Un sueño amarillo

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Uno

 

Efrén soñaba a veces con un cuarto amarillo. Quería contemplarlo a gusto, en el sueño. Pero la visita era siempre fugaz y, al despertar, tenía la sensación de haber visitado el interior de una lámpara. Era la luz, sin duda, lo único que podía cruzar los límites. Por eso, en la boca, los remanentes de la sed se mantenían vivos en la mañana. Al despertar lo primero que hacía era servirse un vaso con agua. Mientras bebía, mientras el agua apagaba su cuerpo, pensaba que la luz era también calor y volvía a recordar el cuarto amarillo; recordaba estar ahí, tranquilo, sin buscar escape, como insecto recién venido al mundo, a punto de elaborar la primera intermitencia, el primer desafío en el aleteo. Entonces Efrén pensaba que el cuarto contenía, a su vez, cuartos más pequeños, igualmente amarillos, que vibraban como un eco, como una raíz que está a punto de nacer y que se solaza, mientras tanto, en su letargo. Y se ponía a escuchar todo. Porque las mañanas eran escenarios íntimos, la frontera de un vientre materno, las burbujas que se formaban en la superficie del café que se servía: un ritual acaso oscuro porque comprometía algún tipo de suerte, algo que se estancaba en el aire y que no lograba discernir. Y Efrén quiso romper la sensación de incomodidad recogiendo la ropa tirada en el piso, buscando unos calcetines para ponerse. Las manos de Efrén creaban, con su lentitud, sus propios límites. Y los calcetines, escondidos, parecían buscar su propio rumbo en el fondo del cajón. Las manos, entonces, fueron en busca de peces en agua revuelta hasta que los calcetines salieron, rescatados de la oscuridad. Y el cuarto amarillo estaba ahí, de alguna manera, en los ojos de Efrén, cuando se calzó los zapatos negros y se dirigió a la pequeña mesa en la esquina.

 

Dos

 

Efrén caminó por el estrecho pasillo de la casa. El viejo, en su cuarto, no tardaría en despertar. Ambos, en la casa de un piso, como marineros en el interior de un barco: sin lustre por el abandono pero también por el silencio que quedaba cuando Efrén iba a trabajar al pueblo cercano. El viejo, por su parte, mataba las horas sentado en una mecedora, navegando en su ceguera, acostumbrándose a odiar todo y a medir las vetas de oscuridad que llenaban su mundo. Después, aburrido de su soledad, recorría las tres recámaras de la casa, la sala y la pequeña cocina. Se movía entre los muebles, ayudado por un bastón, trompicándose e injuriando a Dios que le ponía cosas para tropezar: pedazos de madera, el filo tramposo de un sillón, la maldición de una escoba en la cocina.

 

Tres

 

–¿Cómo está?

El viejo dirigió la mirada vacía al anzuelo de la voz. Los ojos, velados por una película blanca, buscaban un poco de luz. Pero buscar la luz era enfrentarse a una pared, escudriñar con gesto asombrado el paso del tiempo.

La mirada se quedó estéril.

–¿Cómo quieres que esté? –le respondió, hosco.

Efrén no hizo caso a la pregunta y sorbió el café. En unos minutos iría al camino para esperar el camión e ir a la tienda. Era viernes y aún faltaban dos jornadas para su día de descanso. El pan estaba en la mesa acompañado por un par de platos hondos rebosantes de frijoles. El caldo estaba caliente y el viejo aprisionó el plato con las manos para contagiarse del calor; el vapor del guiso se desvanecía, después, con cada cucharada.

 

Efrén se despidió del viejo, tomó su mochila y salió de la casa. Caminó unos metros rumbo a la carretera para esperar el camión. Tuvo un presentimiento y miró hacia atrás: a lo lejos, la figura del otro se asomaba entre las cortinas de la sala. Alcanzó a distinguir el gesto testarudo y la mano que se aferraba al quicio de la ventana. Y el viejo fingía que podía ver y movía la cabeza como si estuviera oteando el horizonte, como si pudiera seguir los pasos de Efrén, deleitarse incluso con las nubes de polvo sobre el asfalto. Y la mirada se encendió, casi maligna, cuando escuchó el sonido del motor. Efrén subió al transporte. Las nubes en el asfalto, similares a las que se movían en el cielo, desaparecieron.

 

Cuatro

 

Esa noche, después de su regreso de la tienda, el viejo le dijo que quería hablar con él.

–Alguna vez estuve casado –le dijo mientras tanteaba la mesa.

