan Li ─es necesario decirlo─ fue un emperador débil, no salía de su palacio y por comodidad delegó el poder a los eunucos, Dicen que le causó tanto placer el reloj de repetición que se pasaba horas enteras observando el movimiento de la maquinaria y el giro de las manecillas. Cuando las campanas vibraban la Emperatriz madre y todas las mujeres de Wan Li acudían a contemplar el espectáculo y se extasiaban. Pero hubo un día en que después de darle cuerda a la admirable máquina que media el tiempo ésta ya no funcionó. Ricci fue llamado inmediatamente y llevado ante el desconsolado Emperador. Éste le mostró al jesuita el reloj descompuesto y dijo con un tono afligido “ha muerto” Inmediatamente se hizo un silencio que sólo fue roto por unas suaves palabras que pronunció el misionero mandarín: “volverá a vivir, Hijo del Cielo”. Más tarde, su habilidad de mecánico logró que en un instante el reloj repitiera su encantador tic-tac-

El jesuita italiano también deleitaba a los letrados con su prodigiosa memoria. Escribió en chino un Tratado sobre las artes mnemotécnicas. Seguramente el sistema de técnicas de la memoria que aprendió en las escuelas de la Compañía de Jesús de Roma y Florencia le ayudaron a prolongar ese milenario saber. Eliot Weinberger, al comentar el libro del sinólogo Jonathan Spence (El palacio de la memoria de Matteo Ricci) dice que el misionero llevó a China toda biblioteca, pero “en la cabeza”. Es imposible no repetir este párrafo: “Es curiosamente, Matteo Ricci como Jorge Luis Borges. No Borges el hombre sino Borges el personaje creado por Borges: el hombre de la memoria pura cuya cabeza es al mismo tiempo biblioteca y laberinto, una vasta biblioteca cuya disposición sólo en parte puede descifrarse. Este modelo de la mente como biblioteca y laberinto se ha vuelto científico, ahora se piensa que el cerebro está de veras organizado por temas. Pero cada tema está alojado en una habitación que tiene un millón de puertas; cada habitación conduce inmediatamente a otra, a otro tema, y luego otro más. En tiempos de Ricci era posible, al parecer, dibujar un plano de este palacio con infinitas habitaciones, incluso organizar su decoración interior…”

Ricci murió en Pekín el 11 de mayo de 1610. Le ofrecieron unos funerales de Estado y el Emperador escribió una inscripción para su tumba. Su heredero espiritual en China fue el jesuita alemán Adam Schall von Bell. Al igual que el memorioso italiano, el misionero germano estudió en el Colegio jesuita de Roma. Él también fue discípulo del matemático Bamberg P. Clavio. Contemporáneo de Kircher ─esa otra inteligencia oceánica a quien le debemos la primara gran obra de sinología editada en Europa: la China Ilustrada─ Schall se ganó en China la confianza del Emperador Tianqi, de este Hijo del Cielo se dice que sólo le interesaba la carpintería, como a san José. Eran tiempos de decadencia para la dinastía Ming. Adam Schall frunció el ceño cuando le encargaron reformar el calendario chino pero con una disciplina de clérigo escribió un manual completo de astronomía con ciento cincuenta tratados en total. También ayudó a los Ming en la guerra contra los ejércitos de Manchuria, enseñó a los chinos a fabricar cañones y cuando fue definitiva la derrota de la dinastía Ming, Schall continuó dirigiendo el taller de fundición pero ahora en beneficio de la dinastía Qing. El Emperador Shunzhi permitió la libertad religiosa aunque después de su muerte hubo una vuelta a la ortodoxia, entonces Adam Schall fue encarcelado y condenado a muerte. Un providencial terremoto, la burocrática influencia de sus amigos letrados y un poco de suerte le salvaron la vida. El sucesor del afortunado jesuita alemán fue el flamenco Ferdinand Verbiest. Éste también fue, como Ricci y Schall, director de la Oficina Imperial de Astronomía. Construyó aparatos para el observatorio de la Ciudad Prohibida, dirigió la edificación de un monumental acueducto, hizo traducir al chino a santo Tomás de Aquino y escribió a Europa solicitando a la Compañía de Jesús colaboradores eruditos. En 1688, el mismo año de la muerte de Verbiest, el mar arrojó en las costas de China a la nave en donde viajaba la celebre misión jesuita francesa. Los padres Fontaney, Gerbillon, Le Comte, Visdelou y Bouvet se convirtieron en letrados chinos y escribieron desde el Imperio Amarillo cartas y tratados que fueron leídos con ruidosa atención en la Francia del siglo XVIII.

En el reinado de Luis XIV fue creada la Real Academia de Ciencias. Una Carta escrita en China por el padre Verbiest había emocionado al ministro Colbert, después de leerla pensó que Francia tenía mucho que hacer en el Oriente y supo utilizar a los misioneros jesuitas para que intercambiaran correspondencia con los sabios franceses. De esa manera compararon las observaciones astronómicas en Pekín y París y se difundieron las técnicas y conocimientos que fueron aprendidos por los misioneros en el Imperio Amarillo. Los jesuitas no buscaban querubines en el cielo, lo que querían precisar era la posición de las estrellas y las dimensiones de la Vía Láctea. Casi todas las Cartas edificantes y curiosas… fueron escritas por jesuitas franceses y muchas de ellas estaban dirigidas a miembros de la Real Academia de Ciencias. Moreri, en su extenso Diccionario enciclopédico, nos dice que la Academia de Ciencias se fundó en París en el año de 1666 aunque fue en enero de 1699 cuando un reglamento real la confirmó y declaró al rey su protector. Esta institución de sabios estaba compuesta por cuatro diferentes tipos de académicos: honorarios, pensionistas, asociados y alumnos; en el primer género sólo existían diez miembros que tenían que ser expertos en matemáticas y física; en el grupo de los pensionistas había tres geómetras, tres astrónomos, tres ingenieros en mecánica, tres anatomistas, tres químicos y tres botánicos; también existían veinte académicos asociados, de los cuales ocho podían ser extranjeros. Cada académico tenía el derecho de proponer a un alumno destacado.

Colbert, desde su lugar como ministro de Hacienda, tuvo una influencia decisiva en la cultura francesa que incubaba el Siglo de las Luces. “Colbert ─ha escrito Voltaire─ trajo de Italia a Cassini, a Huygens de Holanda, y a Roemer de Dinamarca, mediante grandes pensionistas. Roemer determinó la velocidad de los rayos solares; Huygens descubrió el anillo y uno de los satélites de Saturno, y Cassini los otros cuatro. Se debe a Huygens, sino la primera invención de los relojes de péndulo, por lo menos los verdaderos principios de la regularidad de sus movimientos que dedujo de una geometría sublime”. Aunque, como ha mostrado Frances A. Yates, la ciencia del siglo XVII incluía los estudios de geomancía, astrología y alquimia, Voltaire con su impaciente espíritu ilustrado dijo que en ese tiempo: “El público se asombró al ver una química que no buscaba ni la piedra filosofal ni el arte de prolongar la vida más allá de los límites naturales; una astronomía que no predecía los acontecimientos del mundo; una medicina independiente de las fases de la luna.” Lo cierto es que las descripciones que hicieron los jesuitas de las técnicas para construir puentes o de las costumbres matrimoniales o de los conocimientos de anatomía o de las rutas marítimas que aprendieron en el otro lado del mundo fueron un punto de referencia para la curiosidad intelectual de Europa. Esa correspondencia sacó de muchos errores a los sabios e introdujo algunos prejuicios, pero también sirvió a los navegantes al describir nuevos rumbos que corrigieron mapas y cartas náuticas.

“El aventurero del poder y el aventurero del saber caminan uno al lado del otro”, dice Margarite Yourcenar en Opus Nigrum. Quizás por esa razón el consejero de Luis XIV puso en contacto a los eruditos hijos de San Ignacio con los estudiosos de la Real Academia de Ciencias. El éxito de las Cartas edificantes y curiosas… en su época hacen pensar en la imagen del hombre de letras que se forjó en el siglo XVIII y que Paul Benichou describe en su libro La coronación del escritor. Los jesuitas que enviaron su correspondencia desde China no eran solamente sacerdotes, también eran escritores. Para los cristianos europeos que leían sus cartas, los padres de la Compañía de Jesús tenían autoridad intelectual porque hablaban desde una misión evangelizadora, y para los librepensadores los jesuitas poseían autoridad moral porque escribían sobre ciencias; el saber de Dios y el saber convertido en Dios. En muchos sentidos estos misioneros estaban cerca de los escolásticos, pero en otros, de los enciclopedistas.

La conversión de las almas y el amor por el conocimiento llevaron a los jesuitas hasta el misterioso lugar en donde el sol se oculta. El viaje sin destino y la liturgia errante hicieron de los misioneros personajes infatigablemente románticos. Las aventuras de los jesuitas aparecieron ante los ojos de los fieles de Occidente como una repetición de los sufrimientos de los primeros mártires cristianos y de la valentía de los últimos caballeros medievales: santos y héroes, sabios y piadosos; ilimitadas imágenes que llenaron el lugar de la fantasía, la historia y el mito.

