El tratamiento había dejado calvo, encogido y en un estado de fragilidad terrible a John. Apenas y lograba ponerse de pie; salir de la casa resultaba imposible. Veía el mundo desde la cama. Pensaba mucho en el pasado. Y gracias a que visitaba constantemente sus recuerdos se carcajeaba de una forma escandalosa, casi feliz, al revivirlos. Por ejemplo, se le escapaba una risita al rememorar algunos de los momentos ridículos que protagonizó con la intención de ofender a su familia. Borraba la seriedad del rostro cuando pensaba en la cantidad de ocasiones que mintió enfermizamente para seguir bebiendo. Tanto engaño fue una reacción cínica ante el miedo. Lo sabe. Hace siete años suspendió la ingesta alcohólica; se dio cuenta de que era imposible escribir, beber y amar al mismo tiempo. “Una cosa a la vez —se dijo, atemperando las fugaces alegrías de aquellos excesos experimentados—, una cosa a la vez”. Desde que salió del Centro Smithers, la vida se convirtió en la resolución de múltiples asuntos pendientes. A menudo me confundía con su hermano mayor; me hablaba con cierta complicidad: “La vida es un asunto de improvisación, Fred, nunca olvides eso. ¿Por qué no me contestas? ¿Fred?”. John tenía la certeza de que platicaba verdaderamente con el otro Cheever. En cierta forma, fue bueno que creyera eso. Estaba consciente de que se encontraba en la casa de su infancia; reconoció los muebles y el tono gris de la luz en Quincy. Tenía una serie enorme de recuerdos desagradables de ese sitio; momentos no superados, dolorosos; pero había logrado mantener la ecuanimidad gracias a su insolente sentido del humor. En esa casa intentó acabar con su vida; siguió en este mundo a pesar de sí mismo. Le habían extraído un riñón, pero llevaba una vida normal. Era simpático cuando hablaba de su riñón. Entre broma y broma, decía en voz baja: “No sé cómo voy a hacerle, tal vez la muerte quiera los dos riñones y eso sí va ser complicado”. Yo disfrutaba sus chistes. John persiguió la ilusión de crear un hogar toda la vida; tanto en la escritura como en la vida real, se dio a la tarea de concebir un sitio que reuniera todas las características sensitivas que poblaban los recuerdos de su infancia. Un sitio como Quincy sólo podía ser Quincy. A menudo despertaba con sensación de dolor en todo el cuerpo. Lo primero que hacía era observar la almohada, ahí iban quedando sus cabellos platinados; estaba perdiendo el pelo, eso era lo único que le aterraba, no la idea de encontrarse conmigo en cualquier momento. Se peinaba a escondidas. Realmente sufría al contemplar su imagen en el espejo. No quería verse calvo. No. Se esforzaba en serio por no renunciar al tratamiento, por no dejarse vencer, por darle batalla a la enfermedad. Lo que voy a escribir es lo que me queda por decir y me ronda por la cabeza sobre el Éxodo, anotó en el diario mientras se reía con cierta vulgaridad por una confidencia tan grande como ésta: Sólo nos tenemos el cáncer y yo. Las personas a mi alrededor están más interesadas por el cáncer. Reía pensando en lo celoso que estaba de su dolencia. Lo visitaban algunos colegas; no podría decirse que lo frecuentaban sus amigos, porque realmente él no tenía amigos, sino conocidos, gente que en algún momento de la vida lo ayudó a salir de una de las tantas crisis que tuvo. Salió avante de varios rounds de la lucha diaria que John libraba contra sí mismo. Se interesó en contar las historias de hombres aplastados por su propio peso. La vida de John proyectaba sombras enormes. Era como un trago amargo del que él bebía voluntariamente. Fracasó en casi todo. Estaba lleno de envidia y de resentimiento. Gracias a esas pulsiones de oscuros pensamientos, edificó su ética de la frustración. Hablaba de él en tercera persona, escribía en su diario justo eso, el odio contra sí mismo: John no tiene amigos. Toda su vida era falsa. Hizo sufrir a las personas más cercanas a él. Era misántropo y narcisista. Su literatura, al fin, era un acto evasivo y una glorificación de la mentira. Si él era una continuidad de su obra, debo decir que sus personajes fueron devorados por el ideal encarnado de un padre con una carga letal de baja intensidad, una fuerza violenta y destructora. Se mantenía firme en público; aunque cojeara, intentaba a toda costa erguirse; presuntuosamente