La flor a la intemperie y el metal soterrado (o Un verso más de López Velarde que se convierte en título de lo que sea)

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Busco responder esto: además de referirse a la boca, probablemente, de Margarita Quijano, además de dibujar el característico escenario donde el deseo sexual se adereza –o se potencia– con la compañía de osamentas, ¿puede también leerse “Tus dientes”, de López Velarde, como una poética bajo disfraz, un posicionamiento descarado, filoso, aun si atenuado por el esplendor erótico? Antes de Zozobra, el poema se publica en Pegaso, en marzo de 1917, la revista que, junto a Rebolledo, codirigían los dos actores en disputa, López Velarde y Enrique González Martínez. Ese convivio: dos hombres de amable trato provinciano, dos temperamentos cordiales que no se habrán obsequiado ningún roce, ninguna escaramuza en su chamba editorial, que se habrán cedido asientos y primeras planas sin malicia, que habrán compartido varios tragos amenos, y que cocinaban sin embargo la más relevante confrontación literaria del momento (que, bajo otra máscara, aún nos concierne). El poema comienza un poco bobo, pueril: una imagen obvia levantada sobre el verbo ser (“Tus dientes son el pulcro y nimio litoral…”) y unos símiles de poetización evidente (“Sonríes gradualmente, como sonríe el agua…”). Aparecen ya los temibles encabalgamientos de su autor, los contrastes barrocos, sí, pero sobre todo, en medio de ese escarceo simplón, aparece un énfasis sospechoso: el objeto de adoración no suena a pura sinécdoque, y desde el título se nos fuerza a una disyuntiva: o López Velarde tropezó en el candor que había dejado atrás hacía mucho, o el poema en verdad va a constreñirse a unos simples dientes. Unos dientes que además son un litoral nimio. Mucho tuvo que ver la nimiedad con los elogios, con la elemental aceptación de que gozaron los poemas de La sangre devota: los escenarios provincianos, el anecdotario menor, un santoral cortito y manejable. Pero López Velarde empezó a publicar otros textos –en verso, en prosa, daba igual– que no se entregaban con tanta gracia, que a cada cala devolvían una extrañeza inapta a los ojos mansos de quienes disfrutaban de la poesía de Manuel de la Parra, de Núñez y Domínguez, del último Nervo. Por ejemplo, que los dientes sean “senado de cumplidas minucias astronómicas”: ¿por qué tanto esfuerzo –pensarían los Núñez y los Domínguez–, para qué oscurecer imágenes que nomás engalanan unos dientes? Por lo pronto, terciaría López Velarde, para colarles otro término, minucia, cuya connotación católica en general no se frecuenta y que, sobre todo, remacha la nimiedad. Un año antes, poco más, López Velarde había dado una charla en la ateneísta Universidad Popular donde ya detectó la emergencia de dos orientaciones: la del “abuso de la palabra” –a base de lugares comunes, “recetas”, “ornato retórico”– y la del reclamo de vitalidad. Y entonces ofreció su particular versión de la vitalidad, amparado en Góngora, Darío y Lugones: “cada matiz fugaz del ala de la mariposa”. Pero poco después sentirá que hay que responder no ya a un malestar atmosférico ni a algún comentario fugaz sobre la oscuridad de sus poemas, sino a una imperiosa queja demagógica por “la falta de vigor de nuestros poetas líricos”: esto lo apuntó un periodista, para desembocar en la demanda de versos cívicos que, como glosó López Velarde, “aludan al momento actual”. Es 1916, un año en que puede comenzarse a hilvanar un gran discurso sobre la Revolución toda vez que la Revolución parece ofrecer por fin la efigie de un triunfador. Es 1916, cuando Juan B. Delgado publica su Florilegio de poetas revolucionarios, impreso “bajo los auspicios de la revolución constitucionalista” según anuncia el volumen y que, entre otros, incluye un poema