En la carta que el padre Fontaney escribió en febrero de 1703 desde Pekín, nos recuerda las circunstancias en las que los misioneros franceses fueron enviados a China, cuenta cómo en el año de 1682 algunos miembros de la Real Academia de Ciencias trabajaban, por órdenes de Luis XIV, en la reforma de los libros de geografía. En esos momentos la definición de las dimensiones de los continentes así como la reelaboración de las cartografías era una tarea fundamental.

Siguiendo la tradición de Abraham Ortelius, quien con su verosímil Theatrum Orbis Terrarum diseñó un mundo que muchos navegantes conservaron en la memoria, algunos jesuitas abandonaron las bibliotecas y el oratorio para dibujar un nuevo Atlas. Esos nuevos libros dirigían la navegación y el comercio por rutas más cortas y productivas. En aquel año se habían enviado académicos franceses a todos los puertos del mundo occidental, fueron al Mediterráneo y al Mar Caspio, pero también a las islas tropicales de África y América. Sólo faltaban observadores en la India y China. Estos lugares eran menos conocidos por los franceses y además en Europa se pensaba que en aquellos sitios los académicos corrían el riesgo de ser mal recibidos; con sus escuadras, brújulas y telescopios seguramente no iban a pasar inadvertidos. El ministro Colbert, como se ha dicho, fue quien pensó en los jesuitas. En primer término porque sabía que tenían misiones en todo el mundo y además porque estaban con miembros bien preparados en el estudio de la ciencia. Según el padre Fontaney éstas fueron las palabras de Colbert: “Padre, no merecen las ciencias que usted tome el trabajo de pasar a los mares y reducirse a vivir en otro mundo desterrado de su patria y de sus amigos. Pero como el deseo de convertir infieles y ganar almas a Dios obliga muchas veces a los padres jesuitas a emprender tales viajes, me alegraría mucho que se valiesen de esta ocasión y que en los tiempos en que no estén tan ocupados en la predicación del evangelio, hiciesen en los países respectivos muchas observaciones que nos faltan para la perfección de las artes y las ciencias”. Debido a que Colbert murió en el año de 1683, este proyecto estuvo olvidado por algún tiempo. Pero dos años después el rey de Francia envió un embajador extraordinario a Siam y el Marqués de Louvois, quien construyó el palacio de Versalles y había sustituido en su cargo a Colbert, también tenía la intención de incorporar en esa misión real a seis jesuitas ilustrados.

El padre Fontaney era maestro de matemáticas en el Colegio Jesuita de París. Tenía, desde años atrás, muchos deseos de incorporarse a las misiones de China o Japón, pero los superiores de la Compañía de Jesús no lo habían considerado conveniente. Con esta intención guardada por tanto tiempo, y además por la circunstancia de ser un reconocido profesor de matemáticas, el padre Fontaney fue el primero en solicitar una misión en Siam. Los superiores de la Orden aceptaron y le encomendaron seleccionar a otros jesuitas para que lo acompañasen. Dice en su carta el padre Fontaney que se “juzgaba mil veces más feliz” por la oportunidad de enseñar las ciencias europeas en China, que de seguirlas estudiando en el primer Colegio Jesuita de París. Además de saber que “ganaría más almas para el cristianismo” y padecería por “la gloria de su santo nombre”. En esta jerarquía que espontáneamente realiza el jesuita se encuentra un orden que revela el sentido de las misiones en China; la ciencia, la fe y la salvación personal; éstos eran los caminos de los jesuitas. Fueron muchos los miembros de la Compañía de Jesús que se ofrecieron para esta misión al Oriente pero sólo designaron a los padres Tachard, Gerbillon, Le Comte, Visdelou y Bouvet. Para algunos fue una sorpresa la decisión de los superiores de la Compañía pues los elegidos eran los jesuitas más capaces que se encontraban en esa época en París, pensaban que estos padres podrían servir en Europa para cuestiones de mayor importancia. La sabiduría tenía que quedarse en Europa. La ciencia no debía viajar. “¿No valdría más, decían los detractores, conservar estos eruditos aquí y enviar a aquellos remotos climas a los que con una mediana capacidad tienen bastante vigor para aguantar las fatigas de las misiones y bastante celo para trabajar en la conversión de los infieles?”

En la decisión que tomaron los jesuitas franceses se ve trasparentemente el deseo de ganar el espíritu de los hombres más inteligentes del Oriente a través de las ciencias europeas. No era cuestión de ganar cualquier alma, se requerían espíritus doctos y poderosos. Devoción de sabios y emperadores. Necesitaban, como Mefistófeles, el alma de los hombres de ingenio. La carta del padre Fontaney es un alegato en favor de la ciencia y los científicos. Defiende la fe de los hombres enamorados del saber. Para santificar estas ideas recurre a los escritos de san Francisco Javier en donde se habla de los hombres inteligentes y “hábiles en todas las sutilezas de la escuela” que descubren los “errores y contradicciones de los bonzos”. Los filósofos, astrónomos y matemáticos que estudian el Ser, los eclipses, las ecuaciones y los efectos más ocultos de la naturaleza no fueron excluidos de las misiones por el apóstol de las Indias. Éste decía, a propósito de las reacciones de algunos infieles poderosos: “admirábanse mucho de vernos explicar estas cosas, y sólo el juicio de que éramos hombres sabios, los disponía darnos crédito en materia de religión”. Las críticas de los contemporáneos eran incisivas. Protestantes y jansenistas preguntaban ¿los jesuitas son más hombres de ciencia que de fe?

Los misioneros de la Compañía de Jesús partieron a China el tercer día de marzo de 1685. Salieron del puerto de Brest, en la costa atlántica de Francia. Días antes habían sido recibidos en la Real Academia de Ciencias. En ese lugar ─y por orden del Rey─ fueron provistos de todos los instrumentos astronómicos y matemáticos necesarios para sus estudios. Llevaban consigo el alma de Euclides y el espíritu de Galileo. Pero también las intenciones de san Pablo y la disciplina de san Ignacio.

 

 

III. LOS REINOS COMBATIENTES

 

¡He dormitado en el jardín del emperador,

esperando la orden de escribir!

He visto el estanque del dragón

con sauces tiñiendo el agua que refleja el azul del cielo.

He oído las cinco notas de los querellantes ruiseñores

Ezra Pound

 

La penumbra de los salones de la Ciudad Prohibida producía una sensación de intimidad en todas las conversaciones. Alguna tarde, mientras caía una lluvia suave, el padre Parrenin escuchó de labios del príncipe primogénito la historia del poeta Qu Yuan, el errante enamorado de las palabras que se ahogó en un río: Agua infinita, hermana del mar. Desde entonces, cada año, barcas con formas mitológicas danzan sobre el agua buscando el cadáver del poeta; así nació la fiesta del dragón. Es la continuación ritual de la muerte trágica de un nombre de letras. En las noches, las barcas son iluminadas con linternas rojas, amarillas, azules. Los devotos de esta historia tiran arroz al río mientras comen; nunca encuentran el cadáver pero saben que de esa manera se alimentara el espíritu del poeta y así vivirá diez mil años.

El padre Parrenin recibió de manos de un eunuco la nota en donde el primogénito de la corte lo citaba en el salón de la Suprema Armonía. Después del saludo ritual, el hijo mayor de Kangxi relató la historia de Qu Yuan al misionero francés. De esta forma iniciaron una larga conversación sobre las cualidades de las lenguas china, tártara y europeas, sobre el origen de la poesía, las virtudes de la traducción y la fascinación por los libros.

El príncipe conversador era el primero de los cincuenta y seis hijos que tuvo Kanxi con sus diferentes esposas. Desde pequeño había sido educado por los letrados más dotados y a sus treinta y cinco años era un erudito que cultivaba con especial inclinación el culto por la lengua tártara. Sus encuentros con el jesuita terminaban en extensos intercambios de conocimientos históricos y científicos. El príncipe y el misionero comparaban idiomas, geografías, costumbres e ingenios. Un erudito de la corte imperial china y un sabio francés de la Compañía de Jesús practicaban, en el corazón de la Ciudad Prohibida, ese antiguo ejercicio filosófico que Platón describió en sus Diálogos.

A pesar de sus prejuicios lingüísticos, el príncipe quería conocer los “secretos de otras lenguas”. Cualquier persona que no hubiera nacido en Manchuria estaba imposibilitada, según el juicio del hijo del Señor de los Diez Mil Años, para entender el sentido preciso de la lengua tártara. Igual de irrealizable era cualquier intento de traducción. Ninguna lengua bárbara (este era el calificativo que los letrados de Pekín utilizaban para referirse a los idiomas europeos) podía traducir la filigrana de la lengua oriental. Esta convicción hacía pensar al príncipe que el interés de su padre por traducir libros europeos era una empresa inútil. Y no era porque dudara de la veracidad de los conocimientos que poseían los hombres de ciencia occidentales, al contrario, los estudios sobre el origen de las lágrimas y los tratados de física que había leído le impresionaron favorablemente. En lo que no creía era en el lenguaje de los europeos. Tenía tantas dudas sobre las palabras dichas en latín, francés, portugués o español como habitantes tiene China.

