Lo que uno escribe y lo que no

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Fotografía de Marcel Serrano.

Lo que vuela en todas direcciones cuando se hace un trabajo es precisamente lo que puede comunicarse a los demás y que pide el favor de que se lo comunique, porque no tiene la fuerza de quedarse allí tranquilo y desamparado cuando ya está disperso lo que le dio existencia.

Kafka, Cuaderno de hojas sueltas

 

Caigo en la cuenta de que los libros que escribí hubo un tiempo en que no los había escrito. Es completamente obvio, y sin embargo da pie a una pregunta interesante: ¿qué eran esos libros antes de que los escribiera? Habría que precisar a qué estoy llamando “antes de que los escribiera”. No me refiero, en este caso, a cuando no estaban terminados de corregir u organizar, pero ya en un borrador avanzado. Tampoco me refiero a cuando existía un primer plan de libro y algunos poemas sueltos. Mi pregunta es por antes, mucho antes, cuando se trataba de una difusa aspiración, como por ejemplo “me gustaría escribir un libro de poemas chinos, poemas breves con farolitos de papel, viejos sabios y arrugados que viven en las montañas, jaulitas para grillos combatientes y peinetas de marfil”.

Mal que mal puedo trazar el dibujo de cómo esa mera aspiración algún día engendró un par de poemitas, otro día llevó a la invención del poeta que estaba escribiendo esos poemas… se fue colando el único paisaje de montaña que conozco más o menos bien, el de los Andes entre Chile y la Argentina, varios pájaros que en verano pasan por ahí, varios episodios de la vida de Po Chu Yi que puse en verso, el recuerdo de una escena de la película Lolita, en que Sue Lyon sube la escalera rumbo a la pieza de James Mason llevándole el desayuno y en el trayecto se acomoda el cabello, adelantando un paso en la trama que va a terminar tan mal… O sea, a excepción de los manidos sabios arrugados y las jaulitas para grillos, una vez empezada la cosa, hallado el tono, el metro, el punto de vista, todo bicho que andaba por ahí fue a parar al asador. Pero, insisto, la pregunta es: ¿antes qué?

Decir que antes de ser escrito ese libro era una idea es una simpleza… y una falsedad; las “ideas” que podía tener o que me acuerdo de haber tenido y son muy diferentes de lo que resultó una vez que una vaga intención empezó a chocar con el material verbal, a dejarse seducir por una rima, por una imagen que surgía de pronto, por una asociación literaria, por la tentación por dar algún giro romántico o malévolo a un verso. Nada de eso cabe en una “idea” y por lo tanto es claro que el libro que resultó no estaba, ni siquiera in nuce, en una idea.

