Una parte de la obra de Eve Gil (Sonora, 1968) podría compararse con una serie de ventanas y puertas que nos conducen hacia la obra de otras autoras. Evaporadas, las chicas malas de la literatura, no escapa a dicha descripción y, en su interior, podemos tropezarnos tanto con nombres conocidos como con otros que quizá sean extraños al lector.
Los textos que conforman Evaporadas, nos dice la propia autora en las páginas iniciales, tienen su origen en La trenza de Sor Juana, de soporte digital pero que en un principio anidara entre las páginas del periódico Excélsior en forma de columna. Miguel Barberena, editor del suplemento Arena de ese diario, le dio a Eve la oportunidad de escribir sobre lo que quisiera, y ella eligió hacerlo sobre escritoras, “con énfasis muy marcado en autoras poco o nulamente reconocidas, pese a contar con méritos suficientes”.
Idéntico origen encontramos en el título La nueva ciudad de las damas, publicado a finales del año 2009 por la Universidad Nacional Autónoma de México; volumen dedicado igualmente a mujeres que escriben, tiene entre sus páginas ensayos a través de los cuales la también autora de Virtus nos presenta, entre otras, a las merecedoras del Premio Nobel de Literatura a lo largo del tiempo. Evaporadas, continúa su autora, viene a ser la cara B de aquel primer título, y el motivo conductor, además de la calidad que permea la obra de las escritoras abordadas, es una biografía difícil: “el criterio de selección de las autoras de este libro se fincó en que, si bien no le pedirían nada a las del primero en cuanto a la calidad de su obra literaria, no serían precisamente mujeres que la sociedad denominaría como “buenas influencias” para mujeres jóvenes, aunque a estas alturas resulta impreciso y vago realizar juicios morales con base en una serie de actos u omisiones” nos dice Eve aún en el texto introductorio, que lleva el mismo título del libro.
Así, entre aquellas escritoras que se dejan arrastrar por el infortunio de forma pasiva, sin apenas moverse, sin tratar de ponerle remedio a su situación, la autora escoge a veintiocho entre las que figuran nombres como Alejandra Pizarnik o Sylvia Plath, poetas para quienes sólo hubo consuelo en la muerte por mano propia, en un puñado de pastillas y en la llave abierta del gas, respectivamente. A ellas se unen, por ejemplo, Pita Amor, Leonora Carrington, Elena Garro y Virginia Woolf, pero junto tenemos algunos nombres no tan conocidos, como Kathy Acker, Delmira Agustini o Renée Vivien. Para todos los casos, Evaporadas funciona como una especie de tarjeta de presentación, y el lector que sólo haya escuchado de una u otra autora, encontrará en el volumen de ensayos-biografías de Eve Gil una guía, un punto de inicio a través del cual le será posible acercarse a la o las escritoras que llamen su atención.
Además de esto, en las páginas salidas de la pluma de Eve hay amenidad: texto tras texto, ella nos va platicando sobre el aspecto físico de sus abordadas, sobre los eventos que moldearon sus biografías hasta volverlas difíciles, hasta alejarlas de los lineamientos que la sociedad dicta para considerar “buena” a una mujer, convirtiéndolas en la existencia de unas “evaporadas”, en los términos que Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010, usa para referirse a ese tipo de mujeres en su libro La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary, y que cita Eve Gil en un epígrafe: También el sueño parece privilegio masculino, pues aquellas que buscan la evasión imaginaria, por ejemplo a través de las novelas, como Madame Bovary, están mal vistas, se les consideraba unas “evaporadas”…
Leyendo lo anterior, podemos darnos cuenta que la amenidad de la prosa de la autora sonorense está salpicada de investigaciones, de erudición. Eve entrega a su probable lector nombres como el de Vargas Llosa o el de Henry James, a quien acude para describir a Alice James, hermana del autor, que así le escribe a su hermano William en referencia a la ya fallecida Alice: “he quedado profundamente impresionado por él [Diario de Alice], como revelación de un cuadro moral y personal. Es heroico en su individualidad, en su independencia…” Podemos describir Evaporadas como un conjunto de ramificaciones que nos acercará a veintiocho escritoras a través de los ojos de su autora, sí, pero también por medio de la mirada y los testimonios de quienes las conocieron, de ciertas personas que convivieron con ellas.
El índice registra nombres de mujeres con diferente nacionalidad, vivas en una época lejana, cercana, que podían o no conocerse entre sí, narradoras, poetas, alguna dramaturga: Pita Amor, Djuna Barnes, Leonora Carrington, Elena Garro, Carson McCullers, Dorothy Parker, Mary W. Shelley, Marina Tsvietáieva, entre otras. Lo que las une, es el hecho de no haber tenido un comportamiento correcto frente a las reglas establecidas por la sociedad; cada acto, así, se convierte en un eslabón dentro de esa cadena de acontecimientos que conforman una vida no convencional, moralmente reprobable y merecedora de cuantas desdichas la derrumben.
