Ante las hijas plañideras del cuento “Adiós a mamá”, pienso más en esas tías y primas de Reinaldo Arenas que una vez conocí, que en el entierro de Mientras agonizo de Faulkner o en el velorio de Rosario y sus hermanas en Los pasos perdidos de Carpentier.
Yo había escuchado por primera vez el nombre de Reinaldo Arenas en 2007. Alguien lo definió como un escritor deleznable, autor de un libro infame. (Se refería, por supuesto, a Antes que anochezca.) Desde entonces, oiría de él las más de las veces tratado con las pinzas de las comillas, en modo alerta.
Uno de los libros que Reinaldo Arenas nunca publicó fue el tomo de cuentos infantiles escritos la mayoría alrededor de 1963. De ese conjunto que anticipaba el escenario y los personajes de Celestino antes del alba (terminada para 1965), el autor evocó varias historias en una entrevista de diciembre de 1987 con Francisco Soto: “Los zapatos vacíos” –que creyó perdida– y “La punta del arco iris”, “Soledad” y “La puesta del sol” –aparecidas en 1965 en la revista Unión.
Nunca volvió a mencionar otro cuento de esa etapa: “Los presagios”, publicado en 1967 en El Caimán Barbudo, que prefigura una perspectiva más cercana a su obra posterior. En medio del pánico progresivo en un barrio cuyos pobladores apenas se atreven a salir de sus casas, temerosos de la inminente aparición de un perro blanco que cada año augura la muerte de algún vecino, el niño –protagonista del resto de los relatos–, escapa de su rancho, no por miedo, sino fascinado por la leyenda que provoca el terror de sus mayores: “Yo llegué al río y me senté sobre una de las piedras más grandes de la orilla, con los pies en el agua, con los ojos muy abiertos y las manos sujetándome la cara: esperando a aquel hermoso perro blanco que faltó a la cita ansiosamente anhelada”.
Varios protagonistas en varias de las novelas de Reinaldo Arenas (hasta su Fray Servando de El mundo alucinante), comparten el residuo genésico de una casa familiar de campesinos, con la única abundancia de lo sobrenatural. Poblada por lo general de los abuelos, la madre, algunos tíos, muchas tías, y primos y primas (vivos y muertos). Incluso, desde Celestino antes del alba, Lagartija sufre en sus libros la maldición que le lanzara Osain por toda la eternidad: la persiguen lo mismo Fortunato en El palacio de las blanquísimas mofetas que el escritor de “Termina el desfile” por entre los cuerpos hacinados de los refugiados en la embajada del Perú.
¿De dónde salió el nombre “Celestino”? No puedo precisarlo. Pero a una distancia caminable de la casa del reparto Vista Alegre donde viviera Arenas de adolescente, existe desde 1955 el parque infantil don Celestino García Bracho, llamado así por la persona que donó los terrenos a la municipalidad de Holguín.
En septiembre de 2010, la tarde en que se presentó Misa para un ángel de Tomás Fernández Robaina –primer libro sobre Reinaldo Arenas en Cuba que no era una diatriba–, antes o después del lanzamiento (no recuerdo), al saludar a Onelia Fuentes, la mujer que la acompañaba (recuerdo) me dijo: “Yo soy Dulce Ofelia”. Todavía me equivocaba a veces al mentar a las tías de Arenas (los nombres de las ocho hermanas comienzan con la letra O: Orgelina, Onérica, Orfelina, Oneida, Onelia, Ozaida, Ofelia, Olga), pero sabía quién era Dulce Ofelia. Como cualquiera que hubiese leído Antes que anochezca.
A esa época en que en La Habana me proponía leer casi todo lo que pudiera de Reinaldo Arenas, pertenece esta conversación con Mercedes Rodríguez y su hija Dulce Ofelia Fuentes. Luego trataría más a ambas, ya en plan visita. Por ello quedaron en apuntes, en hojas y trozos de papel de las más disímiles procedencias, otras anécdotas, como la de la noche antes del Día de Reyes en que Reinaldo y Dulce, siendo niños, dejaron sus zapatos listos para los regalos que esperaban recibir –igual que en “Los zapatos vacíos”–, encontrándolos, a la mañana siguiente –a diferencia de “Los zapatos vacíos”– repletos de pequeñas bolas de mierda de vaca, en lo que un tío creyó una broma. Vi también en varias ocasiones a Marisela Cordoviz –“la muchacha más linda del mundo” de la dedicatoria de Celestino–, y nada superó su primera respuesta, tras mi pregunta de si recordaba a su primo: “Cómo no me voy a acordar, si Raine era lo más noble y bueno que había en el mundo”. Conversé hasta con la célebre Orfelina, quien no le hizo justicia al retrato que de ella dejó Arenas (había transcurrido mucho tiempo quizás.)
