En la casa donde viví hasta los trece años había un gran mueble que ocupaba toda una pared del cuarto que compartíamos con mi hermana: era una biblioteca, pero tenía empotradas dos camas que se rebatían por la noche, como si mi hermana y yo durmiéramos en dos tomos gigantes de aquella biblioteca. Desde que supe leer, aparte de leer los libros que me daban, asaltaba sin mayor orden ni concierto los volúmenes de aquel mueble. Este acercamiento a la literatura —más que plebeyo, salvaje— debe haberme convencido de que yo, que dormía en un librero, también podía escribir.
Además, se me daba bien: hacía en la escuela mis redacciones y las de algunos otros, y ganaba los concursos escolares y los del club del barrio — más tarde he sabido que un elemento agonal está en el origen de casi todas las literaturas. Escribía, entonces, a pedido, tratando de contentar a mis mandantes y superar a mis pares, feliz de una habilidad que mis padres apreciaban, y que seguramente tenía también algo de fuga de una vida sin muchos entretenimientos ni comodidades.
Recuerdo luego con bastante claridad las primeras cosas que escribí sin que mediara un encargo o competencia. No eran poemas: había un cuaderno celeste en el que anotaba unos aforismos, algo así como máximas, que debían ser lugares comunes imitados de otros lugares comunes que leía, y había otro cuaderno, azul y de tapas duras, donde empecé a escribir una novela a partir del argumento de una historieta que me gustaba. La desmesura del intento y su desprejuiciada cercanía al plagio me parecen hoy un buen comienzo; si no hubiera empezado como un bárbaro, probablemente no habría empezado de ninguna manera. Por otra parte, al margen de la ingenua prepotencia de mis propósitos, de todo aquello rescato otra cosa, un poco menos obvia: la vaga comprensión de que existían géneros, moldes dentro de los que uno podía hacer algo; una temprana idea de la escritura como algo artesanal, no puramente expresivo.
De mis primeros poemas, en cambio, no me acuerdo nada; algún día debí hacer el primero, porque a los trece años ya andaba con mis libretas… y ciertamente, llenaba una tras otra. Líneas de amor serían, de arrobamiento y desconcierto y soledad; pésimas, serían. En algún momento debo haberme hartado de todo aquello, de mi facilidad para escribir y de mí mismo, y hacia los quince, dieciséis años algún amigo me sopló el nombre de Breton, y su lectura me abrió el camino a Lewis Carroll, Raymond Roussel, Apollinaire. Me entusiasmó la posibilidad de confrontar con algo, contra algo, de asumir unas reglas de juego, trabajar de una manera que implicara no andar con mis ligeras habilidades y pesados sentimientos de un lado para otro; la escritura automática señalaba un terreno que se me antojaba más aireado y radical que todo lo demás que conocía, abría una puerta al humor, a las conexiones sorpresivas, a un paisaje mental que al fin de cuentas, no teniendo justificación sentimental ni ideológica, tenía que necesariamente empujar, desde el formalismo del procedimiento, a apreciar el valor de la forma “verso”. Y como a los 16 ya podía leer en francés (teníamos siete u ocho horas semanales de francés en el Colegio Nacional de Buenos Aires) tuve mis primeras experiencias del aliento del gran verso libre. Llegar a una “expresión personal”, siempre habría tiempo para eso, si había suerte, constancia, resistencia al pánico.
Parece que Aleixandre dijo que “se hizo poeta” el día que leyó por primera vez un poema de Rubén Darío. Yo no podría decir nada por el estilo: de hecho, creo que “ser poeta” es en todo caso una conquista repetida, no un logro estable. Uno se busca obstáculos y terrenos resbaladizos, lugares en los cuales piensa que hay más posibilidades de caerse al piso que en otros; y todo el asunto consiste en fomentar la capacidad de buscar esos terrenos, y animarse a pisarlos, y caer sin romperse la crisma (en este discutible universo metafórico “romperse la crisma” sería publicar una auténtica gansada: que levante la mano el que no lo haya hecho). Uno no se hace, en suma, poeta, sino experto en resbalones, en acciones y rituales y terrenos donde la poesía podría surgir. Y, si es posible, en operador de un radar de lo que no sirve, un artista del cesto de la basura.
