ESE-NENE-AHÍ

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Meteoro incandescente en la tierra caído por desastre oscuro.

Mallarmé

 

Mi mamá se “enamoró” de mi papá porque usaba medias 3/4 y tenía una “beca de hígado” para EEUU. Fueron asesorados por un grupo de psicoanálisis en los 60s, grupo dirigido por un hombre llamado Marcos Piva. Cuando este bebé llegó al mundo, el primer rostro que encontró formaba parte del minotauro frío de la objetivación. La entidad que estaba en el lugar de mi madre estudiaba los libros indicados por el referido señor con el fin de producir un bebé sano. Fui un bebé abordado por el cálculo. Cuando tenía 27 años mi mamá me contó, con bastante orgullo, que yo “había sido un bebé amado”: ¡ella había leído que a los 6 o 7 meses no se podía dejar el bebé solo para que no quede esquizofrénico! Entraba en la pieza y, yendo hasta la cuna, esbozaba una sonrisa, esto es, cada tanto iba hasta mi lugar en la celda e imitaba el gesto facial de una sonrisa. Pienso que esta experiencia fue decisiva para mi vida futura. Una vida que siempre quise evadir de la superficie iluminada del mundo administrado para poder encontrar la consanguinidad del misterio de las cosas.

Los lugares que encontré reproducían y homologaban la naturaleza de mis primeros encuentros: la entidad-escuela era una máquina de trituración de toda infancia posible. Yo sólo conocía el saber de la superficie y no tenía ningún tipo de reparo capaz de generarme confianza en el acto de pensar. Crucé la escuela memorizando todo, copiando absolutamente todo. Me endurecí militarmente y entroné el orden totalitario de lo real y todos sus procedimientos. Ordenaba mis ropas geométricamente sobre una mesa de billar, disponía las bolas simétricamente en todas las troneras y le rezaba a algún dios para que los procedimientos que pusiera en mi cabeza no desaparecieran durante el sueño. Siempre me desperté unos segundos antes de que el reloj sonara (a las 6.40), siempre me hice el Toddy en lo eterno de la soledad y siempre puse la mano en el picaporte en el instante exacto en que el colectivo escolar rugía su voz horrenda. En el colectivo repasaba mi arsenal de supervivencia para las lecciones. Una pregunta me inquietaba: “¿Irían a descubrir que me estaba macheteando con mi propio cerebro, que Gombro se macheteaba todo adentro suyo? Esta angustia duró unos doce años, que fue todo el tiempo que pasé en ese lugar-entidad-escuela. Me acuerdo de aquella prueba de matemáticas; el profesor puso diez problemas en el pizarrón y los fui reconociendo inmediatamente más allá del pánico, uno a uno, hasta el décimo. Resolví la prueba entera en 45 segundos y pasé los restantes 90 minutos simulando el acto y la cara-de-pensar, y ocultando la prueba ya completamente resuelta. Saqué un diez, junto con Jó y con Marcelo, dos chicos inteligentísimos, uno de ellos mi amigo y hoy un científico mundialmente reconocido.

Yo no tenía otro lugar a partir de donde medir lo eterno en que vivía. Algunas veces el pánico era muy grande y no reconocía el problema o su estructura; saqué un uno y un dos, por lo menos una vez temí que mi secreto (o secreto-machete) fuera descubierto. En esos días anduve por los patios fríos de la escuela y supe lo que siente una zebrita cercada por una manada de hienas. No sé en qué abismo amigo me escondí de aquellos rostros, pero sé que ese lugar existió y hoy me causa un profundo dolor saber que el dolor del animal acosado y el de la tierra en extinción desconocen la vía de escape y el tiempo de espera. Ellos viven apenas en lo actual y dependen enteramente de nuestra fragilidad.

Crié un yo hipermetafísico y un tejido de sinapsis veloces y miméticas para sobrevivir y, misteriosamente, mantuve dentro mío, intacta, durante muchos años –años astrofísicos–, una región de vida posible. Crucé enormes descampados de aislamiento hasta poder comprender la profundidad maravillosa de la sonrisa de una mujer.

Mi papá y mi mamá, una pareja absurda e inexistente, estarían “juntos” por muy poco tiempo. A los quince años, mi mamá, en unas dos, tres o cuatro conversaciones “solemne-pedagógicas” que tuvo conmigo hasta los diecisiete, me contaba que ellos no tenían unión carnal, que sólo una vez habían tenido relación carnal, conforme reza el código penal, un día de agosto del ‘63, fecha en que yo había sido concebido. La otra conversación solemne fue a los trece, catorce años, cuando me dijo que la masturbación no era pecado y que no tenía que escuchar a los curas del colegio. El problema es que yo no sabía lo que significaba “masturbación”. Pero eso no me impidió simular un entendimiento. A propósito, debo decir que apenas a los diecisiete, dándome una ducha en un camping de Matinhos, ciudad del litoral de Paraná, sentí algo desconocido y vi un líquido blancuzco borbotear de mi cuerpo. Al principio me quedé muy asustado y pensé en buscar un centro médico para contar lo que me había pasado, pero, después del susto, me di cuenta de que aquello podía ser la famosa “sexualidad”. Había un arcoíris doble en el cielo de Matinhos y recuerdo estar caminando por la playa y mirando las olas del mar con el encantamiento extraño de las tierras imposibles. Esas últimas cuatro palabras, “encantamiento extraño de las tierras imposibles”, no constituyen literatura ni engaño, sino una experiencia accesible. En este momento estoy cansado y no quiero explicar bien qué es eso. Basta confrontar el escrito de una divinidad polaca llamada Bruno Schulz para saber qué es lo Extraño Encantado de lo que estoy hablando.

Creo que sobreviví en el tiempo-lugar-colegio a causa de la imantación encantada, fuerte y genial de algunas cosas que amé en la más secreta clandestinidad. La primera de ellas fue la Eloá. Yo debía tener cinco años y, un fin de semana, con mi papá divorciado, fuimos a ver una exposición de perros en Água Branca. Con el número 371 gané un cachorro collie. La Eloá me acompañó fuera del mundo, hacia la tierra intacta, durante muchos años: nunca nos mezclamos con la realidad. Después la Eloá se extendió hasta una moto amarilla, hasta una tabla de surf (también amarilla) y hasta el mar y las olas del mar que amé por encima de todo, en una tierra distante de este mundo, tierra completamente escindida y, siempre, ¡siempre Eloá! Estos dos mundos –el real y el que amé en soledad–¡jamás se cruzaron!