se mostraba ante el mundo, incluso a pesar de la pérdida de peso y de cabello. La única cuestión que delataba esa lucha encarnizada era la voz, pues fue adquiriendo matices fúnebres. Había perdido fuerza; pero de ninguna manera hizo a un lado el ejercicio de escribir reflexiones diversas en su diario. Escribió en él ciertas revelaciones de gran trascendencia; a veces echaba una mirada a sus hombros para comprobar que el cabello seguía cayendo mientras redactaba, y eso lo ponía realmente mal. Llegó a creer que su trabajo consistía en llenar páginas mientras esperaba la caída total del pelo. A veces se sentía tan exhausto que ni siquiera era capaz de darle cuerda a su Rolex de pulsera. También escribió al respecto: Nunca he conocido nada como esta fatiga. La siento a medio cenar. Cuento el número de cucharadas que me faltan para terminar el postre. Tengo que tomar el café, pero casi siempre es una taza pequeña. Después de eso camino hasta mi recámara, me quito la ropa, la dejo en el suelo, apago la luz y me desplomo en el lecho. Mary adquirió una importancia superlativa en la vida de John. Cocinó para él; lo cuidó, le dio los medicamentos a tiempo, justo a la hora señalada. Dormían juntos. Ella solía abrazarlo por las noches; arrebujada junto a él, le tomaban por sorpresa múltiples pesadillas, todas ellas relacionadas con los primeros años de matrimonio. A medianoche despertaba abruptamente y lo primero que hacía era hablarle para comprobar que John aún seguía vivo. Ella sabía que estaba haciendo lo correcto, pero no era capaz de tranquilizarse cuando presentía que yo rondaba la habitación. No logró verme, pero supo que John se dirigía hacia el final. Cuando se levantaba al baño en la madrugada, solía demorarse un poco, sus movimientos eran lentos. Al volver a la recámara encontraba a John en posición fetal, prácticamente marchito, quien se dejaba abrazar cálidamente, como si la noción de orfandad hubiera terminado con la temperatura tibia de un abrazo. Era horroroso contemplar a un hombre divertido, vital e inteligente reducido a eso: el miedo a estar solo. Aflicción pura. John leía en voz alta algunas de las frases que anotaba en su diario. Calculaba aproximadamente cuatro millones de palabras vertidas ahí, formadas, pegadas, tachadas. Cuatro millones de grafías creando una red de protección para algo que él solía llamar alma, para algo que también podía entenderse como una larga carta de adiós escrita por un suicida. Cuatro millones de palabras fueron desplegadas con ira, con angustia, eróticamente dispuestas para alguien que nunca estaba con él. Cada libreta que iba llenando la transcribía de inmediato a máquina, porque John tuvo la certeza de que eso era lo mejor que estaba escribiendo; de alguna u otra manera, él supo que de verdad metía las manos en su interior y lograba traducir esa experiencia en oraciones poderosas. Al final del diario, después de todas las emociones vertidas en él, encontró una devoción casi mística por las palabras, una forma de hacer las paces consigo mismo. Él se consumó con la escritura; se aceptó gracias a ella. No es que cambiara el mal humor por una mueca beatífica, tampoco que estableciera una secuencia de sonrisas ante cada persona que se le colocaba en frente. No. Sólo se aceptó. Lo curioso era que mientras leía en voz alta esas líneas, consciente de que nadie podía escucharlo, dramatizaba incluso algunas escenas y se permitía actuar exageradamente los clichés que tanto detestaba. Resultó un deleite oírlo mientras afeminaba la voz, seseando, abusando de sus recuerdos para convertirlos en una secuencia de diversiones íntimas e irrepetibles. Diálogos con la memoria, porque finalmente de eso se trataba: de reconocer la dulce persistencia de las personas amadas. Su tono de voz ya era senil. El cáncer de nueva cuenta iba ganado. Alguien cansado y con el reconocimiento de sus contemporáneos usualmente se queda en cama a esperarme, pero John, acostumbrado a dar batalla, buscaba más conflictos, muchos más de los que cualquiera lograba soportar por diversión. Intentaba un acto más de comunicación, quizá el más importante de todos: revalorar el tono de religiosidad que durante tanto tiempo postergó. En muchísimas borracheras, cuando no era capaz de distinguir una mañana de una tarde, hablaba consigo