No fue hasta mudarse a la capital y descubrir la burocracia en sus bibliotecas que Bruno entendió la suerte que tuvo de niño. La biblioteca provincial no exigía hacer la incómoda tarjeta de asociado para poder entrar. Era un edificio moderno, de ventanas grandes y gastadas cuyos cristales rotos se cubrían decorosamente con cinta adhesiva color mostaza en forma de cruz. Uno dejaba cualquier bolso o mochila en una taquilla y le daban un ticket rústico, que cualquiera podía falsificar. Había una sala general y una sala juvenil. En ambas los libros estaban literalmente al alcance de la mano. No había que rellenar plantillas, ni esperar una hora por los bibliotecarios: de hecho, la única solicitud de aquellos amables seres era que se devolviera siempre el libro al lugar exacto del que se había tomado. Además, podían incluso ofrecer recomendaciones y esgrimir rápidas reseñas de alguna novela de dudosa calidad literaria por la que uno preguntara (era normal ver allí a mujeres mayores de cincuenta años, matando el tiempo, a la biblioteca de la capital sólo iban universitarios e investigadores, gente que leía por trabajo). No obstante, Bruno en ese momento no tuvo ningún interés en las novelas ni en la poesía, sólo le interesaban los libros científicos. El libro de ciencias fue su primera novela y el folleto de divulgación, su primer cuaderno de cuentos.
Sus preferencias, en orden ascendente: astronomía, geología, biología y paleontología. El placer estético de la astronomía estaba mediado por su completa incomprensión de la física, más allá de manuales que no involucraran fórmulas complejas de matemática. Sin embargo, era quizás esa incomprensión la que le provocaba un sobresalto. Las verdades de la astronomía eran abstractas, inmensas y sobrecogedoras. La geología era mucho más transparente, y su encanto yacía siempre en un único asombro arquetípico: la forma engendrada por azar. Las fuerzas tectónicas eran fuerzas ciegas, al igual que la corriente de los ríos y el soplido de los vientos (le agradaba leer la palabra soplido, recordaba que las cartas náuticas representaban los vientos como hombres que soplaban, había en esa figura de los hombres que soplaban alguna esencia misteriosa, alguna sabiduría, que no encontraba modo de explicar). Las fuerzas ciegas actuando a través de las eras engendraban formas milagrosas, el cuarzo, la bauxita, el ópalo. La geología era la crítica del arte de un dios prehistórico que no tenía forma ni intenciones humanas. La biología, en ese sentido, también era un escape de lo humano. Nunca le interesó ver en los animales actitudes humanas, de ellos le gustaba imaginar lo no humano, la conciencia primitiva que no sabe que existe. El topo, que no ve colores y cuyo mundo está hecho de tacto, del olor de otro topo, del olor temible de la lluvia que puede inundar su túnel, aunque no sepa qué cosa es la lluvia ni sepa que él mismo existirá en el futuro inmediato. Ninguna de esas ciencias, sin embargo, le provocaban sensaciones tan extraordinarias como la paleontología.
De cierto modo, la paleontología producía aleaciones poderosas a partir de lo minerales estéticos de la astronomía, la geología y la biología. La existencia del ammonite estaba separada de la del ser humano por una dimensión cósmica del tiempo, una cantidad tan exorbitante de tiempo que sólo podía compararse con los números inimaginables de la astronomía. A su vez resultaba una suposición geológica, el fósil de ammonite al final no era más que una piedra marina muy extraña, que recordaba la forma de un caracol. La piedra es la forma pura, la forma por la forma. Por tanto, el fósil devolvía al molusco su condición primigenia, la de objeto (olvidamos con frecuencia que un ser vivo es sólo una variedad de objeto). Al ver un cuadro abstracto se descubren el color y la forma descontaminados de figuración. Del mismo modo, la piedra nos devuelve la naturaleza en su estado original. El ammonite fosilizado le brindaba a Bruno la misma extrañeza de ver una pintura figurativa como si se tratara de arte abstracto. Y desde luego, disfrutaba imaginar la conciencia del ammonite en el azul jurásico del mar, atenta a los cambios de temperatura del agua, o su simplísima psicología, constituida de dos únicos conceptos contrarios, el afuera y el adentro de su concha. La conciencia del ammonite, a diferencia de la conciencia de un organismo moderno, estaba perdida para siempre y ese singular patetismo, el de la pérdida, lo conoció por la desaparición de los ammonites y trilobites y no por la novela romántica, en la cual la amada del protagonista moría tempranamente de tuberculosis. Ya que un niño no ha vivido lo suficiente como para tener algo que extrañar, la paleontología fue su primer acercamiento a la nostalgia.
Coleccionaba los complicados nombres de los seres extintos, como si de ese modo los salvara. Registraba las enciclopedias interminables de la biblioteca provincial, cuaderno de notas en mano, en busca de criaturas escondidas entre las tostadas páginas, que a veces se pegaban por la humedad y que no podían separarse sin romperse. Bruno podía recordar de adulto el número de las páginas específicas de ciertas enciclopedias de su infancia que se habían pegado y cuyo contenido él nunca había logrado vislumbrar. A menudo las páginas pegadas eran cromadas, ilustraciones a las que la edición le había otorgado particular importancia. Catálogos de hongos, a todo color, o de distintos tipos de miel de abeja, negra, marrón, amarilla, o dorada, dependiendo del tipo de flor. El descubrimiento de un nuevo ser extinto lo estremecía de felicidad. Ninguna otra persona hojeaba esos libros. Estaba convencido de ser el único lector de muchas páginas de aquellos libros, es decir, de que una vez salidos de la imprenta nadie había leído muchas de las páginas de aquellos ejemplares en particular, y que el ciclo de impresión, encuadernación, distribución, archivo y mantenimiento se había dado sólo para él. El nombre del ser extinto era sagrado, no podía equivocarse al copiarlo. Una vez en su cuaderno de notas, el ser ya no pertenecía más de manera exclusiva a esa forma geológica que era la biblioteca. Anotar el nombre del gliptodonte era el equivalente a sacar su esqueleto de una capa pleistocénica. No bastaba con sacar el enorme esqueleto de la tierra, ni con estudiarlo, ni con registrarlo en la enciclopedia: hasta que no apareciera en el cuaderno su lugar en la posteridad no estaba garantizado.
