Lleva varias semanas, desde que vio el hilillo de sangre en el inodoro, con la cosa instalada en la cabeza. La batuquea de aquí para allá, sin atreverse aún a entrarle de frente. Estaba orinando, pensando nada, en el extravío de siempre, cuando descubrió la línea rojo ocre partiendo el amarillo en dos mitades perfectas. Miró entre sus piernas y tiró de la cadena antes de que pudiera concretar ideas. Aquello no fue a más, y sin embargo su mente le dice que no está bien, querida, sí que está yendo a más, ponte, anda. Luego permanece en silencio, armando, como en piloto automático, el mapa con los pedacitos sueltos que agujerean el diario y que a veces le deslucen las tardes, sus tardes de andar descalza por el departamento recién rentado.
Si hubo sangre no hay problemas, es la mecánica de todos los meses. Se repite normalidad y se repite normalidad y paladea la de final con gusto. Quiere conectar boca y cerebro, sonido y realidad. Pero nada de eso funciona a las bravas, ya lo sabe. Para que jale, el asunto tiene que olvidarse en serio: sorprenderse una con la mancha accidental en el pantalón mientras camina entre la gente, sentir la punzada en los ovarios y no tener pastillas a la mano, doler a lo bestia. Como quien dice veracidad y no fingimiento. Igual, como sea que le dé la vuelta termina en el mismo sitio, el hilillo mínimo tragado por el orín aquel lleno de alcohol y ansiolíticos. Eso, y la conciencia incesante, cíclica hasta el paroxismo, de que está pasando justo lo que cree está pasando, desde el día cero, pasando, creciendo, fuera de quién sabe qué absurda normalidad, el cabrón asunto, y por primera vez ha dejado de estar en su cerebro para desplazarse al lugar que le corresponde, que es, faltaba más, el útero, porque ahí en la cabeza solo quedan el desarreglo y las esquinas sin encaje dando la lata, ajenas, a esas alturas del campeonato, al epicentro del problema.
Da dos pasos y se detiene frente a la ventana abierta, el sol le da en la cara y le revela que posee una suerte de frialdad que le es extraña en situaciones de este tipo. Permanece sin nerviosismo o susto mirando a la luz. Se obliga hasta que el azul líquido del día comienza a hervirle las retinas y fijarle en el cuerpo la imagen de la infamia. Sí, eso, una imagen que no querría repetir sin que se precipitaran sudores fríos y náuseas, algún indicio físico, digamos, de que todavía está a tiempo de recoger cordel y palmearse la espalda así: no eres tan hija de puta después de todo. Cierra los ojos y los abre, y cada vez que regresa del otro lado, las figurillas de sol, como un recordatorio inevitable, le confirman que no hay a dónde voltearse ni plan de emergencia. Mejor, pues, ponerlo en las palabras precisas, aunque luego esas palabras sirvan, apenas, para contar de la misa la mitad. Un bulto de carne le crece dentro, un feto que al cabo de nada tendrá columna vertebral y cerebro.
Le besa la cabeza al marido mientras se acomoda la chaqueta de mezclilla deslavada. Dice entonces, indiferente, algo del estilo de me llego un minuto a la farmacia, ya me tragué todos los Lorazepam del mes. Sonríe un poco. El marido permanece con la vista fija en la pantalla y se encoje de hombros como asintiendo en plan haz lo que te venga en ganas. Toma la cartera y las llaves y se dirige a Tepeyac en busca de una farmacia. Antes de cerrar la puerta le oye gritar ¡Compra pan y tortillas!