El príncipe tártaro pidió al jesuita Parrenin que escribiera una carta al padre Suares. El primogénito advirtió al religioso que tenía que comunicarle un asunto importante al misionero lusitano. Dijo, además, que el mensaje lo dictaría en lengua manchú. Como el padre portugués no entendía la lengua tártara el jesuita francés tenía que traducirlo al latín. El príncipe había oído decir a los misioneros cristianos que el latín era la lengua con la que se entendían los sabios de Europa. Así que un sabio francés podía escribir en latín a un sabio portugués lo que un príncipe manchú dictaba en tártaro. Tal vez no sólo sea la casualidad la fuerza que hizo escribir a Kafka que la muralla china era en verdad el cimiento de una realizable Torre de Babel.

En el salón en donde el príncipe acostumbraba conversar se encontraba una hermosa mesa laqueada. Sobre ella unas hojas de fino papel coreano, una pluma y tinta china. Todo estaba discretamente en su lugar, como en una pintura de Lang Shinig, para que el jesuita traductor hiciera su trabajo. El primogénito del Emperador iba a poner a prueba la inteligencia del misionero y las virtudes de las lenguas europeas. Después de dar tiempo para que el padre Parrenin se acomodara tranquilamente el noble manchú empezó a dictar el mensaje. El jesuita francés lo escuchaba con atención. Esa atenta inmovilidad molestó al hijo de Kangxi, hizo una pausa en su discurso y preguntó al religioso traductor la razón por la cual no escribía. Cortésmente Parrenin respondió que prefería que se le dijera todo el mensaje y después él lo traduciría al latín. Esta respuesta le pareció al príncipe una prudente evasiva más que un buen método de traducción, sonrió irónicamente y pensó que con demasiada facilidad había demostrado al traductor oficial de la corte la imposibilidad de trasladar a otra lengua la “majestad de la lengua tártara”. Como un acto de gentileza el príncipe dictó toda la carta con la completa seguridad de que no podría ser traducida. Cuando el príncipe terminó de hablar el jesuita cogió la pluma, mojó en el tintero y sobre un papel muy suave empezó a escribir.

Con la destreza de un hábil amanuense el padre Parrenin puso el punto final a la carta y con un rostro de satisfacción se la entregó al príncipe. El hijo del Emperador la recibió con un gesto de disgusto, le dijo al misionero que no tenía la seguridad de que lo escrito eran las ideas que él había dictado. ¿Cómo le aseguraba que no cambió, suprimió o añadió algo para salir del apuro? En aquellas preguntas se encuentran las dudas y al mismo tiempo la perplejidad que provoca el hecho elemental de que con otros signos se pueda construir el mismo sentido. El príncipe exigía una prueba que fuera al mismo una certeza absoluta. El ingenuo asombro ante la pluralidad de las lenguas dibujas el alma de aquellos hombres que en la llanura de Sinar pretendieron construir una torre que les permitiera ver el mundo como Dios ve nuestras pasiones.

El príncipe hizo al misionero las preguntas que siempre se han hecho a los traductores. Tenía desconfianza en las palabras de una lengua extraña. ¿Cómo era posible que aquellos signos inentendibles que el jesuita había escrito significaran lo que él quería decir? El Padre Parrenin escribió el mensaje aprisa, sin equivocarse. La destreza del traductor se convirtió en una sospecha más para el primogénito. La duda del noble manchú era una señal de la distancia que existe entre una lengua y otra.

El padre Parrenin había llegado a Pekín desde Europa. Conoció al hijo de Kangxi cuando éste era todavía un adolescente que jugaba en la Colina de la Longevidad. Había vivido años en el Imperio Amarillo y ahora el noble tártaro quería acorralarlo en una discusión para demostrarle su inexistencia. Tu lengua es nada; eso quiso decir el príncipe. Y si la lengua es nada, también las cosas que nombra. No existen tus montañas, ni tu Dios, ni tu Imperio. No existe tu tierra. Sólo existe China y la majestad de la lengua tártara.

El príncipe pensaba que, al dictar la carta, el religioso francés se perdería en un laberinto de palabras extrañas. Pero el jesuita escuchaba las preguntas y las sospechas del hijo del Emperador con serenidad y después explicó que había escrito con presteza porque las letras que utilizaba eran pequeñas y no necesitaban muchos trazos como las palabras chinas. Además, dijo, era un mensaje sencillo el que enviaban a Saolin (éste era el nombre chino del padre Suares). Sólo le bastó escucharlo para saber cómo tenía que traducir. También explicó que el latín era para él una lengua familiar pues la había estudiado en el Colegio Jesuita de París desde muy joven. Además, insistió, los años que había vivido en la corte de Pekín le permitieron dominar con maestría la lengua china y la tártara oriental. George Steiner ha escrito que poseemos civilización porque hemos aprendido a traducir más allá del tiempo. Más allá de la muralla podemos decir nosotros. La muralla y el tiempo; metáforas de esa aventura lingüística que unos hombres piadosos y sabios vivieron en la inmensidad de la Ciudad Prohibida.

Las dudas del príncipe no podían disiparse fácilmente. Entendía que la habilidad del misionero le permitiera saber muchos idiomas y que traducir una carta era algo relativamente sencillo. Pero su duda no era acerca de la inteligencia del jesuita sino sobre la exactitud de la traducción. Para tener seguridad de que lo escrito en la carta era su mensaje, le pidió al padre Parrenin que leyera en chino lo que él había dictado en tártaro y que el misionero aseguraba haber puesto en latín. Con paciencia y seguridad el padre francés hizo lo que el príncipe manchú le pedía. El hijo de Kangxi se impresionó de la exactitud de las palabras del traductor. Pero, a pesar de eso, seguía teniendo sus reservas. Quería esperar la respuesta de Saolin para desengañarse. Le pidió a Pa (que era el nombre con el que los chinos llamaban a Parrenin) que recomendara a Saolin que su respuesta fuera escrita en lengua china. Porque si la escribía en portugués, francés o latín tendría que hacer uso de los ojos del traductor y tal vez éste quisiera engañarlo para encubrir los defectos de las lenguas bárbaras. El príncipe quería transparencia. No le importaba el recorrido del tártaro al latín y luego al chino de un traductor francés a un destinatario nacido en Portugal. Quería comprobar que en ese viaje lingüístico no se perdía la originalidad de las palabras. Como si las palabras sólo pudieran vivir seguras de su significado en la lengua tártara.

Cuando el padre Parrenin terminó de escribir la carta se levantó de su asiento y anunció que se retiraba. Pero entonces el príncipe se dirigió a él con una actitud más amistosa y le pidió que esperara. Le confesó que lo había mandado a llamar no tanto por la necesidad de comunicarse con Saolin sino por la curiosidad de ver qué era lo que podía hacer con su conocimiento de diferentes idiomas. El primogénito, al igual que su padre, era un devoto de su idioma y de la religión del libro. Tal vez hubiese aceptado aquella sentencia de Voltaire que dice que los libros dirigen al mundo. Lo cierto es que su interés por la pluralidad de las lenguas y el gusto por las bibliotecas hacían que viera al misionero como un hombre lleno de secretos.

Acomodados en un salón tapizado de seda azul y amarilla, los dos eruditos continuaron su conversación. Al hablar sobre los libros europeos el príncipe dijo que le parecían bien impresos y que la encuadernación era aceptable. Lo que le molestaba era la escritura, tenía el defecto de ser muy pequeña y los caracteres tan parecidos unos a otros que difícilmente se podían distinguir. Para el noble manchú, las palabras escritas de los idiomas europeos eran una cadena formada por eslabones enmarañados, igual a las señales que dejan las moscas sobre las mesas laqueadas que están cubiertas de polvo. No es difícil imaginar al solitario príncipe en uno de los pabellones del Palacio Imperial queriendo descifrar lo que dicen esos extraños libros traídos por los misioneros. No son una simple mercadería que llame la atención por su belleza extranjera. Son algo más. Hojas de papel impresas con sabiduría que vienen de muy lejos. Porque unos libros, una biblioteca, también son una geografía, una historia. En ella se puede navegar y naufragar. Ir de un continente a otro. Cruzar desiertos, ascender montañas. Esas pequeñas bibliotecas que los jesuitas llevaron a China no eran como las mercaderías con las que viajó Marco Polo. Esos libros sin ser de magia eran mágicos; hablaban de seres insospechados.

