Gabriel Bernal Granados (Ciudad de México, 1973), autor de una nutrida obra literaria que abarca géneros tan aparentemente diversos como la poesía, la narración y el ensayo, acaba de publicar este año un libro de reflexión que ha sido muy bien recibido por la crítica y los lectores “de a pie” con el título Leonardo da Vinci. El regreso de los dioses paganos, un libro que explora la relación entre la obra plástica de Leonardo y el neoplatonismo florentino de la segunda mitad del siglo xv. El volumen, publicado por Turner en España y México, agotó su primera edición en el Viejo Continente a menos de un mes de haber aparecido en librerías y motivó así su primera reimpresión en Europa. El libro en México no ha corrido con menor fortuna y ha comenzado sus andanzas en los países de Centroamérica y el Cono Sur. Para reforzar la percepción de que el escritor ha llegado a un punto culminante en su carrera hace unas semanas se hizo público que había merecido el Premio Bellas Artes de Ensayo Literario José Revultas 2021 por su libro inédito Historias. Un poco para celebrar la trayectoria de treinta años de un autor que ha navegado a contracorriente “por gusto, por vocación y por destino” y otro poco para indagar en el contenido del inédito volumen de ensayos titulado significativamente Historias, quisimos tener una conversación con Gabriel Bernal Granados, que ahora vive en el pueblo de Santa María Ahuacatitlán, en el terreno montañoso que separa a Cuernavaca de la Ciudad de México.
Este ha sido un buen año para ti. Tu Leonardo ha sido un libro que ha sido bien recibido y ahora has obtenido el premio José Revueltas de ensayo por Historias. Leonardo me parece un libro más académico y, por lo que se ha dejado entrever, Historias tiene otro tono. ¿Puedes hablarnos de sus diferencias?
Me llama la atención el término que usas en tu pregunta: “académico”. Comencé a escribir mi libro sobre Leonardo hacia 2017. Hasta entonces no pertenecía a ninguna academia ni tenía la más mínima intención de que así fuera. Fue hasta 2020, cuando se desató la pandemia y hubo la necesidad imperiosa de un confinamiento masivo, que me decidí a hacer algo fuera de lo común: retomé mi carrera universitaria en la unam. (Y, dicho sea entre paréntesis, ha sido una de las mejores decisiones que, a nivel personal y profesional, he tomado en los últimos tiempos y lo he disfrutado muchísimo.) Sin embargo, cuando regresé a la universidad ya había terminado el libro sobre Leonardo (los dos últimos capítulos los escribí en diciembre, a petición del editor Ricardo Cayuela, quien me pidió que le agregara al libro una ‘coda’ que pudiera guiar retrospectivamente a los lectores. Al final, lo que escribí fueron dos capítulos adicionales, que en mi opinión no sólo redondean sino añaden información necesaria al desarrollo de las tesis del libro). En el libro de Leonardo —cuyo título, por cierto, Leonardo da Vinci. El regreso de los dioses paganos, se debe también a Ricardo—[1] había la necesidad de recurrir a una serie de fuentes para “documentar”, en lo posible, lo que estaba proponiendo: la creación de un contexto intelectual y espiritual que sirviera para entender mejor los símbolos “paganos” que aparecen en la pintura de Leonardo. En cambio, como dices, Historias tiene otro tono. Comencé a escribir el libro en medio de la redacción del libro sobre Leonardo. Estaba atorado en el capítulo dos de la obra, el que dedico a la melancolía en el Renacimiento y, en particular, al fresco de Bramante que constituye un doble retrato donde aparecen el “filósofo que ríe” (Demócrito o Bramante) y el “filósofo que llora” (Heráclito o Leonardo). Sentía que no avanzaba hacia donde quería y necesitaba liberar mucha tensión acumulada. Así que me puse a escribir algo muy distinto, que surgió de una manera natural y espontánea. Resulta que antes de que nada de esto sucediera, había tomado la decisión de abandonar la Ciudad de México, donde nací y crecí y donde habían transcurrido todos los años de mi vida, para mudarme a Cuernavaca, en el estado de Morelos. En el tránsito de un lugar a otro, tuve primero que empacar y después desempacar mi biblioteca —como quería Walter Benjamin. Así pues, en el traslado, se movieron no sólo objetos inanimados, libros, muebles y demás objetos, sino recuerdos, cosas que tenía olvidadas o ni siquiera sospechaba que estuvieran contenidas en los archivos de mi vida anterior. Así fue que descubrí libros que tenía por ahí, en un olvido aparente. Re-descubrí, y se puede decir que releí bajo una luz distinta (cuando te cambias de casa cambia la manera de mirar las cosas y la manera incluso de escucharlas o sentirlas), un volumen de apenas 144 páginas en el que se contaba la historia de un joven de 27 años, que trabajaba en una biblioteca hermosa y antigua, el edificio Carolino de la Universidad de Puebla. Allí había descubierto, por “azar” (todos sabemos que el azar no existe), una serie de “cartas edificantes y curiosas” que unos misioneros jesuitas habían escrito desde China a la corte de Francia. En ellas contaban no sólo su vida cotidiana en ese país desconocido y fascinante sino todo lo que estaban aprendiendo en la corte del emperador asiático. Los quince tomos de las cartas están resumidos en ese libro admirable, que constituye, a mi modo de ver, un librito perfecto. En él no sólo se cuenta la historia de este viaje al Oriente, sino que ocurre una suerte de milagro: un escritor, que entonces todavía no sabe que lo es, se mira en este espejo y descubre su propia voz; es decir, se descubre a sí mismo como escritor y lo que se le revela es no sólo el contenido, sino la imagen, por decirlo así, de su propio imperio. La “historia”, en sus dos vertientes, me pareció fascinante, y decidido a contar este doble encuentro, el de los misioneros jesuitas con China y el del autor con la faz inaplazable de su obra,[2] fue que nació este libro, que provisionalmente se titula Historias y donde aparecen otros modestos descubrimientos que se llevaron a cabo haciendo arqueología en mi propia biblioteca.