Escuchándolas o leyéndolas, Mercedes y Dulce Ofelia me recuerdan ese comienzo de: “Con Bestial las cosas eran distintas…” No anoto sus incongruencias con Antes que anochezca, porque creo que es mayor la “esencia” que asemeja ambos relatos. Aun así, asumo el riesgo de ser juzgado con severidad. No será la primera vez.
Quería hacerles algunas preguntas sobre Reinaldo. De su obra literaria se ha escrito, y están sus libros. Quisiera saber de su infancia, aunque él la narra en parte en Antes que anochezca.
Dulce Ofelia Fuentes: Sobre la infancia te puede hablar mi mamá, que aunque ella está muy vieja –tiene ya 90 años–, lo que son las cosas antiguas, esas las conserva muy bien. Todo lo que ella te diga de antes, te puedo yo dar fe, es cierto. Después, si tú quieres saber de su juventud, te cuento.
Para aclarar una duda: él no nació en Perronales, él nació en la casa de la familia paterna.
Dulce Ofelia: Explícale, mami, ¿dónde nació Raine?
Mercedes Rodríguez, Mercedita: Raine nació…
Dulce Ofelia: Vamos a empezar diciendo que Reinaldo se llama Raineldo. Eso no ha salido en ninguna parte. Él se llama Rai-nel-do. Toda la vida toda la familia le dijo “Raine”. Él nació y se le puso Raineldo.
¿Por qué se cambió el nombre a Reinaldo?
Dulce Ofelia: Se lo cambió cuando cambió su apellido. Porque su padre ni lo reconoció ni lo inscribió. A él le pusieron los apellidos de la madre. Fue Raineldo Fuentes Rodríguez hasta… hasta que comenzó como escritor. Creo que fue porque le preguntaban mucho por qué tenía el mismo nombre de su madre. A él no le gustaba eso de que le preguntaran. Eso le caía mal.
¿Y la casa del padre dónde estaba?
Mercedita: En Guayacán. La madre vivió allí poco. Porque tan pronto como el niño nació, el padre se fue de la casa y la dejó. Oneida avisó con alguien que ella no debía ni haber ido allí. Enseguida la fueron a buscar con el niño recién nacido.
¿Reinaldo expresó deseos de conocer al padre?
Mercedita: A él le dijeron lo que el padre le había hecho a la madre, para que lo odiara. Oneida le tenía un odio terrible. La vez que él iba con la madre a casa de la tía Rosalba, que vivía en Aguas Claras, y Oneida le dijo: “Mira, ese es tu padre”, él salió corriendo y le tiró una piedra. No lo alcanzó, pero le tiró la piedra. Raine cuando único vino a hablar con el padre fue cuando le hizo falta cambiar el apellido. Ya él tenía otras aspiraciones.[1]
¿Su único parentesco con Oneida Fuentes es por ser su cuñada?
Mercedita: Aparte de eso éramos primas.
¿Usted y su esposo eran primos?
Mercedita: Sí, pero primos segundos, no primos hermanos. Por eso los mismos apellidos: Oneida era Rodríguez y yo soy Rodríguez. Yo recuerdo hasta dónde le tenían puesta una hamaca, porque Raine dormía en una hamaca. Él no tomaba la leche ni dormía ni nada si no era conmigo. Era yo quien lo manejaba para todo. Yo me fui cuando él tenía unos 8 o 9 años. Allí él vivió hasta que empezó la secundaria, que se mudaron para Holguín. Porque él quiso seguir estudiando. Era lo único que tenía en la cabeza: escribir cuentos.
Dulce Ofelia: Nosotros nos mudamos para Holguín y ellos se quedaron en Perronales. Pero en Perronales no existía secundaria, solo había hasta tercer o cuarto grado. Entonces, cuando ellos van para Holguín, al poquito tiempo, nosotros nos fuimos para Estados Unidos. Aunque yo lo dejé de unos 9 años, nacimos y nos criamos juntitos ahí en Perronales. Jugábamos todos los días con botellas, porque no había juguetes, éramos muy pobres-muy pobres. Cogíamos pomos vacíos, y este era el hombre; ese, la mujer; buscábamos pomos que parecían el cuerpecito de la mujer; y los vestíamos, los enterrábamos; se morían y todo.[2] Me acuerdo que nos tirábamos en unas yaguas de unas lomas. No había otra diversión, imagínate tú.
Mercedita: “Un catauro de yaguas”, le decíamos.
¿Ustedes comían tierra?
Dulce Ofelia: Bueno, dice mi mamá que Raine sí comió, yo no.
Mercedita: Pero él sí. A él le gustaba comer tierra. Había que estar arriba de él, limpiándole la mano, quitándole puñaítos de tierra.
¿Cómo era la casa de Perronales?