El hijo del Emperador también pensaba que los signos de la escritura europea eran pobres e insuficientes. El príncipe se preguntaba cómo lo finito podía contenes a lo infinito, cómo con tan pocos signos era posible resumir tantos pensamientos y acciones diferentes, tantas cosas vivas y muertas. A juicio del erudito oriental, los caracteres tártaros y chinos eran hermosos, abundantes y limpios, por esa razón se podía elegir el más apropiado sin posibilidad de confusión. Palabras que escritas se veían bien y escuchadas se oían bien. A diferencia de las lenguas bárbaras (en chino el ideograma que se utiliza para representar la palabra “bárbaro” es el mismo que se usa para “extranjero”) que cuando se hablan son similares a los ruidos que emiten los pájaros. Con estas palabras el príncipe defiende la estética de su lengua a partir de la estética de los signos. Como los nigromantes, le otorgaba un valor mítico a la forma como se escribían los caracteres. La caligrafía tenía para él un sentido preciso. No se trataba sólo de lo que se escribía sino también de la manera como se escribía. Los chinos no separaron las posibilidades de la grafía de las posibilidades del sentido. Con una intención estética buscaban una caligrafía con mayores posibilidades de composición plástica. Una palabra también es una pintura; la delicadeza del poema y la suavidad de los signos.

Antes de Ezra Pound, en Occidente había existido una incomprensión radical de la lengua china. El Conde de Segur, por ejemplo, en un libro escrito en Francia el siglo XIX, al referirse al idioma chino dice que en un principio utilizaba una “especie de escritura” como la de los amautas peruanos, que consistía en la combinación de diversos cordones con nudos. Más tarde sustituyeron ese método por el de la “escritura verdaderamente dicha” que es la de los signos inventados “para expresar ideas y trazados a mano”. Esa escritura, continúa el conde francés, ha sido conservada en China y nunca se ha conocido en ese imperio la escritura silábica. El método de escritura de los chinos es “sumamente contrario a los progresos del saber porque como cada noción requiere un signo diferente se necesita casi la vida de un hombre para aprender a leer y escribir”.

El padre Parrenin sabía que discutir con un príncipe era una mala costumbre. Con el hijo de un Emperador se puede conversar pero no contradecirlo. El poder habla, no escucha. Una antigua costumbre en el Imperio Amarillo imponía a los letrados cercanos al palacio la obligación de declarar que el príncipe tenía razón. Los príncipes orientales disfrutaban los halagos y después de escucharlos se mostraban dispuestos a oír las razones que sutilmente les mostraban que estaban equivocados. Para contradecirles es necesario, primero, darles la razón. Siguiendo esta costumbre, el misionero aceptó la belleza de la lengua tártara oriental. Le dio a entender al hijo del Señor de los Diez Mil Años que el idioma manchú era elegante para describir batallas, exacto para hablar de la vida de los emperadores, útil para escribir tratados científicos y libros de historia. Pero al aceptar las virtudes de la lengua asiática el letrado parisino empezó a formular algunas preguntas. ¿Por qué el primogénito prefería la lengua tártara y no la china? Los eruditos chinos ─dijo el misionero Pa─ saben las dos lenguas y aseguran que el idioma manchú tiene sus carencias. Estas palabras no agradaron al príncipe pero su curiosidad pudo más que su soberbia. Sólo hizo un gesto de desagrado y dejó que el jesuita siguiera hablando. Los mismos argumentos que el príncipe había utilizado fueron usados por el padre Parrenin. Éste había dicho que el idioma chino a pesar de tener infinidad de caracteres no podía explicar los sonidos y las palabras de la lengua tártara. A tal grado existía diferencia que no era entendible una palabra manchú escrita con caracteres chinos. De este razonamiento el noble asiático concluyó que su lengua era mejor que la china porque aunque tenía menos caracteres explicaba bien el idioma que se hablaba en Pekín. Si esta argumentación es cierta, dijo el jesuita mandarín, entonces también será cierto que los caracteres de las lenguas europeas son mejores que los tártaros pues a pesar de ser mucho menos en número, con ellos se pueden pronunciar fácilmente las palabras tártaras y chinas y muchas otras que los idiomas del Imperio Amarillo no pueden escribir.

Al ver la preocupada atención que el príncipe prestaba a sus argumentos el letrado Pa continuó con su respuesta. Dijo que el razonamiento sobre la hermosura de los caracteres no demostraba nada sobre la grandeza o pobreza de los idiomas. Hablando perfectamente el idioma manchú el padre Parrenin explicó que las personas que inventaron las letras de los idiomas europeos no quisieron componer pinturas originales con la escritura, solamente pensaron formar signos que representaran ideas y comprendiera “todos los sonidos que puede articular la boca”. El religioso traductor aseguró al príncipe que mientras más sencillos fueran los signos y más reducida su cantidad, eran más fáciles de aprender. La abundancia es un defecto, sentenció. Por eso se podía decir que el idioma chino era más pobre que el tártaro y que éste era más pobre que las lenguas europeas.

Al escuchar estos atrevimientos lingüísticos el primogénito del emperador Kangxi se sintió obligado a responder. “No estoy de acuerdo”. No era cierto ─continuó─ que con las palabras del idioma manchú no se pudieran escribir las palabras de las lenguas extranjeras. Con caracteres tártaros se escribían las conversaciones de coreanos, chinos, tibetanos y otros. A esta altura de la disputa el jesuita francés estaba decidido a defender con todos sus argumentos las virtudes de la cultura literaria europea, por eso contestó que las pruebas que se exponían no bastaban pues un idioma útil tenía que servir también para escribir las palabras de las lenguas europeas y no sólo la de los vecinos. Entonces, sintiendo que había dado un paso importante en la discusión, le preguntó al príncipe si podía escribir algunas palabras con dos consonantes seguidas. Esto ─lo sabía muy bien─ era una tarea imposible pues en la lengua manchú siempre tenía que existir una vocal entre dos consonantes.

Además de aquellas carencias, el letrado Parrenin insistió en los defectos del alfabeto tártaro, que aunque era semejante en mucha cosas al alfabeto de las lenguas latinas carecía por ejemplo, de las letras B y D, en su lugar usaban la P y la T. De esta manera, si en español se escribe Bien y Dios un tártaro traduciría como Pien y Tios. El misionero le recordó al príncipe que con esas letras empezaban infinidad de palabras europeas que los manchúes podían pronunciar pero no escribir. “Son estas razones las que me hacen pensar ─confesó el letrado cristiano─ que nuestro alfabeto es mejor que el suyo”. Los defectos que el padre Pa reclamaba a la lengua del Emperador también los extendió hasta el idioma chino, aunque reconoció que la primera era mejor que el segundo porque poseía el sonido de la letra R y eso les daba muchas facilidades para pronunciar nombres extranjeros.

Los límites de la lengua del noroeste de China no se reducían sólo al alfabeto. Para el jesuita traductor era además incómoda por su estilo “conciso y cortado”, otro defecto que notaba se refería a una gran cantidad de palabras muy largas. Pero una carencia que era imperdonable consistía en la inutilidad del tártaro para la poesía. Lo relató al príncipe que en los años que llevaba viviendo en esa tierra nunca había visto a algún erudito manchú “hacer coplas ni traducir, sino en prosa, los versos chinos”. Esta limitación de debía, según Pa, a que la consonancia y el ritmo, tan fáciles en la lengua china, no eran practicables en el idioma manchú. Los tártaros podían escribir hermosos poemas en los abanicos que regalaban a sus amigos pero lo hacían con caracteres chinos. Cuando el primogénito fue interrogado acerca de si alguna vez había hecho un poema en su idioma materno éste contestó que nunca había intentado componerlo y que ignoraba si existían reglas de poesía en Manchuria. Pero el enojo y la respuesta del noble asiático no podían contenerse más. No toleraba que le hablaran así de una lengua que para él era la más completa del mundo. Para iniciar su ataque a los idiomas de Europa el príncipe dijo sin vacilación: “¿Pero quién te ha dicho que en el mundo existen los poetas?” Hizo esta pregunta con tanta seguridad porque él siempre había pensado que la poesía era, como la imprenta, un invento de los chinos. Le resultaba natural pensar que si la lengua tártara no tenía reglas de poesía entonces tampoco ningún otro idioma las tendría. Por esa razón, pensaba que si el letrado Pa hablaba de poetas y poesía se debía a que lo había aprendido en el Celeste Imperio. Para el misionero esta respuesta fue un anuncio de que la batalla lingüística la tenía ganada. Y otra vez, para responder tuvo que empezar reconociendo que el príncipe tenía la razón, pero enseguida dijo que a pesar de que él había pensado que no podía existir poesía en una lengua que sólo tenía monosílabos como la china, después de leer a Wang Wei y muchos otros poetas tuvo que desengañarse. Ese desengaño era el que también el primogénito tendría que experimentar al reconocer la habilidad poética de las lenguas europeas. Al terminar de decir esto el padre Parrenin recordó algún poema en lengua china:

No se ve gente en este bosque,

sólo se oyen, lejos, voces.

Bosque profundo. Luz poniente:

alumbra el musgo y, verde, asciende*

*Versión de Octavio Paz.

 

Y luego el fragmento de un poema en latín:

La siguiente aurora había expulsado las brillantes estrellas;

se reúnen los pueblos en el sacro campo de Marte, y en las

cimas se para, a media tropa, el rey mismo

se sentó, purpúreo y, por el cetro ebúrneo, insigne.

