Un Burgués llamado Borges
«Le agradaba pertenecer a la burguesía, atestiguada por su nombre. La plebe y la aristocracia, devotas del dinero, del juego, de los deportes, del nacionalismo, del éxito y de la publicidad, le parecían casi idénticas. » En el epílogo a sus Obras completas Borges se caracteriza a sí mismo, con el refrescante humor de quien suavizaba su feroz inteligencia aplicándola a ese personaje un tanto ajeno y conocido popularmente como «Jorge Luis Borges, escritor argentino autodidacta (1899-1986)».
En este juego era fundamentalmente sincero. Consideraba que su fama, ese equívoco, era otra prueba más de la decadencia de la época y sentía la íntima discordia entre su profundo conocimiento de las grandes obras literarias y la intrínseca modestia de sus contribuciones. Esos borradores. Esas notas a pie de página. Esos resignados escolios. Esas parodias envenenadas. Esas prolijas reseñas de libros imaginarios. Leer, en definitiva, era mucho más civilizado que escribir.
Por ello no dudaba, con infinita coquetería, en considerarse un impostor. Alguien que algún día sería descubierto y cuyos trucos quedarían expuestos, sin misericordia, a la dura luz pública. Más de doscientos libros de crítica sobre sus libros y una docena de biografías no han hecho más que acentuar los equívocos.
Borges y las mujeres
Su figura tenía la elegante altivez de los poseídos por una verdad más fuerte y avasalladora que la de la rutinaria vida diaria. Esa verdad, infierno y cielo, era literaria. Por ello llegaba a considerar su vida como una larga cadena de fracasos, torpezas y humillaciones, como lo reconoció en forma tajante al recibir en 1945 el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores: «Mi vida de hombre es una imperdonable serie de mezquindades; yo quiero que mi vida de escritor sea un poco más digna,
Curiosamente, la escisión entre el hombre y la obra hoy se atempera en la sabia luminosidad cálida de ese conjunto único donde la obra de Borges termina por dar sentido a la vida que sirvió para crearla, con todas sus limitaciones incluidas.
Si repasamos los testimonios de tres mujeres que estuvieron cerca de él —María Esther Vázquez, Estela Canto y Alivia Jurado— vemos como el impaciente. Devoto y posesivo Borges, traspasado por la fiebre inclemente de su búsqueda perpetua, padecía de una quemante avidez por lo que, en ese momento, consideraba su felicidad.
Podía tratarse de la egiptología, China, una mujer, la filosofía de Baruch Spinoza o el danés antiguo. Todo lo emprendía con fervor, Incluso, como cuenta Bioy Casares, los personajes imaginarios que imaginaba llegaban a tener más espesor que los seres que lo rodeaban. Traía noticias frescas de ellos cada día.
“Parecía y era tan vulnerable, tan desarmado y al mismo tiempo tan inteligente y tan admirable”, dice María Ester Vázquez. ¨Por su parte, Estela Canto asegura: “La actitud de Borges hacia el sexo era de terror pánico, como si temiera la revelación que en él podía hallar. Sin embargo, toda su vida fue una lucha por hallar esa revelación.”
Alicia Jurado dirá: “Jamás hablará de sí mismo, ni siquiera de su trabajo como escritor, tampoco del trabajo literario de sus amigos, cuyos libros no lee para evitar la obligación de opinar sobre ellos. Jamás insinuará una confidencia y se defenderá con su pánico casi infantil de recibir alguna: jamás confesará un sufrimiento suyo y también se negará a admitir la realidad del sufrimiento ajeno. No la insensibilidad, sino un pudor inconcebible lo acerca y lo separa del mundo.” Concluye con estos términos: “este ser extrañísimo, terriblemente introvertido, bastante maniático, en muchos aspectos contradictorio y no pocas veces desconcertante, despierta también un gran afecto”.
Pero quien en realidad tenía poderes visionarios, Silvina Ocampo, lo caló a fondo: “Borges tiene corazón de alcachofa. Il aime les jolies femmes. Especialmente si son feas porque así puede inventar libremente sus rostros.” El ciego dibuja su paraíso imaginario, pero, como sucedió cuando a los 67 años se casó por primera vez con Elsa Astete Millán, éstos se degradaban muy pronto. El hecho de que ella no soñara contribuyó a apresurar el divorcio.
Pero unas palabras de Borges, en una entrevista, redondean mejor el tema: “Las mujeres fueron las únicas que me hicieron pensar en el suicidio; cuando una no me quería ya estaba dispuesto a matarme.” Pero, evidentemente, no lo hizo nunca, observa el reportero. «Es que siempre tenía que terminar algún cuento o algún poema, y mientras tanto, llegaba otra mujer.”