Ya en la avenida rebasa las buganvilias, las consultas, el negocio de antigüedades, rebasa el instituto y las guarderías, las tiendecitas esparcidas por el paisaje reseco como cristalería rota que la escoba no alcanzó a barrer. Todas parecen escenas fuera de foco, ocurriendo en el trozo último de la chica que todavía es -si se mira, claro, medio que al descuido o con el rabo del ojo-. El link mínimo para que el archipiélago que madura en el centro de su cuerpo sepa cuál es el origen del mal. Mierda, la del Ahorro cerrada, sigue su camino consciente de que en la Guadalajara no le van a vender ese medicamento sin receta. En la del Ahorro sí, ella ya conoce a quien tiene que conocer y aflojando unos doscientos pesos por encima las cosas se arreglan. Pero he aquí el tema, está cerrada a cal y canto. Y por un momento, el incidente deja de parecerle fortuito y empieza a engrosar el tejido premonitorio de los acontecimientos de las últimas semanas. Una fibra que no había notado soltarse del conjunto de todas las cosas, y que ahora le parece insidiosamente calculada, diríase que la que mantenía en equilibrio el edificio averiado de su serenidad. Se lamenta de haberle dado espesura a la nubecita polvorienta que hasta ayer era el sangrado, y bueno, de haberla nombrado. Entra al local y toma un puesto en la fila detrás de los dos o tres ancianos que esperan su turno. Avanza cuando la mujer del mostrador, con su camisón limpísimo y planchado, dice próximo, o pásele mija, qué le doy. Con esfuerzo, baraja la mejor respuesta a una pregunta tan sencilla, se traba varias veces, si pudiera, se le escapa como un accidente, este…venderme una cajita de Lozam. La señora parece no entenderle, de pronto piensa que, tal vez, la chica habla otro idioma. No sería la primera vez que le pasa.
¿Trae la receta?, le dice entonces y se estira el camisón del uniforme.
Hmm, la verdad es que no tengo. Pero ya la he comprado antes aquí, su compañera me la vende sin problemas.
Pos ni modo mija -se cierra la señora-, sin eso no puedo venderle las pastillas. Pero lléguese al consultorio y vea a la doctora. Está saliendo, ahí luego luego a la derecha.
Asiente con la cabeza y abandona la farmacia. Anda, bien que lo sabe, en caída libre. Le pasa por delante la idea de quitarse los tenis e irse sin zapatos, pero entiende que es un gesto ridículo, además, la acera ha de estar hirviendo y ella lo que busca es frescor. Mira hacia la pequeña oficina que hace las veces de consultorio y en la que adivina a una doctora muy maquillada y olorosa que por nada del mundo le va a recetar, así como así, el medicamento al que le está jugando sus mejores fichas. Hace casi un año ya que el Lorazepam la traslada a la región de los momentos previos y de los momentos posteriores; desata, pongamos, el nudo de la neurosis y, sin desconocerla, la aplaza u olvida unas seis horas por ahí, hasta que cae en cuentas de que aplazar y olvidar no es propiamente eliminar y entonces un pálpito calmoso, dentro de la anestesia de esas horas, le susurra más, por favor, y ella coge y le entra a otra pastilla y se siente bien finalmente. Finalmente por otras seis horas, se entiende.
Recorre despacio el camino de regreso, los mismos sitios vistos de vuelta, las guarderías, el instituto, las buganvilias. Cruza Niño Obrero y sigue, cruza Cuauhtémoc, cruza Francisco Navarrete, sigue, sigue, sigue. No tiene idea de cuántos kilómetros hace que dejó el departamento atrás, allá lejos en el fondo de los días tranquilos. Se va empujando a sí misma como a una piedra con la que se nació y a la que hay que cumplirle. Las farmacias pasan a su derecha y no entra porque está demasiado cansada de la caminata y del empuje, y también, la verdad sea dicha, porque va reconociendo las señas del descontrol y el pánico abrevando directo en el chorro de la sobriedad. La sobriedad es una puta inclemente, vaya que sí, de las que no sueltan prenda ni se andan por las ramas. Siempre que piensa en eso vuelve al momento aterrador de las clases de física en la primaria y el rollo de los puntos de referencia para definir el movimiento. Ahí mismo es a donde la arroja la sobriedad, gira un brazo y nada, alza una pierna, incluso puede tirarse de cara contra el suelo, salvo que no hay suelo o escalón, ni el invento ese de los puntos de referencia. De forma que está sola frente a las cosas quietas, muy quietas, de esta calzada tapatía, sin la indiferencia que antes se reconociera y que la resguardaba del veneno que va pudriéndole el interior.
En una esquina que no identifica hay un Oxxo, y más adelante un parquecito. Se acerca al cesto metálico coronado por un cenicero que se halla afuera de la tienda. Saca su caja de Marlboros y enciende uno. Aspira el humo lentamente hasta la última partícula, lo retiene en sus pulmones como si fuera una calada de mariguana, y lo suelta cuando está a punto de ahogarse. Se siente limpia tras la operación y repite los pasos mecánicamente. No experimentaba el placer del cigarro desde hacía tiempo, ahora se da cuenta. Y de pronto los cachetes se le enrojecen lo suficiente como para dejar en claro que sí es ella quien está fumando lejos de casa, y que sabe Dios cuán perdida esté en una ciudad que conoce apenas, en un país extraño del todo. La línea rojo ocre hundiéndose en el orín permanece detrás de los ojos, y ella no sabe en qué otro sitio ubicarla para poder terminar el cigarro en paz.