mismo sobre este asunto: Dios. Siempre lo había hecho en voz baja. Y susurrando le dio continuidad a esos pensamientos, los trajo de vuelta, los colocó sobre la sábana para iniciar una conversación obligada. Pero se quedó en silencio. Por la forma en la que observaba los cabellos sobre la almohada, supe que pensaba en mí. Me intuía junto a él. Mary regresó de la cocina con el desayuno. Eran porciones muy pequeñas de alimento: básicamente jugos, agua y pan. Al final debía tomar sus pastillas, se trataba de muchas pastillas, las acompañaba con miel para herir menos su estómago. John exageraba la percepción de un olor extraño, algo que no reconocía. Pegaba la nariz a los trastos, a sus manos, a la libreta, a la ropa y a la boca de Mary, incluso olía los lapiceros. Ella creyó, por un momento, que John quería un poco de sexo. Se sonrojó al darse cuenta de que su marido sólo buscaba el origen de ese olor. “¿No te llega una sensación como de algo quemado?”. Dio un breve recorrido por la habitación y jaló aire por las fosas nasales. “No, cariño”, dijo. John comprobó que los pantalones del pijama estaban bien, sin humedad visible ni rasgos de quemadura alguna. Mary regresó a lavar los trastos, la ropa; limpió la recámara. Disfrutaba sentirse útil. Él no tuvo ánimo de ir al estudio ni de dar un breve paseo por la sala. Estuvo dormitando mientras el televisor transmitía una serie de reportajes sobre el pueblo natal de Ronald Reagan: Tampico, Illinois. Mary, cuando bajó a preparar un poco de café, percibió un ligero tufo, un aroma similar al que emana el plástico quemado, una sensación dulzona y penetrante. Checó los cables de los electrodomésticos; también comprobó que los enchufes estuvieran en buen estado. Todo parecía en orden. Subió el café a la recámara; le comentó a John que había detectado ese olor a quemado. Incluso bajó la mirada, como si ese hecho le permitiera concentrarse en la esencia del hedor y de esa manera fuera capaz de hallar el origen del tufo. No era algo pestilente; pero sí inquietante. “Aquí huele muy fuerte”, dijo. John afirmó con la cabeza y cerró de nueva cuenta los ojos. Levantar los párpados era una empresa irrealizable para él. Susan, la hija de John, tocó el timbre. Mary le abrió la puerta y le ofreció un poco de café. Al dar el primero de los sorbos dijo que había un hedor en la casa. “Sí —respondió Mary—, desde la mañana”. Fueron al dormitorio. Susan advirtió que en esa parte de la casa el olor a quemado era más fuerte. Al acercase a John aguantó la respiración; creyó que él transminaba ese aroma. Durante la comida, John tenía un dolor en la espalda baja. Se trataba de una punzada aguda que no le permitía hacer muchas cosas, básicamente quejarse y pedir agua. Susan, a escondidas y con la tácita aceptación de Mary, fue en busca del reverendo George Arndt, de la iglesia de Trinidad. John pidió que apagaran el televisor. Pensaba en la cantidad de cuentos que hizo, en las novelas. Sentía que una onda gélida iba conquistando su cerebro. Creyó que todos sus pensamientos eran órdenes de esa molestia en la espalda baja. El riñón que le quedaba dio los últimos momentos de vitalidad. Llegaron a su mente ideas de cuentos, amorosos relatos en los que trataba de recrear el cuerpo de algunos amantes perdidos. El dolor le ordenaba pensar en la literatura, sólo en eso. Es más, tuvo que pedir clemencia. “La espalda y el riñon —dijo— son un gran equipo. Me rindo”, finalizó. Se reía pensando que todos sus relatos formaban parte de un continente hundido. Esos textos no querían representar las novedades tecnológicas, sólo necesitaban un par de personajes para urdir una compleja relación, como las que solía protagonizar el autor. Los hombres que amueblaron esos cuentos fueron dioses antiguos, un oropel gastado, gente rota. Quería seguir pensado en su obra, pero una punzada en la espalda derribó el optimismo. Se trataba de algo fuerte abriéndose paso por dentro. John no hizo mucho durante su vida, salvo escribir, beber y padecer temores. No hay control en sus pensamientos; de hecho, la única imagen es una grieta que se forma en un cuerpo oscuro. El dolor se reprodujo en el estómago, en el pecho e incluso en la cabeza. Mary atendía, prácticamente como una niña, a John. Le frotaba la cabeza, el pecho; intentaba ponerle fomentos