El nombre del dodo apareció en uno de sus primeros cuadernos, cuando tenía siete u ocho años, antes de que lo dejaran ir solo los sábados a la biblioteca provincial (recordaría luego, con especial placidez, la sensación de libertad del trayecto a pie de su casa a la biblioteca, memorizar por su cuenta las calles, las tiendas, las plazas en el centro de la ciudad, para no perderse, experiencia que luego se hace ordinaria). El dodo no resultaba en sí una especie demasiado interesante. Podía ser descrito como una gallina de un metro de alto, con un pico un tanto ridículo, parecido a la nariz de un trol, y una expresión incuestionablemente boba. Lo peculiar del dodo era haberse extinguido hacía solo quinientos años. En términos paleontológicos esa era una fecha indignantemente cercana. Los dinosaurios desaparecieron hace sesenta millones de años, e incluso los seres mitológicos más cercanos, como el mamut o el perezoso gigante, se extinguieron hace más de diez mil años (los extraterrestres y los seres extintos deberían ser clasificados como seres mitológicos: en la imaginación popular del siglo veinte, más acorde a una visión científica, el tiranosaurio se ha convirtió en el nuevo dragón). Quinientos años era tan poco tiempo que los huesos de los dodos que se conservaban ni siquiera eran considerados fósiles. Bruno encontró en el dodo una subversión de índole casi estética, semejante a la de un antiguo lector acostumbrado al rigor del soneto, al que de repente le hubieran mostrado un poema moderno, sin rima y sin métrica. Extinguirse hacía quinientos años ni siquiera contaba como extinguirse. Se trataba de una especie de extinción en falso que cuestionaba el orden de su entonces sencilla visión del mundo.
Fue ya en la biblioteca donde encontró al moa. Era pariente del avestruz, pero llegaba a medir cuatro metros de alto, sus patas eran mucho más robustas y su cuello más estilizado, y no tenía alas, ni siquiera pequeñas y atrofiadas. Los moas se extinguieron hace aproximadamente quinientos años, al igual que el dodo. Se produjeron supuestos avistamientos de moas hasta el siglo diecinueve, no obstante, e incluso se falsificaron algunas fotos. Bruno encontró una de estas fotos en una enciclopedia. Ocupaba toda la página y debajo aparecía la aclaración de su falsedad, junto a algunos datos del animal. Dejó una pequeña nota hecha con un bolígrafo rojo en la página de la enciclopedia. La imponente figura del moa lo atrajo de inmediato. Se repitió el mismo asombro rupturista que sintió con el dodo. No podía ser que el moa hubiera desaparecido hacía apenas quinientos años, era como averiguar que una piedra de brillos metálicos que sobresaliera en la llanura había caído del cielo hacía un par de días. El moa quedaba en el limbo entre la mitología paleontológica y la realidad. Inexistente, imposible de encontrar en una selva neozelandesa, pero demasiado real como para verlo desde la lejana nostalgia desde la cual veía a otros seres desaparecidos.
A los doce años fue a una playa cercana que entonces todavía estaba a medio descubrir por la industria hotelera. Varias familias pagaron una casa enorme y paradisíaca por cuatro días y cuatro noches. Tenía cinco cuartos, seis baños, dos salas, comedor, cocina, y una terraza en el segundo piso, con su correspondiente hamaca, desde la que se veía a plenitud la línea costera. Sus padres se quedarían en un cuarto aparte, y él se quedaría en una habitación grande que habían preparado para los niños, decisión que lo incomodó un poco, naturalmente.
En aquella habitación de excomulgados dormirían ocho personas. Dos niños malcriados menores de ocho años. Un niño de nueve años cuyo único tema de conversación era una famosa e innombrable saga de películas de fantasía épica. Una niña de nueve años y otra de diez años, las dos fanáticas de un famoso e innombrable grupo de música pop. En el cuarto de excomulgados estaban, además, dos jóvenes, encargados de cuidar a los niños. Rebeca, una muchacha a punto de entrar en la universidad, y Enrique, un muchacho pelirrojo de veintidós años que había abandonado la escuela de baile para dedicarse a la animación de espectáculos, y que había abandonado la animación de espectáculos para dedicarse a la gastronomía.
Bruno no pertenecía al grupo de los niños, pero tampoco al de los jóvenes. Había conocido a Rebeca hacía dos años, en el aniversario de sus padres, había bailado con ella por unos minutos, y luego se había dado cuenta de que ella lo había hecho por lástima, por ser él un niño sobreprotegido con el que nadie más bailaba. Me recuerdas a mi hermano, le había dicho ella. Rebeca había cambiado, ahora se veía mayor, más hermosa e inalcanzable, y la vergüenza por aquel episodio hizo que Bruno la odiara. Enrique visitaba su casa con frecuencia y siempre había sido muy bueno con él. En la familia sobrevivían las historias de sus maldades, no le interesaba la escuela y recién había confesado su homosexualidad, era una persona a la vez rebelde y frágil, que no mostraba sus emociones, pero que había visto crecer a Bruno y que lo adoraba como a un hermano. Enrique era de baja estatura, delgado y pecoso.
Los niños malcriados, una de las niñas y Enrique eran hijos de los dueños de la casa. El padre era un hombre que se vestía como si tuviera diez años menos, y que no concebía no ser el centro de una conversación, solía hacer un extraño gesto de inmodestia con la boca y Bruno nunca lo había escuchado reír de un chiste que no fuera suyo. Enrique había sido arruinado cuando niño, lo habían dejado hacer lo que quisiera, y con el tiempo, luego de incontables tropezones, se había relajado y comenzaba a llevar una vida tranquila. Su lugar ahora lo ocupaban los dos hermanos menores. La hermana era inteligente y engreída. Tenía las mejores notas de su escuela, y además era bastante popular dentro de la corte caricaturesca que es la sociedad de las escuelas primarias. Cuando era más pequeña se burlaba de las malas calificaciones de Enrique. Como castigo Enrique, con veinte años, le dibujaba penes a sus muñecas.
Los padres de Bruno prácticamente habían educado a Enrique, la amistad entre las familias había empezado por eso. Los padres de Enrique alquilaron la casa en la playa a un precio muy bajo a ciertas amistades de segundo rango, entre las que se encontraban los padres de Bruno. Esa era en definitiva la explicación a aquellos cuatro días. Un gesto de generosidad. Las personas como el padre de Enrique dividen pragmáticamente a sus amistades en dos grupos: personas que serán útiles en el futuro y personas que han sido útiles en el pasado, pero que ya no tienen mucho que ofrecer, fuera de su compañía. Las cortesías con el primer grupo son frecuentes y desproporcionadas. Las cortesías con el segundo grupo son inusuales y modestas, una especie de pensión al trabajador jubilado. Lo primero es un soborno, lo segundo cuenta como seguridad social.
