El cuarto oscuro de la vida

1799

“Nosotros los escritores no podemos discriminar las palabras. No tiene sentido que un autor diga eso no lo puedo usar.”

Rubem Fonseca

 

Caimán recorrió con la mirada su cuarto de trabajo. Llevaba tres semanas sin salir; la tristeza llegó a su rostro, ese semblante que no esconde los setenta años de edad. Siguió mirando: título mundial de peso completo en la lucha libre cuarenta años atrás. También miró trofeos, fotografías, y la mesa de chamba a lo que en la actualidad se dedicaba: hacer llaveros, máscaras, luchadores de plástico, todo eso para sobrevivir. Siguió mirando. Es cuando descubrió la nota periodística en un cuadro de madera con vidrio, donde se escribió sobre su triunfo, al ganarle el campeonato mundial de peso completo, al luchador japonés Takama Nikachi. “1980, año esplendoroso para mí”, pensó y su recuerdo se fue hacia allá, a la Arena Coliseo. Creyó ver aquellos reflectores potentes alumbrándolo, y aquel cuadrilátero, donde sólo se habían atrevido a luchar, grandes gladiadores, hombres fuertes, que incluso, algunos tenían como seudónimo luchístico, nombres de los dioses del Olimpo. Sonrió cerrando los ojos. “Lucharánnn, a tres caídas sin límite de tiempo. En la esquina izquierda, el retador mexicano Caimánnn, y en la otraaa…

Volvió a su realidad: una ambulancia había llegado a la casa de un vecino. La sirena siguió sonando. Se levantó de la silla, lo hizo despacio; las piernas le temblaban. “Cómo pesan los años”, pensó, acercándose a la ventana. Ahí estaba la ambulancia, con su potente luz. “Es la casa de Pancho”, pensó. Siguió mirando. Aquella ventana, en muchas ocasiones fue cómplice de las parrandas de Pancho. Ahora la situación cambió. Puso mucha atención cuando vio salir a los camilleros: los rostros cubiertos con mascarillas, guantes, gogles y trajes especiales; el cuerpo de Pancho iba tapado con una sábana blanca. “Pancho murió…murió de coronavirus”. Este pensamiento, hizo que sus ojos sacaran lágrimas desde la raíz. Pancho siempre fue buen amigo con él. Mariachi desde muy joven, se aficionó a las bebidas alcohólicas. Cuando le dio el temblorín, ya no pudo tocar; entonces se paraba en cualquier esquina del barrio, cantaba con voz horrorosa y pedía dinero. Caimán recordó todo eso. Pancho fue veinte años más joven que él. Chale mi campeón, rómpale su madre al japonés ese que se siente muy chingón, piensa que con sus ojos de rendija va a meter miedo,   recordó que eso le dijo Pancho en aquella pelea histórica. Pero ahora la pelea, su pelea, era otra. Era una lucha doble: por la vida y por conseguir dinero. Desde que se estableció en el país Susanadistancia, ya no pudo salir. No es que no pudiera o no quisiera. Eso no. La edad hizo que en sus huesos viejos penetrara un miedo de tercer grado, profundo, un pavor que lo agarraba de las caderas, haciendo que permaneciera sentado. No salió. La juventud se llevó su valentía y fortaleza, dejándole un cuerpo viejo, mal comido, deshidratado y con una obesidad digna de una alimentación desnutrida: pura grasa y harina. Todo eso lo asustaba. Prendía su viejo radio y lo primero que escuchaba era “sólo una cosa te pedimos, por favor…no salgas. Hazlo por ti, por nosotros y por los médicos y enfermeras que están luchando por nosotros”. Sabía que eso era cierto. El gobierno no estaba mintiendo. “¿Y si lo estuviera haciendo?” Desechó esa reflexión. Millones de gente confiaron en el actual mandatario, no podía fallarles. Sacudió los pensamientos, secó las lágrimas y siguió mirando a través de la ventana.

La ambulancia se alejó a través de la calle.

“Tengo hambre”, pensó, encaminando sus pasos a la cocina. Buscó sin encontrar comida. Siguió hurgando en todos los rincones hasta que encontró una lata de frijoles. Sonrió. Lo hizo como cuando era niño, en su tierra natal: Papantla. Fue un 31 de diciembre. En la tarde, salió con sus primos a dar boleada. Hay chamba, decían contentos, sí, hay chamba. Cayó la noche sin que se dieran cuenta. La iglesia dio doce campanadas. Llega el año nuevo, llega el año nuevo, gritaron, corriendo al mismo tiempo. Se detuvieron y la sonrisa se les borró del rostro. Para que llegar rápido, si no hay nada de comer en la casa. Eran ciertas las palabras de su primo mayor, Lázaro. Caminaron despacio. Descubrieron una fonda. Enmoladas, enmoladas…vamos a cenar enmoladas.

Todos corrieron hacia allá.

Sentado en la silla y recargando los codos sobre la mesa, miró el fondo de la lata de frijoles. “La única”, pensó, chupando la cuchara para no sentir remordimiento de hambre. “Bonitos recuerdos”, pensó, olvidando por un momento la muerte de Pancho. Necesito dinero, dijo rascándose los cabellos blancos. No tengo nada de nada. Sintió preocupación. Susanadistancia había sido respetada hasta el momento por él: no salir, no salir, no salir. En ocasiones, se ahogaba en su propio olor. En la vecindad, casi no llegaba el agua, por lo tanto, no se bañaba seguido. Sintió miedo. Miedo profundo, desgarrador; se convirtió en terror con dientes de muerte. “No tengo a nadie a mi lado”, pensó con el arrepentimiento de no haberse casado. Dio de puñetazos en la mesa. Buscaré algo en mi escritorio, dijo con voz fuerte, como si con ese tono apareciera lo que necesitaba en ese momento. Se levantó y fue hacia él. Abrió el primer cajón y comenzó a buscar. ¿Qué buscaba? Sacó papeles viejos, lápiz sin punta, y una fotografía de muchos años atrás. Sonreía, lo mismo que la muchacha a la que abrazaba. Sus ojos quedaron fijos. Tenía años que no había puesto aquella foto en sus manos; ahora lo hizo con el dolor de un amor perdido. La volteó para ver la dedicatoria: Para Caimán, el amor de mi vida, jamás te olvidaré. Susana. México, 1984.

