Un delgado cabello castaño roza los labios de Isabel, quien duerme inquieta por el lamento nocturno que llega hasta las afueras de Tenochtitlan. Su lengua reacciona de manera familiar al cosquilleo en la boca entreabierta y lo invita a pasar entre pequeños tragos de saliva. El cabello pasa por la garganta de Isabel, navega por la obscuridad tibia de la tráquea hasta llegar a los ríos rápidos del esófago, inducido por las contorciones musculares: es como una pequeña embarcación expedicionaria, aproximándose a un mundo desconocido el cual habrá que conquistar. Así llega el cabello al estómago, a ese reino en el que todo debe ser desintegrado por igual, pero el cabello resiste el baño del ácido y no continúa su camino por el intestino grueso, se ha enredado consigo mismo y ha formado una mínima alianza con otros cabellos que llegaron hace tiempo y juntos comienzan a formar una peligrosa oposición al cuerpo que no para de ingerir, poco a poco, su propia cabellera.
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Isabel duerme y dormida no es fácil describirla. Dormida tiene la hermética belleza de las inalcanzables cordilleras. Un parte esencial de ella no es evidente cuando se queda quieta, porque Isabel sólo está completa cuando cobra movimiento: si camina, su pálida piel cobra el color del crepúsculo, devolviendo el carmín natural a sus mejillas y las pecas por su cuerpo recuerdan el orden que tienen las estrellas en el cielo; sus pechos, armaduras seductoras resaltan al estirar los brazos. Los ojos despiertos son dos gotas de ámbar donde todo queda. Cuando toma las riendas de un caballo o cuando empuña una espada, sus manos pequeñas y fuertes, inspiran ese temor sagrado que sólo tienen los objetos que matan o que curan, son moneda al aire: antídoto o veneno de quien las busque. Su voz es el movimiento de sus pensamientos. También ellos precisan moverse para lucir: si dice, si reza o maldice es parte del brillo que pierde cuando guarda silencio.
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A los catorce años, Isabel miró en el cielo de Castilla un cometa fijo, confundiéndolo con una estrella que nada tenía de fugaz, a las que se les pide deseos al momento. Pidió tantas veces su deseo durante todos esos días en que se vio el cometa, que se le concedió: conocer un día la nueva tierra al otro lado del mar océano. Fue en aquella época cuando Isabel mordisqueó y tragó por primera vez, sin pensar y con placer, uno de sus largos cabellos, mientras observaba a un muchacho llamado Adrián. El mismo que la enseñó a montar a caballo como lo hace una dama y también como lo haría si hubiera sido varón. Los labios de Adrián fueron los primeros que Isabel besó una calurosa tarde de abril.
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Comienza como un suspiro y se convierte en un agudo lamento.
Algo dice, esa canción terrible que se oye allá afuera, sobre unos hijos y sobre irse lejos, algo que apenas se deja comprender. El rumor deambula de noche por Tenochtitlan, espantando los sueños apacibles y engendrando pesadillas en los durmientes. Pero mucho antes de que se oyera el llanto de la diosa Cihuacóatl penando por todo el valle, ya habían sucedido otros presagios funestos que empezaron con la astilla clavada en el cielo. La Casa de Mando del dios Huitzilopochtli se incendió sola y entre más agua le lanzaban era como alimentar el fuego. Tampoco hubo otra explicación, más que un silencioso golpe de sol, cuando ardió la parte del Templo Mayor dedicada a venerar al dios Xiuhtecuhtli. Ocurrió luego que un fuego dividido en tres partes cortó el aire del atardecer y días después la gran laguna se calentó tanto hasta lanzarle nubes al sol y el agua se desbordó, inundando las casas de Tenochtitlan.
En la laguna los pescadores atraparon un ave ceniza que presentaron ante el emperador: tenía un solo ojo en la frente, por el que Motecuhzoma vio el peor presagio: el fin de todo lo que nos rodea. Vio venir un ejército de dioses revoltosos, vio su futuro: muerte y derrota. Y nadie más lo vio, porque la grulla se desvaneció de entre sus manos.
