Era el tercer día y la muchacha seguía aseándose en la pila de los caballos. A primera hora salía de la covacha donde se había guarecido, miraba para todos lados y corría a lavarse la cara, el cuello, detrás de las orejas con el agua verdosa y llena de arena y tierra del bebedero. El mejor momento venía cuando se desprendía de la camisa sucia y del sostén. Sus pechos brillaban bajo el resplandor del amanecer, rojizos, erizados al contacto con el agua fría. Con rapidez repasaba las axilas, los costados del tórax, la curva mínima de la cintura. Tan rápido como empezaba, la muchacha se cubría con la camisa y corría a esconderse en la covacha. De seguro piensa que está sola, sin un alma que la ayude en millas a la redonda, se imaginaba el dueño del rancho, Mr. Lambert, quien barrió con la mirada las tierras muertas, la acumulación de llantas y partes de tractor oxidadas que parecían un monumento a la soledad, a la desidia. Sin embargo, Mr Lambert insistía en llamar rancho a ese pedazo de terreno donde todavía permanecía en pie la casa que alguna vez fuera una casona señorial y el tejabán que servía de depósito de armas viejas y enseres agrícolas oxidados. Ya sólo una yegua flaca y remilgosa reposaba sus años en la caballeriza. Hacía mucho que Mr. Lambert había vendido su ganado, las pocas tierras de labor que su abuelo había arrancado al desierto con ayuda de maquinaria y de sus propias manos. Ahora, ya viudo y retirado, gozaba de una pensión que le servía para vivir con desahogo y hasta con ciertos lujos: un viaje al pueblo con las chicas de la señorita Ashlyn, una ronda de copas en el bar de los hermanos Graham, una partida de dominó con sus amigos de toda la vida, Glenn Wells y Hubert Thompson. Hubert era su médico de cabecera. Habían sido vecinos cuando sus padres marcharon a la guerra de Vietnam y se separaron cuando las madres, viudas ambas, prefirieron mudarse de Chicago a las prometedoras urbes del sur del país. Años después se fueron a encontrar en ese maldito pueblo, como le decía Hubert a la avenida donde se asentaban una cafetería, una farmacia y cinco bares, las casas situadas en las afueras, la escuela secundaria y la fábrica de fertilizantes que daba trabajo a casi el total de la población de la reseca, aburrida y monótona comunidad de Coven Place.
Desde que los cazadores de indocumentados empezaron a invadir su propiedad cada que algún desarrapado centroamericano se ocultaba entre las pacas de paja del granero tratando de huir de las balas, de las risas, de las frases que chicoteaban en la cabeza como golpes de látigo a quien no entendía el idioma, la tranquilidad se fue acabando junto con los campos de hortalizas donde con frecuencia quedaban los cadáveres abatidos de los mexicanos cazados a punta de escopetas de gran calibre. Con los años, grupos de cazadores furtivos prefirieron alquilarle en secreto las tierras para no tener que pagarle las calabazas o los honeydew reventados por los tiros de las calibre 410 y las botas Riverline que, como el caballo de Atila, dejaban yermos para siempre los lugares por donde pisaban. En unos años vendió casi todas las tierras, menos esa casa y la, ahora lo sabía, bendita covacha de los triques.
El otoño despertaba en el desierto con sus tonos incendiarios aquel amanecer en que vio a la mujer por primera vez. Hispana, sin duda. Una piel morena perfecta, sin manchas ni vellos, de un color acanelado que invitaba al rapto, a la posesión sin contemplaciones para después destruir su terciopelo a golpes de pala. Pero algo en los ojos de la chica le decía que debía esperar. Su mirada inteligente parecía prometer sangre, aunque no podía ser, pobre mujer atrapada por extensas leguas de tierra sin nada más que piedras y cactos, cascabeles y cazadores furtivos. El odio no podía caber en alguien tan joven, se decía. Si acaso la esperanza de llegar a San Benito o a Harlingen o algún otro sitio civilizado, más allá de todos esos pueblos fronterizos, para pasar inadvertida y confundirse con la canalla de hispanos que se desparramaba en las calles con sus pantalones a media nalga y la caperuza desafiante, mírame, soy latino, te voy a partir tu enteca madre, gringo de mierda, aunque casi nunca hacían nada, sólo lanzarte miradas de furia, hasta que lo hacen, casi siempre de noche, resbalando por los jardines de matas bien recortadas y césped impecable, como verdaderas culebras de piel escamosa y brillante hasta llegar a una ventana, abrirla o romperla con habilidad decantada a lo largo de una adolescencia de asaltos a casas de ricos y decentes gringos, escurrirse hacia el interior, revisar