La familia de Rebeca pertenecía al mismo grupo que la familia de Bruno, le habían vendido unas antigüedades hacía tiempo. No obstante, Bruno sólo había visto a Rebeca aquella vez. Recordaba su rostro mudando de color a causa de las luces de la fiesta, mientras bailaba con él, por alguna extraña razón nunca había olvidado ese rostro, y al reconocerlo en la terraza de la casa, tostado por el sol naranja y con unas gafas negras que lo hacían impersonal e inaccesible, se sobresaltó de inmediato y no supo si sentía terror, o felicidad, o molestia. Cada vez que sus padres mencionaban el nombre de Rebeca en una conversación le pasaba algo parecido, pero con una menor intensidad. Y ahora ella estaba en la terraza frente a Enrique (el pelirrojo se mecía en la hamaca), sentada sobre una mesa, las dos piernas despegadas del suelo, una chancleta a punto de caerse del pie (Rebeca probaba su equilibrio con la punta del pie, sin mirar). Bruno saludó a Enrique de lejos y le dio un beso instintivo en la cara a Rebeca. Un segundo después comprendió su exceso y se sintió avergonzado. Rebeca había reaccionado al saludo con un poco de estupefacción, seguida de una cortesía precipitada, lo cual era la prueba definitiva de que no esperaba el beso, es decir, el beso resultaba inapropiado. Las buenas maneras consisten en que uno sepa qué va a hacer todo el mundo en una habitación durante el próximo minuto.
Ese primer día se bañó en la playa apenas un rato y en ese rato tuvo que entretener a los niños malcriados. Las familias comieron a diferentes horas. En un principio Rebeca iba a dormir con sus padres, pero Enrique le pidió que se quedara a cargo en la habitación de los excomulgados, ya que él planeaba fugarse a medianoche por la ventana para ir a un club nocturno que habían abierto por allí cerca. Enrique dormía diplomáticamente entre Bruno y Rebeca. Una vez que se fugó, quedó un espacio vacío en la cama que los cuerpos de Bruno y Rebeca fueron ocupando. La habitación aclimatada por el aire acondicionado era un campo de bultos nocturnos. El suelo estaba completamente cubierto de colchonetas, casi era imposible caminar sin pisar a alguien, y las múltiples texturas de los edredones y las mantas y las almohadas canibalizadas de los muebles producían un efecto visual de mosaico. Los bultos crecían y se encogían al ritmo de la respiración. Bruno podía percibir a unos centímetros el cuerpo de Rebeca. Dormía en shorts y en pulóver. Estaba virada hacia el otro lado en posición fetal, con el pelo suelto. En la madrugada Rebeca siguió avanzando hasta apoyar su cuerpo de espaldas en el cuerpo de Bruno. Dos gruesos edredones los separaban, pero Bruno pudo sentir el calor del cuerpo, y el olor del cuerpo, y pudo sentir en sus rodillas el roce de una zona ambigua entre las nalgas y los muslos de Rebeca, cubierta por el edredón. No se atrevió a abrazarla, dejó espantado que ella se recostara dormida contra él.
Momentos antes del amanecer tuvo un sueño escandaloso. Soñó que ella se despertaba y ella se metía debajo del edredón y él no podía verla, y él sentía cómo ella le bajaba el pantalón de dormir. Y cuando quitó el edredón para verle la cara despertó, y era de día, y estaba solo en el cuarto: los demás se habían levantado. Aunque sabía que no había sido real, la experiencia erótica sí había sido real. Esa complicidad inesperada, ese giro obsceno, tuvo repercusiones en la realidad, puesto que Bruno esa mañana no podía evitar sentirse como si de verdad hubiera ocurrido. Un sueño erótico es un hecho verídico que sólo uno de los participantes recuerda. La contradicción yace en que una parte irracional del cerebro de ese participante cree en la posibilidad de que el otro participante recobre la memoria. Que unas frases correctas, unos sucesos correctos, los lleven a reproducir con facilidad el hecho ya consumado. Es como si el sueño erótico acortara el camino. O como si demostrara la existencia del camino mismo, por así decirlo, la existencia de un pasadizo inconfesable.
Se bañó en la playa solo, a mediodía. Las gaviotas daban vueltas en los corredores de aire. Bañarse en la playa ofrece el asombro de ver el suelo no bajo nuestros pies, como siempre ha estado, sino a la altura del pecho. Y el de sentir dos temperaturas, la del agua y la del aire. Más bien cuatro temperaturas: normalmente uno solo siente la temperatura del aire, pero en la playa uno también siente la del cuerpo, eso explica que percibamos el aire como frío y el agua como caliente, justo cuando es lo contrario. Uno siente la temperatura del aire y del agua, pero por contraste uno también deduce la del cuerpo emergido y la de cuerpo sumergido, y siente cómo las dos temperaturas del cuerpo luchan entre sí, y tratan de estabilizarse. Bruno se sumergió y abrió los ojos y nadó hasta unas rocosidades que había en uno de los extremos de la playa, y descubrió los huesos calcáreos de un imperio coralino. Los pólipos muertos dejaban el esqueleto de piedra blanca, y había esqueletos de coral que parecían gajos de un árbol de piedra o los porosos cuernos de un alce. Los corales existían desde antes de la era paleozoica. Recordaba las ilustraciones a todo color de aquellos corales primitivos. Bruno tomaba aire y luego regresaba a las ruinas. Los esqueletos debían ser muy recientes. Al volver a la orilla llevó consigo los que consideró más interesantes y fáciles de transportar. Vio a Rebeca a lo lejos, acostada en una tumbona justo entre la arena y el agua. Ella no pareció verlo a él.
