El pasado 10 de agosto murió en su nativa Lima, en el distrito de Surquillo, Carlos Germán Belli, último sobreviviente de la extraordinaria generación de poetas peruanos nacidos en la década de 1920. Murió el mismo día en que otra célebre integrante de esa generación, Blanca Varela, habría cumplido 96 años (ella, por desdicha, falleció a los 83, en el 2009).
Belli estaba a punto de cumplir 97 el 15 de septiembre, y su longevidad hacía pensar que cumpliría más de cien. Cumplirá muchos más. Él, como Jorge Eduardo Eielson, Javier Sologuren, Sebastián Salazar Bondy, Alejandro Romualdo, Washington Delgado, Francisco Bendezú, Juan Gonzalo Rose y otros poetas a los que se conoce como la Generación del 50 (equivalente a la generación de poetas mexicanos del Medio Siglo, con quienes mantuvieron trato y amistad en más de un caso), acompañarán al lector de habla hispana durante largo tiempo.
Ahora recordamos la última visita que Belli hizo a México, en compañía de su esposa, Carmela Benavente, en la segunda quincena de agosto de 2008, ocasión en que leyó una selección de su obra en la Casa del Poeta para enseguida charlar con los asistentes. Rafael Vargas hizo la presentación del gran poeta peruano con base en las notas que enseguida reproducimos.
Hace cincuenta años, a finales de marzo de 1958, aparece el primer libro de Carlos Germán Belli, una plaquette impresa en Lima en los Talleres Gráficos Villanueva, titulada, sencillamente, Poemas. Se publica en un momento en el que, en el mundo cultural internacional, marcado por la Guerra Fría, la ética pro-revolucionaria exige que la poesía sea un arma de combate y, naturalmente, que el escritor se comprometa en uno u otro lado de la lucha por la transformación del mundo.
En ese entorno, el libro de Belli, cuyo poema inicial declara
Nuestro amor no está en nuestros respectivos
y castos genitales, nuestro amor
tampoco en nuestra boca, ni en las manos:
todo nuestro amor guárdase con pálpito
bajo la sangre pura de los ojos.
no parece suscitar la atención de muchos lectores. Incluso es fácil suponer el desconcierto que deben haber producido poemas como aquel en el que se habla de una cebra lamiendo el muslo mutilado de una niña. Pero, por fortuna, cuentan con un lector singular: Mario Vargas Llosa lee el libro, y no sólo comprende cabalmente el valor de los poemas de Belli, sino que escribe una entusiasta reseña que aparece en las páginas 4 y 5 del Suplemento Dominical del diario El Comercio, el 8 de junio de 1958.
En esa reseña, titulada “Belli y la rebelión,” Vargas Llosa cuenta que la admiración que le suscitan los poemas de Belli lo han llevado a buscarlo en su oficina en el Congreso de la Nación, donde el poeta se desempeña como un modesto amanuense.
Escribe en 1958 Vargas Llosa:
Su libro de poemas aparece muy oportunamente, porque viene a echar luz sobre un poema que hoy conmueve a la poesía peruana y amenaza con aniquilarla. Los partidarios de la llamada poesía social que, aparentemente, han ganado la batalla contra los poetas puros, han impuesto, numéricamente, su actitud y su concepción de la poesía.
No falta, dice Vargas Llosa, quien sentencie al propio Góngora porque su complejidad es uno de los instrumentos de la burguesía para convertir a la cultura en patrimonio de clase. Pero —continúa el narrador, que también en 1958 publicará su primer libro (Los jefes)—
Los poemas de Belli confirman bellamente que se puede ser un rebelde y se puede hacer una poesía de la rebelión sin necesidad de escribir estruendosos libelos rimados cuya ferocidad, por desdicha, hiere al lenguaje con más frecuencia que al State Department.