Hélas, ahora que el libro existe1 con su forma específica no hay forma de responder qué era cuando aún no existía. Pero quizás sí sería posible averiguar qué son los libros que no escribí — o, más apropiadamente, qué son esas cosas que no escribí y que tal vez nunca escriba. Notoriamente no son libros, pero tampoco puede decirse no sean nada. Un ejemplo: verano; una lectura de poemas en una terraza en un barrio de Buenos Aires, pongamos que Boedo (verán que es pertinente decir que es en un barrio determinado, aunque no me acuerde ahora bien de cuál era). Jorge Aulicino lee un poema que va pasando por San Cristóbal, Balvanera, Congreso, adivinando algo de la vida interior de las casas, entrando y saliendo de ellas en una suerte de road movie de la imaginación. Un espléndido poema y sin embargo, me distraigo: a partir de la mención del pomo de una puerta he dejado de escucharlo, o lo escucho sólo como una música remota y me pongo a pensar en los porteros y las porterías… la luz blanca o ambarina de las lámparas ante las cuales están sentados… podría tal vez hacerse un plano de la ciudad en que una línea conectara esas lucecitas entre sí… quizás se envían mensajes a través de esa línea… información sobre los vecinos… oh, no, qué pesadez… ¿Serán más bien noticias sobre cambios en el sentido de las calles, la presencia de cuadrillas para hacer reparaciones de gas? ¿O conectan sus mentes en plena divagación, sus ganas de salir volando o de asesinar a tal o cual? ¿O están urdiendo entre todos un plan para abducir la ciudad entera, atraparla con esa línea que une las luces de los escritorios, devenida ahora una suerte de gigantesca red, y así atrapada llevársela a otra galaxia? ¿Será que esa galaxia es el pasado? ¿Pero a qué pasado se llevarían la ciudad? No puede ser un pasado tan remoto en que ni siquiera existían los edificios donde están las lámparas sobre las mesitas ante las cuales están sentados, no puede ser porque entonces las lámparas no existirían, la red no existiría, y mal podría una red que no existe abducir nada… A esta altura me acuerdo de un libro de Aragon, Le paysan a Paris: una especie de tentativa pre-Perec de agotar un lugar parisino, a saber la Galerie des Panoramas. Aragon se detiene particularmente en la garita iluminada del portero, que ve como una suerte de pecera. Tal vez los porteros con sus lucecitas no estén conectados, estén aislados cada cual en su pecera de luz, ya que no en las garitas de las que en Buenos Aires carecen… aunque en el piso bajo del Palacio Barolo sí hay una como la de Aragon… La primera vez que estuve en París bajé del hotel y el portal de al lado era el de la Galerie des Panoramas, la reconocí en seguida porque no había cambiado casi nada de 1926 a 1978, negocio por negocio respondía a la descripción de Aragon y allí estaba la garita en cuestión… El único lugar de París que conocía bien por haber leído el libro de Aragon a los 20 años, resultó estar anclado por absoluta casualidad al lado de mi hotel… diez años después, cincuenta años después… Como en mi ensueño de la ciudad secuestrada, un viaje al pasado…

Muy bien, parece que este es el estado presente de mi poema no escrito, entrevisto mientras Aulicino leía el suyo en una terraza de Boedo. ¿Existe o no existe? ¿Es algo o no es nada? Cosas como estas se me ocurren (o me ocurren) por docenas, y la mayoría de ellas no las escribo, por pereza, porque me distraigo de mis propias distracciones, porque me parecen tonterías, o por lo que sea. Me temo que, tontas o no, me gustan bastante en ese estado embrionario; puedo evocarlas entre sueños cuando quiero y siempre podrían ser buenos poemas, cosa que tal vez no serían si los escribiera. Como dice Alicia cuando el bebé de la duquesa sale trotando al bosque convertido en un chancho: “Al crecer hubiera sido un muchacho espantosamente feo; pero creo que como cerdo es bastante pasable.”

Otras ensoñaciones, o caprichos o recuerdos detestan su estado fantasmal, y arriesgándose a la fealdad o el plagio, obseden insistiendo en ser escritos. Hace años (décadas) peleo con un par de versos de Montale:

E qui dove un’antica vita
si screzia in una dolce
ansietá d’Oriente…

¿Qué quiere decir que “peleo” con esos versos? Quiere decir que quiero escribirlos; pero como ya están escritos, sólo puedo tropezar con ellos, una y otra vez, esperando que en ese tropezar algo de su música y de la potencia de sus imágenes se contagie a algún verso del borracho que con ellos tropieza. Bueno, esa esperanza me dictó a lo largo de los años varios poemas, y en tanto siempre ha sido una esperanza en parte frustrada (“Las pretensiones son enormes, los resultados deformes” dijo Leónidas Lamborghini) es probable que siga dictando otros más.

En suma: en vez de preguntarse qué son los poemas que uno no escribe, se podría dar vuelta la pregunta. ¿Qué son los poemas que uno sí escribe? ¿Fantasmas que han aceptado asentarse en un cuerpo, sin dejar de ser algo fantasmagóricos —que han aceptado, digamos, un cuerpo mixto de sonido y sentido, afirmación y negación y duda, ensoñación y realidad, imagen e idea, concentración y dispersión? Los poemas que escribí, entonces, serían los que no escribí pero atrapados en la red de la escritura. Parece que de nuevo estoy, como al principio, en la frontera de lo obvio; espero no haberla cruzado, o por lo menos, no haberlo hecho inútilmente.


1  Molestando a los demonios, editorial Pre-textos, Madrid-Valencia, 2012.