Una maldita eternidad

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Faltaba poco para que el hombre llegara.

Vaciló entre organizar y limpiar el patio o matar al dragón.

A su alrededor el patio estaba atestado de basura. Por todas partes había juguetes rotos, cajas vacías, sillas plásticas, botellas de cervezas. Las mismas que bebían su madre y el hombre. Su madre apenas traspasaba la puerta de la cocina. A veces, cuando el hombre venía, se sentaban en el patio a beber. Después se iban a la habitación de ella. Él escuchaba los gritos entrecortados de la mujer, las risas, los bufidos del hombre. A él le gustaba que su madre gritara y gimiera, porque sabía que eso la hacía feliz. Que su madre estuviera feliz significaba regalos, salidas al parque de diversiones. Tal vez el helado más caro, o dejarlo jugar Súper Mario hasta muy tarde.

Decidió aplazar su encuentro con el dragón para el final.

No había conocido a su padre. El accidente fue meses antes de que él naciera. En las fotos veía a un tipo alto con un bate en la mano, al mismo tipo ciñendo la cintura de su esposa. Algún día serás como él, le decía su madre.

Para ese día faltaba mucho.

El hombre nada tenía que ver con su padre. Era más bien bajo, moreno, algo pasado de peso y con los brazos cubiertos de vellos oscuros. Además, el hombre era cubano y hablaba un pésimo inglés, por eso al niño le daba gracia su acento. Un cubano que manejara un camión tan grande por toda Norteamérica era algo que estaba, geográfica y espiritualmente, fuera de la escala de sus pensamientos. Y allí estaba el hombre cada quince días, o una semana, para hacer feliz a su madre.

Entonces al final de las visitas eran el parque o algún capricho reprimido del niño.

Así funcionaba. Una pequeña reacción en cadena. Una cadena que ataba corto sin dañar el cuello.

«¿Dime Marquetti?», fueron las primeras palabras que el hombre le dijo cuando la madre los presentó.

¿Qué significaba ese nombre?

¿Dónde quedaba Cuba?

Buscó en internet y jamás encontró qué cosa, o quién, era Marquetti. Por supuesto que no lo escribió de manera correcta. Sin embargo, le gustó el mapa de Cuba alargado y hocicudo, un cocodrilo flotando en medio del mar.

«Marquetti fue un jugador de beisbol», le dijo el hombre al otro día por la mañana.

El niño arrugó su frente.

Un nombre que no le decía nada.

«Un apellido italiano, pero de blanco nada, un negro con camiseta de jonrón», remató.

El hombre le hablaba de sus héroes.

En la próxima visita el hombre se interesó por su lagarto. La mascota dormitaba dentro de una pecera. La esperanza de vida de Tim era de quinientos años aproximadamente. Para llegar a esa cifra a Tim deberían cuidarlo.

«¿De qué enfermedad puede morir un lagarto?», preguntó al hombre.

El niño se rascó la cabeza. No tenía idea.

«Bueno, Teófilo Stevenson, creo que no debes preocuparte por tu lagarto», dijo antes de irse a la habitación con la mujer.

¿Quién era Teófilo Stevenson?

«Un tipo de una pegada prohibida».

Al niño le gustó. Teófilo Stevenson, sonaba fuerte, importante.

Así cada visita.

El niño fue, sucesivamente, Kid Chocolate, que supo también fue boxeador. Ramón Font, espadachín olímpico. Alberto Juantorena, campeón de atletismo en la olimpiada de Montreal. Andarín Carvajal, corredor de largas distancias, igual que Terry Fox («No, no le faltaba una pierna»), comedor de manzanas.

Vivían  una buena época.

La madre y el hijo eran felices.

Tim devoraba los pequeños grillos ocultos bajo las piedras de la pecera.

Pero esta visita sería diferente. El hombre vería el patio recogido y limpio. Estaría orgulloso del niño. Allí se sentarían y recibiría contento su nuevo alias. El nombre sonoro de un héroe que llevaría con orgullo hasta la próxima visita.

De nuevo vaciló entre el dragón y el trabajo.

Comenzó por las botellas de cerveza vacías y las colillas de cigarro. Luego organizó las sillas, recogió los juguetes y metió el resto de la basura en unas bolsas de nylon.

Mientras trabajaba tuvo unos deseos atroces de ir por el dragón.

Terminó de poner la caja con las botellas dentro de la pequeña caseta, tomó la espada, miró hacia el cielo despejado y esperó por la bestia.

El dragón sobrevoló los patios vecinos y bajó en círculos sobre el niño.

Una rápida cabriola sobre el césped le libró de la primera llamarada.