de Arturo Lazo de la Vega, bonito antecedente de trovacubanas de ayer y hoy, donde se asienta –eso sí, en alejandrinos– lo prescindible de la lírica y lo necesario de la épica revolucionaria, rechazando todas las Musas excepto a “la Musa sagrada/ que de una bella estrofa sabe hacer una espada”. ¿Espadas? Cuando el poema ha entrado ya en su zona imprevisible, los dientes “lograrían, en una rebelión,/ servir de proyectiles zodiacales al déspota/ y hacer de los discordes gritos, un orfeón;/ del motín y la ira, inofensivos juegos,/ y de los sublevados, una turba de ciegos”: la potencia cristalizada de los dientes es tal que, si fuera el caso, le ayudaría a un tirano para aplacar a los justos sublevados, para –más allá de la moral– deslumbrarlos y dejarlos ciegos: una estrofa que, hasta donde sé, ningún malicioso quiso o pudo leer como hipérbole burlesca anti- o contrarrevolucionaria. Es patente, comoquiera, el aroma bélico del momento, que comienza a traducirse en una lucha de egos, un patético desfile de testosterona del que López Velarde no quedará exento (asocia en esos días la calidad poética con la “virilidad”, y la originalidad con “el sexo mismo del poeta”; de ahí que a los autores de recetario, a los versificadores, los estigmatice como “eunucos”). Y a medio desfile aparece un término, vigor, que vertebrará por lo pronto la discusión, y aparece un autor, un dios mayor, Enrique González Martínez, que, en su intento de atravesar indemne esa confrontación latente, en su búsqueda de prolongar la tersura de las letras patrias, terminará por dar su impulso decisivo a la andropoética mexicana y, de paso, por torcer las lecturas de López Velarde. ¿González Martínez? Su sentencia no será pronunciada hasta 1919, tras que Zozobra ya esté en los aparadores: “El ansia de esquivar el cliché poético y de huir del lugar común, sirve de estímulo para echarse a buscar lo inesperado y, lo diremos de una vez, lo despatarrante”, para añadir que en muy pocos poemas del libro no asoma una superflua, turbadora “extravagancia”. Lo diremos de una vez, dice al paso González Martínez: además de una forma de preparar el terreno para el adjetivo fulminante, suena a que al fin se ha decidido, el patriarca de la poesía mexicana por fin ha resuelto decir en letra impresa lo que muchos le han venido escuchando en susurros, en breves intrigas de sobremesa, así que ahora que por fin lo dice, lo dice en nombre suyo y de otros varios, muchos, a quienes ha ido convenciendo: López Velarde es un estrafalario, un pretencioso, el tipo de poeta que México no necesita: lo diremos. El terreno lo habían abonado su hijo, Enrique González Rojo, y sus amiguitos adolescentes en la versión juvenil de las revistas gonzalezmartinezcas de la década: San-Ev-Ank, famosa por las buenas parodias que publican de López Velarde (de su libro La sangre rebota), Nervo (Perras negras) o del mismo patriarca (Parabalas y Los sombreros ocultos). Pero junto a las parodias, el tono melodramático, solemnísimo, con que “Sub-y-baja” –pseudónimo de Torres Bodet y su amigo Enriquito– encara a López Velarde: “En nombre de la juventud de México” le exige al poeta rechazar “todo malabarismo de la forma” y dejar de “encaminarse por los senderos de los rebuscamientos interiores”, puesto que esa sana y vigorosa juventud mexicana abomina de la “complicación espiritual de mala ley, hecha siempre con el objeto de asombrar a los espíritus ingenuos”. El cierre discursivo de esta posición vendrá en 1920 de la mano de Torres Bodet, verdadero operador político-poético de González Martínez, en la última de sus revistas, México Moderno: como respuesta al entusiasmo de López Velarde por Anatole France, el futuro secretario de educación asegura que en el México del momento no hacen falta diletantes como France, con su “injusta predilección por