Hoy recuerdo a una persona que estuvo junto a mí por algunas horas, aunque esa persona desapareció para siempre. Un hombre llamado Argos, un tío lejano que vivía en Rio. Estuvo conmigo en la casa de campo de mi papá, en Piedade, tierra de origen de mi papá; mi papá, un hombre bueno y provinciano que fue triturado por el carácter absurdo del mundo en que vivimos. Argos sonreía mucho cuando me veía y durante aquel fin de semana estuvo siempre a mi lado. Me habló del fantasma del barón (un antiguo barón que vivía ahí) y, en las caminatas nocturnas, decía “ba-rón, ba-rón, ba-rón, venga a buscar a Gombrozinho”. Viví dos días en el espacio posible de la sonrisa en compañía de Argos y de su vozarrón ronco de fumador-bebedor. Me habló de cascabeles y de desiertos. De la serpiente magnífica cuyo nombre era Naja e imitó, con sus manos, el andar perezoso de las tarántulas. Juntos, asustamos a mi abuela, un O.F.I., objeto freudiano identificado, que le temía al alma de su marido muerto. Argos y yo salimos de madrugada e hicimos viento a unos quince metros de la ventana del cuarto de mi abuela; el viento era aterrorizante cuando Argos y yo empezábamos a hacer ruidos del más allá con la boca. Mi abuela se moría del miedo y tuvo que pasar la noche despierta en la sala. En cuanto a mí, me quedé tan excitado y entusiasmado con Argos que no dormí aquellas dos noches. Supe más tarde que mi papá y mi abuela lo retaron; ¡estaba excitando a la criatura! (A propósito, y este es un “a propósito” bastante secundario, recuerdo ahora que mi abuela paterna siempre se refirió a mí en femenino –bonita, querida, etc.– ¡y a mí eso me parecía bastante gracioso!)

A los dieciséis años fui, por tres meses, a EEUU por un intercambio cultural, algo que estaba en el menú de las experiencias necesarias para la buena formación de un joven sano, joven habitante de la iluminada orden del mundo. El día en que me buscaron en el aeropuerto (papá, mamá, con Marcelo y Paulinho), comencé a exhibir frente a mis padres una especie de locura. Paulinho me dijo que ya estábamos en el primer mes de escuela (yo ya sabía), me dijo que había perdido 30 días enteros y que, al día siguiente, exactamente al día siguiente, tenía una prueba de Trigonometría. Ese nombre me masacró y me quedé totalmente horrorizado. Cuando entré a la casa, me encontré con Aischa, una setter irlandesa que venía a “sustituir” a la insustituible Eloá, completamente ciega y escuálida. Tiré un pedazo de carne hacia arriba y su salto antiguo, su maravilloso ataque, no llegó; la carne se quedó pegada en su hocico y sus ojos estaban opacos. Y mi mamá dijo que no se había dado cuenta, que lo sentía mucho, pero que no había visto que Aischa estaba ciega y a punto de morir. Aischa murió dos días después de mi regreso, después de que yo la tuviera mucho tiempo abrazada. Me acuerdo de aquella noche en mi celda, las baldosas amarillas y oscuras, por las canaletas fluían ríos de pis de Aischa, las maderas crujían sin parar (toda la vida crujieron) y el nombre Trigonometría oprimiéndome, hecho un anagrama forastero, junto al pánico físico del día siguiente. Ahí estaban la mesa de billar y mi escritorio, el lugar donde memoricé, solo, la inhospitalidad de todos los saberes. Ahí tiraba municiones a mi cabeza, veía la munición entrar en mi cabeza y no prendía ni la tele ni la radio, porque temía que las municiones se mezclaran, que escribiera una noticia en lugar de un número. Ahí aseguré mi cabeza y ¡atravesé la época-colegio! En la época-colegio aprendí la disciplina de la masacre. Aprendí que toda la realidad no pasaba de mentira. Supe la GRAN FARSA. Yo sabía que era un idiota, un destituido de cualquier inteligencia, sólo podía ser eso, el silogismo era fácil, al final, ahí, en el lugar-colegio, ¡ninguna sílaba, ningún teorema, ninguna palabra tuvo el menor sentido! ¡La culpa sólo podía ser mía! Yo me decía: “¡Vos no sabés pensar! Pero es necesario derrotar aquellas pruebas y no ser mandado a una escuela de débiles y de anómalos. Todo es memoria e imitación, ello-yo me decía para mí. Los animales de la jungla saben imitar. ¡Vos sos como ellos!” Entonces me sentaba en el escritorio, erguido como un guardia romano, y formalizaba todos los tipos de soluciones posibles en el repertorio de los problemas. Generalmente eran tres o cuatro variaciones de estructuras. No más, sólo cambiaban los números. Al día siguiente estaba alerta y, al mirar el pizarrón o leer la prueba, hacía una identificación repentina. Si eso no ocurría, era invadido por la tempestad del pánico y mi cuerpo podía desmantelar un océano de hormigueos. Pero a la noche siempre le había rezado a mi dios para que mantuviera mi cabeza intacta: “Pido al señor que todo lo que coloqué en mi cabeza siga ahí mañana por la mañana y que sea capaz de recordar. Haz eso por mí”. Lo excepcional es que “mi método” era efectivo y conseguía hacer casi todo sin comprender absolutamente nada. Pasé a ser considerado uno de los mejores alumnos de la escuela. Yo ocultaba mi método con todas las artimañas posibles, temiendo el descubrimiento del secreto. Durante años fui elegido por los compañeros como “delegado del curso”, los profesores respaldaban mi nombre. Mi popularidad y liderazgo eran juegos de astucia, todo eso me resultaba muy extraño. Sabía que mi vida era una guerra desconocida, una batalla en un planeta diferente. Exteriormente, por años, fui una criatura totalmente ejemplar y sin defectos. Mi mamá esperaba de mí un futuro hecho de gloria y de poder; ante sus ojos era una especie de pequeño Midas, jamás daría problemas y lo que yo tocara sería oro.