Mercedita: La finca no era muy grande. Sembraban de todo, frijoles, maíz, pero carretas de maíz se recogían ahí. Se invitaba a los vecinos a que vinieran a desgranar el maíz. Se ponía en sacos y se llevaba a Holguín a venderlo. La casa sí era grande. Se dividía en dos: lo que era la sala, una cocina inmensa, donde se cocinaba con leña; y después era como un rancho, donde tenía yo mi cuarto. Piso de tierra. Para el otro lado era de yagua, y después la empezaron a cambiar para tablas. El techo era de yarey. No es lo mismo el guano que el yarey.
Dulce Ofelia: La familia era muy pobre, pero no estábamos tan mal, porque tenían una lechería. Había una mesa, larga, en la que cabíamos más de dieciséis personas. Ponían dos tabletes, y allí nos sentábamos todos los que íbamos los días de Nochebuena.
Mercedita: Cuando mi esposo salía a Holguín a vender la leche, y Raine pensaba que ya estaba regresando, salía al patio a esperarlo. Él siempre le traía unos dulcecitos de esos que se pegan en la boca, con forma de caballitos, como una altea. Al mediodía, cuando Raine sentía que nos acostábamos, venía, incluso desde que gateaba, y tocaba a la puerta: “Mamá…” –él me decía mamá–. Yo lo dejaba pasar y se acostaba con nosotros. Cuando Dulce nació, que nació al año, más nunca en la vida me tocó a la puerta del cuarto. Uno lo llamaba: “Ven, Raine”. Qué va, no quiso, más nunca.
¿De veras era la abuela quien “llevaba el timón de la casa”?
Mercedita: Sí. Para todo. Había veces que Oneida se levantaba más temprano y le daba la idea de hacer café, y entonces era un pleito porque ella decía que el café que había hecho Oneida era claro, que no servía.
Dulce Ofelia: Una vez, Raine pregunta: “¡¿Cómo será que paren las gallinas?!” Porque él hablaba así: “¡¿…que salen los pollitos?!” Entonces cogimos aquella gallina, una gallina colorada, americana, que le decían, y la metimos en un baúl, y arriba de ella empezamos a guardar cosas y cosas y cosas, para apretarla, y nos fuimos a jugar. “Yo creo que la gallina debe haber echado el huevo ya”. Cuando regresamos, estaba muerta la pobre gallina. Nos tuvimos que encaramar en una mata de mamoncillos porque mi abuela por poco nos mata. Gritaba: “¡La mejor gallina de mi patio!” ¿Te acuerdas de eso, mami?
Mercedita: Sí, cómo no. Ella le dio su ramajazo fuerte a él. A Dulce, no, porque ella respetaba que estábamos los padres allí. A ella no le dio, pero a él sí. Porque le ahogaron la gallina que más ella quería.
¿Es cierto que el abuelo dejaba de hablar por temporadas?
Dulce Ofelia: Él hablaba cantidad, lo que a veces tenía poca conversación, porque era venático y se ponía bravo por cualquier cosa.
Mercedita: No, no, eso era cuando tomaba ron, porque a él le gustaba tomar. Si no, era un hombre extremadamente cortés. Él, para apartarse, se iba para una manguera –una manguera son muchas matas de mangos juntas–. Podía pasar rato enseñándotelas: “Esa es de esta clase”, “Esa es de esta otra”, o les hablaba: “¡Qué bella!” Leía mucho, día por día no dejaba de leer los periódicos.
¿Cómo se llamaban los abuelos?
Mercedita: Antonia y Antonio, y les decían “Toña” y “Toño”. El único en la casa que le decía “mamá” a ella era el papá de Dulce. Todos los demás decían “Toño” y “Toña”. Cuando ya ella estaba viejita, la llamaban “mamá”. Pero a él nunca le dijeron “papá”, nunca en la vida. Siempre “Toño”.
¿Y el perro que se llamaba Vigilante y una perra llamada Diana?
Mercedita: De Diana no me acuerdo; de Vigilante, sí. El abuelo lo adoraba. Pero ese perro no servía para nada, ni le ladraba a nada. Él lo llamaba cuando veía que un animal se pasaba de otra finca a la de él, y trataba de echárselo, pero el perro, nada. Un día, Toño se puso tan bravo, tan bravo con el perro, porque no ladró a los animales, que vino para la casa, cogió un machete, y le dio un machetazo al perro, y el perro… Horrible fue eso. Recuerdo que yo lloré, vomité y de todo.
Dulce Ofelia: ¡¿Lo mató?!
Mercedita: Espérate… Cuando el perro llegó a la casa, con la cabeza casi colgando, ¡colgando!, Orfelina, la hija, empezó a gritarle al padre, que por qué había hecho eso, que el pobre animal… Orfe tuvo que esconderse el día entero en mi cuarto porque el padre quería darle golpes por defender al perro. El perro se fue de la casa así, con la cabeza colgando, y después, ya en la manigua, murió.
Reinaldo habla también del templo de Arcadio Reyes.
Mercedita: Yo era del templo. Yo hice la promesa de que cuando Dulce cumpliera cuarenta días de nacida, tenía que llevarla al templo. Yo fui con Dulce a caballo. Mi esposo me compró una potrica, y en esa yegua yo iba al Centro Espiritual, hasta Guayacán, donde mismo nació Raine. Oneida lo llevaba a él.