Frente al Oxxo, una pared de cemento rugoso se estira hasta el final de la cuadra. La observa y fuma, y mientras fuma, en el corazón de una quietud sin viento ni sonidos, ve acercarse a los dos policías en sus ridículas bicicletas de servicio. Son dos chicos prácticamente. Uno de los dos entra al local y sale al rato con par de Maruchas y par de Cocas. Comen de pie y en silencio. Ella repara en las piernas torneadas de uno de ellos y en sus hombros correosos, perfectamente simétricos. Usa unas gafas oscuras que esconden sus ojos, de forma que ella no podría tener, como ahora tiene, la certeza de que le está clavando la vista mientras se traga su sopa con cierta voracidad y, de vez en vez, se pasa el dorso del antebrazo por la boca para limpiarse los restos de la Marucha. Esas son las puñeteras estupideces que ocurren cuando no toma sus pastillas, empieza a estar segura de las cosas que pasan a su alrededor, se dice, e intenta salirse de la espiral de realidad en la que está cayendo desde hace un buen rato. Prende otro. El policía se le acerca hasta casi tocarla y arroja al bote el empaque vacío de la sopa y la cuchara plástica. Están tan pegados que alcanza a oler el sudor ácido del pedaleo y los restos de perfume barato. Sabe que esa proximidad excesiva no es gratuita, que se halla en el umbral de esos momentos indefinidos que más tarde, en la calma del resto de una vida, estarán marcando algo, algo que nunca se alcanza a poner en claro y que según qué días y qué tristezas uno va rellenando de sentidos. Aguanta la respiración a la espera de que sea él quien fije lo que allí va a pasar, segura de que cualquier otro movimiento puede salirle caro, porque, a fin de cuentas, quién es ella para decirle a ese hombre que no le vea los muslos, y luego las caderas, y luego la costura abierta hasta el fondo cuyo último hilo, todavía intacto, sostiene con demasiada garra el nudo de carne que se le atasca, semanas ya, en la cabeza y la garganta, y hoy, por último, en el vórtice de su cuerpo sin medicación.
El policía gira hacia ella y por un tiempo demasiado prolongado bebe los dos dedos restantes de Coca-Cola a sorbitos cortos. Ya satisfecho, tras el parapeto de sus lentes oscuras, suelta, ¿Y tú de dónde eres? La pregunta le toma por sorpresa, porque ella no ha abierto la boca ni dado a entender que puede pertenecer a cualquier otro sitio que no sea la cuadrícula en la que está parada fumando, un sitio lejos de Guadalajara, pongamos, o un territorio al norte del país por donde corre un río manso y casi virgen de gente y urbanidad. Se vira hacia el chico y le dice que es de allí, claro, ¿de dónde más iba a ser si no? Luego sonríe porque sabe que su acento habla por ella, y su modo de pensar la palabra norte es en sí mismo un dispositivo que apunta al este y al oeste, un modo que desconoce, además, el concepto de río y solo entiende de mar salado. Entonces escupe y vuelve a fumar. El policía ahora sabe que no es de allí, aunque ya lo sabía, y se le acerca más mientras ella vuelve a sonreír y a bajar la cabeza en busca del ancla de sus piernas robustas. Medita a toda velocidad sobre su insoportable estado de sobriedad, y siente miedo de ese país y de ese día concreto. Maldice a la vieja de la farmacia.
El policía la toma del brazo y la hala hacia el espacio vacío y angosto que separa el Oxxo del edificio vecino. Ella siente su propia respiración como si se tratara de la de alguien más y se resiste con suavidad, hace como que aún no termina el segundo cigarro, intenta dar una calada final. Ya sabe que esos estertores sobreactuados, cual patadas de ahogado, no pueden salvarla. Vente, no pasa nada, dice el chico. Con el rabillo del ojo alcanza a ver al otro policía arrojar los restos de su comida al basurero y montarse en su pequeña bicicleta de servicio. La mira un instante antes de largarse, seguro de que es una puta cualquiera, una dejada, una maldita y caliente centroamericana por la que nadie va a armar un escándalo si algo terminara mal. Así son las cosas. Ella quisiera acercarse y decirle que no entiende de que va todo aquello, que quiere moverse lejos de allí, y que a lo mejor ya se está moviendo, pero sólo alcanza a sonreírle con su mueca de adicta. ¡Despacio!, le susurra al de los lentes de sol que está metiendo su mano por entre la chaqueta de mezclilla con demasiada ferocidad.