Pero yo sabía que todo aquello, todo ese desempeño escolar y toda aquella facilidad exterior eran pseudo; eran mentira. ¿Por qué los ojos del mundo son tan ciegos? ¿Por qué los hombres creen tanto en la diosa realidad? ¿Por qué no hablan de la GRAN FARSA? Sé que siempre mantuve una vigilancia permanente y una organización total. Entrené mi “velocidad de fuga” y mi “astucia de guerra”. Mi primera novela, escrita en el ‘82, era todo eso visto desde adentro y recuerdo pasajes enteros sobre tortura, nominación y captura. Desde el punto de vista de la ceguera del lugar-familia y de la ceguera del lugar-escuela, yo fui “perfecto” por varios años: ocultaba la fiebre para no faltar al aula; a veces, ya estaba vestido en plena madrugada y, ¡por horas, esperaba que pasara el viejo colectivo escolar! Incontables mañanas de frío o de calor subía a aquel colectivo. No notaba la diferencia. ¿Qué eran esas mañanas? ¿Hacia dónde me llevaban? Yo sólo sabía que aquel era mi campo y mi siempre. Nunca imaginé a alguien, nunca imaginé un rostro a quien confesarle mi franqueza específica, esto es, el desfasaje entre la engañosa facilidad del afuera y la inexistencia del adentro. Nunca imaginé a alguien para contarle lo que sentía: “¿Viste ese chico del colegio, el de las notas y el orden? Ese chico no existe. ¿Sabés mi secreto? El chico verdadero está desaparecido y temo que no exista más… ¿Por qué la marioneta del orden tomó el lugar del niño posible? ¿Por qué la violencia del mundo siempre hace ese truco? ¿Por qué la así llamada vida familiar y la así llamada vida escolar y la así llamada vida social trituran al niño posible? ¿Por qué sólo sobreviven los falsificadores, los que se identifican con el niño muerto?” Tampoco imaginé nunca otro lugar que no fuese el lugar-escuela y, durante muchos años, el lugar-casa y el lugar-escuela se tornaron tan hegemónicos, tan totales y tan insistentes que hasta la propia Eloá y mis universos paralelos desaparecieron y quedaron tan opacos como esa infamia llamada realidad. El brillo y la vibración frágil llamada Eloá se quedaron a-se-si-na-dos por la atmósfera fría de la casa. Todo requiere de un espacio propicio para lucirse. Así como es imposible leer una página de Bruno Schulz cerca de Auschwitz, así como es imposible leer un poema de Hölderin en un cuarto de Hotel 5 estrellas, así como es imposible que en una sala de universidad (por las que anduve) surja un pensamiento-influencia, un pensamiento-manzano, así también Eloá no podía existir en el lugar-casa. Quedamos tristes y separados y ella lo supo. No es nada casual que Eloá haya muerto en los rincones de aquella casa después de una desinfección. Cuando la inocencia dorada del mundo está muerta, entonces se fortalece un pequeño error llamado des-ti-no, se fortalece un régimen llamado casualidad. El espacio muerto nos aisló y la Eloá desistió. Su muerte fue la muerte que comprendí más profundamente. Viví su agonía, supe que ella estaba yéndose porque aquel no era nuestro lugar. Porque ese era un lugar-tétrico y nosotros no pertenecíamos a lo tétrico, lo tétrico no era nuestro elemento, lo té-tri-co nunca fue nuestro elemento. Me quedé solo en el lugar-casa y en el lugar-escuela, pues esos dos lugares iguales ya me tenían separado de Eloá. A ella no le gustaba su cucha-para-perro, ni su vasija-de-aluminio-para-perros, ni su mayordomo-para-pasear-perros. Rechazó vivir en una casa-de-foto-de-revista, donde tanto ella como yo estábamos siendo des-in-fec-ta-dos. No le gustaba ver a su compañero durmiendo solo en su celda de baldosas oscuras, una celda-de-casa-de-revista, casa estilo mediterráneo, en una calle siniestra de un barrio igualmente siniestro llamado Morumbi. Fue por eso que murió, porque la des-in-fec-ción de nuestro ser, la verdadera desinfección, ya había comenzado mucho antes del detalle, del accidente empírico de la desinfección que ustedes llaman real. Quedé muy solo. No quedé solo comona planaria, un Kaspar Hauser o una isla del Norte. Quede más solo. Quedé en los anillos de Saturno, quedé andando en la garganta de Neptuno, quedé en las calles vacías de Morumbi, pero, por lo menos, Eloá se había escapado. Eloá se había escapado y poco importaba que yo continuara dentro del desastre de aquel teorema sofocado. ¡Ya estaba acostumbrado!