He aquí que a Vulcano soplan por las aceradas narices

Los toros de pies de bronce, y tocadas de hervores, las hierbas

arden, y como suelen resonar los plenos fogones,

o como cuando en el horno terreno disueltos los sílex

conciben el fuego con el riesgo de las líquidas aguas.

Tal suenan sus pechos que vuelven llamas dentro encerradas

y sus quemadas gargantas; de Esón el nacido, va empero

a su encuentro. A los rostros del que venía, fieros tornaron

las terribles caras y los cuernos rematados de hierro,

y con pie bisulco el polvoriento suelo pulsaron,

y con fumíferos mugidos el lugar colmaron.**

**Versión de Rubén Bonifaz Nuño.

 

Las voces de Wang Wei y de Ovidio se escucharon en un rincón de la Ciudad Prohibida. Cuando se hizo el silencio, el traductor cristiano aclaró al hijo del Emperador que a pesar de que su oído oriental no podía entender el sentido, sí podía notar fácilmente el ritmo y asonancia.

Después de este contundente argumento el jesuita prosiguió con sus reparos. Manifestó al príncipe su sorpresa al ver a los amanuenses más hábiles quedarse mucho tiempo con el pincel levantado y no poder pasar de una frase a otra y cómo después de pensar mucho tiempo lo que tenían que escribir borraban y volvían a comenzar. Cuando el traductor oficial de la corte les preguntaba por qué hacían eso los amanuenses contestaban que esas frases no se podían decir, que sonaban mal, que hacía falta otra conjugación. Esta respuesta le permitió concluir al jesuita que la lengua tártara poseía muy pocas transiciones y que por eso era muy difícil dar con ellas. Esto también provocaba que la escritura fuera muy lenta, por eso los amanuenses más que escribir dibujaban; pintaban con palabras.

El interlocutor aceptó la existencia de esas dificultades pero se defendió diciendo que aquel inconveniente no existía en las conversaciones ya que se podía hablar sin tropezar con las palabras. Un atrevimiento irónico hizo contestar al padre Pa que sería muy extraño escuchar a un hombre que contara una historia y se quedara callado después de dos frases. Todo mundo pensaría que es apoplético, dijo. Pero eso no era todo, el jesuita había conocido a muchas personas que no dominaban bien el tártaro y lo hablaban arrastrando el final de las palabras y añadían la palabra yala que no significaba nada. Y lo peor del caso es que pensaba que si repetían muchas veces esa palabra pasarían por más cultos. Para el jesuita traductor ésta era una prueba más de que las transiciones en el habla de los manchúes eran pocas. Desde que el Emperador había dejado de usar la palabra yala ningún escritor la utilizaba en las obras cultas y eso provocó que tuvieran muchas dificultades para pasar de un tema a otro.

Con una sonrisa en los labios, el príncipe respondió que la discusión no se estaba dando en condiciones iguales, pues el misionero sacaba ventaja del hecho de vivir en China y de conocer muchos idiomas. Si yo hiciera un viaje, continuó el hijo de Kangxi, regresaría con un baúl lleno de todos los defectos de las lenguas europeas y tendría muchos argumentos para confundirte. Esta respuesta no fue del agrado del misionero, quien contestó inmediatamente que el príncipe no regresaría con muchos inconvenientes pues en los países europeos los idiomas no están abandonados a los caprichos de las multitudes, que así como existían academias para las ciencias y las bellas artes, también existían academias para perfeccionar y reformar la lengua. Este argumento amplió la sonrisa del noble asiático. “Si una lengua, dijo, necesita de una academia para hacerle reformas y perfeccionarla eso quiere decir que tiene muchos defectos y no es tan completa como tu afirmas”. Me he explicado mal ─se apresuró a aclarar el jesuita─, la academia se ha establecido no tanto para reformar la lengua sino para definir sus límites. “Es algo parecido a lo que se hace con los ríos Hoang Ho y Yan Tse Kiang”. A pesar de que estos corren por su cause natural siempre se cuidan las aguas de las lluvias y los afluentes para que no se desborden.

Ningún argumento era suficiente para dejar al príncipe callado. Él no podía ser derrotado en una batalla lingüística. Quería continuar la discusión y por eso preguntó si en las lenguas europeas se utilizaban términos y expresiones de países vecinos o se conservaba la pureza de su origen. El misionero respondió que existió un tiempo en que los diferentes reinos de Europa fueron gobernados por un monarca y esto hacía natural el comercio entre los reinos y también el intercambio de conocimientos y oficios, por esta razón existían muchas palabras que pasaban de una lengua a otra, sobre todo en el campo de las ciencias y las artes.

Para el hijo mayor del Emperador Amarillo el contagio de palabras que padecía un idioma era un accidente fatal. Esta ideo lo convenció de que tenía ganada la discusión, pues los tártaros, según él, habían tomado muy pocas palabras de los mongoles o los chinos, además, esas palabras las habían “vestido a su modo” dándoles una terminación en manchú. “Los europeos, en cambio, se han alimentado de los despojos de sus vecinos”. Ahora entiendo ─decía el príncipe─ por qué te sientes muy bien discutiendo menudencias de la lengua tártara, porque de su origen no puedes decir nada ya que es una lengua pura.

La disputa lingüística duró meses, años. Ni siquiera se detuvo cuando llegó a la Ciudad Prohibida la respuesta del padre Suares. Aquella tarde, mientras caminaban rumbo al Kiosko de los Historiadores, el misionero jesuita le explicó al príncipe la diferencia entre las lenguas vivas y muertas. Esta clasificación no se conocía en China. ¿Una lengua viva y una lengua muerta? Que distinción tan extraña para los oídos y la imaginación de un oriental.

Cuando el primogénito leyó la respuesta que Saolin había escrito en chino tuvo que reconocer algunas virtudes del latín y de la traducción. Pero ese reconocimiento sólo quería decir que el príncipe le otorgaba a las lenguas europeas el segundo lugar en el certamen lingüístico que espontáneamente el primogénito había organizado porque en el primer sitio siempre estaría la lengua tártara.

 

 

  1. LAS PÁGINAS DEL MAR

 

En un reino muy pequeño donde sus habitantes sean pocos

Y aunque los pocos hubiese hombres muy capaces

No encontrarían ocupación alguna

Aprenderían más bien a temer a la muerte

Y no a ir en busca de ella

Aunque existieran carruajes y embarcaciones

Los hombres no viajarían

Aunque tuviesen corazas y espadas

Jamás tendrían necesidad de usarlas

Volverían a utilizar las cuerdas y los nudos y a servirse de ellos

Entonces encontrarían buenas sus comidas

Hermosos sus vestidos

Tranquilos sus hogares

Acogedoras sus costumbres

Si los reinos vecinos estuviesen tan cercanos

Como para poder oír los ladridos de los perros

El canto de los gallos

Los hombres de este pequeño reino

No desearían querer abandonarlo jamás

Lao-Tse

 

Los libros son un descanso. Un deseo de decir esto hemos sido; una piedra, un palacio, un claustro, cien mil caracteres escritos. Un edificio con tres patios imaginado por un arquitecto jesuita y construido con la obediencia oriental de trescientos sesenta y cinco taoístas. Pero los libros también son el asombro que nace al sospechar la vastedad del espíritu de Dios. El infinito y la eternidad apenas son dos tímidas alusiones. El cielo y la tierra, la luz y las tinieblas, los mares y las semillas, la hierba y la noche son almas seductoras que llaman a los aventureros para perderse en ellas. El mundo se convierte así en un manto con pliegues que son ríos, hilos que son desiertos, bordados que son montañas.

Y es ese mundo fructífero y bondadoso el que consiente la existencia de los hombres. “El triste y lastimoso espectáculo del género humano”, según dicen las palabras del padre Diego Davin, será lo que otros hombres menos piadosos llamarán Historia.

La vida de los hombres quisiera recorrer el mundo para conocer la inmensidad del purgatorio, la de los navegantes que nunca encontraron el límite del mar, la de los niños que salieron de su casa y se perdieron para siempre, la de las mujeres que fueron arrancadas de su tierra, es también la historia de los misioneros que se extraviaron entre rutas insospechadas, lenguas inentendibles, hombres sin fe cristiana y miles de dioses negros, amarillos, morenos, invisibles.

La aventura lingüística de los misioneros jesuitas estuvo precedida por un viaje marítimo. Itinerarios fatigantes para hombres que no estaban hechos con la sal del océano. Guiados por cartografías incompletas alimentaban sus certezas leyendo vidas de santos.

Tengo en mi mesa un moderno globo terráqueo, lo hago girar con el dedo índice y pasan frente a mí las cordilleras, los océanos, los desiertos y las montañas. Al pensar en la Geographia que Claudius Ptolomeo imaginó en Alejandría el año 160 de la era cristiana sé que no siempre se ha visto con tanta claridad la redondez del mundo. Para trazar el mapamundi fueron necesarios infinidad de viajes y naufragios, también fue indispensable la inteligencia de cartógrafos como Abraham Ortelius o G. R. de Vaugondy y el incansable paso de los misioneros que recorrieron rutas que otras hábiles manos dibujaron.