Entonces se deja hacer mientras recuerda vívidamente el hilillo de sangre que trastocara en excepcionalidad su vida reciente. Hace tanto no estaba despierta que se figura que, a lo mejor, va y anda dormida en su departamento nuevo, descalza en la recámara principal o en cualquiera de los pisos profundos a los que el medicamento la traslada. Por Dios, ¿quién es este hombre que le muerde el cuello y le aprieta las nalgas, así como si la conociera? El policía la ha virado de espaldas y con sus dos manos le sostiene la cintura. Le baja el pantalón hasta los tobillos y se escupe en la verga antes de encajársela a fondo. Le duele con madres y grita un ¡ay! extranjero. Está abrumada, pero entiende que, de alguna manera, se trata de algo que viene cocinándose desde el día cero, la ruta de una sola vía en la que se embarcara en el instante mismo en que descubrió el chorrito rojizo de su gravidez. O antes. Sí, eso, mucho antes, cuando todavía ensartada en el pene de su marido, protestara mentalmente: por qué diablos te vienes dentro mío, hijo de tu maldita madre. Cuando pensara la posibilidad del aborto en la Ciudad de México, que es donde único los hacen acá. Una estocada, dos, tres, el policía la embiste con violencia y dice en voz demasiado alta -una voz en la que advierte cierta ternura- ¡cómo me pones, chiquita!, mientras ella le pide al Dios que le corresponda que nadie oiga ni vea aquel espectáculo lamentable. Huele el moho de la pared, un aroma dulzón que la transporta al río en el que no naciera, sólo por pura casualidad, pero al que podría volver si fuera aún una niña. ¡Me estás lastimando, termina de una vez! El policía no entiende lo que ella habla, su lengua caribeña de entraña y soledad, y sigue como autómata en lo suyo, que es cogérsela a lo bestia, hormonalmente. Es apenas un muchacho y ya sabe lo que tiene que hacer con gente como ella. ¡Zas!, sin contemplaciones, ni que fuera una santa, ni que no anidara, en su mente, el deseo desorbitado de matar todo lo vivo que hay dentro de sí.
Su cabeza se ha ido alejando de las cosas. Voltea hacia la derecha, allá donde hay muchas ventanas con ropas colgadas al sol y plantas pequeñas acomodadas en los alféizares. Ella también tiene una planta, una sola y magnífica matica que su marido le compró a una señora en el semáforo tras mucha insistencia suya. Siempre se te mueren, le había dicho él. El policía no para de sudar, ella siente la piel empapada de su pelvis encharcarle las nalgas y empozarse en su propia piel. Le vienen ganas de vomitar a raíz del batuqueo, pero se aguanta. Ya se aguanta de todo, de gritar, de sacudirse como si le doliera demasiado, de apretar los músculos de la vagina que, comprobado está, no sirven para nada útil en estos casos. Se aguanta de pensar que de haber caminado en sentido contrario pudiera haber comprado su medicina, y quién sabe cuáles rutas se hubiera ahorrado de transitar.
El chico grita altísimo cuando está a punto de acabar, gime primero un sonido gutural, luego un alarido metálico que perfora el tiempo. Y ella comienza a orinarse, no quiere pero el chorro sale en contra de cualquier pronóstico, se lleva la mano a la entrepierna y siente el calor del líquido acariciarle los dedos llenos del moho y el polvillo del muro. Inmediatamente revisa sus manos y comprueba con fastidio que no hay rastros de sangre entre el orín. Todo sigue en su lugar, como si nada, absolutamente nada hubiera estado aconteciendo. ¡Qué asco! Dice el muchacho, y se le despega de un salto llevándose consigo el calor húmedo de su cuerpo ya lívido. Vístete, que nos pueden ver por aquellas ventanas, es un edificio familiar.