La criatura volaba alrededor del niño lanzando fuego. Una y otra vez este lograba escapar. Hasta que el dragón comprendió que era imposible achicharrar al guerrero desde el aire, y sus garras tocaron el pasto.

La bestia y el caballero cruzaron sus miradas.

Los ojos del dragón ardían de tanta hondura.

El dragón era una perfecta máquina de muerte. Pero, como todo dragón que se respete, tenía un punto débil. Un agujero cubierto por una delgada membrana entre el cuerpo y el comienzo de una de las alas. Los dos se aprestaron para el golpe final. La bestia golpeó al niño con su cola y lo arrojó muy lejos. El héroe rodó otra vez para esquivar las llamas, se puso de pie, corrió hacia delante. El dragón echó su cabeza hacia atrás y, cuando fue a lanzar la nueva candelada, el niño clavó su espada entre las escamas precisas.

La bestia se vino abajo boqueando.

Un chorro de humo manso brotó de sus fauces.

Ahora tocaba la mejor parte.

De pronto el dragón agonizante se convirtió en DJ, el abusón de sexto. La única atracción de DJ por los recesos era que en ellos podía dedicarse a martirizar al niño por el tamaño de sus orejas. Era algo que el héroe sabía: para ser centro de atención, para bien o para mal, hay que tener atributos.

Especiales.

DJ retrocede, choca de espaldas con el poste que sostiene la tendedera.

«¿Sabes qué voy a hacer contigo?», pregunta el niño.

DJ lo mira con el terror y el odio dibujados en su rostro. Aprieta la empuñadura de su espada.

«¡Te voy a castrar!», amenaza el héroe.

La palabra le gusta.

Suena terrible y ambos contendientes conocen su significado.

«No es tan fácil…», balbucea el niño cambiando la voz.

Chocan los aceros. Levantan chispas. Los dos enemigos son hábiles. Los mandobles no cejan. DJ retrocede, persiste, recibe una herida en uno de sus brazos que le llega al hueso. Aúlla de dolor. Se abalanza sobre el matador de dragones. El héroe lo evade con estilo, con un paso hacia su izquierda seguido de una estocada.

La hoja entra limpia en el pecho del abusón.

DJ cae sobre el verde similar al dragón hace un rato.

«¡Ahora te voy a castrar, hijo de puta!», grita y el moribundo abre los ojos, agoniza. «¡¿Sabes por qué?!»

DJ hace un esfuerzo supremo, balbucea, desea saber por qué el orejudo lo va a privar de sus huevos antes de morir, como si la muerte fuera poco.

«¡Porque me llamo Teófilo Stevenson, ¿entiendes?! ¡Teófilo Stevenson!», explica el niño la suprema razón que lo asiste con voz de tipo duro de una mala película.

El hombre había llegado hacía rato. Vio al niño en el patio jugando con su espada, el patio recogido y le dio una palmada en la nalga a la madre. La mujer abrió dos cervezas y se encerraron en el cuarto.

La madre se desnudó y luego ayudó al hombre.

Ella se arrodilló.

El hombre la dejó hacer sin dejar de beber.

La mujer se puso de pie.

«¿Trajiste algo?», preguntó.

El hombre buscó algo en sus bolsillos.

«Se la compré a un motorista en Albany».

La mujer tomó la bolsita y escudriñó el producto, como si a simple vista pudiera certificar su calidad.

«El tipo me dijo que le dicen la máscara».

«No conozco ese nombre, nunca antes lo he escuchado».

«Cuando te la metes dentro, la cara se te queda como si tuvieras pegada una máscara».

La mujer rió.

El hombre preparó las dosis.

La madre sacó las esposas y el martillo.

Desecharon inhalarla.

La mezcla del polvo diluido en cerveza entró en los cuerpos.

Ella dio dos pasos hacia atrás, sus rodillas se doblaron y se desplomó sin dejar de sonreír.

Al hombre, esposado a la cabecera de la cama, se le unieron el techo y el suelo y también sonrió.

«Mírate en el espejo», dijo a la mujer.

La mujer hizo por levantarse y no pudo. Se arrastró hasta donde estaba el martillo.

«Mierda, esto es mejor que singarse a un cubano…», murmuró.

Afuera el niño se paró delante de la puerta del cuarto. Hizo un gesto victorioso con el puño: el hombre estaba allí con su madre.

Pegó el oído a la puerta.

En esta ocasión los ruidos que hacían eran diferentes.

Regresó al patio.