El padre de Enrique sugirió que comieran todos en la misma mesa. Como en la mesa no cabían todos, se le ocurrió unir varios muebles que tuvieran a mano. El resultado fue un mueble monstruo de siete patas y tres niveles, que no cabía en el comedor y que terminó por trancar el acceso a la cocina. Nunca se da por vencido, comentó su esposa a alguien más. Bruno no supo distinguir si era un elogio o una crítica. Había que comer en un espacio mínimo, no se podía picar la carne sin darle codazos al comensal de al lado. Las manos creaban autopistas para servir los platos. Constantemente el mantel se ensuciaba de crema de calabaza o de cerveza. La sal se desaparecía y siempre resultaba estar en las manos del padre del niño de la trilogía de fantasía épica, un hombre de una obesidad rosada y porcina, que se servía raciones gigantescas y que obligaba a servirse raciones igual de gigantescas a su delgado y enfermizo hijo. Coge este pedazo de carne, le decía el gordo al hijo, tienes que ponerte fuerte. Y el hijo negaba con la cabeza con gestos afeminados y explicaba que no le gustaba la carne tan cruda. Siempre sucedía lo mismo, el hijo devolvía el plato casi intacto, y se derrochaba una cantidad considerable de comida. No quiere comer, dijo el padre de Bruno, no le sirvas comida que no se va a comer, porque termina en la basura. Yo la pago, dijo el gordo, y siguió embutiendo al niño. Enrique fue regañado por su hermana menor por poner los codos sobre la mesa. Deja a tu hermano en paz, dijo la madre. La niña se sintió retada y propuso que Enrique cocinara al día siguiente. Ya que estaba estudiando gastronomía, era una oportunidad para que se ejercitara, y para que las familias probaran el punto que le daba a la comida. A todos les encantó la idea. La niña sabía que Enrique no iba a las clases y que no tenía la menor idea de cómo rebanar una carne. Yo te ayudo, le susurró Rebeca en el oído.
Las familias se pusieron a jugar dominó en la terraza, mientras bebían de más y hablaban de sus achaques médicos. La comunidad de excomulgados debía divertirse por su cuenta. Enrique y Rebeca jugaron a los escondidos con los niños por veinte minutos. Bruno decidió no participar. Por sus edades resultaba obvio que Enrique y Rebeca no jugaban porque querían, sino porque era su responsabilidad entretener a los niños. Él se encontraba por otro lado en una edad dudosa en la que no quedaba claro que jugara sólo para entretener a los niños. Al terminar Bruno escuchó cómo la madre de Rebeca le proponía a Rebeca que jugaran a dodos contra moas. La hija dijo que mejor otra noche, estaba cansada. Bruno quedó confundido, no había escuchado hablar nunca del juego. Le vinieron a la cabeza las imágenes de aquellas extrañas aves, que nunca coexistieron, y visualizó una batalla absurda e imposible. La idea le parecía simpáticamente alocada. Jamás esperó que Rebeca supiera lo que era un dodo o un moa. De repente descubría que ella compartía una parte de su mundo.
Bruno le preguntó a Enrique si iba a salir esa noche. No, tranquilo, contestó, ayer fue suficiente. Bruno se sintió decepcionado, significaba que Rebeca iba a dormir con sus padres, y a la vez sentía alivio, sus problemas iban a acabarse, aquello había sido un desliz, sobre el que era mejor no pensar. Deseaba refugiarse de nuevo en sus ensueños de siempre, pero Rebeca sabía de un juego llamado dodos contra moas, no podía fingir que nada había ocurrido. Por la noche, justo antes de que apagaran la luz, Rebeca entró al cuarto de los excomulgados. Les dije a mis padres que me había gustado este cuarto después de todo, le comentó a Enrique con una misteriosa sonrisa.
La quietud de la noche anterior se repetía, y Bruno no podía dormir. Rebeca había decidido quedarse en ese cuarto. Comprobó que, al igual que él, ella estaba despierta. Su respiración era irregular, y daba vueltas en la colchoneta coordinando los movimientos de los brazos con los del tronco y las piernas, cosa que un dormido no podría hacer. En su mundo aislado y fantasioso Bruno había deseado cosas, pero la mayoría de esas cosas las había conseguido con facilidad. No había sentido nunca el deseo auténtico (el deseo auténtico es aquel insatisfecho). Esa confusión entre realidad e imaginación, producto de haber permanecido tanto tiempo solo, y haberse habituado a que el mundo exterior pudiera ser controlado por sus caprichos internos, ahora quedaba en evidencia en ese íntimo cuarto a oscuras. Su sorpresa al no poder ir y besar a Rebeca era la de un ser humano que hubiera pasado toda su vida bajo el agua, y se hubiera acostumbrado al peso amansado de los objetos bajo el agua, y de repente emergiera a la superficie y comprobara cuánto las piedras pesaban en verdad, y cuán débiles eran sus brazos.
Sucedió una cosa que no estaba prevista. Rebeca se dio la vuelta y quedó frente a él, con los ojos abiertos. Bruno fue valiente, y no cerró sus ojos. Ella lo vio y sonrió. No quisiste jugar a los escondidos, dijo en una voz casi inaudible, él se quedó mudo de la vergüenza. Ya no me entretiene tanto, respondió por fin. A tu edad también me dejó de interesar, dijo Rebeca, ahora la verdad lo disfruto mucho. ¿Se siente como cuando eras niña? No exactamente, dijo Rebeca. Ahora lo disfruto de otra forma, disfruto creer que lo disfruto. ¿Qué es el juego de dodos contra moas del que hablabas con tu madre hace un rato? Es un juego de cartas, en el que los dodos luchan contra las moas. ¿Puedes mostrármelo? Me gustaría, dijo Rebeca, pero debo irme, será en otro momento. ¿Irte? Sí, Enrique y yo nos turnamos, hoy me toca a mí escaparme. ¿Y tienes que irte ahora? Sí, tengo que irme ahora, alguien me espera afuera. Rebeca se destapó y se levantó con cuidado, y se despidió de Bruno agitando la mano.
Todo cobró sentido para Bruno. Ella se había quedado a dormir con los excomulgados esa noche para que le fuera más fácil escapar. Se sintió humillado, y se juró a sí mismo nunca desearla de nuevo. Quiso regresar al estado anterior de cosas, pero un equilibrio había sido roto. Él debía restablecer ese equilibrio de algún modo. Y descubrió que el único modo de restablecer ese trascendental equilibrio era desearla y conseguirla, o de ser posible, no desearla y aun así conseguirla.
Estuvo despierto por varias horas, pensando en la persona con la que escapaba Rebeca. Se durmió poco antes del amanecer. Soñó que jugaba a los escondidos dentro de la casa, que en el sueño era más grande y oscura y húmeda. Los niños iban apareciendo en sitios cada vez más extraños: un armario, la bañadera, una tetera de porcelana, detrás de un espejo que no reflejaba nada. Rebeca apareció en una especie de clóset de la limpieza. Sus brazos y piernas estaban doblados de manera que encajaran en el pequeño rectángulo del clóset, y Bruno descubrió que había cuatro brazos y cuatro piernas, y que por tanto había otra persona junto a ella.