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La Casa de lo Negro es donde el emperador Motecuhzoma mantiene cautivos a los deformes. Está convencido de que ellos le dan buena fortuna. Y una tarde se le presentó un hombre extraño: no tenía cabeza o, mejor dicho, la tenía incrustada en el pecho, pues al abrir su tilmatli dejó ver sus ojos, su nariz y su boca, que se abrió para decirle: “Tu apariencia es más triste que la mía. Tu porvenir me llena de espanto”. El emperador, que no esperaba aquella visita, ni aquella declaración, lo interrogó: “Qué sabes de mí”. El hombre con rostro en el pecho le lanzó una mirada tan melancólica que lo estremeció en silencio, y cuando habló dijo: “Tu mañana es pequeño como un puño, duro como una piedra, y ya viene hacia ti. No podrás evadirlo”.
Motecuhzoma invitó, casi ordenó al deforme, que se quedara unos días en la Casa de lo Negro, pero el visitante desapareció. El emperador no pudo dormir esa noche, ni ninguna otra noche en lo que le quedó de vida. Dos días después del incidente del hombre con cabeza en el pecho, los demás deformes escaparon de la Casa de lo Negro sin que se supiera quién los había liberado. Cuentan que esa noche, por un momento, la luna llena permitió ver en la penumbra a los cuatro enanos, blancos como la nieve del volcán; dos hombres unidos por el costado; una mujer con cuatro senos y sin brazos y un jaguar de cinco patas. La buena fortuna se escapaba.
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El destino es como una madeja de cabellos que lentamente se apelmazan y forman una sólida pasta, sin poder evitarlo. En el momento en que Isabel vio la nave que la llevaría más allá del mar océano, tragó otro fragmento de cabello y volvió a sentir el mismo placer y la emoción contenida en la boca del estómago.
Las demás mujeres abordaron para cocinar y procrear, pero Isabel sabe curar, sabe pelear y no teme morir en la batalla. Las otras mujeres podrán envidiarla o compadecerla, pero ninguna puede igualarla en el manejo de la espada y del bisturí. Tiene la sangre fría para cortar cuando hay que cortar, y sabe hacer vendajes usando las hierbas que ayudan a cicatrizar. En el peor de los casos sabe rezar y tiene fuerza para enterrar a los muertos.
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En la guerra los enfrentamientos son totales: aquí se enfrentan dos razas y con ellas dos grupos de armas: espadas forjadas en Toledo y rifles de pólvora y municiones contra cuchillos de piedra pulida y flechas de carrizo con punta de ónix.
Cada raza exige su propio veneno: se precisa más de un perdigón para derribar a un nativo, como si sus cuerpos no reconocieran aquel daño y siguieran batallando con ellas dentro. Reconocen las flechas y el filo de los cuchillos de pedernal. Y cuando un mexica logra apropiarse de un espada, el acero se clava mejor que el cuchillo de piedra en el costado de los invasores.
En la guerra incluso los colores toman bando: el gris de la piel mal afeitada y lobina de los hombres de Castilla, pelea contra el bronce lampiño de los nativos; el naranja cobrizo de las armaduras detiene las puntas verdes de los cuchillos de jade; el ónix amarillo, de las puntas de flecha, busca el globo blanco de los ojos invasores. Lanzas cafés cortan el viento y buscan en vano hundir las casas flotantes que dominan al lago azul. Los colores luchan entre sí. Son los mismos hombres revoltosos que Motecuhzoma vio en el ojo de la grulla y el color predominante de toda guerra es siempre el escarlata de la sangre, que en ambos bandos es igual y va tiñendo todo el campo de batalla.