Seguí en aquel cuarto oscuro, seguí dándole cuerda a un reloj innecesario y preparando mis ropas en posición geométrica, como ya dije, sobre una mesa de billar. A propósito, me gané esa mesa de billar del segundo marido de mi mamá. Yo hacía los ojos para atrás de modo tal que ellos (personas) veían sólo la parte blanca; yo hacía eso, yo hacía ese movimiento todo el tiempo, tanto en el lugar-casa como en el lugar-escuela, como en el lugar-colectivo, que me llevaba de un lugar idéntico a otro aún más idéntico. Yo giraba los ojos para adentro: no sé si era para buscar al niño desaparecido, el niño que había visto Eloá, si era para verificar un terreno baldío dentro de la marioneta-orden o si era simplemente para no ver la omnipresencia de las cosas, el hecho es que giraba los ojos. Entonces Paulo me dijo: “Si la cortás con eso, te doy una mesa de billar, pibe”. Y entonces dejé de hacer eso en frente de la figura-Paulo y de la figura-mamá, dejé de hacer eso en el lugar-casa y en el lugar-colegio, y pasé a hacerlo sólo en el lugar-cuarto y en el lugar-baño.  Di vuelta los ojos sin parar, madrugadas enteras me quedé vagando desde el horror de afuera hacia el vacío de adentro y del vacío de adentro al horror de afuera. En este juego nunca encontré nada diferente, encontré siempre, por un lado, lo absurdo ininterrumpido y, en el otro, la oscuridad. Gané, sin embargo, una linda mesa de billar. Pude andar alrededor de ella y aprender a jugar. En ella derroté a sucesivos mayordomos. El haber dejado de espiar hacia dentro para ganar una mesa de billar fue una de las raras veces en mi vida en que negocié, en que ejecuté, deliberadamente, una acción racional instrumental en vistas a un fin. Muchos años después, en los años ‘95, ‘96 y ‘97, cuando todo, absolutamente todo estuvo en juego, en esos años que fueron los más peligrosos y terribles de mi vida y en los que mi así llamada integridad física estuvo duramente amenazada, y eso infinitas veces, en esos años no conseguí negociar absolutamente nada. Y cuando escuché a la voz-familia decir: “Gombro, si no parás de tomar, si no aflojás con el vodka, vas a terminar en un hospicio o en la policía”, yo no dejé de tomar y conocí el lugar-sanatorio, el lugar-manicomio y el lugar-presidio. Y no cabe la menor duda de que tengo que decir todo, tengo que contar absolutamente todo, el alfa y el omega, todo tal como fue y como pasó, porque esto ya no es más una cuestión mía, ya es una necesidad más grande que comer o respirar. Se engaña quien dice que el horror es innombrable, el horror sólo es innombrable para quien únicamente conoce las palabras dóciles, para quien únicamente conoce las palabras a-medio-camino, pero el horror es decible en caso de que hayas sido visto por un ojo-Auschwitz y, habiendo percibido que estabas siendo visto-y-dicho por un ojo-boca-Auschwitz, vos, simultáneamente, viste todo aquello acontecer. Con una voz-hielo-de-objeto podés describir-mimetizar lo que viste cuando eras visto y no-mi-na-do como algo exterminable. Tal vez sea un acceso meramente fonográfico y visual, tal vez nunca diga un contenido, un fondo, ni cualquier rugosidad opaca de la vida, pero eso se debe precisamente al hecho de que entonces todo eso desapareció. Es probable que yo haya vivido ese caso, pues en los lugares en los que estuve, el ojo-palabra de un hombre vestido-de-blanco, un hombre llamado normal que maneja autos y pone bolas en el arbolito de navidad junto a su retoño, el modo en que fui mirado por él, antes de ser nuevamente amordazado en la cama metálica, hizo que, durante las trece horas siguientes en que estuve en el lugar-cama recibiendo inyecciones en el lugar-hombro, no pudiera perder la sensibilidad y sintiera todo el tiempo la vida de las personas exterminadas, de las personas que no tuvieron nunca más el después-de-eso, que tuvieron que mirar dentro del ojo del minotauro frío, a él y tan sólo a él. Y supe que esas personas morirían suspendidas en el infinito del horror y que el infinito, el horror y lo eterno son nombres de cosas idénticas. Y es por eso que desde el día del EVENTO, el evento de doce días atrás, me volví una palabra que no para, y a esa palabra que no para, que no me deja dormir y no me deja cagar, y que es una palabra intrínsecamente totalitaria y excesiva, yo la necesito, la necesito porque en el día del EVENTO hubo una revelación, y en esa revelación percibí en mí mismo la presentización total de mi vida, y esa a-pro-pia-ción que me poseyó, en esa anamnesis gigante de todos los ahoras, de todos los con-quién y lugares de mi vida, esa instantaneación omnipresente de todo lo que fue, me recorre día y noche sin parar, reviviendo todo y encarnando todo. Y la palabra que aquí digo es la palabra de eso y es, por lo tanto, la palabra necesaria y necesito la palabra ne-ce-sa-ria para derrotar, para triturar la palabra muerta, la palabra sentido común, la palabra psi, la palabra lengua ordinaria, la palabra periódico, la palabra diván, la palabra bellas-letras, la palabra hombre-de-letras, la palabra amiga, la palabra diversión, la palabra talk-show, la palabra toda-TV y toda-radio, la palabra taxi-Habermas, la palabra comunica-Apel, la palabra tísica-Rorty, la palabra asociativa-Freud, la palabra materna, la palabra ciencia, la palabra diagnóstico, la palabra humanista, la palabra moral-policía; es un bando, es un séquito interminable el de las palabras que necesito silenciar. Argos fue el culpado. Argos fue culpado de muchas cosas, culpado no sólo de que siempre preferí los extraños antes que los conocidos, sino también culpado por haberme hablado de la Naja. Guardé el nombre de Naja tal como guardo todo lo que me dicen, pero al nombre Naja lo guardé en bastardillas, debajo de él, y ahora preciso de la palabra Naja para colocar todas las otras en la mesa de billar; necesito del suero-antiofídico-Naja para destituir el desfile del verbo caído. Necesito de la palabra gnóstica, de la palabra maniquego y la necesito porque no sé hablar las palabras del mundo; sé imitarlas muy bien, sé imitar la palabra-correcta, la palabra “¡pero-qué-tipo-culto!”, la palabra “mirá-cómo-él-es-articulado”, yo sé, hablo con la cabeza llena, saqué diez, la llamada nota máxima, en casi todos los trabajos que escribí en una famosa institución universitaria y ahí, en aquel centro de excelencia, en aquella fábrica de inseminación de buenos alumnos, en aquel ejército del buen saber y el buen decir, no enmudecí ni me aparté de todo mal, y conviví con buenos-hijitos-de-papá que se volvieron hijitos-del-orientador, esto es, gente que siguió sin chistar, sin el menor conflicto, en esa monstruosidad llamada hombre-de-carrera, llamada hombre-de-éxito y que cambió el papá-gusta-del-pequeño-yo por el cabeza-profesor-ama-el-texto-yo. Conocí la violencia intrínseca de esas pequeñas criaturas culturales, criaturas que tachaban de la convivencia a quien dijera algo errado de la cosa-Descartes y de la cosa-Freud, y que, aunque no tuvieran los bienes materiales como la cosa-Mercedes y la novia-cosa-linda-que-va-al-vernissage, tenían muchos bienes culturales dentro de la cabeza y adoraban a la cosa-Kant, a la cosa-Fichte, y a las bellezas de la literatura asimilada en la bolsa de París. Ahora me acuerdo de todo, la así llamada magdalena está enterita atravesando mi boca, y es necesario que diga absolutamente todo, pues eso, como ya dije, no es más que una cuestión mía y si recorro, retrospectivamente, llevado por el rumor de las distancias atravesadas, todos los lugares de mi existencia, todos los con-quién y los gestos a mí dirigidos, percibo, con un mix de náusea y perplejidad, que esos mismos lugares, bordados en el bien y en la corrección, no eran más que escenarios huecos y que los gestos y las palabras escuchadas eran oriundas de una tierra destruida, tierra infinitamente incapaz de iluminar siquiera un pedazo de noche y, así, tanto en el lugar-escuela como en el lugar-noviazgo, tanto en el lugar-familia como en el lugar-diván, noté siempre la misma ausencia del otro, la misma falta de rostro y la misma desaparición de la chispa y así, cuando llegué a Sao Paulo después de tres meses en los Estados Unidos, tres meses esenciales respecto de lo que se dice la buena formación de un joven sano, un joven que después de tres meses de experiencia en un país extranjero se vuelve mejor, más apto y más anticipadamente reciclado que cualquier otro joven igualmente sano que no haya vivido la misma experiencia, entonces, luego de que llegué al aeropuerto, noté la presencia de la entidad-madre y de la figura-padre, pero tanto los ojos de la entidad-padre como los ojos de la máscara-madre no notaron que junto a la gran cantidad de granos internos y externos que habían pululado en mi cara, se había actualizado, cercana a explotar, toda la turbulencia de una pregunta nunca formulada. La pregunta “¿hay alguna vida verdadera en el planeta?” amenazaba disponer de la totalidad de mi ser, minando e interrumpiendo tanto la habilidad mimética como la correlativa capacidad de simular teatros-realidad con el fin de vivir en el mundo sin comprenderlo. Esa pregunta fundadora que es la misma pregunta que me inscribió y que me trajo hasta acá, hubiese quedado completamente plegada e informulada en caso de que el lugar llamado auto hubiese volcado y se hubiese hecho pedazos después de una ligera desatención de mi padre en el kilómetro 76 de la ruta Anhagüera. Vale decir que si me hubiera muerto en el 76 de la Anhagüera no hubiera tenido el tiempo necesario, el espacio temporal necesario e indispensable para desplegar y apropiarme de la pregunta que me fue confiada, y habría desaparecido dejándola completamente envuelta y, en ese caso, mi existencia no habría sido más que un horror y una masacre, pues fue solamente porque pudieron pasar 20 años desde la fecha del kilómetro 76 hasta la fecha de hoy que pude poner la mano en el hombro del adolescente oscuro que viajaba en aquel auto, adolescente que no podía esperar más nada no fuera la propia espera por mi llegada. Y eso sólo porque pude durar 20 años más y pude dejar de estar herido por la pasión de la misma duda; sólo porque realmente pude irme bien lejos del husmeo del mundo y en la investigación de la existencia fue que pude, finalmente, tocarle el hombro al adolescente y, con él, junto a él y sobre todo en el elemento del dolor-de-él, destruir y aniquilar todos los lugares que lo sofocaron. Fueron, por lo tanto, necesarias esas dos décadas para que yo estuviera en condiciones de mirar dentro del ojo del minotauro frío, a él y tan sólo a él, mirarlo cara-a-cara, frente-a-frente, perforando y ultrapasándolo en dirección a una nueva tierra. Es porque me encuentro, ahora, protegido por la palabra de una tierra redimida, que puedo mirar fijamente al minotauro en su propia lengua y desgorgonizarlo y disolverlo hasta el último límite. Si no fuera por esa visita del ahora, si no fuera por el soplo de esa visita, jamás hubiera descubierto lo que me condujo por una historia que es una ausencia de historia y por una vida extrañamente remendada en la falta-de-una-vida. Si puedo ahora abrir la boca es porque fui visitado por la gran ruptura. Es únicamente cuando desaparece la silla en que un hombre se sentó o cuando desaparece la forma que mantendrá toda-una-vida, que se tiene derecho a comenzar a hablar y a exponer. Antes de cualquier visita de ese orden, un hombre es apenas una ilusión ambulante y si se pone a hablar y a narrar, inmediatamente percibimos que su narrativa ya se halla completamente narrativizada y que, ella o él, narrativa y hombre, pertenecen apenas al mundo y no a la turbulencia de la verdad. El hombre que abrió una brecha en la ciudad al gritar por el viaducto y desde la ventana del edificio es quien estará en condiciones de empezar a hablar si no olvida y no suprime el grito al volver a su habitación; mas si permanece en el elemento del grito, comienza a ser, sólo y tan sólo, a partir del elemento del grito, de tal modo que ya no es la ciudad o el edificio los que asisten a ese grito, sino que es el grito quien mira al edificio y a la ciudad. Pasé buena parte de mi vida gritando en túneles, ventanas y callejones, y si hoy no necesito gritar más es porque me volví el propio dolor contenido en aquellos gritos, y es él, y sólo él, quien me autoriza a hablar. Estoy autorizado a hablar no en virtud de mi formación cultural o de la anuencia consentida por el premio-literario, por la crítica-literaria o por el doctor-literario, ni en función de algún embuste llamado competencia comunicativa, sino porque hablo a partir de un dolor tan antiguo que ya estaba presente en la única memoria que dejó el niño que fui.