Ella se sube el pantalón y comienza a acomodarse la chaqueta, pero la mancha de humedad atraviesa la mezclilla y dibuja en sus ropas figuras redondeadas que no paran de crecer en sombras. Nada de eso tiene la menor importancia, desde luego, ya no espera ninguna señal de su orín capaz de definir la proporción o el sentido de su suerte. Siente bajar el emplasto de semen como una bolsa de basura hasta su blúmer floreado. Mira hacia el policía, que ya se ha acomodado su uniforme de shorts cortos y camiseta deportiva. Está limpiando sus lentes oscuros llenos de sudor y sólo en ese momento logra ver sus ojos infantiles. Se desconcierta con su juventud, con esas cejas negras y perfectas que sólo los recién llegados pueden presumir en su insólito salvajismo. ¿Cómo puede ser tan chico? ¿Cuántos años tendrá? Le calcula, a ojo de buen cubero, unos veintipocos. A lo mejor diecinueve. No quiere seguir bajándole a la cuenta, se asusta de hasta dónde le llevarían sus cálculos. Vuelve a mirar sus piernas talladas a la medida de todos los deseos. Sí que es lindo el muy cabrón. Como si lo oyera el policía alza la vista y le sonríe, estuvo bueno, o qué, sí que gozaste un buen, te estuve escuchando.
La semilla podrida de la inocencia del chico le produce un desprecio inmediato. Termina de abotonarse la chaqueta y le planta un beso en la mejilla (en serio, un beso en la mejilla). Antes de separarse de él siente, en ese día y en esa hora de culpa y desazón, su olor barato y sudoroso, le dice nos vemos por ahí mientras se dice no nos veremos nunca, desde luego, y echa a andar por la avenida desconocida que estuvieron construyendo para ella mientras el policía se la cogía como si fuera una puta caída en desgracia. Camina tomando en cuenta lo de los puntos de referencias, porque sabe que no está loca ni cosa que se le parezca, y que sólo así podrá, después de todo, encontrar su apartamento recién rentado en el que los pisos son fríos y aún nadie sabe lo que nunca debería decirse en voz alta.
Hay, en medio del viaje de regreso, una farmacia del Ahorro, una isla que aparece por vez primera dentro de esa sed que viene de atrás. No le tiene mucha fe a pesar de ser del Ahorro, la cadena en donde siempre le venden el Lozam, pero conserva un retorcido y persistente hábito mental que ha sido incapaz de saltarse, ni va a intentarlo a estas alturas, y que la predispone a la naturaleza conciliadora, el ralenti alucinógeno, del Lorazepam. Entra en la farmacia y, sin que medien mayores explicaciones, pide una caja del medicamento. Una caja de Lozam de 1mg, amiga, le susurra a la joven que atiende tras el mostrador. La chica posa su vista en el billete de doscientos pesos que se superpone al de quinientos. Lo arranca de sus manos y se voltea en busca del encargo. Allí mismo, sin necesidad de agua, se traga dos pastillas en seco, como antes aguantara la embestida seca del policía a pesar de su baño de saliva. Espera un poco hasta que logra percibir el entumecimiento paulatino de su cuerpo, alcanza a mirar dentro de sí el recorrido parsimonioso de la sustancia por sus nervios y músculos. Sonríe un poco, ahora genuinamente. Está sola en medio de la nada, pero ya no le duele.
Antes de abandonar la farmacia se mete en varios links de clínicas abortivas de la Ciudad de México. ¡Aquí sí te cuidamos!, ¡Interrupción sin dolor!, ¡No te preocupes, estamos contigo! ponen los banners en su estilo elíptico. Descubre que, con menos de siete semanas de gestación, el asunto se resuelve con una pastillita. Se acaba de tomar dos de otro tipo, nada puede salir mal. Lee que, en este punto quién lo diría- la contracción vaginal sí que es efectiva, es, de hecho, la base del éxito. Saca una cita para la semana próxima, total, ¿qué distancia puede haber entre una cápsula y otra?, ¿entre una línea roja y otra más roja?, ¿entre el dolor de un vergazo y el de un vergazo?, ¿entre la vida y la muerte?
Tras mucho caminar ubica su apartamento en la distancia, a su esposo frente a la computadora. La frialdad del suelo y el verdor de su planta -una sobreviviente, diríase- le llegan como un recuerdo de otra era. Va a aparecerse con el pan y las tortillas, su dosis de Lorazepam y una cita agendada. Piensa que las cosas terminarán en el sitio que les corresponde, que es ninguno, y se mete la mano en la braga para manosear el semen todavía tibio del policía. ¡Cómo me asquea la gente sin culpa!, se dice y cruza la calle que desemboca en su casa. Abre la puerta con cuidadoso sigilo, y antes de besar al marido o dejar la compra sobre la mesa del comedor, corre hacia el baño y tranca la puerta con el cerrojo.