Efrén, frente a él, miraba su taza de café. La luz del foco, muy blanca, desvanecía el contorno de las cosas. La cocina, en esos momentos, resplandecía en su desgracia.

El viejo continuó:

–Se llama Alma y ahora vive al otro lado del pueblo.

–¿Y qué hace? –preguntó, al fin, Efrén.

–Ella se quedó con todo mi dinero. Ha vivido de eso, desde entonces.

El viejo rio y su cuerpo se estremeció a medida que crecía la risa. Y cuando controló el desahogo le dijo que eran los ahorros de su vida. Efrén comprendió que la risa que acababa de escuchar era una extraña manifestación de dolor, una bocanada de sol entre los dientes. Y sin querer recordó el cuarto amarillo porque había vuelto a soñar con él. Se refugió en el recuerdo del sueño mientras el otro le decía que eran varios miles de pesos, billetes guardados celosamente, año tras año, gracias al trabajo en una fábrica que había cerrado hacía mucho. Efrén recorría de nuevo las paredes del cuarto amarillo, el foco solitario en el techo, casi una lágrima de luz, detenida para siempre en su trayecto hacia el suelo. El viejo, sin atender las imaginaciones del otro, le dijo que la fábrica, desde su clausura, era una sola silueta, una construcción en desgracia de la cual se burlaban los niños del pueblo. Porque la fábrica era un gigante devorado por el tiempo, pero aún con voluntad para sobresalir en el horizonte.

 

Efrén le deseó buenas noches al viejo y se dirigió a su habitación para dormir. La noche se metía en todos lados: en la revuelta de las sábanas, en los tenis estancados bajo la cama y con las agujetas en escape. Mientras conciliaba el sueño pensó que el viejo quería engañarlo. El dinero era, seguramente, una imaginación causada por la ceguera. Recordó el primer síntoma de la enfermedad: un domingo de agosto, el aura del calor detenida en las cosas y las respiraciones de ambos, sosegadas mientras bebían cerveza. Entonces, el viejo interrumpió la charla y miró su vaso como si en su interior obrara algún milagro. Después llevó los ojos a las burbujas ambarinas que subían hasta llegar a la espuma. Efrén pensó en los insectos que ascienden en busca de luz y que coronan su muerte en el inútil asedio de un foco. Los ojos del viejo vertían toda su atención en el vaso y estuvo unos segundos así, orbitando la presa que tenía enfrente, tratando de ocultar su desesperación porque la imagen se hacía imprecisa: la figura entera del vaso se trastornaba y la memoria se hacía líquida. Sólo quedaría, a partir de entonces, emprender el rescate de las cosas, sacarlas de su sombra un instante para nombrarlas una última vez con seguridad, con la convicción de estar internándose en una progresiva y silenciosa locura.

 

Cinco

 

Esa noche volvió a soñar con el cuarto amarillo. Era el mismo cuarto de siempre: las paredes sin un relieve, como espejos perfectos y bien equilibrados. Un ruido interrumpió su sueño. Intentó volver a dormir aunque sólo pudo revolverse entre las sábanas. Miró el reloj que estaba sobre el buró: iban a dar las cuatro de la mañana. Incapaz de volver a dormir, con el cuerpo y la cabeza pesados, se dirigió a la sala. Se sentó en un sillón, apoyó los antebrazos en las piernas y así, encorvado, pensó en el dinero del viejo. Sería una buena suma, si es que la historia que le había contado era verdadera. Quizás la mujer había puesto un negocio y prosperado. Estuvo un rato fantaseando mientras esperaba el sueño. Pero había agitado sus pensamientos: sólo podía imaginar el dinero y la mirada aturdida del viejo. Caminó por el pasillo. La noche caldeaba el silencio, enfebrecía a un perro y a su ladrido. Cuando se acercó a la puerta del viejo lo escuchó roncar. El ronquido era sincopado. Efrén imaginó el cuerpo bocarriba, la figura semioculta y ungida por las sábanas; su respiración envolviéndolo como si fuera un sudario. Había ocasiones, durante el sueño, que murmuraba cosas. A veces escuchaba desde su cuarto el amasijo de palabras que expulsaba el durmiente, sin poder abrirse paso en ese bosque ininteligible. Se acercó a la puerta. El viejo comenzó a murmurar. Era una voz entrecortada, como la que había escuchado en otras ocasiones. Pero había algo diferente: acaso era el asombro en el tono y la voluntad por completar el germen de las palabras. Y Efrén aguzó el oído, intentó desmadejar las espesas señales del viejo. Después de un tiempo sólo pudo entender una palabra: Alma. A veces el nombre era pronunciado con lentitud y a veces salía entre temblores. Era un rezo antiguo, un pedazo de fuego en la noche. “Alma”, murmuró Efrén, y concluyó que ella tenía el dinero, que el viejo le había dicho la verdad.