El niño que fui tenía exactamente 4 años cuando hizo su primer descubrimiento. Era una tarde soleada en la avenida Angélica 1905, depto. 10 B y yo estaba escupiendo carozos de ciruela a los transeúntes que pasaban por la vereda cuando me di cuenta de que las ciruelas se habían terminado y que no podía seguir tirando carozos a las personas que pasaban. Entonces, me dirigí a la ventana ubicada al otro lado del departamento, la ventana que todavía hoy da a un cementerio, y me quedé mirando hacia las tumbas hasta el momento en que fui visitado por el siguiente pensamiento-pregunta: “¿Cuánto tiempo va a pasar, Gombro, hasta que te reencuentres con alguien o con alguna cosa después de que mueras?” Comencé, entonces, a repetir bien bajito la palabra NUNCA para sorprender el momento exacto en que ella llegaría a su fin, pero me fui dando cuenta, al acelerar la enunciación de la palabra nunca, y al decir nunca, nunca, cada vez más rápido, que eso no iba a detenerse ni a parar. El tan esperado momento final a partir del cual algo o alguien volviera a mi proximidad parecía abortarse continuamente. Entonces vi a un hombre cayendo a un desfiladero cuyas rocas estaban marcadas con franjas amarillas de auto-calle y, entrando en ese hombre visualizado, fui viendo las franjas pasar a una velocidad cada vez más rápida hasta que, completamente horrorizado, descubrí que aquella caída jamás terminaría y, todavía, repitiendo el nunca y el nunca con intensidad cada vez más fuerte, sentí la médula concentrarse e irse helando progresivamente hasta que caí en el suelo, completamente inmóvil y paralizado: el infinito me había violado de tal manera que al día siguiente, exactamente al día siguiente, no habiendo podido olvidar lo que había pasado y sin poder buscar más ciruelas ni transeúntes, dibujé con una tiza una línea de casi 30 metros y, poniéndome bien al centro de esa línea, hice un punto, un punto verdaderamente minúsculo que era el punto preciso donde estaba mi vida. Percibí que estaba rodeada de muerte infinita por los dos lados y, aunque yo apenas dibujara como un niño-indio o un niño-chamán, era, en verdad, la célebre frase pascaliana la que deletreaba su peso en mis vísceras: ¡el silencio eterno de los espacios infinitos me aterra! Yo ya conocía, por lo tanto, el sentido de la frase de Pascal unos 20 años antes de haberla reencontrado escrita en un volumen filosófico, volumen que al caer en mis manos provocó la primera reminiscencia transparente de aquella tarde en la avenida Angélica. Y ya que se mencionó aquí el nombre de Pascal, del gran Pascal, que habiendo vivido apenas 39 años tuvo, sin embargo, el tiempo necesario para desenvolver su mensaje y formularlo generosamente a los otros y al mundo, ya que se habló de él, no cuesta tampoco pronunciar el nombre de Descartes a fin de señalar una divergencia esencial y una radical oposición; una vez que yo mismo, sin haberme descubierto en ningún acto de pensamiento conforme reza el principio mismo de la filosofía moderna, pero  sí estremecido mi cuerpo al saberse mortal y yo sorprendiéndome intrínsecamente contemporáneo a la noche de mi ausencia, por eso y simplemente por eso, no pude experimentar, en relación a Descartes, la misma alegría y felicidad que encontré en Pascal. Cuando un hombre descubre el propio ser mediante un acto de pensamiento, él está descubriendo apenas un pedazo construido y secundario de sí mismo y, en ese sentido, se encuentra en la misma situación de aquél que se tantea los pantalones y el sobretodo y piensa estar tocando su desnudez primera, lo que equivale, sin duda alguna y sin la menor exageración, a un error y a un embuste. Hay una diferencia muy grande entre encubrirse y descubrirse, pero este no es, todavía, el momento exacto para hablar de filosofía y ajustar las cuentas con el pensamiento de los filósofos. Cualquier alumno de filosofía podría objetar que René Descartes, conforme a las traducciones españolas de los manuales soviéticos de la historia de la filosofía, que René Descartes no era un mago de la inseguridad, sino que, al contrario, estaba ocupado con la certeza y no con la verdad y que la verdad como certeza es bastante diferente de la verdad como verdad. Mas es temerario hablar y discurrir sobre filosofía. Hay siempre un guardia y hay siempre un espía decretando anticipadamente nuestra incompetencia. Sería necesario un soliloquio a cuatro paredes, cuatro paredes bien cerradas, donde nadie fuese oído; sería necesario, para hablar de filosofía, trasladarse hasta la última ruta de la ciudad de Garaulhos o huir hacia un país de lengua extranjera como Polonia o Turquía, un país donde ya no hubiese más institución filosófica y, por eso, este no es todavía el momento exacto para ajustar las cuentas con el pensamiento de los filósofos. Eso implicaría un enorme desvío, una monstruosa digresión que mostrara que la única manera de no ser completamente aniquilado por el ejército de los filósofos sería medirlos y enfrentarlos a partir de la constante retirada hasta lo informulado de la propia pregunta, una táctica de ida y vuelta, entrada y salida, en que la inteligencia conquistada es permanentemente sometida a la vigilancia de las reservas de la estupidez y de la inocencia, de tal modo que al conocimiento incorporado le sigue la negación y la destrucción del conocimiento incorporado y, la forma adquirida, se sigue del horror y de la náusea por esa misma forma adquirida y así sucesiva e incansablemente, pues es sólo así que se darían las condiciones necesarias y nunca suficientes para eclosionar una pregunta real. Pero hoy nadie dispone del tiempo y del espacio necesarios para mantenerse fiel a lo propio informulado; todo conspira sistemáticamente contra tal posibilidad, de modo que la mayoría de los hombres, y casi la totalidad de ellos siquiera presiente que carga en sí un filósofo posible y que sería exuberante desdoblarlo en el diálogo y en el combate con los filósofos logrados. Porque hoy todo se encuentra radicalmente tapado y suturado, no hay espacio para la realización de la filosofía como sofía y de la sofía como literatura. Para eso sería necesario un inmenso lugar de errancia y vagabundeo, como una buena acogida por parte de los guardianes y de los platonistas de la filosofía, pero los platonistas de la filosofía, los miembros de la institución filosófica, al percibir a alguien queriendo erguir la cabeza con el fin de balbucear sus inquietudes, hacen que ya no se sienta con el derecho de hacerlo.