de agua caliente en la espalda. La intensidad del dolor no bajó. Se apropió de todos los pensamientos de John; sólo uno fue colándose hasta clarificarse: su padre lo llevaba a pescar. Era una imagen sin recurrencias ni precedentes, algo guardado para ese momento en el que John contemplaba la cara de preocupación de Mary y se daba cuenta que había compartido la vida, parte importante de su vida, con una persona buena. Susan y el reverendo Arndt tuvieron la fortuna de no demorarse en el tráfico vehicular de la tarde. Así que el reverendo subió las escaleras con cuidado. Era voluminoso. Saludó a Mary con un potente abrazo. Sin decir una sola palabra, colocó el maletín sobre el buró, junto a la cama. Al verlo, John pensó que se trataba de un amigo de Susan o de un vecino, ese tipo de personas capaces de colarse a su intimidad sin un motivo real, pero que terminaban sacándole un par de frases, un autógrafo o una foto. Tardó en descubrir la identidad del invitado, y comenzó a despotricar contra él. Odiaba al reverendo de una manera irracional, y soltó una serie de insultos cortados por el dolor. El malestar envolvía todo su cuerpo. El reverendo rezaba. John, inquieto como un chico travieso y violento, pedía que sacaran a Arndt de la recámara. Susan y Mary se tomaron de la mano, al lado de John y del reverendo. Respiraron un par de veces de manera sincronizada y comenzaron a rezar el padrenuestro. Junto a ellas, el reverendo le administraba los últimos sacramentos a John, quien forcejeaba como un poseso. Se enroscó en las sábanas. No sé si en busca de aire o de algo mucho más importante, un motivo de luz, quizá; tal vez todo se trataba de una queja momentánea por el tono ocre de su existencia. Fue un hecho confuso, algo no detallado, oculto por los gritos y el jaloneo de las sábanas en plena revuelta; John detuvo los insultos. Estaba muy agitado. El reverendo se acercó hasta él, tomó su cabeza y le hizo la señal de la cruz en la frente. John se quedó completamente quieto, con los ojos abiertos y sin mover un sólo músculo. Estaba en paz. Veía algo que incluso yo no he logrado comprender. Más que luz, parecía una flama, un halo caliente que poco a poco fue dulcificando su consistencia hasta convertirse en un rayo de sol. John se había ido. Susan comenzó a llorar; también Mary. Se abrazaron. El reverendo inició una serie de oraciones con los brazos extendidos. Mary se persignaba constantemente. “Buen viaje, cariño —dijo— buen viaje”. Intentaba calmarse, pero en esos momentos es imposible la tranquilidad. El reverendo digitó el 911 para notificar el deceso. No daba crédito a lo que había presenciado. El forense llegó rápido al domicilio. Pidió que abandonaran la habitación por un momento, pero Susan se negó a salir. Mary fue al armario a elegir la ropa de su marido para el funeral. Tenía muy claro cuál sería el atuendo para esa ocasión, incluso lo había platicado con John. Tomó el traje gris, con la insignia de la academia en el ojal; hacía juego con una camisa azul y una corbata a rayas grises y rosas que ella había tejido a mano. El forense preguntó como quien dice hace calor: “¿Estoy en la casa de un escritor?”. Susan respondió que sí. Estaba en la casa de uno de los escritores más simpáticos del país. El forense dijo que hace unos días, no recordaba con exactitud si la semana anterior o hace un mes, vio un programa de televisión muy extraño y creía que el invitado de ese show era justamente John. “Sé que volverán a transmitir esa entrevista”, agregó. Finalizó el trabajo en silencio. El sol hizo que la tarde resplandeciera. John estaba en la recámara. Veía su cuerpo; lo acarició un par de veces. Dio media vuelta para quedar frente a mí. Cruzó el umbral cuando Mary empezó a llamar a la gente para notificar el deceso. Quería estar solo por un tiempo.
Federico Vite obtuvo el premio único de cuento en el Certamen Literario “Laura Méndez de Cuenca”, convocado por el Gobierno del Estado de México, a través de la Secretaría de Cultura y Turismo y del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal en 2020. El jurado estuvo integrado por Edmée Pardo, Mauricio Carrera y Omar Nieto. [Éxodo forma parte del libro premiado: Últimos días terrenales © Primera edición: Secretaría de Cultura y Turismo del Gobierno del Estado de México, 2021]