Se fue a dormir.

Esa noche volvió a soñar con el cuarto amarillo. Tocó con la mano derecha una de sus paredes. Sintió que emergía de ahí un poco de calor. Y se maravilló porque el calor delineaba una forma oculta, una línea que se ramificaba del otro lado del cuarto y que anunciaba un mundo diferente. Escuchó de nuevo la voz del viejo. Escuchó el nombre de Alma atrás de esa pared. Y movió la cabeza, aturdido, como quien descubre, de pronto, después de estar extraviado, una forma viva entre la niebla.

 

Seis

 

–¿Por qué no me dijo antes?

–¿Qué?

–Lo de Alma.

–Pensé que había muerto, hace unos días soñé con ella.

–¿Cree en los sueños?

El viejo no respondió, sólo tanteó con la mano el vaso de ron. Era hábil encontrando cosas en la mesa. Pero cuando se equivocaba y tiraba algo maldecía a Dios y había un derrumbe en su boca, como muchas piedras despeñándose entre sus dientes. Después se extendía la calma, una pausa llena de fatiga que adormecía la cólera y mantenía vivo el silencio entre los dos.

–Podría recuperar ese dinero –le dijo al viejo.

–¿Para qué? –respondió con fastidio –ya no me sirve de nada. Además, seguro queda poco.

–Me dijo que vivía al otro lado del pueblo, ¿en qué parte?

El viejo adelantó la cara para olfatear, voraz, el polvo que recorría la mesa. El polvo, para él, se había convertido en una suerte de luz. Y por eso se movía con lentitud. Y sus palabras, impregnadas de ese mundo, salían tenaces, acompañando a los ojos ciegos que latían con una tranquila desesperación.

–Su casa está en la entrada de la carretera, pasando la gasolinera, es de color amarillo.

 

Efrén pensó en el color amarillo e intentó recordar: había varias casas en esa zona. No sería difícil dar con ella. Pensó, también, que el cuarto amarillo era una señal. Nunca le había contado nada al viejo sobre su sueño. Se sintió orgulloso de haberlo conservado en secreto. Y le ofreció al viejo una sonrisa que era como un sol artificioso y volátil. El otro quedó encallado en su mutismo: la mandíbula apretada y el cuerpo evidenciando cierto cansancio. Afuera, en la calle, la herrumbre en el esqueleto de un auto. El calor iba en retirada: disminuida su fuerza, regresaría al día siguiente para seguir asolando el mundo.

 

Siete

 

Esa noche, antes de dormir, decidió que iría por el dinero del viejo. Lo usaría para escapar del pueblo y buscarse otra vida. No pudo soñar por la inquietud. Cuando despertó quiso encontrar coincidencias entre su habitación y el cuarto amarillo. El foco en el techo era parecido. Sintió que las paredes eran similares y que todo, en realidad, era parte del mismo sueño.

Salió de su habitación y enfiló a la cocina.

Los dos desayunaron en silencio. Efrén esperó a que el viejo regresara a su cuarto. En la cocina abrió un cajón y sacó un cuchillo. Lo tomó por el mango y lo clavó en la mesa para comprobar su filo. El cuchillo se mantuvo firme, acompañado por un tintineo metálico. Efrén tuvo miedo del sonido que había provocado porque el viejo recolectaba ese tipo de señales, las usaba para prenderle fuego a su oscuridad e imaginar cosas terribles. A veces daba de gritos en la casa, amenazando a algún intruso. Y Efrén tenía que ir hasta donde estaba para calmarlo. El otro regresaba entre temblores a su silla, maldiciendo al enemigo imaginario, a sus ojos que se perdían, que se volcaban al interior de sí mismos, incapaces de reaccionar a cualquier estímulo.

 

Ocho

 

Efrén no quiso voltear mientras esperaba el camión. No quería ver al viejo de nuevo ahí, enmarcado por las cortinas, ansioso e inmóvil, disfrazando su inutilidad. Sintió que el odio crecía de una antigua raíz. Porque ya eran muchos años juntos y el viejo le subía cada año la renta del cuarto y, cuando lo hacía, cuando le comunicaba la nueva cantidad con voz firme, un poco burlona, le daban ganas de golpearlo, hundir los dedos en las frágiles órbitas de los ojos y decirle que no le iba a pagar más, que el sueldo de la tienda apenas le daba para comer y para el transporte. Su mano derecha buscó el cuchillo que traía entre el cinturón y la camisa. Sentir el mango de madera fue aferrarse al resto de un naufragio, a una tabla que flota a la deriva y que es expulsada, después de unos días, de forma imprevisible, por la marea