Los misioneros jesuitas que viajaron a China siguieron diversos caminos. Algunos salieron del puerto de Brest y pasaron por Tenerife, la isla de la Palma y la del Hierro hasta llegar a Santo Domingo, anclaron en las costas de Cuba y observaron que los indígenas habían desaparecido de aquella isla, navegaron por el Golfo de México para entrar por Veracruz; atravesaron a pie y en carreta ese país inhóspito y cálido, esperaron en Acapulco a la Nao que los llevaría a Filipinas y después a Macao. Caminaron, se sentían perdidos, de nueva cuenta navegaron por un río inmenso y un día, antes de que el sol desapareciera del horizonte, entraron en el corazón de China. Otros misioneros se embarcaron en Saint Malo con la intención de bordear el Cabo de Buena Esperanza y descansar en Madagascar; después de rezar en medio de las tormentas para llegar a la isla de Sumatra y poder entrar en el Estrecho de la Sonda conocieron el mar de China y no emprendieron jamás el viaje de retorno. Unos más hicieron el viaje por tierra; cruzaron el Rhin, soportaron el invierno en Moscú y se dirigieron a Siberia, navegaron el río Yenisey, el Angara, el Amur y dejaron la tierra de los zares para entrar a Mongolia. Después de meses de devoción errante llegaron a las puertas de la Ciudad Prohibida.

El domingo 2 de noviembre de 1698 once jesuitas murmuraron su esperanza en la ciudad de Cantón. Siete meses antes habían salido de La Rochelle; los padres Premare, Bouvet, Regis y Parrenin, entre otros, hicieron el viaje de Francia a China a bordo del Amphititre. Dos años después, el Reverendo padre De la Chaize, quien era confesor de Luis IV, recibió en París la correspondencia de los misioneros que se habían instalado en el Imperio Amarillo.

En una de esas cartas el padre Bouvet relata cómo en el Cabo de Buena Esperanza se encontraron con otra embarcación francesa en la que también viajaban misioneros de la Compañía de Jesús. Bouvet había pulsado antes la vida en China y regresó a Europa obedeciendo una petición de Kangxi; el Hijo del Cielo le encomendó la tarea de llevar a Pekín a un grupo de religiosos que estuvieran bien preparados en ciencias y artes occidentales. Como la otra embarcación francesa, llamada Ave María, iba primero a las Indias Orientales, el padre Bouvet convenció a dos jesuitas para que transbordaran al Amphititre. El destino de los misioneros del Ave María también era China pero su itinerario debía llevarlos antes por otros lugares. De esa manera el padre Bouvet reunió a los once jesuitas que presentó ante el Emperador en el Palacio de la Suprema Armonía.

En el viaje ningún misionero había enfermado, todos gozaban de buena salud cuando hicieron la ceremonia de las nueve genuflexiones ante las primeras autoridades chinas que conocieron. Las dificultades de la travesía fueron de otra naturaleza; empezaron con el hecho de haber salido de La Rochelle sin cartas de navegación precisas ni marineros que conocieran la ruta y el mar de China. Las misas, que tenían como altar el cielo y como púlpito el mar, sustituyeron esas carencias. Tres meses después de haber dejado Francia llegaron al Cabo de Buena Esperanza y en esa punta del mundo anclaron por espacio de dos semanas. Los religiosos habían leído, en las cartas que escribió el padre Tachard, la asombrosa descripción del jardín de la Compañía de Holanda que se encontraba en aquel paraíso tan lejano. Cuando estuvieron frente a ese prodigio el asombro no les cabía en la mirada. El padre Premare, tiempo después, escribiría que aquel jardín era de las cosas “más hermosas que se pueden imaginar”. La naturaleza, se dijo también, era más responsable de ese edénico paraje que el trabajo de los artistas que lo idearon. En aquel lugar no se encontraban, como en los jardines de la nobleza de Francia, ornamentaciones geométricas, ni estatuas, ni fuentes sofisticadas, ni bóvedas enramadas armónicamente. El jardín de la Compañía de Holanda era una colección de rarezas y curiosidades que la naturaleza había creado en los bosques y valles de las cuatro partes del mundo. Ahí los jesuitas pudieron ver naranjos y limoneros que no estaban plantados en la tierra sino en jardineras y que eran más altos que los de Europa. No pudieron contar, a pesar de la habilidad de botánicos que muchos jesuitas poseían, la variedad de árboles y plantas desconocidas en el reino de Luis XIV. Vieron y se deleitaron con legumbres y frutas que tenían un sabor excelente y que además, les había dicho, se podían cosechar en las cuatro estaciones del año. En primavera o en invierno el jardín estaba ocupado por el verdor y las flores, senderos abiertos a las caricias del sol, pero también caminos inmensos oscurecidos por el denso follaje, multiplicadas veredas que atravesaban extensos llanos. En una caminata el padre Bouvet vio un arroyo de agua pura y cristalina que atravesaba el jardín, el mar le servía de perspectiva en ese luminoso edén y la simplicidad del contraste formaba a cada instante, ante los ojos obedientes y la razón vigilante de los misioneros, un nuevo asombro. Si aquel jardín en Francia, ningún jesuita lo dudaba, seguramente hubiera sido uno de los paseos más deliciosos y “arrebataría la curiosidad y admiración de los extranjeros”.

El Amphititre había partido del Cabo de Buena Esperanza la mañana del 10 de junio de 1698. Los navegantes que conocían esos mares sabían que dos meses después la embarcación estaría echando el áncora frente a Batavia, puerto principal de la isla de Java. Todo parecía en calma. Navegaron tranquilamente hasta noventa grados de longitud, pero cuando llegaron a esa altura el capitán decidió cambiar de latitud. Para el 21 de julio estaban en seis grados y medio de latitud que es casi la misma que tiene la isla de Java. La tripulación pensaba que pronto verían tierra. Cinco días más tarde la nave se encontraba a cuatro grados y medio de latitud y vieron tierra el 31 de julio. Los marineros que dirigían la nave cometieron un significativo error de cálculo: estaban frente a las costas de la isla de Sumatra y el puerto de Batavia, por donde pensaban ingresar al Estrecho de la Sonda, quedaba ahora muy lejos. La equivocación de los pilotos fue enorme y parecía que la llegada a China iba a costar más trabajo de lo que los misioneros esperaban. los jesuitas dejaron de encomendarse a sus pilotos y prefirieron rezarle a san Francisco Javier.

Los padres hicieron una promesa al apóstol de las Indias al jurarle la devoción de los diez viernes. La veneración se hace de esa manera porque Francisco Javier predicó el evangelio en las Indias durante diez años y murió en la isla de Sanciam el viernes 3 de diciembre de 1552. También porque, según relata una tradición, en el último año de vida de Francisco Javier, el crucifijo del oratorio de su castillo en España sudó sangre copiosamente todos los viernes y no dejó de hacerlo hasta la muerte del misionero. Además de estas oraciones semanales los padres de la Compañía de Jesús se impusieron la obligación de comulgar en el primer puerto de China que los hospedara.

En la carta que el padre Premare escribió en la ciudad de Cantón el 17 de febrero de 1699 dijo que los marineros se equivocaron porque al salir del Cabo de Buena Esperanza debieron haber seguido sin variar la longitud hasta los cien grados y no a los noventa en que empezaron a elevarse en latitud. Por eso fue que, aunque creían saber en dónde se encontraban, estaban completamente perdidos. Llegaron a la capital de Sumatra el 18 de agosto y por espacio de tres semanas tuvieron que padecer terribles calores además de la calamidad de observar cómo los víveres se echaban a perder. Cuando llegaron a la capital de Sumatra la generosidad de la naturaleza recompensó la fatiga: el padre Premare se lamentó cien veces, diría en su carta, por no saber pintar de algún modo lo que jamás podría describir; plantíos de cocotales, bambúes y platanares en medio de los cuales pasaba un hermoso río navegado por pequeñas barcas; infinidad de casas construidas con cañas de diversas texturas y cortezas de árboles formaban calles y barrios en donde también destacaban jardines y arboledas. Cuando desembarcaron en la playa de Aceh no vieron ninguna señal que les hiciera pensar que estaban llegando a una ciudad tan hermosa porque los árboles que bordeaban la ribera eran tan altos que ocultaban las casas, pero al atravesar el espeso boscaje apareció esa joya escondida. Desde una colina de Aceh se podía admirar por las mañanas la infinidad de pequeños barcos de pescadores que salían al río para entrar al mar y en las tardes, antes de que el sol se ocultara, tras el mar y en las tardes, antes de que el sol se ocultara, regresaban. Parecían un enjambre de abejas que volvían a la colmena cargadas con el fruto de su trabajo. Los pescadores de la isla de Sumatra utilizaban unas frágiles piraguas con las que viajaban con tanta rapidez que los misioneros se quedaban pasmados.