Tu obra igualmente abarca poesía, narración y traducción, pero como ensayista has conseguido mayor reconocimiento. ¿Qué te permite expresar el centauro de los géneros; cuál crees que es tu aportación en el panorama mexicano?
Esta es una pregunta sumamente interesante. Y es uno de los temas que trato en el nuevo libro. Ha habido, a lo largo de siglos en el Occidente moderno, grandes autores que vuelcan su genio en esa derivación del viejo tratado que es el ensayo y que por alguna razón difícil de precisar no descuellan en otros géneros, considerados “creativos”, como la novela, el cuento o el poema. Pienso en George Steiner, por ejemplo. Si tú lees su primer libro, Tolstoi o Dostoievski, o Después de Babel, o Extraterritorial, o Antígonas, o Errata, que se aproxima en muchas de sus aristas a una novela autobiográfica, sientes la misma fascinación que puedes sentir frente a la obra del gran escritor que tú quieras de éste o de los dos siglos anteriores; pero ese mismo entusiasmo no te sobrecoge si lees las novelas o los cuentos de Steiner, que fueron pocos y carecen de esa chispa en cuanto a lenguaje o a mera capacidad de fabulación. Un poco lo mismo sucede con Guy Davenport: las mejores secciones de sus cuentos o sus novelas breves son aquellas que más se parecen a sus ensayos, donde sin embargo lo que se manifiesta es una poderosa capacidad deconstructiva o, si tú prefieres, imaginativa. En el siglo xix, para no salirnos tan abruptamente de la lengua inglesa, destacan con esa misma intensidad y complejidad autores como De Quincey o Ruskin, que no escribieron ni novela ni poesía, pero de cuya prosa ingente, erudita y apasionada —en el caso particular de Ruskin— se desprendieron nombres tan ilustres como los de Borges o Proust.
En el ámbito de la lengua española también hay casos por demás interesantes. Pienso en autores como Jaime Moreno Villarreal, cuyos mejores libros de ensayo, en su juventud, se emparejaban con las técnicas del poema o del aforismo o incluso, en el colmo de los engaños, con la nota a pie de página. Sin embargo ahora que escribe principalmente sobre arte mexicano, sus esfuerzos han estado encaminados a crear una suerte de novela documentada donde el principal reto se encuentra en buscar la equidad entre un lenguaje culto, artificial, y un lenguaje cotidiano o popular.[3] Esto es un poco como si el ensayista —tenido para mal como una forma de escritor más bien inteligente o elevado— quisiera deshacerse de este bagaje que lo separa del público lector y quisiera, al hacerse más ligero o más liviano, volverse más aceptado. No lo sé. Antonio José Ponte, un gran escritor cubano nacido en la década de 1960, empezó publicando libros de poemas y ensayo, donde su prosa adquiere unos niveles no sólo de penetración sino de exquisitez y sutileza que son difíciles de encontrar en la novela o en la prosa de los últimos treinta años. Ponte, que en Las comidas profundas (1997) o en su libro sobre la revista Orígenes (El libro perdido de los origenistas, 2002) se había convertido en uno de los prosistas más finos y esclarecidos del idioma, demuestra un exceso fundamental en sus novelas y en sus cuentos: la necesidad de abandonar la secrecía del ensayo e instalarse en la aceptación o el prestigio que te confiere la novela. En el mundo en que vivimos, el que no narra no vende. De ahí que Borges siga siendo un caso tan raro, ya que su vocación principal como escritor se encontraba, en ese punto de inflexión en su carrera que significó la publicación de Historia de la eternidad, en 1936, en la confección de teorías apócrifas sobre el tiempo o en la simulación de aparatos donde la prosa de ideas deviene prosa narrativa y viceversa.