¿Qué trabajo usted hacía allí?
Mercedita: Santiguar a los enfermos. Lo único que se utilizaba era agua. Éramos como diez mediunidades.
Dulce Ofelia: Allí trabajan mi madre y mi tía Olga, la madrina de Oneida. Era como unos salones grandes, sentaban al enfermo en el medio, y todas, vestidas de blanco, les daban vueltas alrededor despojándolos con agua. Nunca se cobraba un centavo.
Mercedita: Tú quizás no creas en eso. Pero, bueno, esa era nuestra creencia. Arcadio Reyes era un hombre alto, blanco, con los ojos azules; un hombre muy lindo, hermoso. Lo único que tenía en el salón era el santo, Jesucristo. Curábamos nada más con agua. Él santiguaba y mandaba medicinas también. Era un curandero famoso-famoso.
¿Usted siguió desarrollando la mediunidad?
Mercedita: Sí, cómo no. Yo desarrollé la mediunidad y pasaban muertos por mí, y hablaban y todo eso. Y aquello fue muy famoso, aquello fue muy grande. Vino hasta una señora de Venezuela. Nunca se me olvidará que una señora, a la que traían de lejos, la subían a un banco con los pies amarrados, porque estaba loca-loca, y ella cantaba, nunca se me olvida ese cantico: La múcura está en el suelo, mamá, no puedo con ella… La llevaron a ese templo por tres meses, y a los tres meses ya ella estaba buena y sana. El abuelo vio que llevaban a un muchacho amarrado sobre un caballo, y dijo: “Mira adónde van esos bobos con ese hombre. Están locos todos”. Criticaba eso porque él no creía en nada. El hijo sí, mi esposo era creyente. Cuando por las mañanas Toño iba a Holguín a vender la leche, había un caballo al que él no lo dejaba solo por nada del mundo, pues ese caballo se sabía como una persona. Cayó un rayo y le mató al caballo, y él empezó a maldecir a Dios, y le dice mi esposo: “¿Cómo maldices a Dios si según tú Dios no existe?” Él se puso furioso, porque era muy incrédulo. Pero llegó el día en que tuvo que creer. A las cinco de la mañana, él iba cama por cama llamando a todos los hijos y los obligaba a levantarse –por gusto, porque qué había que hacer en el campo a esa hora–. Y ese día él va y toca las camas, y la hija, Olga, no se mueve. Él empezó a dar gritos: “¡Olga está muerta!” Todo el mundo empezó a correr y, efectivamente: Olga con los ojos cerrados, no hablaba, como muerta ahí en la cama. Entonces él llama a mi esposo: “Corre a Holguín y busca a Avilés, y que traiga aparatos de ver la garganta, porque a mí me parece que ella está envenenada”. Porque Olga y un novio se habían peleado. Argelio llegó con Avilés, un médico muy famoso en Holguín, y Avilés la examinó, le tomó el pulso, le revisó la garganta y –me parece estarlo mirando cuando atravesaba el quicio del cuarto para la sala–, dijo: “Busquen a ese espiritista si quieren, porque ella no tiene nada”. Por la noche le dieron Bismuto, y a la primera cucharada, a Olga le dio un ataque, se tiró por una ventana del cuarto y hubo que correr detrás de ella hasta que la pudieron agarrar, la trajeron para la casa, y le siguieron ataques y ataques y ataques. Y fueron a buscar al espiritista. Él vino y dijo: “Ella lo que tiene es un espíritu. Ella va a tener mucha luz y va a ser muy buena mediunidad, y va a curar a personas y todo”. Y fue verdad. Ella era jovencita y le gustaba mucho ir a los bailes, pero no podía ir a ninguna parte, porque el ataque le daba. Empezó a verla un espiritista que se llamaba Santiago, y le preguntaba: “¿Cuántos días tú quieres estar sin ataques?” “Yo, una semana, porque la semana que viene hay un baile en Sao Arriba, y yo quiero ir”. Él le cogía las manos, la santiguaba y, efectivamente, se llevaba al espíritu hasta que ella fuese al baile.
Reinaldo cuenta que tuvo meningitis a los 5 años.
Mercedita: Bueno, mira, una mañana, cuando Oneida lo fue a levantar, él no se movía. Estaba como muerto. Y Toña le dice: “Estate tranquila, que yo voy a buscar a Mongo”. Mongo era mi hermano mayor, que santiguaba. Toña le tenía mucha fe a Mongo. Mongo vino y dijo: “Él no tiene meningitis ninguna. Ahora cuando yo lo santigüe, se levanta”. Así mismo fue.
Dulce Ofelia: Con Raine pasó algo curioso. A Orgelina, la tía más pequeña –que murió hace un año–, cargándolo, siendo de meses, se le resbaló por el hombro y se cayó de cabeza. Y después, la misma Orgelina, meciéndolo en la hamaca, lo dejó caer.