En su libro Menos que uno ** Joseph Brodsky, contando su asociación entre la escuela a la que iba de niño y la cárcel en que lo encerraron a los 20 años, dice:
No hay duda de que se trata de una consecuencia de la profesión que uno ejerce. Si uno trabaja en un banco o pilota un avión sabe que, cuando haya adquirido una buena experiencia, tiene más o menos garantizado un beneficio o un aterrizaje seguro. En cambio, en el negocio de escribir, no se acumulan experiencias, sino incertidumbres, que no es sino un sinónimo de pericia (…). En ese campo los conceptos de adolescencia y madurez se entremezclan y el pánico pasa a ser el estado más frecuente de la mente; mentiría si recurriese a la cronología o a cualquier cosa que sugiera un proceso lineal.
Brodsky une en un solo haz la desaparición de la cronología, la puesta en duda de la existencia de una expertise poética y la pánica chance del fracaso (nada garantiza el beneficio o el aterrizaje seguro). Y acá viene el problema de los curriculum: a menudo, al leer los de los participantes de un encuentro de poesía, especialmente el mío, me invade cierta desazón. En general son pequeños textos que en estos encuentros sirven para que los presentadores sepan qué decir del poeta que está por leer: y llega la hora de la presentación y allí van, títulos de libros, cargos académicos, premios, becas. Mientras el presentador lee estos textitos, el poeta mira al techo, o al vacío, o asiente complacido; el espectáculo es un poco bochornoso, pero la verdad es que el presentado muchas chances no tiene. Sí, sin duda, eso que están leyendo son las marcas que dejó un tipo que ha estado moviéndose por ahí. Decía mi amigo y socio Jaime Poniachik que hasta los gasterópodos tienen un curriculum, la marca de baba que van dejando tras de sí; si el aserto les parece demasiado crudo, prueben con éste, un poco más acotado: el curriculum de un poeta es una completa farsa, y lo peor es que hace que uno se sienta casi un farsante. ¿Cómo transformar en una lista de títulos y honores lo que ha sido tan otra cosa, un trabajo de introspección y atención a las palabras desarrollado tan en soledad, tan al borde de lo que parecía imposible o inexpresable? Se puede tener lectores: bienvenidos sean; se puede ganar premios: se agradecen, también; pero ser poeta es otra cosa. Olvido García Valdés lo dijo de manera extraordinariamente bella y contundente en su discurso de aceptación del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2022: “La vida, si merece la pena de ser vivida, acaba siendo un trabajo que uno hace sobre sí mismo, y escribir poesía es una de las formas que puede tomar ese trabajo.”***
Un curriculum se supone que sirve para demostrar que uno sabe hacer una cosa, y un poeta no sabe prácticamente nada. Si sabe algo es algo alrededor, algo contingente a su oficio, pero no un oficio. Si usted pide a un carpintero que le haga una silla, él hará la silla a menos que sufra un accidente o se le quemen los materiales, o las herramientas; o sea a menos que intervenga alguna circunstancia excepcional. Pero el poeta es un tipo que, justamente, trabaja con estados excepcionales, con accidentes, cortes de luz y herramientas que se arruinan, además de inundaciones y huracanes (que suelen gustarle mucho: ¿o alguien cree de verdad que Virgilio escribió las Geórgicas para enseñar a labrar a los campesinos? Es evidente que cuando está más a sus anchas es cuando la inundación deja delfines en la copa de los árboles y cabras nadando en el mar y lo que estaba unido se dispersa y lo que estaba disperso se compacta en un remolino).
Más allá de las tormentas como tema, están los desplazamientos de sentido, cortes, elipsis, intervenciones de voces inusitadas que son el ser mismo de la poesía. Entonces, dejemos de lado curricular y presentaciones: presentar a un poeta no es lo mismo que presentar a un erudito, un financista o un pintor sobre cabezas de alfileres. Es presentar a un tipo que, como dice Hugo Padeletti, vive en lo inseguro. En rigor Padeletti dice “se vive en lo inseguro”, con lo cual sugiere que todo el mundo lo hace; solo que el poeta no tiene más remedio que darse cuenta.
Notas
* El título de esta columnita se lo robé a un libro de Karl Shapiro (In defense of Ignorance, Vintage Books, Nueva York, 1965). Aunque el libro de Shapiro trata el tema de la ignorancia muy desde otro ángulo, es un título que me gusta y espero que me traiga suerte; que, como el libro de Shapiro le trajo a él numerosos enemigos, esta diatriba contra los curriculum vitae poéticos me traiga alguno a mí. Por otra parte: no me pidan que escriba “currículums”, que la Academia prescribe pero es horrible; ni “curricula”, que sería el plural latino adecuado, pero que hoy por hoy es otra cosa.
** Joseph Brodsky, Menos que uno – ensayos escogidos, traducción de Carlos Manzano, Siruela, Madrid, 2006.
*** El discurso completo está en https://www.youtube.com/watch?v=ZQRU_PmFt3o