todo lo fino, lo artificial y lo raro”, sino “profesores de energía: personalidades viriles aunque toscas, originales, aunque despóticas”, y cierra con inquisitorial euforia: “Necesitamos aire puro! No el que conservan anémicos boticarios en bolsas higiénicas de cuero, sino el que los vientos ásperos de la montaña soplan en el pulmón abierto y sano. Anatole France es de los autores que no necesitamos”. Es cierto que aquí Torres Bodet no hace sino lambisconear a su inminente jefe: quién si no Vasconcelos podía encarnar entonces tal cosa como un “profesor de energía”, quién más se había espantado por el aire turbio y encerrado de las aulas donde se impartían clases sobre Racine y anhelado bañarse desnudo en Iguazú llenándose los pulmones de puro oxígeno latinoamericano. Pero Torres Bodet, además, prolonga un pequeño y subterráneo eje discursivo que se ha ido fraguando directamente en manos de González Martínez o bien al calor de sus confortables revistas, un eje donde el rechazo a la rareza, a la minucia, a la extravagancia, en su encontronazo con la Revolución incorporó “vigor”, vitalidad, juvenilismo, salud y “virilidad”: un eje que en poquísimo tiempo dejaría de ser particularidad de poetas y se convertiría en base ideológica de la cultura nacional. “Bajo las sigilosas arcadas de tu encía,/ como en un acueducto infinitesimal,/ pudiera dignamente el más digno mortal/ apacentar sus crespas ansias…”: nunca dejará de sorprender que, en unos cuantos meses, el autor de esta microscópica radicalidad fuera a ser erigido poeta nacional, el poeta de la Revolución. González Martínez y su joven equipo habían preparado la nueva vocación de la literatura –publicitar el ánimo vitalista de este renacido país– en oposición al territorio de López Velarde, así que, al morir López Velarde, y dadas la urgencia por un nuevo santo lírico revolucionario y la publicación en El Maestro de “La suave patria”, no hubo más que leer a López Velarde no desde López Velarde sino desde González Martínez, es decir, casi no leerlo. Porque con todo y lo prostibulario y bravucón que fuera, al que en 1925 siguiera ofreciendo “acueductos infinitesimales” o “capillas oceánicas” lo habrían destinado, ni hablar, al bando de los afeminados. Y, pese a sus ostentaciones de testosterona, López Velarde probablemente se habría sentido cómodo ahí: ya en su texto decisivo sobre esta disputa, “El predominio del silabario” (aquel donde incorpora la más memorable enumeración de minucias de la literatura mexicana, que incluye lo mismo “la disgregación del azúcar” y “el caer de un guante en un pozo metafísico” que “el contacto con una vitrina de las piececillas desmontadas de un reloj”), había caracterizado a un cierto grupo, el de quienes “se consagran a tales episodios minuciosos, escudriñando la majestad de lo mínimo, oyendo lo inaudito y expresando la médula de lo inefable”, y lo había caracterizado como el de los débiles, los desprestigiados, los derrotados. Y más importante aún: se había incluido él mismo en ese grupo, asumiendo con toda consciencia los riesgos de su escritura. Por eso “Tus dientes” –en apariencia una bagatela seductora, una flor a la intemperie– cierra con una estrofa alucinante, una donde se encarna el posicionamiento de López Velarde a través de gran polaridad: no la del erotismo y la religión, sino la de la “majestad de lo mínimo”, la de lo minúsculo en convivio con lo desmesurado, la del mendigo cósmico, la del eneasílabo final al que se desliza la gran cadena de alejandrinos, la de unos simples dientes trenzados con el sistema solar:

Porque la tierra traga todo pulcro amuleto

y tus dientes de ídolo han de quedarse mondos

en la mueca erizada del hostil esqueleto,

yo los recojo aquí, por su dibujo neto

y su numen patricio, para el pasmo y la gloria

de la humanidad giratoria.