Cuando una distinguida cuentista «oriental», Carmen Posadas, fue informada del título del libro que yo escribía sobre Borges y que publicara el Instituto Caro y Cuervo, Borges enamorado, se sorprendió: » ¿Enamorado de quién?» «De todas», respondí. «Ah, de ninguna», fue la certera respuesta.
Pero esa cadena de mujeres irremplazables y únicas parece congelada en una imagen absorbente: la de la madre, rectora de su destino. Cuando Borges, ya mayor, asumió la responsabilidad de sus Obras completas y estampó su firma en la dedicatoria, sólo pensó en su madre y en esta límpida declaración de amor: «A Leonor Acevedo de Borges. Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo sea íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre le ocurren a todos. Estoy hablando de algo ya remoto y antiguos. Yo recibía los regalos y yo pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada, absolutamente nada, para merecerlos.
«Por supuesto, nunca lo dije: la niñez es tímida. Desde entonces me has dado tantas cosas y son tantos los años y los recuerdos. Padre, Norah, los abuelos, tu memoria y en ella la memoria de los mayores (…) tu prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos (…) las compartidas claridades y sombras, tu fresca ancianidad, tu amor a Dickens y a Eça de Queiroz, Madre, voz misma. Aquí estamos hablando los dos, et tout le reste est littérature, como escribió, con excelente literatura, Verlaine.”
La literatura había triunfado en toda la línea. El hombre al cual la revista Time, en 1962, declaró «el mayor escritor vivo de la lengua española» había convertido todo, lo que lo hería y lo que amaba, en perdurable literatura.
Un detonante polemista
Pero este hombre austero y sencillo, de carcajadas homéricas, que almorzaba casi siempre sopa de arroz, un bife muy hecho, dulce de membrillo y queso, y grandes cantidades de agua, y que en el tranvía 76, que lo llevaba a la Biblioteca Municipal Miguel Canemen del barrio Almagro durante nueve años, tuvo la revelación de la Divina comedia y el Orlando furioso, logró convertir esa existencia anodina en una fulgurante obra de arte. Sus aventuras eran las aventuras del espíritu.
Dubitativa e hipersensible, la cautelosa muralla de aislamiento que pareció edificar en torno suyo —una literatura erudita, una ceguera progresiva, un irreductible círculo de también singulares amigos— terminaría por conquistar un vasto reino de libertad íntima. Un sólido fuero imaginativo.
Llegó a ser dulce y arbitrario, a mecerse feliz en las caprichosas olas de una opinión voluble, a detonar las más sorpresivas cargas de dinamita bajo los pies de lo establecido: «Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobierno» «Hablar de arte social es como hablar de geometría vegetariana o de repostería endecasílaba.»
En una Argentina obsesionada por sus orígenes, los militares y el futbol, se burló de los tres, sin temor a ser incomprendido. Se opuso al nacionalismo, al nazismo, al comunismo, a los antisemitas. Y padeció durante muchos años, incluso hasta el fin de sus días, el terco rechazo de quienes lo consideraban un ser extravagante y absurdo, desligado de la realidad. Sólo que su realidad era mucho más profunda.
El poeta Ignacio Anzoategui, en 1933, no vacilaba al escribir: «Un día Borges publicó un artículo sobre el Infierno que era indigno del cerebro de un pollo. Estoy hablando como católico, es decir, como gente. » También sufrió la habitual acrimonia española ejemplarizada en Amado Alonso, quien le negó una cátedra en Estados Unidos considerándolo «un enemigo profesional de la literatura española». A él, quien mejor había penetrado en el enigma de Cervantes y en las tortuosas complejidades de Quevedo. Pero la intolerancia de sus detractores terminó por encontrar rivales dignos de su altura. El caso del poeta Pablo Neruda, quien diría: «Hemos tenido grandes escritores, pero uno universal, como Borges, es una rareza en nuestros países. Pelear con Borges eso nunca lo haré. Si él piensa como un dinosaurio eso no tiene nada que ver con mi pensamiento. No entiende lo que está sucediendo en el mundo y creo que yo tampoco lo entiendo, Por lo tanto, estamos de acuerdo.»
Perplejos en un mundo que terminó por volver irrelevantes sus utopías —el comunismo, en el caso de Neruda; la supresión del Estado, en el caso de Borges— sólo la denodada lucha por una palabra auténtica y reveladora une a estos dos aparentes rivales ideológicos. El tiempo confirmó, para ambos, la sagaz observación de Borges en el sentido de que la parte más equívoca y deleznable de toda gran obra literaria son las opiniones políticas del autor. En todo caso, y para el primer centenario del nacimiento de Borges, nos queda el consuelo inagotable de volver a leer las 1145 páginas de sus Obras completas. Allí se halla condensado el infinito universo.
*Este ensayo fue publicado originalmente en el número 79 de la Revista Crítica. El autor, colaborador y amigo nuestro, murió el lunes 5 de septiembre.