 

Efrén se bajó del camión. Después de buscar un poco encontró la casa amarilla, de un piso, estaba entre una miscelánea y un terreno baldío. El polvo había menguado el color que aún parecía alegre en medio de la miseria de las otras construcciones. Sintió escozor en los ojos. Un leve temblor caminaba en sus brazos. Se imaginó con la vieja a rastras, ofreciendo su sangre a la tierra revuelta. La arrastraría como toro después de la lidia. Su cuerpo dejaría una larga huella. Y tendría el dinero, lo contaría con una lujuria progresiva y ostentosa. El cadáver estaría ahí, indiferente a su fortuna. Y él le daría un beso en la frente. Vería a la vieja, después del beso, y pensaría en ese momento para prolongarlo un poco más, darle impulso, y luego desecharlo de la memoria.

Efrén se acercó a la casa. En los límites se veían los restos de una reja y un neumático viejo. Pensó en la manera correcta de tocar la puerta y de abordar a su víctima. Tendría que ir con tiento para que la mentira surtiera efecto. Avanzó unos pasos cuando alguien se asomó por una ventana lateral. El mosquitero le enturbiaba las facciones. Efrén sintió calor en todo el cuerpo.

–¿Qué se le ofrece?

–Soy amigo de Francisco.

–¿Francisco?

Efrén titubeó un poco. La mujer volvió a hablar:

–¿Francisco Rojas?

–Así es.

Efrén miró, a través del mosquitero, a su interlocutora; la clara pañoleta que tenía en la cabeza parecía una llamarada. Deseó que se acercara la puerta y que descorriera el cerrojo. Sólo necesitaba eso. Sin embargo, la vieja se mantuvo inmóvil.

–¿Qué le pasó? –preguntó.

–Murió ayer. Me hizo prometerle que vendría a verla para decírselo.

La vieja desapareció de la ventana. La puerta se abrió.

Efrén sonrió por dentro.

La vieja renqueaba un poco. Tendría unos 70 años. Vestía un delantal negro sobre un vestido rojo. El interior de la casa estaba limpio y los muebles eran de hacía muchos años. La luz, desorganizada, combatía la penumbra; un olor a humedad emergía de la madera y se disolvía en el aire.

–Pásele.

Efrén agradeció en silencio. Ella lo condujo hasta la cocina.

–Pobre Pancho –suspiró –¿qué le pasó?

–Lo encontré muerto en su cuarto. Un ataque al corazón dijo el doctor.

–¿Y qué eres de él?

–Un amigo. Le rento una habitación.

–Ya veo.

Los dos se quedaron en silencio. Efrén escudriñaba con cuidado a la vieja. Ponderó sus arrugas y el gesto entero de su cuerpo cuando arrimó una silla y le indicó que podía sentarse. Ella se dejó caer sobre un banco. Las piernas semiabiertas, el cuello con lejanas verrugas, complementaban, de algún modo, la lentitud dispuesta, el último aliento con el que parecía mirar todo. Los dos se midieron, sin decir nada, como si las palabras intercambiadas antes no hubieran tenido ningún significado. El mutismo fue suficiente para que la cocina se transformara, casi al instante, en un interlocutor más: la cortina decolorada por el sol fue bandera de nadie y el goteo de la llave en el fregadero mantuvo su latir constante, un ritmo que empujaba los pensamientos hacia la locura.

–He tratado de arreglar esa llave, pero siempre gotea –dijo ella, al fin.

–El agua es muy dura y por eso arruina los muebles de la cocina y del baño –dijo Efrén –sé un poco de eso porque trabajé un tiempo en una ferretería.

–Pues deberías aconsejarme para saber qué comprar –dijo ella mientras se levantaba del banco y se dirigía a un pequeño mueble.

Los ojos de la vieja, ambiciosos, libres por un momento del cansancio, buscaron en un cajón chueco. Metió la mano derecha en su interior y sacó una botella de mezcal y dos vasos.

–¿Entonces? –preguntó mientras regresaba a su lugar.

–¿Qué?

–¿Qué me recomiendas comprar? ¿Qué llave?

–Una de cromo, aunque le salga más cara. A la larga va a durar más y quítele esas cosas que le ponen para regular el flujo de agua, no sirven.

Efrén la miró relajada, como quien camina por un campo de oro, muy luminoso. pero, la conversación no iba a ningún lado. La botella de mezcal reposaba, maligna, entre los dos. Los vasos parecían dos velas esperando un poco de fuego.

