Mario Bellatín y la invención de la nueva literatura latinoamericana

3112

Con ocasión de la publicación de sus obras completas (Alfaguara), escribí esta nota dedicada a la literatura de Mario Bellatín. Si mal no recuerdo, fue hace cinco años, en 2013. Tras el reciente premio obtenido, nada menos que el «José Donoso», lo rescato pues me parece de actualidad. Desde luego, añadiría algunos elementos —como el vínculo entre la literatura del chileno y la del mexicano—, también quitaría ciertos pasajes, pero mejor dejarlo tal y cual: el testimonio de un lector que avanza en una selva palpitante.

En otra de las paredes hay un gran mapa de América latina donde, con círculos rojos, están marcadas las ciudades en las que parece estar más desarrollada la crianza de pastor belga malinois. Sólo a ciertos visitantes la presencia de este mapa los lleva a pensar en el futuro del continente.

Perros héroes, Mario Bellatin.

 

Quienes nos iniciamos en la literatura a comienzos del milenio, descubrimos un horizonte singular, en el que se discutía de manera febril lo que ésta era y lo que tenía que ser. En la América latina de aquel entonces, los escritores se sublevaban contra los escritores y las poéticas convertidos, según ellos, en hegemónicos. Eran los tiempos en que Alberto Fuguet firmaba la antología-manifiesto titulada McOndo, en la cual se despachaba contra las mujeres voladoras del realismo mágico. También el momento en que los escritores mexicanos del Crack se reunían para darse visibilidad editorial y declarar a los cuatro vientos la emergencia de una nueva literatura. Si existía algo en común entre McOndo y el Crack era el aliento primordial, la necesidad de posicionarse en un espectro novedoso y distinto, así como el declarado interés por los mass media y la cultura pop. Lo que proponían era abandonar lo que consideraban exótico ante los ojos occidentales y representar en su lugar una América latina distinta, más cercana a la que ellos consideraban la realidad, una región integrada a la globalización; por lo tanto, más occidental que local. Por eso, nuestra lectura de Mala Onda del mismo Alberto Fuguet nos hizo conocer una estética desesperada por dar cuenta de una nueva situación, una ficción que, mediante su mimetismo consumista, apolítico y melancólico, insistía en poner a la hora la novela latinoamericana.

Todavía recuerdo cuando Mario Bellatín (1960) apareció en la escena literaria limeña. En una ciudad en la que la literatura parecía haber cuajado en una forma monótona y homogénea de entender la ficción, las primeras publicaciones de Mario Bellatín sacudieron a los lectores de su sopor, los arrojaron, sin transición, a una propuesta estética para la cual no tenían precedente alguno. Recuerdo bien el rostro descompuesto de los lectores, aquellos que se sienten cómodos con textos más convencionales, de esas que plantean una intriga, permiten identificarse con los personajes y suceder las páginas hasta un final más o menos intuido. Incluso la narrativa de sus contemporáneos empalidecía, parecía conservadora, si se le comparaba con textos como Salón de belleza o Canon perpetuo. ¿Cómo clasificar a un autor que, a diferencia de sus contemporáneos, daba la impresión no tanto de estar en conflicto con la tradición como de inventarse él mismo su tradición literaria? En los salones de peluquería (Salón de belleza) o en los sistemas dictatoriales de cualquier país (Canon perpetuo), Mario Bellatín comenzaba a esbozar un territorio literario singular, que a muchos de nosotros nos parecía más asfixiante que la Lima post-fujimorista de aquel entonces, pero al mismo tiempo más verdadero, por radical y renovador.

Desde aquellos inicios noventeros, Mario Bellatín ya anunciaba lo que caracterizaría su producción posterior; es decir, una literatura con un vínculo tenso con la realidad en la medida en que no interactúa con ella de manera convencional. Si otros planteaban sus universos literarios como sucedáneos o antagonistas de la realidad, como es el caso de Jaime Bayly o Iván Thays, el autor mexicano reivindicaba lo propio de la ficción. Acaso eso explica su inicial predilección por representar espacios cerrados, incluso claustrofóbicos, que llevan a sus límites extremos la especificidad y la autosuficiencia de sus universos. Podríamos hablar de intransitividad, pero esto no sería exacto pues, pese a la búsqueda por plantear mundos ficcionales sostenidos y justificados por el simple, aunque poderoso, elemento verbal, no existe la intención de desasirlos por completo de su entorno. Pensemos, por ejemplo, en un texto como Jacobo el mutante en el que, planteando la existencia de una novela inédita de Joseph Roth, en la que el personaje cambia de sexo, se pone en tela de juicio tanto lo verosímil en la literatura como se ironiza en torno al lenguaje. Esto último, se obtiene mediante la alternancia de fotografías con el texto, fotografías en blanco y negro de unas orillas y sus aguas, las cuales contrarrestan el poder evocador de la palabra, así como develan su artificialidad. De esta manera, el autor se las arregla para afirmar y enriquecer su territorio, a la vez que hace estallar sus fronteras.