Mercedita: La gente decía: “Él va a ser loco”, porque el golpe en la cabeza fue grande. Otro día, se cayó subiendo a un árbol. “Va a ser loco, no ven que habla hasta solo por ahí”.
Dulce Ofelia: Sí, porque él le hablaba a los árboles. Antes de Celestino antes del alba, él escribió una pila de cosas. Oneida, pobrecita, guardaba una novela de su puño y letra, y se la dio a no sé quién, de no sé qué agencia, de no sé qué lugar. Le hicieron una entrevista, le preguntaron, y ella dijo: “Yo tengo una novela de él”, y la entregó. Nunca más se supo de esa novela.[3]
Mercedita: Cuando vivíamos en Holguín, que ellos se mudaron más atrás, él llegaba a mi casa, que estaba un poquito lejos, y me saludaba: “¡Buenas!”, con la misma caminaba por toda la casa y decía: “Adiós”. Y se iba enseguida. Al rato, lo hacía otra vez.
Y menciona varias novias: Irene, Irma, Lourdes y Marlene.
Dulce Ofelia: A la única que conocí fue a Marlén. Una rubia lindísima, de ojos azules. Él la llevó a la casa. Cuando yo venía de vacaciones de Estados Unidos, salíamos Marlén, él, mi prima Bertha, yo. Yo me daba cuenta de que había algo en mí que le atraía. Me cogía mucho la mano. Por eso él escribe que con la primera mujer con la que hizo el amor fue con su prima Dulce Ofelia. Si fuera verdad, yo lo admitía. Pero nunca me acosté con él. Él me regaló una foto en la que está abrazado con Marlén en un parque, y por atrás dice la dedicatoria: “Con amor, con mi amor, para el gran amor”.
¿Oneida cuidó niños en Estados Unidos?
Mercedita: No. Las hermanas todavía lo creen. Ella trabajó en fábricas. El otro día casi, cuando yo estaba bien y podía caminar, tuvimos una discusión en casa de Onelia. Onelia y Orfe creen que ella cuidaba niños. Y yo: “Caballero, yo vivía en Miami, y nunca en la vida Oneida cuidó niños”. Argelio y yo la llevamos a ver una señora que quería que le cuidaran a un niño. Y ella llegó, vio todo cómo era, y dijo: “Vamos”. “¿Por qué?” “Porque yo aquí no voy a trabajar, por una parte, es muy lejos, y por otra, a mí no me nace cuidar niños”. Yo misma la llevé a una factoría donde encontró trabajo. Pero era lenta, porque era muy cuidadosa en la costura. La supervisora me dijo: “Esa muchacha que tú trajiste es bastante despaciosa, no va a ganar mucho dinero, pero cose muy fino”.
Dulce Ofelia: Oneida fue varias veces a Estados Unidos. Mi papá la invitaba y ella iba por temporadas, y vivía con nosotros un mes y otro mes en casa de Ozaida y Florentino. Vivir-vivir, no.
Mercedita: Cuando nosotros volvimos de Estados Unidos en 1961, Argelio quería de todas formas que yo me fuera para Holguín con él. Él era muy mujeriego, pero muy-muy, y yo todo se lo aguantaba, porque él era tan bueno conmigo… él era de muy buen corazón. Pero me habían contado que él tenía una mujer allí, y le tenía casa y todo. Desde que salí de Miami yo sabía que ya no iba a vivir con él. Y le dije que no, que yo no iba para allá, que Dulce y yo nos quedábamos en La Habana.
Dulce Ofelia: Mi mamá y yo nos quedamos en una casa de huéspedes. El ICAP [Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos] atendía a las personas que regresábamos. Los “repatriados”, nos decían. Nos daban un cuarto en una casa de huéspedes y una mensualidad, pero yo empecé a trabajar enseguida, con 17 años. Raine fue a vivir con nosotros a la casa de huéspedes.
¿Dónde quedaba la casa de huéspedes?
Dulce Ofelia: En Carlos III y Requena, en la misma esquina, al lado de la Escuela de Veterinaria. Le decían la Casa Cusa, por la dueña.
Mercedita: Él vivía en un cuarto y nosotras en otro. Y Cusa me dice: “Ven, para que tú veas el cuarto de Reinaldo”. Cuando yo entré al cuarto, era talco por todas partes, la cama llena de talco, el piso, las paredes. No se podía estar allí. Cuando salía del baño, él cogía una mota y se echaba talco y talco. Y aquel cuarto era un reguero… las camisas por aquí, los pantalones por el piso. Yo lo atendía, subía y le limpiaba, sacudía, le acomodaba las cosas. Te voy a hacer “el cuento del hueso”… Cusa era muy dura para cocinar. En la casa de huéspedes te daban almuerzo y comida, que tenías que pagar aparte. Y ella acostumbraba a comprar huesos de ternilla, para sopa. Y cuando servía la sopa, cogía todos los huesos, y los ponía en una esquinita del balcón, a secar, para al otro día hacer otra sopa con los mismos huesos. Esa sopa no servía para nada, era agua. Y a Raine se le ocurrió una noche botarle los huesos. “¡Todos los días los mismos huesos!”, porque él hablaba así. Dulce vigilaba que Cusa no viniera y él se puso a tirar todos los huesos para abajo, a la calle. Decía: “¡Para los perros!” Por eso teníamos una cocinita en el cuarto, porque la comida de Cusa era incomible.