cada cajón, cada estantería, cada mueble en busca de dinero o armas o joyas o todo junto. Y si la residencia pertenecía a una pareja o una mujer sola, se daban su agasajo con la gringa o gringas, que de otra manera no tendrían acceso a la carne blanca y a los cuerpos bendecidos por algún personal trainer en un gym de lujo. No, esa joven no podía conocer nada más que el miedo y el hambre, se repetía el dueño del rancho. Se preguntaba cómo podía sobrevivir luego de días sin alimento. Se preguntaba si llevaría itacate, como le decían los mexicanos al atado de comida con que las madres aprovisionaban a los viajeros. Pero ya se lo habría acabado. De pronto tuvo una idea: dejaría abierta la puerta de la cocina para que la muchacha entrara a buscar alimento en la nevera o en la alacena. Por si acaso picaba el anzuelo, dejaría por ahí malpuesto el abrelatas, platos limpios y cubiertos de un juego sin estrenar que se había comprado en una tienda de Houston algún Black Friday de hacía unos años. Aprovecharía para irse a tomar unas copas con Hubert y le platicaría de su adquisición. De pronto, una duda: ¿y si la mujer se hacía con suficientes provisiones para seguir su camino? En lo profundo de la noche se oían los constantes gritos y disparos, los lamentos de los heridos. Tal vez eso podía impedirle la huida. Sin embargo, prefirió vaciar la nevera y dejar sólo un poco de alimento, suficiente para un día. Le regalaría las latas y las bolsas de verduras congeladas y las bandejas de carne a Harry, el homeless vagabundo que siempre lo esperaba a la salida del Enea’s bar para pedirle dinero o comida. Sabía que le gustaría recibir una despensa bien surtida, suficiente para una o dos semanas, si administraba bien el laterío y no se ponía a regalar a sus compañeros de campamento.
Antes de abandonar la casa, se dedicó a abrir las ventanas, las puertas. Hizo ruido, cambió el agua del bebedero de los caballos, trepó las cosas a la batea de la camioneta y a eso del mediodía salió hacia el pueblo. También, por supuesto, vació su gabinete de armas. No podría arriesgarse a un mal encuentro con la mujer. Por lo menos no antes de cazarla como él sabía y quería hacerlo.
Luego de tres rondas de cerveza, Lambert se preguntó si estaría bien platicar a su amigo, el doctor Hubert, sobre la inquilina de su rancho. Ya a la cuarta ronda, el recuerdo del negro cabello escurriendo agua sobre los pezones erguidos de la joven lo impulsó a confesar:
—Hubert, tengo una mujer en mi casa.
—¿Ah? –la voz del médico se oyó más como un carraspeo que como curiosidad auténtica.
—Una mexicana.
—Esa no es una mujer –contestó el amigo, pendiente de la mula de seises que lo espiaba con su mirada de tarántula.
–Si la vieras, cambiarías de opinión –tomó una de las fichas ocultas a la vista de su contrincante y se preparó para colocarla en la fila que recorría el centro de la mesa. Regularmente esperaban a que otros dos jugadores se les incorporaran, pero esa noche la cantina estaba semivacía y ninguno de los amigos de confianza había aparecido por ahí.
–¿Y qué harás con ella? –preguntó el médico al tiempo que veía con desagrado cómo su amigo le ahorcaba la mula de seises–. ¿Te la vas a quedar para ti solo o la vas a compartir?
–Aún no lo sé –reconoció Lambert molesto–. Quizá necesito un tiempo para pensar qué quiero, y otro tiempo para hacerlo.
–Las mujeres son como las fichas de dominó –dijo el doctor–, no puedes quedártelas mucho tiempo sin saber qué vas a hacer con ellas.
La noche entró como la mano helada de un espectro cuando Mr. Lambert se estacionó en el sendero de piedras. Apagó las luces de sus faros. Miró el reloj: 9:50 de la noche. Se apeó del vehículo y se dispuso a bajar las bolsas de víveres frescos. A lo lejos, una detonación le recordó que hacía ya una semana se había declarado abierta la temporada de caza. Pensó con desagrado que quizá por la mañana le tocaría recoger algún cuerpo tieso por culpa del relente nocturno. Claro, y las balas de los cazadores que tuvieran la suerte de atinarle en plena carrera.
A lo lejos alcanzó a ver la luz exterior de la cocina. Estaba encendida. Caminó con cuidado el trecho hacia la puerta, colocó las bolsas en la mesa de madera, siguió hacia la sala donde todo estaba intacto: latas vacías de cerveza, bolsas de botanas a medio terminar, la toalla sobre el respaldo de la mecedora. Nada había cambiado. Con más miedo que ilusión se acercó al pasillo. Palpó la Colt .38 en su cartuchera. Nada peor que una pelea sorpresiva. ¿Y si habían llegado otros? Se imaginó su recámara llena de centroamericanos temerosos. Sólo eso faltaba.