La reseña no concluye allí, ni los elogios para ese primer libro, ni la admiración de Vargas Llosa hacia Belli. En 1962, cuando publica La ciudad y los perros, inscribe como epígrafe en la última parte de la novela un verso de Belli: “…en cada linaje el deterioro ejerce su dominio.” Y en 1988, como otra muestra de una amistad que ambos han sabido refrendar a lo largo de cinco décadas, el narrador escribe un ensayo para acompañar una antología armada por el propio poeta: “Carlos Germán Belli: una poesía para tiempos difíciles.”
He querido recordar todo esto primero, para celebrar con nuestro invitado esos cincuenta años de creación literaria que lo han convertido en uno de los grandes poetas, no del Perú, sino del ámbito entero de la lengua española. Y, en seguida, para subrayar, que aun cuando el poeta y la poesía parecerían carecer de un sitio propio en la sociedad, en realidad encuentran siempre, aunque sea de manera muy lenta, una respuesta que confirma lo contrario.
Medio siglo después, aquellas palabras que Carlos Germán Belli pulió y plantó en un pequeño cuaderno, han adquirido una gran resonancia, y la respuesta a ellas no se limita ya a una sola voz. Con toda justicia, Belli tiene hoy lectores en todos los países de habla hispana, pero también en los Estados Unidos, en Italia y en otros países de Europa. Hoy conoce, aquí, a unos cuantos de los que tiene en México, donde, gracias a Fernando Tola de Habich, su compatriota, se han impreso y han circulado dos de sus quince libros: En alabanza del bolo alimenticio (1979) y Canciones y otros poemas (1982). No obstante, le debemos —y nos debemos— una buena antología suya. Su inclusión en la colección Tierra Firme, del Fondo de Cultura Económica, es obligada.
Antes de comenzar nuestra conversación con el poeta, ensayemos una definición, irremediablemente parcial e insuficiente, como lo son todas las definiciones, sólo para contar con un marco de referencia.
Habla casi siempre en los poemas de Belli un personaje marginal, que no ha elegido serlo sino que se siente excluido, y desea disolverse en el mundo. Creo que varios de sus más atentos lectores —Julio Ortega, Guillermo Sucre, Roberto Paoli— coinciden en que ése es el tema central de su poesía. Me gusta, en particular, la manera en que Sucre (para quien Belli es un continuador de Vallejo) lo plantea:
Belli vive en el mundo [con el mismo de Vallejo], pero también con la lucidez de la víctima: padece y critica, o mejor, su padecimiento es ya una forma de crítica, de escándalo.
Quizá cabría añadir que ese personaje hablante no es del todo un desvalido: quien critica, ha comenzado a dejar de padecer. La conciencia irremediablemente implica oposición, incipiente lucha.
La voz con que ese personaje se expresa es singularísima: una amalgama, como se ha señalado tantas veces, de poesía culta, plena de alusiones y reminiscencias neoclásicas, petrarquianas, desplegada a través de una variedad de formas muy refinadas —villanelas y sextinas, las más frecuentes—, léxicos especializados —Roberto Paoli dice, acertadamente, me parece, que hay toda una gama de léxicos que se funden en la poesía de Belli: desde el pastoril (zagal, corzo, venablo, tórtola) hasta el cibernético, pasando por el anatómico (bolo, glándula, genitales, subcutáneo) y el alimenticio— y modos absolutamente coloquiales y modernos, a veces característicos del habla limeña.
Esa amalgama —de la cual el Hada cibernética, título de su tercer libro, se ha convertido en emblema— no se produce sin cierta violencia, y causa en el lector una extrañeza que puede confundirse con dificultad. Lo cierto es que para un lector medianamente educado la poesía de Belli no ofrece ninguna resistencia y sí, en cambio, mucho disfrute.
PAPÁ, MAMÁ
Papá, mamá,
para que yo, Pocho y Mario
sigamos todo el tiempo en el linaje
humano,
cuánto luchasteis vosotros
a pesar de los bajos salarios del Perú,
y tras de tanto tan sólo me digo:
“venid, muerte, para que yo abandone
este linaje humano
y nunca vuelva a él,
y de entre otros linajes escoja el fin
una faz de risco,
una faz de olmo,
una faz de búho”.