Sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido.
Roberto Arlt
Para Joaquín Sabina.
Y para Marga Collazo, por el título.
Habían sido amigos toda la vida y, sin embargo, muerto él, Daniela lo llora con unas lágrimas que no le corresponden, con un pesar confuso. Mira por la ventana para llenarse de silencio, para distorsionar, como la llovizna precipitada sobre los cristales, el paisaje del recuerdo de esa tarde de entierro. Distorsionar, no olvidar, eso no, se dice, prefiero un recuerdo distorsionado a un olvido preciso, negando con la cabeza, reflejada en la ventana.
La llamada no la va a olvidar, cuatro semanas antes, ni a él convocándola donde siempre, en “La taberna del cura”, con urgencia inusual, y ella llegó puntual diez minutos antes y él, demorado, como siempre, su color de llegada a las citas, cinco después de las seis en punto de la tarde cuando le dio la noticia. Don Pío trajinaba tras la barra, la saludó al entrar, ¡hola bonita!, y se sentó a esperarlo, siempre tarde, demorado, rio, y él me dio al llegar dos besos de amigo, de “amigo y pico” como solía decir, y que a Rubén no le gustaba oír, porque siempre le pareció que tenía algo más conmigo, pensaba Daniela, y la llovizna confusa se hace granizo y la ventana crepita para apartarla del recuerdo.
Confundir la muerte con el recuerdo y la ausencia. Malabares mentales, pero no olvidar, prepararle al olvido una emboscada para que no se crezca, para que no se tome la casa y la habite por todos los rincones.
Desde dentro, Daniela se empuja, venga, vamos, hay que ir desahuciando sentimientos, porque sabe que en el alma le está creciendo algo muy parecido al amor, a la tristeza irremediable por la ausencia del amante, ¡qué fuerte!, ¡qué rotundo!, y se imagina la palabra cincelada en una esfera de mármol, y a él lo ve sentarse delante de ella después de los dos besos, sin quitarse ni el abrigo ni la bufanda, sobre en mano, urgente, seguro, gallardo, dueño a mi pesar y al de Rubén, arrancando la conversación como siempre cuando se pone íntimo o sentencioso conmigo: de sobra sabes que eres la primera…
Y luego la noticia, la cara oculta de la luna, el derrumbe.
El “y pico”, eso era lo que no le gustaba a Rubén, y le traía por la calle del santo reproche, muy al principio de lo nuestro. Es mi amigo, le decía yo, cargada de todas las razones del mundo, y fin del arrebato, tú sabrás, me contestaba Rubén, y yo sabía, claro que sí, siempre lo supe, es mi amigo y punto. Él me llamaba y yo iba y venía, y yo a él y el mundo me lo hacía cercano, me lo achicaba para hacérmelo más abarcable. Tantos años de cariño, de amistad, de abrazos cuando las calabazas eran tantas que podía poner un puesto, “como yo”, me consolaba él, y éramos tan nuevos en los sentimientos que comenzamos a querernos más allá de lo obvio entre un hombre y una mujer. Eso creí siempre, hasta esa tarde.
Daniela se esfuerza por mirar entre el granizo que cae recio sobre el cristal de la ventana, que suena como las patas de un perro que pide entrar con urgente tristeza, como si ese apedreamiento fuese un ritmo de catarata que amenazara con anegarlo todo.
Todo está gris-frío en la ventana sin paisaje.
Don Pío gritó desde la barra, recuerda Daniela en pleno inventario de memorias, separando el grano de la paja, ¡uno con leche y un cortado para la pareja!, pero él pidió un ron, torciendo la rutina, rectificando la realidad, dejando en fuera de juego a Don Pío que corrige sobre la marcha, con disimulo de reportero televisivo sorprendido en directo, pero, show must go on, ¡marchando uno con leche y un ron para la pareja!, y esa reiteración de pareja la recuerda Daniela ahora, después de la tierra y el llanto de esta tarde, como una sentencia premonitoria, sí, asiente, y su reflejo en la ventana igual, dándose la razón.
Guarda justo el instante en que él le dijo ⸻después de recordarle lo que para Daniela era de sobra conocido, a pesar de sus novias y amantes de medio tiempo, a pesar de Verónica, su actual pareja⸻, con la mano derecha encima del sobre boca abajo para ocultar su procedencia, y con la izquierda sosteniendo el inesperado ron, que se moría. Echó un trago lento, mirando dentro del vaso, y esperó mi reacción. No la hubo. Me muero, sí, me muero, interrumpió el silencio desconcertado de Daniela, y palmeó con mimo y sin rencor el sobre. La mirada de él, dos soles negros, clavados en ella, congelada en su silencio de segundos eternos, sin reacción, sorprendida.