Dulce Ofelia: Vivimos allí como dos años. Yo me divertía porque en el pasillo de la casa había un espejo, y él pasaba largo rato delante arreglándose los risos del pelo. Ya cuando el ICAP nos dio casa en el reparto Camilo Cienfuegos, en Habana del Este, él se fue a vivir con Orfelina, que le dijo que fuera con ella. Como él tenía tanto lío con mi mamá, y después lo empezó a rechazar toda la familia, porque fue todo el mundo, él iba constantemente a vernos.
¿Mantuvieron siempre buena relación?
Mercedita: Cuando él vivía en Miramar, y yo salía a arreglarme las manos y los pies todas las semanas, iba siempre a su apartamentico y le atendía a los amigos. Siempre tenía tres y cuatro amigos allí. Él enseguida ponía a hacer té, siempre estaba tomando té. Un día le dijo a los acompañantes: “Esta es la tía que más yo quiero. La quiero más que a todas las otras tías”. Y las otras eran las verdaderas. Yo nunca tomé en cuenta ni encontré mal su forma de ser. Pero la madre no. La madre no lo quería creer, aunque se daba cuenta, por las veces en que ella se quedaba con él. Oneida le compraba telas que a él no le gustaban. Ya viviendo en el Monserrate, me parece estarlo mirando, me dijo: “Tía, te voy a regalar un corte de tela que mami me trajo, que sirve para forrar cajas de muerto”. Porque era muy pálido todo. Me hice una blusa. Le gustaba vestirse siempre con ropa guarapeada de esa, apretada.
Dulce Ofelia: A él le gustaban unas camisas floreadas de moda, y él las usaba más apretadas que los demás. La madre le traía ropa cosida por ella, para forzarlo a vestirse distinto, y él se las traía a mami para que se las ajustara. Recuerdo que una vez llegó a la casa y le dije: “Raine, tú te miraste para los pies”. Un zapato carmelita y otro negro.
Mercedita: Un día me llevó una tela azul claro, linda, para que le hiciera unos pantalones. Y a mí lo único que no me gustaba coser era pantalones; yo cosía camisas, guayaberas… Y él: “Sí, tía, nada más es el pedazo de tela y abrir un hueco aquí, y nada más”. Después no soltaba aquel pantalón. Yo lo fui a ver cuando él estaba preso a un campo cerca de Miramar. Oneida, con miles de sacrificios, le llevaba tremendas jabas de comida.[4]
Dulce Ofelia: Además de la madre, mami era la otra de la familia que iba. Nadie más. Aparte de todos sus problemas, la madre nunca dejó de ocuparse de él. Cuando él tenía las visitas en El Morro, Oneida se quedaba la noche antes con nosotras en Habana del Este, que le era más cerca, porque ella paraba en casa de Orfelina.
¿Fue real el problema con Orfelina?
Dulce Ofelia: Ellos tuvieron muchos, muchos problemas. Hoy en día ella quiere tapar eso, esos son otros veinte pesos. Él le decía “vieja”, “bruja, “loca”, todas esas cosas.
Mercedita: Ella tuvo el valor… con una carta de Tomasito… ¿Tú sabes de Tomasito, no?[5]
Sí.
Mercedita: Ella dice que es mentira. Ella la abrió, y la carta decía cosas contra la Revolución, y ella se la leyó a Vladimir, que era teniente coronel de la Inteligencia Militar. Ella quería que Vladimir lo botara del cuarto. Vladimir era el esposo de la sobrina de Orfelina, hija de Ofelia.
Dulce Ofelia: Toda la familia llamaba a Vladimir para cualquier cosa. Pero de esa carta, al final, nadie sabe si Orfelina la guardó, la rompió, la botó… Sabemos que ella no llegó a dársela a Vladimir. Así que no te metas en eso, mami, porque al final no sabemos qué pasó con la carta. A Vladimir lo llamaron luego para saber dónde estaba Raine, cuando lo apresaron, y él dijo que estaba cogido y muy bien preso, y que no quería saber nada. No quiso involucrarse.
¿Pensaron que Orfelina lo había denunciado?