Sus vecinas jugaban tratando de mantener un aro en movimiento con su cintura. El niño se preguntó si conocerían a Teófilo Stevenson o dónde quedaba Cuba. En ese instante se sintió dueño de un conocimiento superior. Ni sus vecinas ni DJ ni ningún otro niño de la escuela, o del vecindario, lo sabían.

Se tendió sobre la hierba.

Los dos monstruos mutantes comenzaron a pelear entre sus manos. Era un combate parejo. Uno agredía al otro con sus poderosos cuernos. El otro se defendía golpeando con sus brazos giratorios.

Lo difícil era saber el motivo del duelo.

«Te destruiré con mi rayo estelar».

«Te arrancaré los cuernos con un solo golpe».

Chillaron. Pelearon por un rato, hasta que el de los cuernos descabezó a su enemigo y el niño los arrojó en el cesto de los juguetes.

Cuando entró a la casa el hombre y su madre estaban en la sala.

¿Borrachos?

Extraños…

La mujer no dejaba de sonreír. Era una sonrisa estúpida.

El hombre estaba sin camisa y descalzo.

«Estás en problemas campeón», dijo. «Tú y tu madre están metidos en un gran problema».

¿Problemas?

El niño no tenía la menor idea de qué hablaba el hombre, solo sentía que él y su madre se comportaban diferentes.

«Te compras un bicho que vive quinientos años, ¿y luego qué?».

El hombre hablaba de Tim.

La mujer rió, se cubrió la boca con una mano.

A su hijo le pareció que su madre llevaba una máscara.

«¿Vas a pasarte tu vida comprando los grillos y la basura que comen los grillos para que una puta lagartija viva quinientos años?», le preguntó y se empinó la botella.

El niño se dejó caer en el sofá. Su noción del tiempo no alcanzaba aquellas magnitudes. Su madre tenía la boca abierta y miraba al hombre con una expresión desconocida para el niño. En ese momento tuvo la sensación de que algo terrible iba a suceder.

«¿Para qué alguien necesita una lagartija que dura una maldita eternidad?», se dio otro trago y puso la botella vacía encima de la mesita.

En la pecera Tim dormitaba sobre la piedra.

Los grillos salieron de sus escondites y saltaban a su alrededor desesperados por escapar.

La mujer trajo otra cerveza.

«¿Qué va a pasar cuando tu madre y tú se mueran?», dijo el hombre y el niño se encogió de hombros. «Pero sabes qué, te voy a ayudar, campeón».

El niño no alcanzaba a comprender. Quería a su mascota, sin embargo, le temía a la muerte.

El hombre dejó la cerveza sobre la alfombra y entró al cuarto.

Cuando salió se paró delante de la pecera con el martillo en la mano.

La madre soltó una carcajada y su hijo cerró los ojos…

El hombre abrió la tapa e introdujo su mano en busca de Tim.

Tim retorcía su cola apresado.

La máscara no dejaba de reír y el hijo comprendió que su madre no haría nada por impedir que el hombre machacara a Tim.

Tim coleteaba frenético, abría su pequeña boca.

El niño pensó en la muerte del dragón, y advirtió que su lagarto también se parecía al mapa del país de donde el hombre venía.

«Una eternidad…», repitió el hombre y se encerró en el baño.

Primero se escucharon los martillazos. Secos. Después el ruido del remolino de agua.

Antes de que el hombre saliera el niño corrió hacia el patio. Tomó su espada y golpeó con todas sus fuerzas el poste que sostenía la tendedera.

Ahora fueron las niñas quienes se asomaron por la cerca.

El niño golpeaba y gritaba. Su nuevo enemigo era el hombre…

Así estuvo un rato hasta que el cansancio lo venció.

Se tendió sobre la hierba.

En lugar del dragón un avión dejaba detrás un infinito chorro de niebla.

Cerró los ojos.

Un silencio de fin de semana rodeaba al vecindario.

Las niñas dejaron de espiarlo y regresaron a sus juegos.

Al rato el niño abrió los ojos y se puso de pie sin abandonar la espada.

Entró en la casa.

La pareja había regresado al cuarto.

Se encerró en el baño con la esperanza de que el hombre no hubiera ni matado ni enviado a Tim a las alcantarillas.

Abrió el cesto de la basura y solo vio las almohadillas sanitarias usadas por su madre.

Ni rastro de Tim. Seguro su cadáver destrozado flotaría en medio de una corriente albañal hacia la nada.

Salió del baño.

Se paró delante de la puerta del cuarto de su madre.

Hizo un gesto amenazante con la espada.

«¡Que se muera Teófilo Stevenson!», gritó y luego corrió hacia el patio.

Montreal, abril/mayo de 2015.