Para entrar al mar de China era necesario cruzar el Estrecho de Malaca. Ahí estuvieron a punto de perderse otra vez pues entraron al estrecho el 23 de agosto y salieron tardíamente el 20 de septiembre. Los malos vientos y el desconocimiento de aquellos mares provocó la demora; tal vez caminando hubieran hecho menos tiempo. En el puerto de Malaca vieron unas mezquitas y un templo budista. En aquel territorio holandés se permitía el ejercicio público de todas las religiones menos la católica. El gobernador protestante obligaba a los siervos de María a esconderse en los bosques para celebrar los sagrados misterios.

Quizá debería tomarse como un milagro el hecho de que el Amphititre no hubiera naufragado la noche del 10 de septiembre. Ese día cayó una furiosa tempestad; el viento era fuego y el mar una fiera. Habían anclado ahí para esperar a unos marineros que se quedaron con unas mujeres en Malaca y de pronto llegó el huracán que derramaba violentas lágrimas. Con un viento favorable el 24 de septiembre se acercaron al Palcondor pero ese mismo viento los empujó por otro rumbo. Cinco días después estaban sobre un gran banco de rocas de más de cien leguas de largo. Con todos los medios a su alcance, marítimos y devocionales, procuraron alejarse de ese lugar. A las cuatro de la tarde sondearon y no encontraron fondo; más tarde, cuando los padres jesuitas se disponían a ir a la capilla del Amphititre, toda la tripulación se quedó muda al ver que el mar había cambiado completamente de color: se apreciaba claramente que el fondo estaba ocupado por una infinidad de rocas puntiagudas. Ante ese panorama, devotos y pecadores se daban por muertos y un piloto echo la sonda para ver que sólo había siete brazas de agua. Las olas del mar, al chocar con las rocas, producían una tenebrosa espuma. Con muchos esfuerzos la tripulación pudo volver atrás y realizaron las maniobras con cuidado. Si el destino hubiera querido que la embarcación francesa pasara por ese sitio de noche o si los dioses del viento, tan enseñoreados de esos mares, se hubieran aparecido malignamente para abrir las puertas de la muerte, con toda seguridad el Amphititre habría naufragado.

A pesar de las dificultades que tuvo la tripulación para salir del Estrecho de Malaca y de las que más tarde encontró en el mar meridional de China y en las costas de Sanciam, el viaje de La Rochelle a Cantón culminó la tarde, promisoriamente nublada, del domingo 2 de noviembre de 1698.

En esos largos viajes sólo se veía el obstinado mar y el complaciente cielo y los pequeños rincones verdes de la tierra eran como oasis en el desierto, no obstante la mirada de muchos misioneros estuvo abierta a las maravillas que la naturaleza del océano mostraba. Los religiosos no contaban con instrumentos de medición exactos para estudiar las centellas o el arco iris del mar pero tenían esa tentación de la inteligencia que puede desplegarse sólo con abrir los ojos.

El padre Bourzes anotó diligentemente en sus cartas los fenómenos físicos que más le sorprendieron en el viaje. En las noches más oscuras, cuando era imposible leer con la generosidad de la luna, aparecían luces en los surcos que la fragata iba formando en el agua. Esas luces quisieron ser explicadas por algunos filósofos que jamás habían estado en el mar decían que eran reflejos de la luna o de las estrellas o del farol de popa. Pero aquellos caminos de luz se formaban cuando la luna estaba oculta, las estrellas cubiertas por las nubes y el farol de popa se encontraba apagado. Esa luminosidad no siempre era igual pues en algunas noches se veía poco y en otras nada, unas veces era más viva y otras lánguida o era más larga o más corta.

El padre Bourzes leyó algunos versículos del evangelio de san Juan aprovechando esa inquietante Luz marina. Cuando aparecía con mayor intensidad se podían distinguir unas formas geométricas: puntas de luz, estrellas de agua círculos líquidos, líneas oceánicas. La velocidad de la embarcación era determinante para la formación de aquellas figuras. Cuando soplaba un viento favorable y se podía navegar rápidamente, la fragata dejaba a su paso un río que parecía de plata, pero si viajaba lentamente las luces se convertían en relámpagos intermitentes. El Espectáculo que se observaba era de tal fascinación que devoraba la mirada de los misioneros, la luz brotaba del agua no solamente por el paso de la embarcación sino también con el aleteo de los peces. Un juego de luces artificiales se escenificaba en aquel teatro marino. La luz y el mar, la devoción y el asombro; imágenes que acompañaron con furtiva quietud el silencio de los misioneros.

Los secretos que el mar revelaba no agotaron la curiosidad de los jesuitas, observaban fascinados y con cristiana paciencia querían explicar los accidentes de la naturaleza. En alguno de aquellos viajes sin retorno, el padre Regis tuvo en sus manos un pez bonítalo que producía tanta luz por la boca como si tuviera un carbón encendido, era tal la luminosidad que se podían leer las lecciones de un devocionario sin dificultad. Aquella luz salía de una materia pegajosa que podía adherirse a cualquier objeto sólido y desaparecía cuando la sustancia pegajosa se secaba. Otra visión inesperada que inquietó a los misioneros fueron los círculos fluorescentes de color rojo y amarillo que abundaban en las partes del mar en donde el agua era viscosa, según algunos miembros de la tripulación los círculos de luz eran el esperma de las ballenas que revoloteaban por sus aguas. Estos fenómenos, junto con las exhalaciones marinas que se encendían en las noches con la misma altura y velocidad que un cohete, fueron para la sacramentada tripulación insinuaciones de la vastedad del espíritu de Dios. Tal vez el interés por observar y explicar se convirtió simplemente en contemplación la tarde en que a bordo de una fragata real los jesuitas vagabundos fueron sorprendidos por un mar inquieto a la altura del Cabo de Buena Esperanza. El aire chocaba contra las olas y formaba una delgada lluvia en donde los rayos del sol pintaban los colores del arco iris. Aunque los colores del arco iris que se ve en el cielo son más variados y vivos, el iris del mar también provoca una instantánea admiración. En él se podía distinguir sólo dos colores: un amarillo sombrío del lado del sol y un verde pálido del lado opuesto. Su curvatura estaba vuelta hacia el fondo del mar. Pero en compensación los misioneros pudieron admirar veinte o treinta arco iris al mismo tiempo.

La curiosidad también es un atributo divino; ir a otras tierras para observar qué criaturas imaginó Dios. La vocación misionera muestra la ortodoxa voluntad de convertir al mundo en una sinfonía de una sola nota, por eso muchos misioneros lucharon en contra de la maldición de Babel. La pluralidad de lenguas, de razas, costumbres y religiones contrastaba con la unidad del Ser Supremo. Para los cristianos que viajaron con la Biblia bajo el brazo, la obra de Dios se manifestaba de manera clara través de la fe y la inteligencia. La sabiduría era una prueba de la existencia de Dios. Los jesuitas estaban de acuerdo con Lutero en una sola frase: “El espíritu Santo no es escéptico”, al contrario es de un pragmatismo sublime. No sería la fatiga ni los peligros lo que detendría a los misioneros. El deseo por conocer a un prójimo extraño y de hablarles de la Sagrada Familia no se detuvo en los filosos límites de las montañas ni en la agresividad de un océano llamado Pacífico. Los apostólicos trabajos que empaparon de agua salada en busca de pueblos cismáticos y de hombres idólatras: habría que encontrar la fe cristiana justamente en donde no estaba. Pero los misioneros pensaban que las herejías eran otra mascara de Dios, una manera de ocultarse para que la penitencia se convirtiera en el verdadero camino de la salvación. Por eso era necesario abandonar el Colegio Jesuita en Francia o el Seminario de Madrid para encontrar la imagen de la Virgen escribiendo el Magnificat en Goa o Pekín, en Macao o en el desierto de Mongolia.

El camino hacia el mundo del prójimo infiel no fue fácil; lo primero que los jesuitas tuvieron que vencer fue la inexactitud de los mapas que algunos cartógrafos europeos habían trazado. Después de una tormenta y de soportar durante meses la vida en alta mar, la ecuanimidad del padre Bouchet se destempló al reconocer que las islas por las que habían pasado y el golfo en donde pudieron naufragar, no se encontraban en el mapa. Pensó que para cualquier lector que en ese momento consultara en la Biblioteca de París el mismo mapa que él tenía en sus manos, el mundo que aparecía frente a sus ojos no existiría.

En la inmensidad del océano los jesuitas fueron marineros y astrónomos. Observaron todas las constelaciones de la parte meridional y descubrieron algunas islas. En una carta, el padre Fontaney escribe: “Apenas hay estrella notable cerca del polo antártico, pero desde Escorpión hasta el Siro está lleno todo el cielo a lo largo de la Vía Láctea”. El padre Gerbillon, por su parte escribió un libro sobre sus observaciones astronómicas en China. Algunos se daban un tiempo para bajar en las islas a realizar sus estudios. El misionero Taillandier midió la altura del pico de Tenerife con unos instrumentos que él había fabricado y que a pesar de no ser muy exactos podían dar la altura aproximada en toaesas, una antigua medida de longitud francesa que equivale a cerca de dos metros.