Si yo, en cambio, me atrevo a abrir la boca para hablar de filosofía es porque me encuentro protegido por la visita filosófica de lo infinito. Es porque a los 4 años, en la avenida Angélica, habiendo repetido muchas veces la palabra NUNCA, me horroricé frente a la incalculabilidad de la duración de lo eterno y porque, en la incalculabilidad de la duración de lo eterno y en el correlato horror-aniquilación que constituiría mi primera formulación, no descubrí ninguna infinitud positiva ni ninguna sustancia fértil que me sustentase, mas, por el contrario, descubrí sólo mi precariedad y mi completa fragilidad, me volví entonces una persona intrínsecamente filosófica, y una persona intrínsecamente filosófica es aquella que está en la situación de decir todo sin negociar absolutamente con nada ni con nadie, pues su único antecedente, su único zócalo y su único maestro es el grito del primer despertar. Porque jamás olvidé ese grito ni me liberé de la amenaza de caer-para-siempre-fuera-del-mundo, por eso, y sólo por eso, mis así llamadas relaciones con la vida se tornaron, todas ellas, sin excepción, intrínsecamente filosóficas y trascendentales. Y desde el inicio, desde que llegué al mundo, entrando en el lugar-maternidad, todos estaban ya ubicados y todos, como en un partido inmóvil de fútbol, vestían sus remeras numeradas y actuaban en las áreas demarcadas con una precisión tal que sentí que se trataba de una partida eternamente presente y de una partida que jamás había comenzado, y así percibí la sonrisa del doctor médico y la sonrisa del doctor médico coincidió absolutamente con la sonrisa médica del doctor y cuando él sonreía, simultáneamente, mi abuelo, inmutable, observó que yo era excesivamente colorado y que tenía una nariz un poco demasiado grande y mi madre, habiendo escuchado esa proposición de mi abuelo, tuvo alguna dificultad para sujetarme de la manera correcta, de la manera que ella había leído en el manual científico de la buena madre, pues intentó medirme y evaluarme con el fin de precisar si esa cosa roja y bulliciosa no venía con algún defecto estético. Fue necesario que la figura-padre contase y corroborase el número de deditos, lo que hizo enseguida y obsesivamente por cuatro veces, iniciando así mi primer aleccionamiento, para que la entidad-madre consiguiese esbozar su primer gran pulsión de recepción: una sonrisa realmente blanca y maravillosa extraída de los mejores textos indicados por el tercer doctor, un doctor muy importante que no se encontraba ahí, pero que había prescrito, de antemano y de un modo radicalmente trascendental, la totalidad de los procedimientos obstétrico-anestésicos del parto de la beldad-madre. Y es obvio que todo salió perfectamente, todo funcionaba maravillosamente bien y yo era, excepto por la nariz un tanto grande y el pelo rojizo, razonablemente perfecto, diríase que hasta hecho a imagen y semejanza de la cosa-dios y de la familia y, por eso, todos transitaban alegres y sonrientes dentro del lugar-maternidad. Hasta la misma realidad-abuelo, que siempre parecía recién salida del baño y, ya sea de madrugada o después de un vuelo de dieciséis horas era sorprendente constatar que la realidad-abuelo continuaba idéntica a la realidad-abuelo, incluso esta se permitió una palabra no-jurídica al hacerle un cumplido a la enfermera y felicitarla por el éxito de la operación. Todo iba muy bien y todo iba tan bien en el interior del lugar-cuarto, ubicado en el interior del lugar-maternidad, incluido en el interior del lugar-mundo, que nadie notó que la primera sonrisa de la figura-madre no me convenció. Quedé extremadamente desconfiado y no fui seducido por la primera gran exhibición de la dentadura de la figura-madre y, desde ese primer momento, habiéndome preguntando si eso era realmente una sonrisa humana, se abrió entre la totalidad de aquella familia y yo una cesura monumental y una radical oposición, pues me pareció que aquella familia, en la condición de célula-familiar, se encontraba ahí desde siempre, y desde siempre todos estaban puestos en un eterno presente mientras que yo, y sólo yo, habría venido de noche y sorpresivamente, y que yo, en la condición de recién llegado y, por lo tanto, completamente reminiscente de la sublevación de esa misma llegada, desembarcaba en el interior de una familia que parecía no tener ninguna marca de llegada ni ninguna reminiscencia de partida.

Comencé, por lo tanto, a distanciarme y a no participar de los rituales de aquella familia; supe que había caído en un lugar equivocado, en un lugar infinitamente aguado y diluido, y que debería existir otro planeta donde la vida fuese verdadera y, emprendiendo la retirada en la dirección contraria, la dirección de la noche que me precedía, me volví una espera infinita, una lenta paciencia dirigida al verdadero nacimiento. Vale decir que luego de los primeros instantes, habiendo metido la cabeza en la maternidad y no habiendo podido colgarme de la sonrisa-madre, pues la sonrisa-madre, en cuanto armazón siniestra del bien, ya no guardaba ningún recuerdo de mi esencia, fui obligado a desdecir el mundo y a retroceder hasta la región de las antecámaras. Y es preciso señalar que luego de ese primer retroceso corrí el inmenso riesgo de volverme un grito eterno y de caer para siempre en la dirección del nunca, como fue el caso de una gran cantidad de personas que conocí y con las que conviví, personas que se encuentran colgadas apenas de un jirón de palabra o del jirón de alguna exquisitez para no desaparecer y para no hundirse para siempre, personas que son sistemáticamente destruidas y aniquiladas por los funcionarios del bien, y los funcionarios del bien, ya sea prendiéndose de la vieja caridad cristiana, ya sea prendiéndose del moderno saber biológico-psiquiátrico, se alejan constante y permanentemente de cualquier posibilidad de relación humana con el dolor humano, pues tanto la caritas cristiana cuanto el negocio de la cosa-dios como la medicación psiquiátrica y el negocio del programa-científico, exorcizan incesantemente el rostro del hombre, y si afirmo eso, lo afirmo con la boca llena, pues experimenté en mi propio cuerpo la posición de ostracismo a la que me condujo la boca del consuelo y la posición de abandono a la que me condujo la mano que medica y sé, en la forma de un saber concreto, que la boca del consuelo mira solamente hacia lo alto y que se encuentra completamente mediatizada por el ojo de aquel que todo lo ve, y el ojo de aquel que todo lo ve genera en los hombres apenas actos intencionales, y los actos intencionales, precisamente en tanto intencionales, no pasan de actos muertos y auto-referentes y, en esa condición, jamás alcanzarán el rostro del hombre que espera, lo mismo ocurre con la mano que medica, pues la mano que medica, al refugiarse y protegerse en el diagnóstico y al mirar sistemáticamente en la dirección del saber y del diagnóstico, empuja nuevamente hacia el limbo el rostro del hombre que sufre, volviendo a ese mismo hombre cada vez más solitario, cada vez más desesperado. Pero no pretendo todavía –y todavía no es el momento adecuado– ajustar las cuentas con los hombres-trajeados-de-negro y con los hombres-vestidos-de-blanco, eso exigiría otra inmensa digresión y desvío, un desvío que yo estaría, sin embargo, bastante capacitado para realizar, pues ya estuve alojado y ya fui inquilino tanto de la celda de los primeros como de la celda de los segundos, y percibí que constituyen apenas un prolongamiento y un refinamiento de la misma celda, un aumento de grado en la sutileza decorativa pero que, esencialmente, hay una continuidad completamente armónica entre el representante de la entidad-dios y el representante del programa-científico.