Morir. Hay muchas formas de hacerlo. Y lo hizo.
¡Venga ya!, dijo Daniela reprochándole, asustada, dándose distancia para verle la cara y pillarle la broma asomando en un gesto, no juegues con esas cosas, y él echó la segunda parte del trago de ron que le quedaba, más lento que la primera, dejando luego el vaso sobre la mesa. Daniela, no es un juego, y mi nombre en su voz, en ese instante, sonó completo, compacto, lo dijo así sólo ese día, comprendiendo que la muerte había venido para esperarlo en una esquina, que sólo era cosa de unos pasos hasta encontrarse con ella. Porque a ella jamás se le había muerto nadie cercano, y ahora él anunciaba sin paliativos que se moría, y volvió a dar palmaditas al sobre, palpando la noticia.
Verónica lo supo después que ella.
Daniela preguntó, y no quería hacerlo, ¿de qué?, la voz me temblaba y yo también, y en la ventana su reflejo vuelve a hacerlo como aquella tarde de la noticia. Qué más da, morirse es morirse, no estar, no verte, no ver a la gente ⸻responde él mirándola sin desesperación ni rabia⸻, no padecer este mundo estúpido pero querido, ¿morirse de qué? da igual, querida, la cosa se acaba y yo no sé si estoy preparado… y los puntos suspensivos de su pausa reflexiva los llené con si es cáncer hay muchos tratamientos experimentales, buscaremos una segunda opinión, ¿buscaremos?, pensó Daniela, si él tiene a Verónica, ya más de cinco años juntos, ellos buscarán, pero apartó ese pensamiento y siguió llenando la pausa reflexiva de él con esperanzas médicas y milagros farmacológicos, de esos que te venden por internet y que en Facebook llenan post esperanzadores hasta lo inverosímil, pero él cortó la ráfaga con un sólo disparo: es de páncreas, un par de semanas.
Rubén está en la cama, furioso y triste, con la confianza agrietada. Me dejó allí, en el cementerio, salió herido por mis lágrimas. Está dolido, lo sé, pero se ha muerto él, piensa Daniela, y en la ventana el paisaje desdibujado por la lluvia y el granizo que cae con fragor compacto sobre la ciudad. Él, que me acompañó en mis deslices, en mis cabreos hasta la ruptura. Él, que me recogió en más de una borrachera. Él, que me guardaba los secretos y los deseos. Él, que me miraba en silencio queriendo tantas cosas sin decirme ninguna porque ya estaba todo dicho y sentido. Él, que pondría patas arriba el mundo entero para buscarme lo que hiciera falta. Rubén tiene que comprenderlo, se insiste Daniela, seguro que lo comprende, pero lo cierto es que en Rubén se está operando una retirada del mar de los afectos hasta una distancia que sólo hace presagiar un tsunami que arrasará todo.
En la ventana se hizo el silencio. La tarde cede a las farolas que ribetean las calles llovidas de una luz sucia. Avanza hacia la noche.
Daniela se echó a llorar, de páncreas, fulminante, y su cerebro repasó, en fracción de segundos, casos y gentes y comentarios e historias de personas fulminadas desde dentro por la enfermedad que ya estaba en marcha. Se levantó como una explosión, lo recuerda bien, y se le echó encima, tiró el café y lloró muy alto, y hubo silencio de vasos y copas en “La taberna del cura” y cuchicheos. Don Pío los miraba con conocimiento de causa, y él no la abrazó, sintiendo el pecho agitado de Daniela trizarse de lágrimas. Un no, no, no, bajito, de letanía, oyeron ella y él. Le dije, seremos fuertes, los dos, Verónica no pinta nada, pensó, y le prometí que comenzaría a mover el mundo por él, que tantas veces lo movió por mí. Me dijo que no, Daniela empezaba a llorar ante el recuerdo, la frente apoyada en la ventana, que no perdiéramos el tiempo, que fuéramos felices hasta el punto final. Lo que necesites, le respondí y me soltó la frase, el deseo: hazme el amor… Daniela no iba a renunciar a ese momento que iba desde el “hazme” hasta después de los puntos suspensivos en el inventario para el olvido: esos instantes se quedan.