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Cayeron una cantidad innumerable de indígenas. En el lodo están también los cuerpos cercenados, golpeados o acuchillados de cuarenta soldados y cuatro más que siguen con vida, aunque arden en fiebre. Por las heridas se les va la vida a borbotones. Isabel aprieta con sus manos las heridas y vierte sobre ellas vinagre mientras otros brazos sujetan al moribundo que se contorsiona de dolor. Con mirada crispada cada uno de esos heridos parecen decirle a Isabel que la odian, que la matarían si pudiera, de tanto dolor que sienten, aunque ella esté tratando de ayudarlos, aunque lo que haga sea sólo tratar de taponar la herida con vendajes hechos de jirones de ropa sucia y rezar.
Entre los heridos reconoce a Ramiro; un cordobés con mucho de moro que vio en Portugal deseando embarcarse también. Es el mismo hombre gentil que le acercó una manta cuando el aire se enfrió en alta mar; el que también le ofreció su propio plato de potaje caliente más de una noche durante el viaje. Aquel que pensó que los viajes aclararían su mirada y su destino; que el mundo dotaría de nobleza su rostro humilde, pues tendría oro y aventura, pero también fue un inesperado y persistente pretendiente durante el viaje, que Isabel rechazó con igual persistencia, por la secreta esperanza de reencontrarse con Adrián, quien seis años atrás surcara estas mismas aguas.
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Ramiro delira: indígenas con cabeza bestial, centauros al acecho; una luna ensangrentada; el pequeño cadáver de una niña indígena que mató sin intención.
Cuando era muy joven, justo antes del amanecer, se escapaba de casa para no tener que cumplir con sus deberes, y recorría aquellas solitarias calles de tierra húmeda; para volver cuando su hermano ya había ayudado a sus padres y juntos se disponían a comer. Sabía que lo esperaban reproches y regaños, pero también sabía que siempre había un lugar para él en aquella mesa, aunque tuviera alma de vago.
Nunca pensó antes en la muerte porque la muerte vivió siempre a su lado, llevándose a su padre y al padre de su padre de infartos fulminantes, a su hermano ahogado en el río Guadalquivir. No lo pudo ayudar, por más que lo intentó pues se hundían los dos por su manoteo.
Cuando su madre enfermó no pudo pagar un médico, y se coló a la casa del médico a robarle la piedra, incrustada de brillantes, que sana a quién la tiene cerca. Se llama bezoar, y significa contraveneno en árabe. Pero lo atraparon en el intento y quedó preso. Cuando salió libre, su madre ya había muerto.
Ramiro comenzó a llorar en su delirio febril como nunca se lo hubiera permitido en su sano juicio. Lo poco que tenía en su vida lo había cambiado por una cuchillada en el costado y morir derribado en una tierra extraña y lejana. Entonces sintió que unos labios lo besaban y un par de manos sujetaron su cabeza y la apoyaron sobre un regazo cálido. Una voz apagada, pero amable, lo tranquilizó. Creyó seguir alucinando porque cuando el espanto se ahuyentó de sus ojos le pareció ver a Isabel acariciándole el cabello. Era extraño que la mujer que en el barco le fue indiferente y casi hostil, apareciera para brindarle consuelo. Sin embargo, aceptó la alucinación como una dádiva de su amiga la muerte.
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Isabel siente a mirada de Ramiro como si fuera la mirada de un niño. Aquellos que sobreviven a un momento letal, recuperan de golpe esa mirada de azoro y transparencia que tienen los recién nacidos. No era ya la mirada pícara y astuta de moro cordobés, sino un par de ojos vidriosos de suplicante dependencia que la hicieron sentirse responsable de él y la enternecieron. Ella le preguntó a Ramiro si tenía hambre, aunque ella misma, que no había comido nada en varios días, se asombró de su propia inapetencia. Ramiro no dijo nada, sólo la miró con la misma fijeza de quien tarda en asimilar el sentido de una pregunta. En el fondo, Ramiro luchaba por recuperar su adultez, no le gustaba sentirse vulnerable. Por fin pudo decir que sí, que sentía hambre. Isabel sacó de un morral una papa cocida y con una cuchara rebanó el trozo que le ofreció. “Gracias” murmuró. “Pudiste estar con los demás heridos”. “Los demás murieron” respondió. “Gracias, por el beso”.