La persecución se transformó en una guerra. Habían formado dos bandos y combatían en la sala, haciendo toda clase de destrozos, una de las niñas (no la hermana de Enrique, la otra) usaba una máscara guerrera africana que probablemente había agarrado de la pared, y se sentía el estruendo de los búcaros y de los platos. Y también había almohadas y las almohadas se rompían y en vez de soltar la esponja sintética de la que probablemente estaban rellenas soltaban plumas blancas como las almohadas de las películas. Y entre aquellas plumas ingrávidas los guerreros humanos se transformaron en aves. Unos se hicieron pájaros regordetes, pegados al suelo, de ojos pequeños. Y otros se hicieron pájaros sin alas, altos, estilizados, un animal fantástico que era sólo patas, cuello y cabeza. La ridícula batalla entre dodos y moas.
Bruno se despertó tras el largo sueño y miró el reloj, eran las once de la mañana, una hora despoblada, rural. Los demás se habían ido a la playa. El día estaba soleado, pero la brisa marina compensaba el calor, entraba por las ventanas abiertas al azul egipcio y se escurría en ciertos rincones como promulgando inviernos minúsculos de nubes y sal. Aprovechó la privacidad para mirar el diminuto, casi decorativo librero que había junto a la escalera. No encontró nada interesante, sólo novelas cuyos rimbombantes títulos le sonaban de algún lado, y que imaginaba que algún día tendría que leer. El librero de juguete carecía de libros de ciencia. El libro más científico que encontró decía algo del principio de causalidad vertical. Bruno no sabía lo que era, pero sonaba más o menos científico.
Le recordaba a la causalidad física, a las lecciones que le daba su abuelo sobre cómo cualquier acción poseía una causa y a la vez originaba una consecuencia. Al hojear el libro descubrió que se trataba de un tratado de filosofía. Hablaba sobre el rizo infinito en la forma del caracol, semejante a la forma que se suponía tenían las galaxias, y sobre la orientación de las aves migratorias, apuntando simultáneas a un mismo sitio en los triángulos de su vuelo, y sobre las apariciones del círculo perfecto en la naturaleza, y sobre el escandaloso paralelismo entre la sociedades de las hormigas y abejas, seres sin inteligencia, y las que con aparente libertad había instaurado la voluntad política de los hombres. No entendía la mayor parte de lo que leía, pero le quedaba claro que el autor separaba la causalidad que denominaba cronológica, horizontal, de una supuesta causalidad vertical, que era el extraño tema de su libro.
Hay un vínculo secreto entre el sol y el dibujo del sol, decía el libro, entre el círculo que perciben nuestros ojos en el cielo y el círculo trazado por el grafito de un compás. La forma del sol es la forma de su gravedad ciega y paranoica. Cualquier forma es el dibujo de una ley, el compás como instrumento está hecho para precipitar esa ley. La curvatura solar es la curvatura que esboza mi mano, el vínculo entre una y otra será incognoscible, pero real. El sol estará presente en todo dibujo que se haga del sol. Habrá una causalidad horizontal, que dirá que puesto que mis ojos han visto el sol y mi voluntad le ha dicho a mi mano que lo reproduzca, la existencia del sol ha causado la existencia del dibujo del sol. Pero habrá una causalidad vertical y oculta que dirá que en el sol dibujado actúan las mismas leyes específicas que en el astro, y que decir que el astro ocasiona el dibujo tiene el mismo valor que decir que el dibujo ocasiona el astro.
El padre de Rebeca lo vio con el libro en las manos. Yo no lo entiendo, dijo, pero a mis hijos les gusta mucho. El filósofo también inventó un juego de cartas, llamado dodos contra moas, para explicar su teoría. Creo que en la segunda sala de la casa, en alguna gaveta, están esas cartas.
No había manera de predecir el avance y el retroceso de la línea espumosa del agua. Sus piernas estiradas apuntando hacia el mar servían como medida. A veces en el retroceso la orilla quedaba más atrás, por sus tobillos, suspendida en un empinado acantilado de agua, y a veces el indeciso retroceso se interrumpía por un avance inesperado, y una orilla borraba la otra orilla.
Bruno podía sentir que el agua se hacía más delgada a medida que avanzaba, como si estuviera dispuesta en cada empuje a sacrificarlo todo por llegar esta vez más lejos. El agua desesperada que tocaba sus muslos llegaba a tener el grosor de una hoja líquida. Justo antes de retraerse, la orilla se quedaba quieta por un instante, como si disfrutara la breve victoria del dominio arrebatado a la tierra.
Había no más de veinte personas en cien metros de playa. La mayoría de las familias compraban unas pizzas que vendían por allí cerca. Eran pizzas inmensas y de un sabor profundo, dado por exquisitas especias, que Bruno nunca más probaría en otro sitio. Recordaría ese sabor acompañado del hecho de tener que comer las cuñas de pizza con las manos arrugadas, todavía húmedas del agua salada. Incluso a la sombra de unos almendros que crecían junto a la arena el sol cegaba. Sus padres le preguntaron por una concha extraña que había recogido en la playa. Bruno se contentaba observándola, era un botín inesperado. Pensó en la causalidad vertical, que relacionaba la forma de sus uñas con la del albino crecimiento de la concha.
Rebeca jugaba con la hermana de Enrique con una pelota inflable de color blanco. El viento a cada rato les llevaba el planeta de aire, y desistieron.
El sol había bajado un poco. Rebeca se veía perturbada e incómoda, y Bruno le propuso caminar por el litoral, en dirección contraria a los arrecifes. Le preguntó qué tal le ha había ido en su escapada. No muy bien, contestó Rebeca, y Bruno se entusiasmó ante la siniestra esperanza de que las cosas entre su misterioso acompañante y ella se hubieran quebrado, ya fuera por decisión suya o del misterioso acompañante. Si ella estaba triste, calculó Bruno con inocencia, probablemente fuera por decisión del acompañante. Y deseó que Rebeca estuviera lastimada. Con tal de tener la oportunidad ayudarla (el único acercamiento que era capaz de concebir su narración instintiva), deseó de manera egoísta su ruina y su dolor.
Caminaban a una distancia de complicidad, y las faldas de agua y espuma se deshacían entre sus pasos medio enterrados. Bruno le preguntó a Rebeca quién la había esperado afuera durante su escapada. Un muchacho con el que estoy saliendo, dijo, está en la universidad. ¿A dónde fueron? Salimos a caminar por la playa, el plan era bañarnos en el mar de noche. ¿Y qué salió mal? Bruno, a veces uno no sabe exactamente qué es lo que sale mal.