Los jesuitas que salieron del puerto de Brest el 3 de marzo de 1685 llegaron a Siam el 30 de septiembre. No sabían que aún faltaban muchos meses de navegación para arribar a China. En aquella embarcación viajaba el padre Fontaney. Antes de salir de París este jesuita se había puesto de acuerdo con el matemático Cassini para observar el eclipse de luna que se vería en París el 10 de diciembre de 1685 a las nueve de la noche. En el reino de Siam se observaría entre las tres y cuatro de la mañana del día siguiente. Era una buena oportunidad para verificar la diferencia de longitudes de los dos meridianos. Los misioneros construyeron un campamento y diligentemente esperaron a que llegara el día del eclipse. El Rey de Siam se enteró de los experimentos de los religiosos astrónomos. En esa época el monarca se encontraba en una ciudad cerca al lugar en donde se habían instalado los jesuitas, ahí tenía un palacio a la orilla de un lago y se entretenía cazando elefantes. Un emisario anunció a los misioneros que el rey quería estar presente la noche en que la luna se apagara.

Cuando llegó el día del eclipse los jesuitas habían sido ya hospedados en el palacio del rey, ahí colocaron sus telescopios y le regalaron uno al soberano. Días antes habían mostrado al monarca un grabado de la luna que fue hecho por los astrónomos del observatorio de París. En el momento en que el rey la luna por el telescopio su asombro fue muy grande, también le impresionó el parecido entre lo que había visto en el grabado y lo que se podía observar con aquel instrumento.

En el mes de julio de 1686 salieron los jesuitas de Siam rumbo a China. En la rada pudieron ver bajeles que se dirigían a Cantón, Macao y otros puertos de China. Los misioneros que vivían en Siam recomendaron a los jesuitas franceses que no fueran a Macao pues era probable que los portugueses no los recibieran bien. Los religiosos galos no tuvieron fortuna en ese viaje pues el mal tiempo los puso al filo del naufragio y tuvieron que regresar a Siam. Casi un año después salieron de nueva cuenta rumbo a China, el 19 de junio de 1687 emprendieron otro viaje difícil. En una de sus cartas el padre Fontaney asegura que para navegar con seguridad por los mares meridionales del Imperio Amarillo era necesario seguir los mapas que hicieron los ingleses. En seis meses de constante investigación los cartógrafos de Inglaterra sondearon todas las islas, anotaron cuáles estaban habitadas y en cuáles se podía encallar. El cónsul y presidente de la Compañía Real de Inglaterra para el comercio en China también hizo un mapa con los itinerarios bien señalados. El 23 de julio de 1687, es decir treinta y cuatro días después de haber salido por segunda vez de Siam y dos años y medio después de haber dejado Francia, los jesuitas que viajaban con el padre Fontaney llegaron al puerto chino de Ningbo.

Pero no todos los viajes por mar eran tan largos. A pesar de los contratiempos, los misioneros que salieron del puerto de La Rochelle el día 7 de marzo de 1698 a bordo del Amphititre pudieron anclar frente a las costas de Sanciam el 6 de octubre del mismo año. De primer momento la tripulación no sabía exactamente a qué isla habían llegado, la única certeza que tenían era que se encontraban frente a Cantón. Cuando los jesuitas se dieron cuenta de que habían arribado a la misma isla que vio morir a san Francisco Javier, la devoción les hizo buscar con inigualable entusiasmo el lugar en donde fue sepultado. Avanzaron cuatro leguas por mar, interrogaron a unos pescadores y después caminaron una legua por tierra. De esa manera encontraron el sepulcro del apóstol de las Indias. Vieron una piedra empinada y luego pudieron leer una inscripción en portugués: “Aquí fue sepultado San Francisco Javier”. Besaron muchas veces la lápida y algunos la humedecieron con sus lágrimas. El padre Premare se sintió penetrado por tan vivos movimientos de fe y consuelo que estuvo más de un cuarto de hora fuera de sí y sin voluntad para otra cosa que respirar la terrible santidad que ahí existía.

Cuando pasaron los arrebatos de éxtasis los religiosos hicieron un pequeño altar con ramas, palos y un retazo de tela de una vela del barco. Cantaron el Te Deum y la letanía del sacrificado misionero español y en el instante en que la oscuridad entró a la isla los jesuitas iniciaron sus rezos. En esos momentos ingresaron, según confesión del padre Premare, en la “más bella y alegre noche que podrá por ventura haber en este mundo”. Los religiosos percibían una alegría existencial que permitía expresar todas sus ideas y sentimientos. Un padre dijo: “Damos principio a nuestros trabajos apostólicos en donde San Francisco Javier dio fin al suyo. Él no pudo pasar de Sanciam. No penetró en el vasto imperio chino.” “Murió aquí, dijo otro misionero, por la gloria de Jesús.” “Fue consumido por la fatiga después de haber convertido a naciones esteras.» Lograremos nosotros, dijo uno más, la misma fortuna.” Después cantaron la letanía de la Virgen y rezaron un rosario, volvieron las alabanzas al apóstol y los discursos piadosos hicieron una cadena verbal de devociones. Otro misionero recordó la noche que había pasado san Ignacio de Loyola en la iglesia de Montserrat cuando se consagró a Dios. Tal vez por eso los jesuitas llamaron a aquella velada en Sanciam noche de armas. En medio de aquel fervor vieron aparecer el día, y ocho misioneros dieron misa cuando el sol salía. Ellos fueron los primeros jesuitas franceses que lograron llegar a la tumba del santo, antes sólo el jesuita italiano Caroccio había estado ahí. Después de terminar las misas cantaron otra vez el Te Deum y besaron cien veces la tumba, tomaron un puño de tierra y lo guardaron como una preciosa reliquia.

De la isla de Sanciam se dirigieron al puerto de Macao a donde llegaron el 24 de octubre de 1698. Dice el padre Premare en su carta que de los siete meses de navegación se tienen que restar veinte días que perdieron entre el Cabo de Buena Esperanza y dos o tres islas desiertas. También se tendría que restar el tiempo que perdieron en la isla de Sumatra y lo que tardaron en pasar el Estrecho de Malaca. Todo ese tiempo sumaría algo así como dos meses que es algo exagerado si se ve en un mapa la distancia que existe entre la isla de Java y China. Tal vez por eso los jesuitas no se sorprendieron cuando encontraron en Cantón un bajel inglés que había hecho el viaje de Europa a China en menos de cinco meses.

El mar devoró a muchos hijos de san Ignacio, misioneros náufragos cuya última palabra fue amén. Por eso los peligros del océano pretendieron ser evitados por algunos religiosos errantes. Louis Moreri, en su Miscellanea curiosa de la historia sagrada y profana, habla de una ruta para llegar a China por tierra. En el famoso Diccionario Histórico del Siglo XVII, el polígrafo francés resume en unos párrafos el itinerario de una fatigante, casi impensable ruta: “El viaje a China es largo y peligroso por el mar, lo cual obligó a Nikiposa Moscovita a buscar un camino nuevo por tierra desde Moskou hasta Pekín.” El itinerario que señala Moreri produce cansancio tan solo con leerlo; podía irse desde Moskou a Solksamskot, una pequeña ciudad localizada en la provincia de Siberia, de ahí el viaje continuaba por la fortaleza de Wischiturgium, se hacía necesario este rodeo porque el camino más corto se encontraba lleno de peligrosas rocas y grandes montañas, la siguiente ciudad que aparecía ante la mirada helada del caminante era Toboul, capital de Siberia, después había que subir durante tres semanas por el río Obi para descansar en Surgut, una población en donde residía un Vaivodo y que estaba habitada “por un pueblo idólatra llamado Ostiaski”. Continuando la navegación por el río Obi se podían admirar los bosques que rodean a Klarem, en aquel lugar se entraba al río Kieta y en cinco semanas aparecía Makous-Kichoroda en donde se abandonaban las pequeñas embarcaciones. La caminata continuaba por la ciudad de Jenisca, las frías aguas del río del mismo nombre servían para navegar a Ilimsko, ahí el viaje proseguía por el río Hilima y el río Lem hasta llegar a la ciudad de Jukustanke y después a Bratska. De ese lugar se subía durante quince días por el río Angara para arribar a la ciudad de Bratska, el mismo río desemboca en el lago Baikal, el cual también permite navegar el río Selega e internarse en Selegnisk, lugar “donde confinan los límites de Moscovia con el Mongol”. Había que cruzar aún los bosques de Jarabana, pasar por Talembi y Noroninskie, y utilizar otras embarcaciones en los ríos Schilka y Amor para sentir un tranquilizante calor en la ciudad de Albasin. “Albasin es la última ciudad de Moscovia, desde donde se atraviesa el río Amor para entrar en el país de Bogdoisk. de donde pasando por el Mongol se llega en un mes a Pekín.” La primera ciudad que se encuentra después de haber pasado la muralla ─concluye Moreri─ se llama Taibierin y dice, además, que se han visto en Moscú algunos jesuitas que se dirigían al Imperio Amarillo.

 

 

COTINUARÁ

 

Las esferas de la Paciencia fue publicado en 1992 por la Editorial Vuelta