Le sorprendió y no, aquella petición, tan seria e implorante, venida de los labios de quien sabe que en pocas semanas no estará, que será vacío, “lo que se van a comer los gusanos que lo disfruten los cristianos”, se recuerda que pensó, y que era tan vulgar y barriobajero, y los segundos en que la petición quedaba sostenida comenzaban a ser largos, y ella le iba a contestar… que no mujer, sonrió él apartándola de sí para mirarla, con una sonrisa dolorida y apergaminada, una broma de las suyas, creo que se vio sorprendido, Daniela recuerda, y cuando quiso darle la respuesta él rectificó, se hizo el distraído y me agradeció que quisiera mover el mundo por él, pero no había caso, se iba.
Algo se enrareció en el aire de esa otra tarde.
No le dije nada a Rubén al volver de mi cita con él, recuerda, la cena ya casi estaba lista y ella no tenía hambre, no me apetece nada, estoy cansada y Rubén la abrazó y Daniela echó de menos, por primera vez, aquella piel que nunca fue suya, la piel de él, que apenas rozó con conciencia fraterna. Ya en la cama, le contó todo menos la petición, y Rubén me miró con extrañeza, como si supiera lo que me estaba creciendo por dentro.
Hace un buen rato que es de noche y Daniela sigue asomada a la ventana. Cree que la brisa que mueve las ramas limpia la ciudad de sus espantos, empujando lejos las nubes de ausencias. Recuerda cómo los últimos días fueron raros, haciendo guardia en el hospital, sonriéndole con optimismo fingido, y él, dueño, y ella, queriendo ser dueña, conversaban y se miraban delante de Rubén y de Verónica aislándolos, convirtiéndolos sin darse cuenta en meros espectadores de una historia que pudo ser, actuando como si les quedara toda la vida y el amor por delante.
Serían cerca de las tres de la mañana, Daniela tiene un nudo en la garganta al recordar. Él se fue, sin agonías terribles, sin despedidas dramáticas, sin palabras solemnes. Lo último que le alcanzó a oír es lo que le dijo a su madre: estaré bien, vete a descansar. Yo me fui también, y al regresar, ya estaba a pocos pasos de la muerte. Verónica le miraba con amor infinito. Me dejó despedirme a solas, le dije al oído todas las cosas que hubiera querido oír de mí, del amor, de nosotros, que en cada duda pondría un verso sin tequila. Daniela ató fuerte el llanto, allí si pudo.
Y se apagó, yo estaba sola con él, recuerda en la ventana, y llora sin pudor, alto, sin importarle que Rubén la escuche desde la habitación de la que no sale desde que se fue del cementerio, rogándole en el llanto comprensión, el mundo se ha quedado a media luz, la madrugada y su silencio funeral se tragaron todo. Llamó a Verónica y se abrazaron, llamó a Rubén, y le dijo entre sollozos que en la más estricta intimidad lo enterrarían a medio día de mañana. Todo estaba listo, y velarlo fue una agonía ensordecedora.
En el cementerio, Rubén la sostuvo, tragada como estaba por una tristeza infinita, sin consuelo, recuerda Daniela delante de la noche, asomada a la ventana, la mirada desencajada, el llanto sin contener, eran amigos de toda la vida y, sin embargo, esas lágrimas eran de alguien que amó y fue amado como nadie en el mundo, y Verónica no lo comprendía, dos viudas y un sólo féretro, cómo podía ser, todos estos años, cinco, y no supo nada, pero la viuda consoló a la otra viuda, a la imposible, y Rubén no lo soportó, no pudo ver a su mujer llorarlo a él como si hubiese sido suyo, y se fue, caminando firme entre el mármol de las lápidas hacia su casa, dejando a los espectros del dolor ensimismados en su negro luto, buscando aliviarlo la una en la pena de la otra.
Ahora en la ventana, la luna matutina se apaga como un tizón gris imposible sobre el azul escaso del alba.
Daniela ve amanecer las casas, las calles limpias que comienzan a llenarse con lentitud del barullo de la vida, una vida que continúa sin él, fingiendo que nunca ocurrió la muerte, pasando de largo junto a su dolor.
Siente pasos que se acercan, lo específico del peso de cada pie sobre el suelo trayendo a Rubén hasta el salón, acercándolo a la ventana en la que se refleja junto a ella. “Lo superaremos”, la abraza por detrás, en un susurro al oído y, sin embargo, Daniela prefiere en el fondo su recién estrenada tristeza.