Una canción pop se escuchaba a lo lejos, el mar parecía erosionarla. Rebeca se detuvo, un muchacho rubio con las muñecas llenas de pulsos se paró, en una pose que sugería que deseaba hablar con ella. Rebeca intercambió unas palabras con él en privado, Bruno no logró descifrar qué decían. Cuando regresó Rebeca le aclaró que el muchacho era él. Bruno y ella siguieron caminando. Ya habiéndolo dejado atrás Rebeca se apartó en la arena para reprimir sus ganas de llorar. ¿Qué fue lo que te dijo? Déjame, estoy bien. Regresemos, tengo que ayudar a Enrique a cocinar. ¿Estás segura de que estás bien? Sí, estoy segura.
Mientras Rebeca le mostraba a Enrique cómo cortar un limón para aprovechar al máximo el jugo, el padre de Rebeca atrapó a Bruno husmeando de nuevo en el libro sobre el principio de causalidad vertical, lo agarró del brazo y con entusiasmo lo llevó a la segunda sala de la casa, una habitación cuyo aclimatado interior nada tenía que ver con los otros cuartos. Al carecer de ventanas, necesitaba luz artificial incluso de día, unas bombillas frutales en unas ramas alicaídas de acero. Había vajillas de porcelana que invocaban escenas bucólicas, y copas de vidrio para bebidas que habían dejado de fabricarse, todo dentro de unas vitrinas inmensas con un espejo al fondo que las duplicaba y que creaba una sala idéntica del otro lado, en la que también había vitrinas de cedro y en las que se reflejaban ellas mismas hasta el infinito.
Había búcaros negros de madera con árboles y pájaros pintados. En algunas partes se notaba la huella fibrosa del pincel. Las gavetas de los muebles tenían agarres de bronce, recientemente pulidos, y cerca de una de las luces había una pecera esférica, en la que nadaba un pez misterioso. Cada vez que el pez se volteaba su piel escamosa cobraba por un instante los brillos dorados de la luz. Breves auroras metálicas en su cuerpo. Todo esto era de nosotros, le dijo el padre de Rebeca, pero tuvimos que venderlo, y a esta casa le hacía falta algo así. A toda casa le hace falta un santuario, ¿no? Bruno asintió y descansó en uno de los muebles. Entre otras cosas vendimos nuestra colección de naipes, siguió el hombre, y abrió una de las gavetas, y sacó de ellas varias cajas de colores gastados, reconstruidas con cinta adhesiva. Tenemos barajas uta-garuta, en las que los jugadores deben memorizar los últimos versos de cien poemas clásicos japoneses, y barajas indias, que son redondas. El hombre puso las cartas sobre la mesa del centro, alrededor de treinta cajas, que parecían pesar más de lo que pesaban en realidad, como todos los cartones viejos. La palabra naipe viene del árabe, dijo el hombre, y significa prohibido. Las cartas son anteriores al papel moneda. De hecho, el papel moneda comenzó a usarse en China tomando como base el sistema de barajas. El parecido de las barajas con el dinero no es casual: en el fondo, los billetes son juegos de cartas, que en vez de reyes tienen figuras de patriotas. Las cartas llegaron a Europa a través de las cruzadas, y se masificaron con la invención de la xilografía, que permitía imprimirlas en grandes cantidades, y por tanto venderlas a un menor precio. Algunos piensan que la idea de imprimir libros sale de las imprentas ilegales de barajas, en tal caso los libros impresos y el dinero vendrían de los juegos de cartas. Por un tiempo, antes de caer en el olvido, se convirtieron en objetos familiares de ocio, perdieron su encantadora aura diablesca. Ahora sólo son recuerdos coleccionables, especies al borde de la extinción, mantenidas de manera artificial en las reservas naturales que son el lujo y el derroche. El lujo y el derroche de idiotas como el padre de tu amigo Enrique hacen posible la supervivencia de cosas inútiles y preciosas.
Bruno miró a su alrededor. El pez hacía elásticos y resplandecientes dibujos con su cuerpo, era lo único que se movía en la sala, pero se trataba de un movimiento mineral, inútil, falso, como el del péndulo de un reloj. El hombre mostraba la pasión de todos los coleccionistas, aquella engendrada por el hábito de subordinar toda la realidad a un diminuto segmento de ella. Un coleccionista de sellos entiende las guerras entre las naciones y la sucesión de los años y los siglos como maquinarias contratadas por la oficina de correos para justificar la eternidad de sus estampas. El coleccionismo canaliza el ansia abstracta de poseer, común en todas las personas, en el deseo concreto de acumular un tipo de objeto, y sustituye el razonamiento intelectual por una erudición de acuario, restringida a un espacio minúsculo del conocimiento. El coleccionismo es paciente, mediocre y bondadoso, como lo era el padre de Rebeca. Bruno admiraba la forma en la que hablaba sobre las cartas, sin descubrir que era la misma forma en la que hablaba él sobre los fósiles y la formación de los arrecifes coralinos. El juego de dodos contra moas, dijo el hombre, fue inventado como te dije por el filósofo para ejemplificar su teoría. No sé jugarlo, mis hijos son los que saben. Si revisas las cartas comprobarás que no se parecen a nada que hayas visto. Disculpa por traerte aquí, es que imaginé que te interesaría ver mi colección de cartas, ya no tengo a quién mostrárselas. Tengo que irme, pero siéntete libre de verlas, el padre de Enrique no se va a molestar, hasta cierto punto creo que las cartas siguen siendo mías, aunque las tenga él.
Ya en solitario, Bruno sacó las cartas de las cajas. Desplegó juego por juego en la mesa central y los contempló. Reyes, dioses y monstruos mitológicos. Las figuras de las cartas parecían observarlo desde su eterna inmovilidad. Los reyes originales cuyos perfiles habían inspirado los perfiles de los reyes de las cartas parecían observarlo desde un sitio fuera del espacio y el tiempo. Quien observa una baraja es en realidad observado por la baraja. Bruno recordó lo que le había dicho el hombre, que el dinero en papel provenía de las cartas, e imaginó la civilización como el producto de un prolongado y caprichoso juego de barajas, y recordó los delirantes razonamientos sobre el principio de causalidad vertical. El rostro inmortalizado en una carta era exactamente lo opuesto del rostro inmortalizado en una pintura. La pintura era única, si alguien reproducía una pintura estaba haciendo una mera imitación. Pero las cartas no eran imitaciones, pensó Bruno, se reproducían hasta el infinito sin que hubiera una original. Una carta determinada contenía a sus iguales en el mundo. Las cartas, y no las pinturas, ofrecían la verdadera inmortalidad.