Dulce Ofelia: Ella siempre lo negó. Ella dice que no, es nuestra tía y una le cree. Pero desde antes del problema de Raine de la playa, ella estaba buscando que él se fuera de la casa. Y cuando la acusación, ella empezó: “Debe ser verdad…”, y decía que él metía cinco o seis hombres allí todas las noches, y que lo que se formaba era horrible. Era una casa de ricos de antes de la Revolución, y Raine tenía lo que sería el cuarto de la criada: el cuarto de arriba con un baño y su salida independiente. Le tenían la vida hecha un yogurt. Y la verdad es que ella estaba loca por salir de él. Bueno, ella es quien le ofrece dinero para que compre el cuarto del Monserrate.
Mercedita: Porque él tenía derecho al cuarto. Él dijo que no se iba de allí y ella le propuso: “Yo te doy dinero para que tú te compres un cuarto si te vas de aquí”. Y él estuvo de acuerdo.
¿Lo visitaban ustedes en el edificio Monserrate?
Dulce Ofelia: Íbamos casi todas las semanas. Cuando él hizo pareja con Lázaro [Gómez Carriles], nos visitaban cada tres o cuatro días. Dejaban la ropa en mi casa y se iban para la costa a bañarse. Se pasaban el día en la costa y luego venían a almorzar. Por cierto, el que le hizo el trabajo de albañilería fue un amigo nuestro, Ludgardo, que era zapatero, y a quien nosotros llevamos porque Raine quería hacer una barbacoa y un baño. Ludgardo sigue trabajando de carpintero. Cada vez que viene, empieza a recordar a Reinaldo. Entre Ludgardo y alguien más hicieron un balconcito, que era, como se dice, una terracita entre dos paredes de dos edificios, al vacío. Por ahí él cruzaba, cuando quería entrar y salir sin que nadie se enterara, porque se hizo amigo de la gente que vivía en otro apartamento.[6]
Mercedita: Dulce, en el otro apartamento vivía Lázaro con la madre. Lázaro era un hombre bastante lindo, trigueño. Un día, mi nieta, con unos 12 años, fue a la costa, y cuando llegó, me dijo asustada: “¡Mamá –ella me decía “mamá”–, vi a Raine en la playa besándose en la boca con Lázaro!” Y yo: “¡No me digas!” Yo cambié para que no se diera cuenta. Para mí eso no tenía ninguna importancia. Yo lo quise tanto…
Cuando el Mariel, ¿sospechaban que él deseaba marcharse de Cuba?
Dulce Ofelia: Él no tenía ganas de irse del país, la verdad. A él lo acorralaron. Él estuvo un tiempo de profesor de inglés y de francés, él hablaba francés perfectamente, y me dijo: “Fueron a investigarme y ahora no quieren ni que yo trabaje de profesor. No sé de qué voy a vivir”. Cuando lo citan por lo del Mariel, él nos llama por teléfono. Me dijo: “Esta noche me voy. Dile a tía que venga, para despedirme. Aparte, hay algunos libros aquí, por si ella quiere, se los lleve”. Libros en alemán, en francés. Mami fue.
Mercedita: Él me dio la grabadora para que se la diera a Oneida. Oneida le había dicho: “Raine, si algún día tú te vas de Cuba, lo único que yo quiero que tú me dejes son los libros”.
¿Ustedes, la familia, tuvieron algún problema por él?
Dulce Ofelia: A un primo, Rolando, hijo de Rigoberto y Coralina –Rigoberto era hermano de mi papá y de Oneida–, lo cogieron preso cuando todo aquel lío de que Raine se trataba de ir ilegal. Decían que Rolando estaba trabajando para la CIA. Lo tuvieron preso como veinticuatro horas haciéndole preguntas sobre Reinaldo. A casa fueron cuando él estaba durmiendo por los parques. Y él había estado la noche antes con nosotras en el Calixto García. Ya por otros sabíamos de su problema. Mami se había caído de una guagua y se había fracturado la cadera, y no sé cómo él se enteró, y fue a verme: “¿Qué le pasó a tía?” Yo le dije: “Raine, no vayas”. “Pero si ya llegué hasta aquí…” Fue al hospital, creo que cinco minutos. Y vino la policía: “¿Ustedes han visto a Reinaldo?” “No”. “¿Las ha llamado?” “No”. ¿Tú te crees que yo lo iba a echar pa’lante? Ya después que él se va, Oneida iba a verlo, pero quien la invitaba a Estados Unidos era la hermana, Ozaida. Nos mandó dinero, medicinas. Nos mandaba postales de los lugares donde había estado, y como no quería perjudicarnos, en lugar de su nombre, ponía “Raine”.
