Por Daniel Samoilovich y Eduardo Stupía
En su Historia Naturalis, Plinio se asombraba de que en la avispa el tórax y el abdomen estuvieran unidos por un hilo tan delgado que resultaba difícil concebir que algún líquido o impulso nervioso pasara por ese hilito desde una punta a la otra del insecto. De hecho, “insecto” quiere decir en latín “partido al medio”, transcripción itálica del griego “entomos”, que significa lo mismo; no es que griegos y latinos no vieran el hilito en cuestión, sólo que les parecía de veras demasiado flaco. Bien, qué sorpresa se hubieran llevado ante el estambecco, un mamífero hoy probablemente extinguido que el Capitán Cook descubrió en la zona volcánica de la Isla Sur de Nueva Zelanda a fines de 1769. Efectivamente, el estambecco estaba partido en dos: no exactamente al medio, pero sí en dos. Tal como lo atestiguan las descripciones de Cook, una parte incluía las patas, la cola, el aparato reproductor del animal y su larguísimo cuello; la otra parte la constituía la cabeza, comprendiendo la cabeza propiamente dicha y un apéndice aún mayor que la cabeza misma que le servía de pico, nariz o ambas cosas a la vez. Las dos partes estaban separadas por un intervalo de unos siete centímetros. Los viajeros británicos creyeron al principio que dicho gap estaba cubierto por un órgano invisible, pero tras varias pruebas —como pasar un cuchillo entre ellas sin encontrar resistencia— se vieron forzados a reconocer que allí no había nada. Una pareja de estambeccos fue embarcada por Cook en su HMB Endeavour, y a bordo del Endeavour estaban los dos bichos cuando el barco arribó a Londres en 1771 tras haber completado la circunvalación del planeta. Cook pensaba donar estos curiosos animales al Jardín Botánico de Londres, pero uno de ellos, el macho, desapareció antes de que pudiera realizarse la entrega; fue localizado dos años después, vagando por Devonshire para asombro y espanto de los lugareños. Al parecer, fue robado por un marinero que lo usó para montar un espectáculo de magia (otra vez, el numerito de pasar el cuchillo entre las dos partes del estambecco sin que el animal se inmutara). Cuando hubo recogido un capital suficiente, temeroso de ser descubierto, soltó al estambecco a su suerte y se escabulló de las páginas de la historia para siempre.
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La mitología polinesia quiere que el estambecco haya sido en tiempos muy remotos un animal “unido”; o si se prefiere, simplemente un animal, no dos. Cuenta la leyenda que habiéndose robado el estambecco la cabra preferida del dios Shumbru, éste lo persiguió incansablemente a través de los bosques de kairis de la Isla Sur, luego en una angustiosa travesía a nado por el Lago Taupo (donde la cabra se ahogó) y finalmente en los Montes Taunu donde el ágil estambecco se le perdió de vista. Buscaba Shumbru al ladrón por las laderas rocosas; de pronto lo vio y rápido como el rayo se precipitó sobre él. El estambecco sólo halló un escondite a mano, una cueva que resultó demasiado pequeña para él, y en su desesperación por meterse en ese socavón se partió el cuello. Allí quedó a punto de morir y allí hubiera muerto si Simbelia no lo hubiera salvado. El caso es que Simbelia, la diosa terrible del panteón polinesio, furiosa con Shumbru por una trapacería que éste le había hecho con su mejor amiga esa misma mañana, decidió frustrar la venganza de Shumbru sobre el estambecco. Recogió las dos partes del animalejo, las metió en la cueva y se transformó en una piedra que cubrió instantáneamente la entrada. No solo logró Simbelia que Shumbru quedara dando vueltas como un tonto por la zona, sino que además hizo que el estambecco siguiera viviendo. Dado su carácter (sanguíneo, temperamental), Simbelia no se preocupó gran cosa por cómo podría vivir el estambecco si su cabeza (y presumiblemente también su cerebro) estaba separada de su cuerpo; no paró en detalles acerca de cómo circularían el alimento o los impulsos nerviosos de una parte a la otra. Estableció simplemente que el estambecco viviría, y el estambecco vivió; y como esta vida era hija de un capricho divino, la mitología polinesia se desentendió igualmente de razones. Un aforismo atribuido a la casta de los sabios maoríes, los N’Gati Mahuta, dice: “No puedes saber qué viento es ese que trae un alma a los huesos del niño que en el vientre de su madre se forma, ¡y pretendes entender el plan de los dioses, creadores de todo lo que existe!”.
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Pese a lo dicho, algunos sabios, quizás menos sabios que los N’gati Mahuta, en el siglo XIX seguían empeñados en estudiar la biología de este animal doble o par de animales. Lo tenían difícil: ninguna de las expediciones posteriores a la de Cook logró hacerse con otro estambecco, y el esqueleto de la hembra que Cook donó al Jardín Botánico había desaparecido en 1780 en los llamados Disturbios de Gordon (más propiamente deberían llamarse anti-Gordon) cuando los protestantes se alzaron contra las libertades concedidas a los católicos por Lloyd Gordon e incendiaron 295 iglesias, 14.522 casas particulares, el Real Observatorio de Greenwich… y el Jardín Botánico de Londres.
El caso es que cuando cien años después los sabios del siglo XIX quisieron volver sobre el asunto de los mamíferos partidos en dos (insectos), lo único que quedaba de ellos eran las descripciones incluidas en los Diarios de Cook y otros testimonios escritos, pero, sobre todo, los espléndidos grabados del artista escocés Edward Sydney Parkinson, que murió a bordo del Endeavour poco antes de que este completara su periplo.
Algunos analistas han formulado, a mediados del siglo XX, una hipótesis osada pero interesante. El mito polinesio del estambecco que “no cabe completo en la cueva” podría remitir a un dibujo hecho por un arcaico pintor rupestre, que se propuso pintar un animal de cuello muy largo (¿una jirafa prehistórica, quizás?) pero tras haber comenzado la tarea se encontró con que lo que quería dibujar no le cabía en la superficie disponible. Obró entonces como esos diseñadores de gráficos estadísticos que, para representar una columna que no cabe en su hoja, parten una columna que representa una cifra muy alta y dibujan, quebrado, el extremo de la misma. Luego, primitivos observadores de la pintura rupestre, mirándola extasiados, habrían creado el mito del animal que parte su cuello para entrar en la cueva huyendo de un dios, y sobrevive partido en dos por gracia de una diosa. Esto explicaría por qué no fue hallado luego ningún estambecco, nunca más. ¿Y los dibujos de Parkinson? Parkinson podría haberse limitado a copiar el dibujo de la cueva, adaptándolo al mundo de animales y cosas que tenía en mente (al fin de cuentas, la parte posterior del estambecco parece el cuarto trasero de un íbice y el “cuello” el cañón de una carabina del XVIII). ¿Y la pareja llevada por Cook a Londres? ¿Y todo el asunto de la prueba del cuchillo pasada entre las dos partes? ¿Puede haber sido todo una ensoñación colectiva, especulaciones y fantasías tramadas sobre los dibujos de Parkinson? El caso de la fortuna amasada por el ladrón del estambecco macho, usado para espectáculos de feria, rubricaría el famoso aserto de Shakespeare en La tempestad: “Todo monstruo es la fortuna de algún hombre”; el cual podría completarse con este otro, que no se le contrapone: “Todo monstruo es la condensación de una ansiedad, una que a veces no sabíamos que teníamos”.