Ella lo miró y le dijo: “Los besos no se agradecen”.
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Tenochititlan ha sido sitiada. El panorama es el de una batalla inmóvil: por ahora no hay enfrentamientos cuerpo a cuerpo y los enemigos no se ven las caras, ni hay sangre en las espadas, ni tienen un blanco las flechas. Las calzadas han sido cerradas por los soldados invasores, los puertos neutralizados por las naves que solo fingieron quemar, pero que desarmaron para reconstruirlas después en pequeños bergantines. Desde ahí esperan, sobre la laguna. Sólo existen los de afuera contra los de adentro. Una ciudad sitiada es la más lenta de las agresiones. Pasan los días y las noches: gana el que logra esperar más, el que tiene más comida y más agua.
Aunque Isabel lo ignora, ocurre lo mismo en su estómago, que ha quedado bloqueado por una muralla de sus propios cabellos amalgamados. A su cuerpo no le entra alimento y tampoco le sale nada. Ella siente el súbito desconcierto de haber perdido el hambre, de comenzar a adelgazar y sentir un estreñimiento doloroso. El estómago de Isabel ha sido sitiado.
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El más fiero de los colores, el negro, ha elegido un bando. En Tenochtitlan los mexicas ven llenarse sus cuerpos de puntos negros y muy pronto los derriba la fiebre: la viruela negra, que llegó en los mismos barcos, se ha infiltrado en sus organismos y nada pueden hacer para defenderse. El problema ha dejado de ser el cerco: ahora es una maldición que se disemina con terrible velocidad y deja marcas negras en sus víctimas. Tenochtitlan muere de viruela negra. Sus dioses mueren y con ellos su tiempo.
Afuera, también Isabel cae enferma, pero ella no tiene viruela, ella sólo siente una abrumadora debilidad y el miedo la cobija. Los cabellos que debieron quedar afuera están adentro, en su entraña. Ramiro la mira desconcertado, quisiera salvarla, pero él no sabe qué hierbas, qué vendajes, ni siquiera sabe qué rezos. La abraza, la besa y escucha que ella dice en un murmullo: “Gracias”.
La mujer que lo curó ha muerto.
El cuerpo de Isabel y la derrotada Tenochtitlan se parecen: ambos han quedado inmóviles, ambos han sido abandonados por la voluntad que los movía. Han dejado de ser lo que eran: Isabel sólo era Isabel cuando estaba en movimiento. Tenochtitlan es una ruina nueva, de un día con su noche. La muerte otorga a quién muere una nueva identidad, que tampoco dura.
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Contempla absorto el saqueo de la ciudad tomada. Ramiro se aleja un momento del cadáver de Isabel y no ve llegar al mismo hombre deforme que anunció al emperador su destino. Tampoco ve cómo, pedernal en mano, abre el cadáver de Isabel. Quiere el corazón por trofeo, pero al abrirla en canal deja a la vista todas las vísceras. Quiere el corazón, pero encuentra algo mejor: una bola de cabellos, dura como roca, que había reventado el estómago de Isabel.
De pronto, ese hombre y Ramiro se miran y se saben saqueadores de cuerpos y de ciudades, porque Ramiro es, a su manera, otro ser deforme que esculca el cadáver de una ciudad muerta. El soldado abre fuego al nativo, que suelta la pétrea masa de cabellos y se esfuma malherido. Ramiro toma entre sus manos el bulto viscoso. Esto es su tesoro, la ganancia de su viaje, su extraño y único recuerdo de Isabel: la piedra que sana, un bezoar.