En cuanto a esas desgracias, dentro de Evaporadas encontramos un amplio catálogo: el cáncer de mama que llevará a la tumba a Kathy Acker; la psicosis maniaco-depresiva que se le diagnostica a Jane Bowles, esposa de Paul Bowles, que también sufrirá un ataque de hipertensión que la recluirá en la Clínica de los Ángeles, de Málaga, España; la adicción a la heroína de Anna Kavan, sustancia que ella misma se inyecta ayudándose de una jeringuilla, calificada como bazooka por el escritor Rhys Davies; la afición al alcohol de Dorothy Parker; la eterna depresión que llevará a Alejandra Pizarnik a intentar dos veces un suicidio que ha de cristalizarse a la tercera oportunidad; el accidente que sufrió Albertine Sarrazin al saltar la barda de la prisión donde purgaba “el tercero de siete años de condena”, evento que le dejó roto el astrágalo, hueso del talón. A esta serie de acontecimientos, fuera del control de quien los sufre, se unen las acciones de cada autora y las características que conforman su personalidad: las tendencias lésbicas de Jane Bowles o de Sarah Kane; el hecho de vivir una aventura con un hombre casado, como hizo en el siglo XIX Mary Shelley; el ostensible desprecio al “populacho” de Pita Amor, el que le hace responder al preguntársele su opinión sobre el terremoto de 1985: “¡Qué bueno! ¡Es una poda de nacos!”, según escribe Elena Poniatowska en Las siete cabritas y cita Eve Gil en su capítulo dedicado a la poeta mexicana; la misantropía de Claire Goll, que la lleva a afirmar sobre su propio sexo: “La mujer es un cero a la izquierda, nada más que un montón de ovarios y me incluyo en el lote”; la autocompasión de Jane Bowles, que se describe en los siguientes términos: “las cartas de Jane pueden sacar de quicio: son interminables ristras de lamentos; recuentos de cuitas en tono discretamente autocompasivo. Pero también llega a ser mezquina”.
A este recuento se suma lo que la sociedad considera uno de los peores pecados, pues se antepone al objetivo de vida de cualquier mujer, según ciertas mentalidades: la procreación. La protagonista es Charlotte Perkins Gilman, autora del relato El tapiz amarillo, que H. P. Lovecraft contaba entre sus favoritos, y la falta es aquello que en la actualidad se conoce como depresión post parto, término inexistente en el siglo XIX. Eve Gil esboza así ese sentimiento para el cual la reciente madre no está preparada: “…el bultito de carne que depositan en tus brazos te resulta pavorosamente ajeno. Despierta tu conmiseración, más que algo que asemeje al amor. Amor de madre. Lo que desde niña te prometieron sería el momento más dichoso de tu vida, se manifiesta en zozobra y miedo: ¿y ahora qué?”
Considerando semejantes biografías, no es de extrañarse que la obra de estas autoras sea lo contrario a una historia rosa o a un cuento de hadas, y si existe ese endulzamiento en alguna, se hace un alto y se enmienda el camino: Eve Gil lo señala en el ensayo titulado “Jugar con hielo”, que dedica a Anna Kavan, cuyo nombre real era Helen Emily Woods. En un principio, Anna firmaba sus obras como Helen Ferguson, apellido que tomó de su primer esposo, Donald Ferguson; sus libros eran novelas rosas, cuya trama se desarrollaba en sitios como Home Counties, “de los condados más ricos y conservadores de Gran Bretaña”, y tenían títulos como Un círculo encantado, La hermana oscura y Sólo las ricas pescan un rico. Tenemos aquí un escenario por completo prescindible: una escritora entre muchas; un nombre confundido con otros porque cualquiera pudo urdir esas novelas de champagne, viajes, mansiones y desenlace de matrimonio, pues otro no cabe; una escritura por la cual los críticos no hubieran dado tres centavos.
Un día, nos dice Eve, las visitas de Mrs. Ferguson amanecieron con un recado suyo: “había incinerado los borradores de sus próximos best-sellers (junto con su polvera y sus perfumes). Nunca más escribiría historias de amor, se divorciaba de su segundo marido y mandaba a todos al carajo, ¡a todos!, marido, jardineros, gorrones y criados incluidos. Sólo los perros y las rosas se quedaban”. Algunos años más tarde, aquella Mrs. Ferguson de olvidable obra, reapareció sin el antifaz que había usado hasta entonces; se llamaba Anna, había leído a Kafka durante su encierro voluntario y su obra “resultaba en una genial aunque cruel parodia de sí misma; parodia encaminada a borrar cualquier vestigio que pudiera identificarla como Mrs. Ferguson”.
Honestidad. En esta palabra se resumen no sólo las acciones que llevaron a Helen a ser Anna Kavan, y lo que acerca de ella escribe la autora de Evaporadas, bien puede aplicarse al resto de quienes integran el índice: “Quería ser humana. Quería ser una escritora auténtica. Quería sudar. Ganarse el respeto por lo que hacía y no por quien era. Mancharse las manos de palabras genuinas: heces, sangre, miasmas”.
Así, vemos a estas “evaporadas” vertiendo en su obra experiencias personales, duras, como ocurre con Charlotte Perkins y la depresión post parto que la llevará a escribir El tapiz amarillo cuando su médico se lo había prohibido. Tales experiencias, al igual que la visión del entorno, pueden ofrecerse suavizadas con alguna imagen, con metáforas, o bien ser arrojadas al rostro del lector, el lenguaje desnudo, crudo, cruel, como lo es el de Sarah Kane, autora de piezas teatrales en quien los conocedores ven un Rimbaud femenino, posmoderno y altamente peligroso, escribe Eve Gil. “Banquete repugnante de inmundicia”, concluyen casi con unanimidad los críticos londinenses ante su obra Blasted, que va más allá de romper con lo establecido: lo apuñala, lo viola, le devora los ojos.
A fin de cuentas, de eso se trata la literatura, no de un lenguaje violento sino de honestidad, de miembros libres de cualquier disfraz y plumas que registran el sentir de quien las empuña ignorando el qué dirán, sin reprimirse ni acatar la moda de la época o las directrices que la sociedad estipula para una “buena mujer”, pues no importa nada más.
Eve Gil, Evaporadas, las chicas malas de la literatura, Nitro Press, 2018, 222p.