A lo largo de los años, Mario Bellatín ha ido confirmando esas primeras muestras de su trabajo y, al mismo tiempo, las ha ido enriqueciendo, complejizando. En la medida en que el autor se ha ido decantando por una reflexión acerca del arte, su literatura problematiza, desde muchos ángulos, los alcances y los límites del ejercicio creativo. Esto explica, por ejemplo, que interrogue la auto-ficción (Flores) o se divierta en parodiar géneros como la biografía (Nagaoka-Shiki: una nariz de ficción). El afán de Mario Bellatín por integrar otros discursos y registros genera un movimiento paradójico en su producción. Saliendo de los límites literarios, el autor de Damas chinas nos recuerda la capacidad de la literatura por amalgamar otros lenguajes, integrarlos a ella mediante lo ficticio. El entredicho que el autor plantea con la realidad tiene, en ese sentido, un sucedáneo en el conflicto que plantea con la ficción. ¿De qué otra manera entender la necesidad que tiene de parasitarla con biografía, historia, fotografía, artes plásticas, no tanto para negarla como para reafirmarla?

Pese a la diversidad de su propuesta, podemos deducir un elemento conductor, no tanto temático, como estético. Mario Bellatín plantea una literatura en la cual la aparente cerrazón de sus textos le abre paso a la metáfora y la metáfora a la alegoría. No una alegoría fija o deducible sino más bien una imagen lo suficientemente evocadora como para ser interpretada de diversas formas por el lector. De esta manera, le toca al lector completar el gesto del autor y darle un sentido a lo simplemente sugerido, evocado. Pienso, por ejemplo, en el caso de Nagaoka Shiki: una nariz de ficción, acaso el relato que prefiero. ¿Cómo se puede leer un texto que propone tanto una ficción biográfica como un relato humorístico, o bien una reflexión estética, parábola sexual, sin olvidar el dossier fotográfico que lo acompaña? Hay una porosidad en las imágenes de Bellatín que lo acercan, por pensar en otro género literario, a la poesía. De ahí que me sienten tan mal las lecturas postmodernas que se hacen de su obra, lecturas orientadas a demostrar y describir una estética antes que a poner el dedo en las infinitas posibilidades que se esconden detrás de sus historias.

Los textos de Mario Bellatín se encuentran cargados de un erotismo que emerge con frecuencia. Pienso en esa forma de erotismo mórbido, que se acerca a la muerte y lo abyecto, los aborda, coquetea con ellos, incluso se ríe con ellos. En la delectación con el cuerpo moribundo y lo sórdido aparece con insistencia un inicio de éxtasis: aquel que es consecuencia de la transgresión de una norma, la ruptura de un tabú y, en consecuencia, el acceso, siquiera momentáneo, a una realidad alternativa en la cual el movimiento erótico se despoja de toda prohibición y, por lo tanto, se revela como fatuo y, por eso mismo, sublime. Recordemos, por ejemplo, el gesto transgresor que marca a fuego el desarrollo de Nagaoka Shiki: “Se sabe, además, aunque la hermana hiciera todo lo posible por ocultarlo, que Nagaoka Shiki sufrió en ese tiempo una decepción amorosa cuando el objeto amado, un joven sirviente gordo y deforme, lo humilló haciendo públicas sus proposiciones ante las autoridades de la comunidad. Se cree que la familia trató de borrar aquel pasaje de la vida del escritor”. Muy en la línea de Georges Bataille, Mario Bellatín ha buscado darle al erotismo un lugar privilegiado en sus exploraciones estéticas, ficcionales. Dicho lugar hace de la literatura la expresión de una verdad huidiza cuando no escondida por culpa de la represión y la censura.

Para terminar, me gustaría avanzar algunas hipótesis. A diferencia de sus contemporáneos, Mario Bellatín no se preocupó por América latina, a la cual dejó bien sentada, como esas gorditas a las que nadie invita a bailar en una fiesta, sino por la literatura. De esta manera, exploró la forma narrativa, sus alcances y significaciones, y le entregó unas inquietudes y valores nuevos y originales si se tiene en cuenta lo que se escribía en los noventa. Al hacerlo, por más paradójico que esto parezca, reformuló lo que se entiende por ficciones en América latina. Esto, como es evidente, no ocurrió tanto por el hecho de que el autor de La clase muerta escribiera en español o haya vivido entre México y Perú, sino más bien por sus juegos literarios, cada vez más radicales. Obra reunida, publicado recientemente por Alfaguara, nos permite seguir su evolución literaria, redescubrir su extraordinaria capacidad de reformular la ficción y, sobre todo, tener una perspectiva de un trabajo que hasta el momento se había planteado de manera fragmentaria. Si otros escritores, pienso particularmente en Jorge Volpi o Alberto Fuguet, buscan trascender determinados prejuicios del mercado editorial, Mario Bellatín se desentiende de ellos, descontento y prejuicios, para plantear una ruta distinta, la de la emancipación por y desde la literatura, gesto más inteligente y rebelde que el de cualquiera de sus contemporáneos.