En esa misma línea, nuestro país ha aportado el nombre y la obra de grandes ensayistas que han fracaso cuando han querido transitar al espacio de la novela, como Sergio González Rodríguez, que escribió libros de ensayo tan buenos como Los bajos fondos (1988) o El centauro en el paisaje (1992), pero que no se encontró del todo a gusto en el desarrollo de novelas cuyas historias eran buenísimas, pero cuya ejecución se alejaba casi por completo de esos destellos iniciales. Pero estamos siendo injustos: no debe olvidarse que Sergio comenzó su carrera no como escritor sino como rockero, como bajista de un power trio llamado Enigma; Jaime Moreno Villarreal no sólo incursionó en su juventud en el mundo de la música, sino que ha persistido en ello hasta el punto de convertirla en una actividad paralela y ahora ya no tan secreta gracias a los videos de YouTube. Si ahora escribiera sobre los ensayos y las novelas de Sergio o sobre las canciones y los libros de crítica de arte de Jaime, hablaría más bien de sus ensayos como esos pasadizos que se abren, apretando un botón oculto o inclinando el lomo de un libro en el librero de una biblioteca, a la posibilidad de ser otro. Así pues, en un click, de erudito te conviertes en rockero o en letrista de canciones de música que tienden a lo popular pero que terminan convirtiéndose en facetas de tu personalidad “de culto”. O bien, de poeta y aforista que aprieta un cuchillo entre los dientes y que se atreve a romper y cuestionar el tinglado de lo establecido y acartonado de nuestra tradición intelectual, te trasladas a la cancha del narrador, donde en lugar de una posición defensiva juegas como centro delantero y ganas el partido metiendo gol de cabeza en el último minuto. El ensayo entonces se vuelve no sólo una zona de tránsito entre un género y otro, sino en una zona de resistencia frente a los embates de una tradición que no deja de recordarte todo el tiempo los orígenes de tu vocación literaria.
¿Podríamos pensar en el ensayo como una “zona de tránsito” o un cruce de caminos?
Seguramente es así, pero no en sus inicios modernos. Para Montaigne el ensayo era, entre otras cosas, un paréntesis en el tiempo donde las voces del presente podían coincidir con las voces del pasado (de ahí el fenómeno de las citas en latín, tan estudiado por los críticos literarios). El ensayo era entonces el género de la conversación, donde los vivos se ponían en comunicación con los muertos. Mucho se ha hablado de que los Ensayos surgieron de la necesidad espiritual que sentía Montaigne de continuar conversando con su amigo, muerto prematuramente, Etienne de la Boétie. Para mí, en cambio, el ensayo es una puerta, que se abre a la posibilidad de no seguir siendo el mismo. El ensayo expresa nuestra voluntad constante de ser otros. En este sentido, el ensayo es un cuestionamiento permanente sobre nuestra identidad y una prospección hacia el futuro.
Cada género pide su tiempo y, diré, su espacio emocional, ¿cómo manejas estos aspectos?
Yo creo que muy mal. Carezco de disciplina en ese sentido. Llevo años escribiendo un libro de poemas que no me atrevo a dar por terminado y comencé hace dos años a escribir una novela sobre el surgimiento y la destrucción de las ciudades. Hace un año llegué a la mitad y ahí me detuve. El ensayo es más bien un desahogo y una compulsión. Acaso también es el territorio donde busco las respuestas a problemas que se presentan en otras áreas de mi vida y que, por azar, ocurren en el territorio poco previsible de la escritura.
Estás cumpliendo 30 años de carrera literaria, ¿cuál sería tu resumen de ella?, ¿hacia dónde se dirige tu escritura?