Si no pretendo emprender ahora este necesario ajuste de cuentas, ahorrándome mi autobiografía con un proceso constante de scheerazadización digresiva, es porque, por ahora, sólo me interesa señalar que esos dos tipos de carceleros no tienen la menor condición para dialogar ni comprender a quienes se han convertido en un grito eterno, y eso por la simple razón de que ellos viven en las antípodas y, por vivir en el viejo sueño del lugar antípoda, no están dispuestos al sacrificio de dar vuelta su lado oscuro a fin de encontrar la indigencia adecuada y la pobreza necesaria que les permitiría una aproximación a los hombres del grito. Yo mismo, habiendo escapado por un tris de convertirme en un grito eterno, como ya dije, después de que entré en el cuarto de la maternidad no quedé convencido con el primer saludo de mi madre y, no habiendo sido alcanzado por esa recepción, retrocedí en fuga con dirección al abismo que me precedía, pero –y aquí está el detalle esencial– ese retroceso sucedió de un modo tal que mientras retrocedía, simultáneamente me agarraba a la hilacha de una pregunta y esa pregunta, en la condición del primer extrañamiento del mundo, me protegió de la completa desaparición y de engolfarme enteramente en la oscuridad, y pude, por lo tanto, salvarme del grito eterno, pues me convertí, al mismo tiempo, no sólo en grito eterno, si no en pregunta por la esencia del mundo y el sentido de la realidad. Vale decir que en esa extraña condición de habitante doble y de animal de frontera pude transitar y espiar de un lado para otro, y pude deambular incansablemente por los lugares antípodas sin jamás conseguir fijar residencia ya fuera de un lado o del otro y, privado tanto de la capacidad de tragarme el gigantesco teatro del mundo como de soportar el engolfamiento de la muerte, me convertí en apenas una pregunta y esa pregunta en tanto espera y expectativa por una vida verdadera me sostuvo y me condujo por todos los lugares y todo lo que fui hasta la edad de 34 años y, hasta la edad de 34 años, a pesar de la aparente heraclitización y de la aparente multiplicidad de formas e identidades que asumí, fui apenas una única pregunta ambulante, pregunta dirigida a todos los lugares y a todas las personas que encontré y, desde el primer momento, desde el momento inicial cuando empecé a chupar y succionar el pecho materno con violencia e intensidad crecientes, lo que me llevó a mi primera consulta pediátrica, yo ya me encontraba completamente dispuesto por la pregunta acerca de la esencia de la tierra, y por la pregunta acerca de la esencia del mundo en cuanto población humana y, acosado por un ¿hay-alguien-ahí? y por un ¿hay-alguien-viviendo-ahí?, fui llevado a chupar con fuerza del pezón materno a fin de dislocar y desalojar a la entidad-madre en tanto estatua, pues apenas desalojara a la estatua-belleza-madre surgirían las condiciones para el advenimiento de otra madre, de una madre cuya chispa trágica, cuya chispa y caos adormecidos pudieran saludar el milagro de mi llegada. Sin embargo, mientras más berreaba y succionaba, la figura-madre más se asustaba y más entablaba conversaciones pediátricas con otras argamasas y bloques parlantes, de tal manera que no tuve otra alternativa que retroceder hasta muy lejos y, con la parte que quedaba, dar comienzo a mi carrera de actor y de falsificador de identidad.