–Pancho nunca quiso arreglar la casa –volvió ella– sujetó con la mano izquierda la botella y con la otra desenroscó la tapa. Los vasos pronto estuvieron llenos hasta el borde. El olor dulzón del alcohol se mezclaba con la humedad.

–Muy bien. Vamos a brindar –dijo ella.

–¿Por qué brindamos?

–Por la muerte de ese cabrón, porque al fin va a dejar de estar chingando.

–Salud.

Efrén disimuló una sonrisa. El choque del cristal le hizo pensar en algo que se rompe y que, a pesar de todo, se mantiene vivo. Miró con desconfianza su trago. Le dio un sorbo y mantuvo el vaso entre el pulgar y el índice, como si eso le ofreciera una absurda seguridad, una apariencia digna frente a la otra. La vieja despachó el mezcal en un solo movimiento. Efrén sintió que el alcohol le avivaba los sentidos pero no le aclaraba los pensamientos. Miró y remiró su entorno: trató de imaginar en dónde podrían estar los billetes. Después, tomó el cuchillo por el mango, aún no quiso desenfundar. Tenía que obtener más información. Estaba en eso cuando, con el rabillo del ojo, percibió el movimiento fugaz de un bicho sobre la madera del piso, cerca de sus pies. Bajó la mirada para buscarlo y, cuando volvió a atender la mesa, se encontró con la oscura boca de un revólver.

Uno, dos, tres disparos.

El cuerpo de Efrén resbaló de la silla. Estuvo un instante anclado en el respaldo, como si aún quisiera resistir, salvarse de una profunda caída. Hubo un estertor y cayó por completo. Bocabajo comenzó a desangrarse. La vieja dejó el arma en la mesa. Las detonaciones aún resonaban entre las paredes de la casa. Sin embargo, el silencio pronto llenó toda la estancia y dejó en libertad, de nuevo, el goteo enloquecido en el fregadero.

La vieja miró el revólver y llenó otra vez su vaso con el aguardiente. El líquido volvió a desaparecer y su atmósfera ámbar le calmó el temblor en las manos. La tranquilidad, entonces, ofició en la mesa. El desangramiento de Efrén había terminado. Espesa la sangre, casi viva, por el movimiento en el suelo. Sin embargo, el calor en ella se había ido y pronto formaría un charco inmóvil. La vieja contempló la botella, casi con pena; después se levantó del banco y se acercó a Efrén. Adivinó el ejercicio de las balas en la camisa ensangrentada. Todas ellas habían dado en el pecho. Los ojos de Efrén seguían muy abiertos y sorprendidos, miraban el horizonte de vasos y platos en el secador a un lado del fregadero, como si a través de ellos tuviera una última oportunidad para regresar el tiempo. Sin embargo era imposible remontar los acontecimientos. En una pared, un calendario sostenido por un clavo: una hojita arrugada de papel marcaba el último día de agosto.

“Vaya desastre”, murmuró la vieja.

Tomó al muerto de la cabeza. La quijada colgaba sin fuerza. Los dientes opacos parecían probar la muerte y las manos con las palmas abiertas eran una súplica a la penumbra. Porque la tarde había avanzado y una sombra llegó al rostro de la vieja que sonrió. La sonrisa la convirtió, por un momento, en una niña. Y, con la ternura de una madre, le arregló a su víctima los cabellos y le juntó las manos sobre el pecho. Luego tomó uno de los pies y arrastró el cadáver con dificultad hasta un rincón de la cocina. Había una puerta estrecha a un lado de la estufa llena de cochambre. Los ojos de ella se reflejaron, un instante, en un resquicio de la perilla. Tenía los brazos endurecidos por la labor. Las venas se congestionaron por el esfuerzo. Abrió la puerta y entró a un cuarto pintado de color amarillo. Era un cuarto cuadrangular, grande y vacío. Miró las paredes amarillas. El foco estaba prendido y emitía un ligero zumbido. Era un ojo omnipotente, una mueca congelada en el techo. La mujer arrastró a Efrén, poco a poco, como araña agotada por el enorme peso de su presa. El amarillo fue un relincho que acompañó en silencio el lento arrastre de Efrén. La ruta del cuerpo dejó un último reguero de sangre. Ella lo miró y comenzó a reír. Abandonó su labor y fue al interruptor para apagar la luz del foco. Cerró la puerta. La oscuridad se tragó todo. Pero la risa, incontrolable, seguía. Era tan fuerte que parecía surgir de lo más profundo de la tierra.