Empecé a publicar a los 18 años. Todavía recuerdo el día en que le dije a mi padre que quería escribir y estudiar en una universidad pública y no ser abogado e inscribirme en una universidad privada, como era su deseo. Me dijo: “Muy bien, pero a partir de este momento no cuentas conmigo para nada” y dejó de darme un peso para sufragar mis gastos. Desde luego que las intenciones de mi padre, con esta política de sometimiento, no eran malas. Él esperaba que yo le dijera, está bien, era broma, no te preocupes, papá, voy a hacer lo que tú dices. No esperaba que yo estuviera tan decidido y que fuera a llevar mi vocación hasta sus últimas consecuencias. En aquella época, mi padre estaba muy enfermo de cáncer. De hecho, murió de manera espantosa tres años después. Para mí fue muy duro, porque dejamos de hablarnos, después de haber sido muy unidos, y esa relación ya nunca pudo restablecerse. Sin embargo, se trató entonces de una de las lecciones más importantes que he recibido en mi vida: por un lado se me ofrecía ser lo que la sociedad, representada por el deseo y la voluntad de mi padre, quería que yo fuera: un hombre respetable, con casa, mujer, camioneta, hijos, etcétera; y por otro lado se me presentaba aquello que yo quería ser o en lo que deseaba convertirme: un escritor que podría llegar a tener o no todos esos bienes, pero cuyo panorama se presentaba más bien como algo difícil o imposible. Como es bien sabido, decidí lo segundo y mi vida desde entonces ha estado llena de sacrificios y renuncias. Pero también de cosas buenas y satisfactorias, no puedo quejarme. A treinta años de haber tomado la decisión de seguir el camino de la literatura, puedo decir que no me arrepiento y que todo aquello a lo cual he tenido que renunciar en mi vida ha sido por algo. Siempre, después de un trago muy amargo, ha venido algo bueno, como si existiera en efecto una regla de compensaciones inscrita en el orden de lo trascendental o cósmico. Desde hace unos años, por ejemplo, mi perra Zoe y mi gato Alban se han convertido en dos constantes no sólo en mi vida sino en mi estudio a la hora de escribir, y en algún otro momento he reflexionado sobre el sentido que esto puede llegar a tener en las representaciones que a través de la historia de Occidente se han hecho del león que acompaña a San Jerónimo en el momento de estar o traduciendo la Biblia o escribiendo panegíricos sobre religión y modernidad en los albores de la Edad Media.
Yo fui un lector temprano de Borges, Arreola y Elizondo, que fueron practicantes, cada uno a su manera, de formas de una prosa heterodoxa. En Borges, maestro de Arreola y Elizondo, la reseña de un libro se revela como una novela portentosa, contenida en el breve y engañoso espacio de cinco cuartillas (“El acercamiento a Almotásim”) o, en Arreola, una viñeta que surge de los bestiarios medievales se transforma en un poema de pulcritud incontestable. Desde entonces me pareció que el ensayo era un género tan difícil de domar como un caballo salvaje, pero que en esa domesticación del propio pensamiento, en aras de la claridad y el orden, se encontraba una forma de belleza.
En “Regreso a casa”, el discurso que Salvador Elizondo escribió con motivo de su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua en 1980, reelabora la parábola del hijo pródigo que vuelve a casa bajo la forma de su primer libro de poemas, que se tiró en una primera edición de 200 ejemplares que el propio autor fue recuperando en librerías de viejo para irlos acumulando en el desván de su casa. (Uno de esos ejemplares, debo decirlo, no regresó a su lugar de origen y aún permanece en uno de los libreros de mi departamento, donde lo conservo con la dedicatoria original que el autor rubricó bajo los nombres de Ana Rosa Matute y Héctor González Rojo, padres de Ana Rosa González Matute.) En ese texto, que en realidad es un ensayo, que en realidad es un pequeño cuento autobiográfico, Elizondo habla de ese deseo permanente en él de regresar a la casa de sus padres, en la calle de Tata Vasco, en Coyoacán, a donde en efecto regresó después de un largo periplo por Europa y una prolongada estancia en un departamento de la Avenida México de la colonia Condesa. En ese mismo sentido, creo que yo me encuentro en ese trance de volver a casa, a un reencuentro con mi padre y mis abuelos muertos hace muchos años, pero con quienes tengo varias cuentas pendientes bajo la forma de una y mil conversaciones que no pudieron llevarse a cabo en vida de ellos, por unas razones o por otras. Lo que ahora estoy escribiendo tiene ese afán de recuperarlos, tras la huella de una ciudad que se levanta a partir de una migración y se destruye por motivos que tienen que ver con el destino antes que con el descuido o el desdén de sus habitantes. El libro, que cuenta fundamentalmente una “historia”, lleva por título Ensayo sobre la devastación de las ciudades, y esa es la trama que estoy tejiendo y destejiendo ahora.
[1] Originalmente, en su condición de “manuscrito”, mi libro llevaba por título “Cabeza de hombre con barba”, que es el nombre del “autorretrato” más famoso de Leonardo, el que se conserva en la Biblioteca Real de Turín y donde se aprecia, efectivamente, a un hombre anciano, de cabello ralo, cejas espesas y barba luenga; pero Ricardo Cayuela, dándose cuenta de que ese título no iba a funcionar, me sugirió cambiarlo por el que lleva ahora.
[2] Este libro existe, por más que pueda parecer un invento. Se trata de Las esferas de la paciencia de Hugo Diego Blanco (Vuelta, 1992).
[3] Me refiero, desde luego, al libro más reciente de Jaime, Frida en París, 1939 (Turner, 2021), que más que un libro de historia de arte puede leerse como una “novela documentada” donde, a nivel interno, lo que se busca es esta forma de equilibrio, en la prosa, entre lo pulcro y lo desaseado de la “lengua vulgar”.