Pies de foto
1)
Onelia Fuentes, Mercedes Rodríguez, Reinaldo y Dulce Ofelia. A la derecha, una esquina de la casa original de Perronales. Foto de la segunda mitad de los años cuarenta. El crédito corresponde a Studio Sueiro, Holguín, Departamento Amateur. [Archivo Dulce Ofelia Fuentes]
2)
Postal de Reinaldo Arenas a Mercedes Rodríguez, 1981. La imagen al dorso es una naturaleza muerta de Ruth Robinson. [Archivo Dulce Ofelia Fuentes]
Febrero 1º, 2011
[1] El escritor Miguel Barnet me aseguraba en 2012 que, siendo amante de Arenas, lo acompañó en el reencuentro en que este reclamó el apellido a su padre. La traductora Liliane Hasson recoge otra versión de la madre, Oneida Fuentes: “Me asombra que el niño lleve el patronímico del padre. Oneida lo admite a regañadientes: su seductor aceptó darle su apellido, a fin de evitarle a ella la humillación de traer al mundo un niño sin padre”. (En: Liliane Hasson: Un Cubain libre. Reinaldo Arenas (fotografías de Suzanne Nagy), Actes Sud, París, 2007. Consulté el capítulo “L’enfant terrible” en la traducción de Carlo Landestoy que publicó Diario de Cuba en 2010.)
[2] El niño del cuento “Soledad” juega con tuzas de maíz en las que personifica a sus familiares, juguetes que desaparecerán cuando la abuela necesite alimentar el fuego de la cocina. (Ver: Reinaldo Arenas Fuentes: “Soledad”, Unión, La Habana, n. 1, enero-marzo, 1965, pp. 116-117.) En sus juegos, el personaje reproduce de un modo más feliz las situaciones cotidianas que lo afectan, como luego hará el protagonista de “Con los ojos cerrados”, relato que desde 1968 tituló el volumen más conocido por su edición definitiva: Termina el desfile (1981).
[3] En sus memorias, Arenas menciona los títulos de dos novelas de adolescencia: Adiós, mundo cruel y ¡Qué dura es la vida! (Ver: Reinaldo Arenas: Antes que anochezca, Tusquets, Barcelona, 1992, p. 57.) En un reportaje que le dedicara The Militant, refirió al periodista norteamericano Harry Ring una breve descripción de dos obras de ese período: una, reflejaba parte de sus experiencias en la trama de un niño que era rescatado de su vida rural por una estrella del cine; otra, narraba las aventuras de un bandido y su novia que recorrían la Isla hasta ser ultimados por la policía de Batista. (Ver: Harry Ring: “Reinaldo Arenas –Cuba’s rural life shaped his art”, The Militant, New York, n. 32, agosto 9, 1968, p. 5.)
[4] Tanto conjuró Reinaldo Arenas a Fray Servando Teresa de Mier desde su carta-prólogo en El mundo alucinante (1969), que terminó siendo Fray Servando Teresa de Mier. Permaneció fugitivo de las autoridades cubanas desde noviembre de 1974 hasta su apresamiento en diciembre siguiente. Saldría de la cárcel en enero de 1976.
[5] Claro que sabía de Tomás Fernández Robaina, a quien conocí en 2007 a la manera habanera: abordándolo en la calle Obispo, tras reconocerlo por su participación en dos documentales. En 2008 contestó a un cuestionario que le preparé sobre Reinaldo Arenas, sentados ambos junto a una de las amplias mesas de madera en la sala general de la Biblioteca Nacional. (Ver: “Tomás Fernández Robaina. Rei-surrección”, Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco: Tiempo de escuchar, Oriente, Santiago de Cuba, pp. 220-238.) De lo problemático que podía ser en Cuba el vínculo con Arenas, queda evidencia en una nota en tinta verde que le enviara Fernández Robaina junto con un ejemplar de su libro Recuerdos secretos de dos mujeres públicas (1984): “Agradezco mucho tu tarjeta. Una vez más compruebo la magia de la literatura, pero como tú bien sabes, recibir una carta tuya en mi centro de trabajo no es un gran honor público, aunque en lo personal me haya agradado”. (Ver: Tomás Fernández Robaina: Carta a Reinaldo Arenas, 28 de noviembre de 1984, Reinaldo Arenas Papers, 1959-1990, Serie 2: Correspondencia, 1980-1990, caja 24, carpeta 7, División Manuscritos, Departamento de Libros Raros y Colecciones Especiales, Biblioteca Firestone, Universidad de Princeton.)
[6] Cualquiera que camine por el oscuro pasillo del segundo piso de ese antiguo hotel, aspira a que al menos en las habitaciones se alcance la luz natural. El periodista Ramón Díaz-Marzo –quien en 1977 vendió a Arenas el cuarto del Monserrate–, ofrece una descripción del edificio hacia 1973: “Sus ocupantes vivían a puerta cerrada. Aún existía el encargado, el ascensor funcionaba y había pizarra telefónica con operadora, que ofrecía servicio a todas las habitaciones. La parada de la guagua permanecía las veinticuatro horas del día abarrotada de personas y la puerta del hotel permanecía cerrada. Se podía afirmar que uno vivía en la cueva de Alí Baba y los cuarenta ladrones”. (Ver: Ramón Díaz-Marzo: Cartas a Leandro, Cubanet, Coral Gables, Florida, 2001, p. 155.)