Me convertí, por lo tanto, en un actor y un simulador de identidades y, ya sea que estuviera en el lugar-escuela jugando un partido de fútbol, o ya viajando para alguna ciudad con la figura-padre, sabía perfectamente que estaba simulando tanto el acto de jugar como el acto de viajar y, así, cuando estuve en la ciudad de Brasilia de la mano con la figura-padre y él, exhibiendo sus conocimientos decorativos y arquitectónicos señaló hacia los elementos-vaciados, lo que constituye aún hoy, una de sus expresiones predilectas, él mal sabía que su propio hijo era un elemento verdaderamente vaciado y que aquellas dos palabritas, elemento y vaciado, eran radicalmente oraculares, pues el niño, en su condición de hijo, se encontraba machucado por una especie de omnisciencia divina y, vagando por el elemento de esa omnisciencia, se observaba a sí mismo constante e implacablemente, anticipando en casi 30 años a la totalidad de los lugares arquitectónicos, todos ellos observados y vigilados por cámaras que nunca parpadean y que desconocen el sueño. Porque el gran ojo del abismo siempre me vigiló, me convertí en un elemento vaciado y, en la condición de elemento vaciado, incapaz de erigir cualquier identidad. Hombre e identidad se fundan en el olvido y, así como un planeta que se supiese escrutado por la proximidad de un agujero negro dejaría de poder persistir en el sueño de su planetidad, así también el planeta que fui, el planeta-Gombro, hizo todos sus viajes en estado de dilaceramiento continuo y eso no sólo en el viaje a Brasilia, cuando por primera vez escuché una palabra-de-destino, mas antes y después y en todos los viajes, incluso aquel ya mencionado, a los EEUU, a donde fui a fin de perfeccionar el idioma inglés y aumentar la extensión de mi ejercicio de saber y de experiencia para obtener una plaza en la Escuela Politécnica, viaje del cual lo que más recuerdo, un recuerdo típicamente encantado y proustiano, es una visita a la universidad de Berkeley, donde, extasiado, me quedé observando a un hombre pelirrojo de 2 metros de altura con una camiseta negra donde estaba escrito: “Black holes are out of sight”. Ese hombre, como pude percibir, estaba rodeado de alumnos con cara de genio y esos alumnos con cara de genio escuchaban piamente al inmenso profesor con los ojos y cabellos einsteienneanos de un verdadero hipergenio y yo, estando cerca y habiéndolos rodeado por más de 30 minutos con todos los pelos parados, noté que ellos hablaban precisamente de supercuerdas y de agujeros negros, y yo ya tenía entonces el sueño secreto de hacerme astrofísico y de poder conversar con el enigma del agujero negro y en eso estaba pensando cuando la figura-padre me buscó en el aeropuerto, y mientras manejaba a alta velocidad por la autopista de Anhangüera yo, con el rostro lleno de granos, pensaba en cómo podría llegar a ser astrofísico si era un idiota que no comprendía los caracteres matemáticos y era necesario ser muy inteligente en el trato de los caracteres matemáticos para entender un agujero negro. Y en eso pensaba y eso me causaba un dolor inmenso y una duda atroz, y jamás hubiera descubierto de qué me hablaban ese dolor y esa duda atroz si el auto de la figura-padre hubiera volcado y se hubiera hecho pedazos en el kilómetro 76 de la autopista Anhangüera. Vale decir que si hubiera muerto en el 76 de Anhangüera, me habría llevado conmigo un dolor monstruoso, un dolor nunca desenvuelto, y entonces, según esa hipótesis, la opacidad de mi rostro adolescente hubiera desaparecido sin que hubiese podido llegar a luz el testimonio y la narrativa de mi pasaje. Por eso, esta autobiografía en cuanto heterotanatografía no es más que el instante de celebración intensa donde abro la caja negra de mi vida entera con el fin de decir la contraseña que me fue confiada. Y fueron, por lo tanto, necesarias dos décadas para que yo estuviera en condiciones de desenmascarar la astrofísica y sus tentativas de comprender el agujero negro. Los astrofísicos son seres aterrados y maravillosos que viajan solitarios por los extraños mares del pensamiento, pero ellos se olvidan que no es necesario ir tan lejos para investigar el agujero negro, porque el agujero negro está bajo nuestros pies, está aquí, ahora, golpeando mi pecho con su viento terrible y, como tal, constituye nuestra máxima intimidad. Y justamente ahora, cuando la ciencia alcanza los confines del microcosmos y del macrocosmos, justamente ahora que toca el fin de las cosas, descubriendo caos e indeterminación por todas partes, se vuelve claro que ella no era más que un elástico incesantemente estirado y tensionado cuyo punto inicial permanece invariable sin haber abandonado nunca su lugar. Justamente ahora que ella alcanza su propio fin, descubriendo en el macrocosmos entidades autodevorantes y en el microcosmos aquello que está aquí y simultáneamente no está aquí, se vuelve nítido y evidente que el pedazo elidido del observador, su “locura congénita”, reaparece, ahora, en un terremoto de proporciones gigantescas e, incluso si un lado del telescopio es una galaxia distante, el otro es un pequeño pedazo de cuerpo humano llamado ojo. Y es por eso que siempre pienso en las terribles depresiones de Stephen Hawkings, depresiones que acompañan su búsqueda de la ecuación fundamental que estaba dentro de la cabeza de Dios; las depresiones de Stephen Hawkings jamás terminarán, porque donde hay todavía una pizca de cuerpo humano no habrá poder alguno y en esto, Stephen Hawkings, fue precedido no sólo por el maravilloso Isaac Newton, sino también por los padres de la iglesia que, para escribir inmensos tomos teológicos, veían sus crisis de fe aumentar en la misma proporción en que escribían. A pesar de esto todavía no es el momento adecuado para saldar las cuentas con el pensamiento científico: el pensamiento científico es hijo de la inteligencia y la estupidez de la inteligencia consiste en la eterna postergación de la verdad y, por eso, luego de hablar con el ombligo-del-físico y no con el intelecto-del-físico, percibimos que el intelecto-del-físico es apenas una pequeña cuerda a la que él se aferró con el fin de construir preguntas potencialmente contestables y toda esa construcción no es más que el testimonio y la reminiscencia del instante fatal en que el niño aterrado, el niño del ombligo-del-físico, cambia el territorio abierto del rapto por la protección de la provincia cerrada del intelecto. Y ése es justamente el momento letal en que el niño se extravía en la dirección del mundo-argamasa, porque la verdad del intelecto en cuanto verdad de lo que se conoce, y de lo que se calcula, contiene una antiverdad en la medida en que la verdad como verdad es un rapto incontrolable.

Pero yo todavía no sabía nada de eso cuando, con el rostro lleno de granos, volvía para São Paulo en el interior del auto de la figura-padre y, mientras el auto se deslizaba por la ruta, miraba mi rostro reflejado en la ventanilla del vehículo, y lo contorsionaba y hacía muecas y a tientas me tocaba los granos y, a pesar de que estuviese ubicado en el interior del auto de la figura-padre, era, en realidad, en el exterior del auto que sentía y veía todo aquello que estaba pasando en el interior del auto conducido por la figura-padre. E incluso si me acostaba o cerraba los ojos en el interior del auto, era en el margen y el cantero de la ruta, ahí, donde siempre florece el follaje silvestre y desde donde se ven el mendigo y el perro moribundo, que me seguía preguntando: “¿qué es un auto? ¿y hacia dónde va este auto? ¿y quién es el chico de granos contorsionando el rostro? y, sobre todo, ¿cuál es el modo de vida en un planeta donde un chico es obligado a contorsionar el rostro?”. Y esas preguntas, con la condición de preguntas capitales y de preguntas continuas, persistían siempre y todo el tiempo, y todo el tiempo seguí contorsionando el rostro y las palabras en todos los lugares, y en todos los lugares no tuve lugar alguno y no hubo careta alguna que me convenciera, ni figura alguna que encajara en el rostro del dolor y la pregunta y, aunque he intentado todo el tiempo y el tiempo entero imitar a aquellos que conocí y colgarme de alguna identidad a fin de conseguir la ciudadanía en el lado de adentro del mundo, jamás alcancé la ciudadanía del lado de adentro del mundo y eso duró hasta la edad de 34 años, cuando, finalmente, la noche del evento, el evento de doce días atrás, habiendo entrado a mi cuarto y habiendo constatado que mi cuarto era un cuarto-estético y un cuarto-sólo-para-ver-y-para-mirar, destruí, entonces, ese mismo cuarto, y lo convertí en un cuarto-para-escribir y en un cuarto donde pudiese escribir una verdadera filosofía de vida, una filosofía que mostrase cada palabra y cada concepto en la experiencia y en el gesto que los generan; entonces, esa noche, durante la noche-ápice de mi acontecer, después de haber abierto un agujero en la pared del cuarto y haber visto una estrella puntiaguda bailar en el abismo negro de la noche, percibí, finalmente, que el camino del mundo no era separable del camino de la muerte, y que el abismo y la casa se pertenecían mutuamente en un éxtasis continuo; entonces, esa noche, fui visitado por el niño que fui y comprendí que el niño fascinado que fui se mantuvo siempre firme ante la abundancia de presentimiento y que su lugar tenía un nombre y ya no me cuesta decirlo: la inminencia del acontecimiento. Y, a veces, cuando la tensión de presentimiento explotaba, el cuerpo (inmensamente solitario, inmensamente autístico) era arrastrado por el estremecimiento. ¡Sí! pues ¿quién hubiera sido yo sino el teorema extraño y maravilloso que me recorrió? Al atravesar el largo cantero de hierba que daba hacia la playa, saltaba los fragmentos brillantes y ponía los pies sobre las piedras oscuras. Mirando el mar, comprendía que sería necesario cegar mis ojos con el fin de soportar la intensidad del idioma desconocido. Y fue en el área concentrada del terrorismo de la belleza que se erigió mi primer rostro.

(Traducción: Tatiana Faria, Luisa Domínguez, Ignacio Montoya y Juan Revol)