Sacó el juego de dodos contra moas, que había dejado para el final, y lo desplegó de manera ordenada. Su aparente entropía resultaba chocante. Había dos bandos contrarios: 47 cartas de dodos y 24 de moas. Las 47 cartas de dodos se dividían en 30 cartas de números (los números del 1 al 30) y en 17 cartas de letras (desde la A hasta la R, con algunas letras misteriosamente ausentes, no había F de dodo, por ejemplo). Las 24 cartas de moas estaban compuestas casi exclusivamente por números (del 1 al 21). Las tres cartas sobrantes eran idénticas entre sí: tres imperiales A de moas. Los dibujos a color de cada carta del juego eran diferentes y meticulosos, pero no había una lógica definitiva dentro de los dibujos de cada categoría, salvo que los dodos eran dibujos de dodos y las moas eran dibujos de moas. Bruno quedó pasmado ante el aparente caos en las cartas, no pudo imaginar un juego para el que fuera útil semejante segmentación del mundo (un juego de cartas constituye una colección diminuta, que segmenta y clasifica el mundo y le postula un orden posible, por tanto coleccionar juegos de cartas, como coleccionar sellos, es fundar una colección de colecciones).
El padre de Enrique abrió la puerta y encontró a Bruno con las cartas fuera de sus cajas, se quedó mudo por unos segundos y luego le preguntó, fingiendo una sonrisa, cómo había encontrado las cartas. Me las enseñó el padre de Rebeca, dijo con una voz que trató de ser la voz inocente de un niño. El dueño de las cartas asintió con la cabeza y volvió a sonreír, y se fue.
Desde el segundo piso Bruno vio cómo los dos hombres discutían en el portal. Al final el padre de Rebeca hizo gestos sumisos que sugerían unas disculpas. Bruno se sintió incómodo por dos razones. En primer lugar, porque el padre de Enrique no se había molestado con él, sino con el otro: lo acababan de tratar como a un niño. En segundo lugar, porque sabía en su interior que era un delator. Tuvo mucho miedo de que su padre se enterara del asunto.
En la comida el padre de Rebeca no abrió la boca. Las familias celebraron los conocimientos culinarios de Enrique. El padre del niño de la trilogía le sirvió a su hijo la cantidad absurda de comida que ya era habitual. Al final la va a dejar como siempre, le dijo el padre de Enrique, así que no se la sirvas. El hombre obeso quedó en silencio. El padre de Enrique le preguntó luego, para rematarlo, si acaso le iba a responder también que él pagaba por la comida. Al terminar guiñó el ojo al padre de Bruno, y Bruno lo interpretó como una gentileza. En verdad el guiño sólo les estaba demostrando por contraste a todos en la mesa, incluido al padre de Rebeca, que en aquella casa se hacía lo que él decía y que nadie más tenía ese poder.
Rebeca no se quedó para el postre, subió a la terraza en cuanto terminó su plato. Bruno la siguió un minuto después. La encontró acostada en la hamaca, tenía los ojos rojos. El aire fresco los despeinaba y el entorno fuera de la terraza estaba dominado por un azul húmedo y total, algunas luces amarillas de otras casas de verano se veían a lo lejos. ¿Cómo estás?, le preguntó Bruno. Esa fue la última pregunta que me hiciste hace unas horas, contestó Rebeca. Si le preguntas mucho a alguien cómo está, se lo va a pensar cada vez, y nunca va a estar bien.
Cualquiera que haya roto contigo es un imbécil, dijo Bruno. Rebeca se volteó. Él no rompió conmigo, aclaró, yo rompí con él. ¿Por qué estás triste entonces? Es una buena persona, contestó. Le pedí que no viniera, y aun así vino. No quería presentarlo a mis padres, sabía en el fondo que no iba a durar. Vino por su cuenta a la playa, pero no quiero que haga eso por mí. No quiero que nadie lo haga, pero a la vez se siente muy bien que alguien lo haga de vez en cuando, no sé si me entiendes.
Por cierto, no debiste decir que fue mi padre, añadió. Los muebles, la vajilla y las cartas tienen un valor especial para él, y no se ha acostumbrado al hecho de que ya no sean suyos. Mañana nos iremos de la casa, no estamos cómodos aquí. Es cierto que mi padre te mostró las cartas, pero pudiste haber compartido la culpa, haber explicado que te interesó aquel libro, que cogiste sin permiso. No estoy molesta contigo, lo que quiero es ayudarte a entender un par de cosas importantes. Lo normal es culpar a otros por nuestros errores y hacer como que no se ve lo que está muy claro. Uno debe atreverse a pensar, a pensar sobre lo que uno piensa, y de ser posible, a pensar sobre lo que uno piensa de lo que uno piensa. Si uno va a hacer algo que está mal, debe hacerlo con completo conocimiento. Lo normal es que abracemos las ideas antojadizas que nos vienen a la cabeza como verdades, sin cuestionarlas.
Si odiamos a alguien creemos que es malo, sin preguntarnos si es justo que lo odiemos. Es muy fácil sentirse el centro del mundo y asumir una serie de nociones equivocadas que se derivan de esa suposición. El padre de Enrique nos parece engreído, pero esa visión sale del hecho de que cuando lo vemos pensamos ante todo en la distancia social que nos separa de él, y deberíamos preguntarnos si tratamos de explicar cualquier cosa que diga o haga basándonos en la distancia social que nos separa de él. Quizás haga un chiste por una razón y creamos que lo ha hecho por otra. No estoy diciendo que no sea necesariamente un engreído, pero uno no puede sólo asumirlo. Yo no asumí la inocencia de mi padre, lo cual habría sido lo más fácil. En tu caso, si no quieres ser tratado como un niño debes preguntarte cuáles son las razones por las que los demás te tratan como uno. Te aíslas y te crees superior a los demás niños, pero eso sólo confirma tu temor a ser confundido con uno de ellos. Estoy segura de que has pensado en estas cosas antes, pero de manera separada y confusa. Y si estuviera molesta, Bruno, sería en última instancia porque me iré mañana por culpa de lo que pasó y porque tenía ganas de pasar más tiempo contigo.