Abrió la puerta con cuidado. Los goznes, siempre bien aceitados, resbalaron sin ruido. Vio a la mujer acostada boca abajo sobre la cama. Respiraba con tranquilidad. Se había bañado y, a juzgar por el plato de sobras sobre su mesita de noche, había comido lo que se encontró. ¿Dónde encontró esa cerveza?, se preguntó al ver la lata al lado del plato. Se acordó que en el galpón había metido algunas cajas justo para esta noche. Por primera vez se sumaría a la caza a campo traviesa. Siempre se había negado a participar directamente, pero ya llevaba 7 años en la cofradía, ya era hora de demostrar que era confiable y no un posible soplón. Pero hoy no. Miró de nueva cuenta la hora. Las 10:00. Faltaban unas tres horas para que llegaran los del grupo a verlo cargar las escopetas. No podría justificar la presencia de la mujer en su casa. Un golpe de adrenalina lo obligó a salir de la recámara en busca de aire. Pensó en darle un tiro en la cabeza y exhibir su cadáver como la prueba de su pertenencia al grupo. Pero, si se había librado tanto tiempo de asesinar inmigrantes ilegales, ¿por qué esta noche debía empezar a cumplir ese ritual de muerte y supuesta diversión de los cazadores.
La encerraría de nueva cuenta en la covacha. Nadie buscaría nada ahí. El se preocupaba por tener las cajas de cerveza ya en la nevera cuando sus compañeros llegaban sedientos y cansados. Eso haría. Poner a enfriar las cervezas.
Con cautela pasó el cerrojo en la recámara y dedicó la siguiente media hora a sacar las cajas de la covacha. Al mirar la cama de trapos, el bolso de niña, los pocos objetos desperdigados (un peine, una par de zapatillas, una campera de tipo militar, un lápiz labial, dos remeras que la muchacha usó a modo de almohadón en esos tres días), sintió que su corazón se inundaba de una rara ternura. Dejó todo en su lugar. Le daría unas cuantas cobijas y sacaría el catre para que estuviera más cómoda. Dormir en el suelo de un lugar que ha ido acumulando arañas violinistas y alacranes no es buena idea. Se preguntaba cómo le haría para hablarle y que ella no lo malinterpretara. Su poco español arañaba las paredes de su memoria tratando de hilar frases: ¿Usted se llama? Me llamo Edward. Por aquí, pase, por favor. Son las 10:45, diez y cuarentaycinco.
Que pasara esta noche y en la mañana la vida sería otra. En el camino vino pensando: esa chica le había caído del cielo. Ella había logrado atravesar la frontera, caminar entre poblados hostiles, tomar ese rumbo repleto de rangers y cazadores de indocumentados…hasta llegar a su casa. Y se había quedado tres largos días, a sabiendas de que él estaba ahí. Ahora sería su refugio oficial. Ya lo había decidido. Se quedaría con ella. Estas mexicanas vienen en busca de una mejor vida, tal vez un hombre que las mantenga y les pueda ayudar a conseguir su Green Card.
Un disparo a lo lejos lo sacó de sus cavilaciones. Regresó a la cocina, cortó algo de jamón, aguacate para un sándwich rápido. Otro disparo. Recordó la advertencia de Hubert: Entrega a la mujer. Al final, su amigo era el único que sabía su secreto y no lo revelaría. Ponía las manos en el fuego por él, por su discreción y su lealtad a tantos años y secretos compartidos. A través de la ventana se veían las luces lejanas de autos en la carretera. ¡Shit! ¿Y si se escondían los dos en la covacha? No…Hubert los buscaría ahí. Y si los demás se daban cuenta, de seguro irían a buscarlos. Y la traición se pagaba muy caro en la cofradía de cazadores. ¿Qué hacer? Huir. Eso sería lo mejor.
Se quitó la cartuchera y la puso en la mesa de la cocina. Trataría de explicarle a la chica que era necesario cargar con las armas. A ella le daría uno de los cuchillos grandes, porque seguro no sabía manejar armas de fuego.
Apagó todas las luces y tomó su lámpara sorda. Iría a despertar a la joven. Tenían media hora antes del disparo de salida a medianoche. Media hora de ventaja por si los seguían. Pensó en dejar una nota a Hubert, pero eso sería tanto como implicarlo en el desatino de esa traición, de esa huida.
En silencio avanzó a la recámara. A lo lejos se oían los motores de las camionetas que iban llegando al lugar de la cita. De pronto, desde lo más profundo de la oscuridad, supo que la puerta de la recámara estaba abierta. Y vacía. Buscó en el baño, la sala, el living. El foco de la cocina se encendió como un faro en las tinieblas. ¿Anyone there?, gritó Mr. Lambert. Su corazón se detuvo por un instante al ver a la joven, parada a mitad de su cocina, con tan solo una remera que dejaba adivinar su cuerpo musculoso, apuntándole con la pistola abandonada sobre la mesa. La voz del doctor Hubert, a lo lejos, ofrecía disculpas a alguien por llegar tarde. Una tímida esperanza surgió en el corazón de Mr. Lambert. Quiso hablar; el disparo de salida se lo impidió. Medianoche. Sin querer pensó: ahora sí, ya arrancó la temporada de caza. A las doce con un minuto, el estallido de su propia arma lo convenció de que el odio no es como el amor, que resucita al tercer día.