“¿Por qué te dejé ir?”, pensó, agitando el pecho. Guardó de manera delicada la fotografía y cerró el cajón de aquel escritorio ochentón. Veré si mañana puedo vender mi celular, está viejo, pero… dijo quedo. Se levantó, fue hacia la colchoneta, se acostó, quedando profundamente dormido.

El celular tardó sonando. Medio adormilado, logró escuchar la llamada. ¿Bueno?, respondió con el sueño encima. En el otro lado de la línea se escuchó una canción. ¿Sabes quién te habla? Humm, Los sonidos del silencio, Simon y Garfunkel, claro que sé quién me habla: el mismísimo Simón Alcázar. El mismo que viste y calza; y claro, visto bien y calzo bien. Déjate de albures, ¿para qué soy bueno? Para la cama no, ya estás viejo, pero para otras cosas, sí. Déjame comentarte. Qué comentarte, mejor dicho, invitarte. ¿A qué? Como empresario que soy, y con mucho billete, quiero ayudar a los jodidos como tú, par…, déjate de mamadas, Simón, y al grano. Okey, okey, no te encabrones; yo que te quiero dar de comer, y te pones como vieja embarazada. Pues mira, el bisne es el siguiente: junto a esta pandemia, que a todos nos está rompiendo la madre, decidí sacar playeras en grandes cantidades con la máscara de tres luchadores chingones; en esos tres, estás tú, pinche Caimán, estás tú. ¿Y eso qué? ¿Cómo que qué? ¿Eres pendejo o te haces, pinche Caimán? Entre más viejo, más pendejo, ¿cómo que qué? Pues ese cómo que qué, te va a dar de tragar. Pon atención, y no te  estés masturbando en tu pinche colchoneta, que dicho sea de paso, pronto la vas a cambiar por una cama chingona, sí, señor, chingona. Pon atención: cada una de las máscaras tiene un cubreboca, con el nombre de la fábrica de mi amigo Teancio; abajo, un discursito que dice: “Gladiadores del cuadrilátero, contra el Coronavirus maldito, devorador de cuerpos”, ¿cómo la ves?. Suena bien, ¿pero para cuándo estarían? Ya están, cabrón Caimán…ya están. La presentación y venta, será dentro de dos días. Pero hay un problema, Símón: no podemos salir de la casa. El gobierno dice que…qué gobierno ni qué la chingada, ¿acaso el gobierno nos da de comer? Comenzará a dar despensas. Despensas…pura madre. Mira Caimán, es la oportunidad de que salgas de jodido. No tengo nada en contra del gobierno, al contrario, pero me encabrona que seas puto. Es tu oportunidad Caimán. Tu oportunidad.

El exluchador guardó silencio. ¿ir o no ir? “Si salgo, me puedo infectar, y si no salgo y las despensas tardan en llegar, estaré con hambre”, pensó, con la resignación en el cuerpo. Me la voy a jugar, dijo despacio. Sin más que reflexionar, dijo acepto, Simón Alcázar, acepto. Perfecto, en dos días, a las seis de la tarde, nos vemos afuera de la Arena Coliseo.

Caimán apagó el celular, poco a poco se fue quedando otra vez dormido.

“Fue un chingo de varo lo que me dio Simón Alcázar”, pensó Caimán mientras contaba el dinero. De billete en billete comenzó a recordar el evento. Mucha gente. Adoradores de la lucha libre. Él, garabateando sobre las playeras vendidas. Caimán, Caimán, Caimán, gritaba la gente adulta. Sonreía. Cerró los ojos y por un momento se trasladó al pasado. Había ganado el campeonato mundial de peso completo. Caimán joven, fuerte, masa molecular potente. El cinturón del triunfo en su cintura. En aquel momento histórico para él, nadie tosía. Ahora es distinto. Volvió a la realidad por un tosido desgarrador. Fírmame la playera, campeón, dijo el hombre a su lado.

Caimán sonrió … el hombre seguía tosiendo.

Caimán despertó temblando de frío. ¿Cuánto tiempo estuvo dormido, sin reaccionar? La fiebre estaba en todo él. “¿Qué me pasa?”, pensamiento aterrorizado. Comenzó a toser; una tos desgarradora que hacía que su cuerpo sintiera dolor profundo. Tengo que levantarme, tengo que levantarme, fue lo último que pudo decir entre dientes. Intentó hacerlo, mas el dolor de pecho, fue en ese momento su peor enemigo. La fiebre comenzó a nublarle la vista. Lo último que vio, fue la fotografía de un niño jugando con luchadores; a su lado, un adulto. “Soy yo, de pequeñito”, alcanzó todavía a pensar. Sintiendo que el dolor lo partía en pedazos y ahogándose con la tos, vio que el chiquillo de la foto estiró los brazos, ofreciéndole los luchadores de juguete. Quedó rígido en la colchoneta.

-¿Ya ves que de grande sí fui luchador? ¡Sí fui luchador…campeón mundial! Todavía logró escuchar, el grito de su pasado.