Debo confesarte algo más. No sé jugar a dodos contra moas, nunca le he dicho a mi padre, él supone que sí. Tampoco entiendo la causalidad vertical. Me vio hojeando el libro varias veces y le alegró que alguien lo leyera. He escuchado hablar de los dodos, Bruno, pero no sé qué es un moa. Tú debes saber, ojalá me puedas explicar. Me han dicho que vives en un universo de fósiles, eras geológicas y documentales televisivos. Todos hablan de eso. Ese es tu pequeño mundo, como las barajas son el pequeño mundo de mi padre. Nunca he tenido algo así, y quizás me molesta que seas un sobreprotegido porque siento celos de los sobreprotegidos, como mi padre, como tú. Te hablaba hace unos minutos de cómo uno debía pensar sobre sus pensamientos, y te ponía el ejemplo de ver al padre de Enrique como un engreído. Quizás yo te juzgo partiendo de la diferencia entre nosotros. Deberás creer que estoy loca. Te he soltado un sermón de diez minutos, pero necesito que me perdones. Me da mucha tristeza irme antes de tiempo, y te he dicho de un tirón todo lo que te quería decir.
Un moa es como un kiwi de cuatro metros, dijo Bruno y abrazó a Rebeca y le pidió que no se fuera.
Tengo que irme, contestó, pero si quieres esta noche podemos hacer un mal con pleno conocimiento del mal. Sígueme. Lo tomó de la mano, se levantó de la hamaca de un salto y lo llevó a la segunda sala. El pez seguía dando vueltas en el acuario. Rebeca sin hacer ruido abrió la gaveta y sacó las cartas de dodos contra moas. Se sentaron en la alfombra descalzos, y pusieron las barajas sobre la mesa.
No recuerdo con exactitud el juego, te diré lo que sé. Recuerdo que un bloque de cartas se ponía en el centro de la mesa, y que las otras se repartían al azar. Del bloque puesto en el centro de la mesa se volteaba la última carta en cada turno y esa carta imponía el orden del turno. Podían jugar cinco personas, o cuatro, o dos. Nunca tres, por un asunto relacionado con los tres A de moas. Ninguna persona ganaba ni perdía, por eso dodos contra moas era distinto de otros juegos de cartas. Quienes competían en cada partida eran los bandos de aves, y para que los bandos reanudaran su batalla bastaba usar de herramienta a dos personas. Quizás hasta una sola, no recuerdo. Los jugadores eran las cartas de las aves. Al barajar las cartas, lo que se estaba haciendo en realidad era barajar los jugadores y repartirlos entre las aves.
Las azarosas decisiones de los jugadores eran el motivo de diversión de las aves, del mismo modo que el orden aleatorio de las cartas en otros juegos suele ser el motivo de diversión de las personas. La suerte constituye el núcleo de cualquier juego de cartas: los bandos de aves usaban al jugador para disfrutar de la incertidumbre. En cada turno el jugador funcionaba como una carta distinta a la que las aves le daban la vuelta. El libro, según recuerdo, se valía mucho de estas inversiones lógicas, que eran la manera más efectiva de demostrar la verticalidad. No se me olvida un fragmento que decía que los días y las noches hacían girar el planeta, y que las estaciones del año eran las que lo arrastraban en una elipsis alrededor del sol.
Sintieron un ruido, alguien caminaba por allí cerca. Rebeca instintivamente le tapó la boca a Bruno y le agarró el brazo. Bruno no supo si para hacerlo sentir más seguro, o si para sentirse más segura ella. Rebeca señaló las luces: cualquiera del otro lado podía ver por el umbral incandescente de la puerta que estaban encendidas.
El padre de Enrique abrió la puerta. Se balanceaba, y tenía la cara roja y los ojos achinados por el alcohol. Sin decir una palabra los miró con rabia, primero a ambos, y luego a cada uno de manera separada. Rebeca y Bruno quedaron petrificados. Se detuvo en Bruno. ¿Sabes cuántos favores me debe tu padre? Él va a enterarse de esto. Bruno estaba paralizado. Luego se detuvo en Rebeca. Y tú… ¿crees que por tener un par de tetas voy a aguantarte las atribuciones que no le aguanté al marica de tu padre? Quiero que se vayan todos, esta misma noche.
Rebeca y Bruno se levantaron de la alfombra. Rebeca hizo un gesto al padre de Enrique para que se detuviera y llevó a Bruno a una esquina para hablar en privado. Nunca se dará cuenta de que faltan estas, le dijo y con discreción le introdujo tres cartas en el bolsillo de su ropa de dormir. Bruno sintió brevemente la mano de Rebeca en su muslo a través de la tela suave del pantalón. Ve a dormir, añadió, yo hablaré con él.
Se alejó de Rebeca y del padre de Enrique, que apoyado en una silla de repente sonreía de una manera extraña. Ambos guardaban silencio, resultaba obvio que esperaban a que él se fuera. El pez seguía nadando en el acuario, ajeno al tiempo. Bruno cerró la puerta tras caminar hacia atrás y se le quedó grabada para siempre la imagen de ellos dos mirándolo mientras cerraba la puerta.
Se acostó en el cuarto de los excomulgados, pero le fue imposible dormir. Rebeca no regresó a las dos de la madrugada, ni a las tres, ni a las cinco. Bruno no quería pensar en aquel cuarto cerrado, y no quería pensar sobre su no pensar, y sobre el no pensar su no pensar. Sacó las barajas de su bolsillo: las tres A de moas, indiscernibles entre sí, y ahora inútiles. Se sentía un pobre instrumento de fuerzas superiores y desconocidas, los bandos de las aves proseguían su lucha eterna, y él era incapaz de actuar, él era un cobarde que no se atrevía siquiera a pensar.
En el desayuno las familias actuaron con normalidad. El padre de Enrique hacía las bromas de siempre, y su padre las toleraba. Alguien en la mesa preguntó por Rebeca y sus padres, y Enrique contestó que se habían ido temprano a causa de una complicación médica, un asunto del que no habían dado detalles. Nadie notó lo raro que se sintió Bruno durante el resto de su permanencia allí. Se daba por descontado que el niño era solitario y tímido. No volvió a saber de Rebeca nunca más, ni regresó a esa casa en la playa. Al padre de Enrique lo vio algunas veces, evitó saludarlo.
De adulto, durante unas vacaciones, Bruno regresó a la biblioteca provincial. En la entrada no le pidieron una tarjeta de asociado, y en las salas lo dejaron tomar con la mano las enciclopedias de los anaqueles, como lo había hecho siempre. Repartió las tres barajas en tres tomos discontinuos. La tercera la escondió en la página donde había visto la fotografía falsificada del moa. La página de la enciclopedia seguía intacta, y conservaba la pequeña nota que había grabado con un bolígrafo rojo, veinte años atrás. Las tres barajas robadas siguen en su escondite, y desde allí siguen jugando y deciden el futuro del mundo.