En esta calle que antes fue río

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La lluvia caía a borbotones.

—Viví en una calle que antes fue río. Cuando llovía mucho se inundaba y el río volvía, entonces nos poníamos los trajes de baño, saltábamos a la corriente que se formaba y nadábamos —dijo Manfred visiblemente emocionado.

—¿Cómo llegaste aquí? —pregunté sin quitar la vista de los altísimos edificios que estaban frente a nosotros.

—Jo me encontró y me trajo aquí —respondió.

—Lo encontré antes de que lo descubrieran —mencionó Jo mientras alimentaba a Tico, el niño más chiquito del grupo.

—¿Cómo consiguen la comida? —pregunté. Mirtle, la niña pecosa de cabello rizado, me pidió que bajara la voz.

—Nos pueden escuchar —aclaró con voz baja.

—¿Cómo consiguen la comida? —susurré.

—Yo la traigo —contestó ella, orgullosa—. Soy la más rápida de todos —me mostró sus pies. Eran muy grandes. Unos nopales gigantescos para una niña de su tamaño. Toqué la planta. Era callosa, dura. Ella no se inmutó.

—¿Usas tenis? —pregunté.

—Antes usaba unos muy bonitos que me regaló mi… —de pronto se quedó callada. Miró fijamente a Jo. Su cara era la de un animal asustado— …los tenis estorban mucho —continuó apenada—. Es muy difícil correr con esas cosas —e hizo un desplante—. Además, con los pies descalzos puedo subir a los árboles para esconderme. Esas cosas que nos persiguen no son muy ágiles —señaló algún punto más allá de la ventana.

Miré, pero no hallé nada. Ya había escuchado las historias de los niños sobre seres sin forma que cazan seres humanos para extraer sus memorias, pero nunca había visto uno. —¿Te duele cuando corres descalza?

—Antes sí me dolía mucho —noté una larga cicatriz que atravesaba toda la planta de su pie derecho.

—No fue fácil —mencionó Jo—. Tuve que curarle los pies un montón de veces.
—¿Nunca te han visto? —pregunté a Mirtle.

—Una vez, pero perseguían a alguien más y yo soy muy rápida. ¿Ya no te acuerdas cuando vivíamos en la granja y yo perseguía a los conejos?

—¡Mirtle! —exclamó Jo con autoridad.

—Baja la voz. Nos encontrarán —susurré a Jo. Ella me miró muy enfadada.

—¿Cuál granja? —pregunté a Mirtle, pero ella se apartó y se fue a un rincón oscuro de la habitación, como regañada, y entonces comprendí que Jo mantenía el orden de las cosas con mucha autoridad.

—Es que a Jo no le gusta que contemos cosas tristes — comentó Manfred con voz baja—. Ella, Mirtle y Taco son hermanos. Vivían en una granja con su papá, pero cuando esas cosas atraparon a su papá, ellos tuvieron que huir; bueno, algo así me contó Mirtle. Jo nos cuida muy bien, aunque es muy mandona y no le gusta que Mirtle cuente historias de la granja. Jo quemó la fotografía de su papá que escondía Mirtle. Dijo que él nunca regresaría. ¿Sabes qué es una granja?

—¿Y el más chiquito? —interrogué—. ¿Cómo llegó aquí?

—Tico estaba aquí cuando llegamos. En una cuna. A veces Mirtle y yo salimos para ver si hay más gente allá afuera, pero al parecer todos están escondidos, muertos o… — dudó mucho en elegir su siguiente palabra.

—¿Sin memoria?

—Sí. ¿Has visto cómo se ve la gente sin memoria? —interrogó Manfred.

—¿Me ayudas? —pidió Taco, el segundo más pequeño, y señaló su zapato. Sus agujetas estaban desamarradas. Su pulgar asomaba por un agujero del calzado, como un gusano esperando que un pico lo destroce.

—Mamá —balbuceó Tico desde su silla.

—Tico es un llorón —mencionó Taco y se irguió muy recto—. Oye —me tomó por el mentón—, ¿qué pasa si nos encuentran?

—Nos borrarán la memoria —contestó Mirtle, escondida en la penumbra densa de la esquina en la que estaba agazapada.

—¿Y eso es malo? —preguntó Taco.

—No podrás recordar muchas cosas.

—¿Y eso es malo?

—Pues ya no podrás pensar en las cosas bonitas que sucedieron en el pasado. —Entonces, ¿ya no podré pensar en la granja? —cuestionó el niño.

—¿Dónde está esa granja? —pregunté.

Taco se alejó un poco. Intenté tomarlo por el brazo, pero con habilidad esquivó mi mano. Manfred carraspeó y preguntó:

—¿Tienes un dulce?

Negué. Manfred se alejó, herido; fue a la ventana, miró la lluvia y comentó:
—Cómo me gustaría un chapuzón.

—Pues sal —intervino Jo, enojada—. Sal y que te encuentren. Hoy todos están como tontos.

—No es para tanto —secundó Mirtle—. Sólo quiere nadar.

—Todos extrañamos algo —agregué, para contener la ira de Jo.

—¿Qué extrañas tú? —me preguntó Mirtle y vino hasta donde yo me encontraba.

—No lo sé. No recuerdo muchas cosas. ¿Y tú?

—A mi papá —suspiró, me pasó la mano por la cara y se me erizaron los pelos de la piel. —Te leeré el futuro, ¿quieres? —sugerí, para sacarme la manita de encima.

Manfred se acercó, Taco con él, ambos tomados de las manos. Busqué en mi chamarra y encontré la baraja.

—Elige una carta —pedí a Mirtle.

Ella tomó una del mazo. Recogí el resto, barajeé los naipes una y otra vez con difíciles maniobras, luego, con parsimonia tomé una carta y la volteé, pero el cartón estaba en blanco. Observé por ambos lados. Revisé la baraja. Todo estaba igual: en blanco.

—¿Eso significa que moriré? —preguntó Mirtle.

—No —dijo Jo—. Significa que él es un mago.

—¡No! —exclamé—. No sé qué significa. Hace un momento todas las cartas tenían su respectiva impresión.

—¿Qué pasa? —interrogó Manfred y puso su mano sobre la mía—. ¿Hay algo mal?

—Haz otro truco —pidió Taco, emocionado por el supuesto truco de magia—. Desaparece algo. Desaparece a Jo —Jo le dio un manotazo.

—¿Cómo llegué aquí? —pregunté. Mis arrugadas manos temblaban. De pronto, la presencia de los niños me resultó amenazante. Me atemorizó la lluvia golpeando el cristal de la gran ventana de la habitación. La penumbra de la sala en la que estábamos era abrumadora, pesada. El aire que se filtraba por los agujeros de los muros era nauseabundo. Todo a mi alrededor se sacudía, como si un terremoto cimbrara la tierra. Me hice un ovillo ante el inminente ataque de esos pequeños caníbales que me querían destrozar.

—Que no grite o nos escucharán —ordenó Jo.

Los tres niños más grandes se las arreglaron para amordazarme. En la pierna creí sentir los dientes de una de aquellas pirañas y luché para zafarme, mientras ellos se esforzaban por contenerme.

—Otra vez no —balbuceó Taco con las manitas hechas nudo.

—Cálmate. Respira —me susurró Manfred al oído y cantó. Su voz me tranquilizó. Una oscura masa informe llenó mi memoria, pero no pude descifrar qué fue. Dejé de luchar. Los niños me soltaron. Cariñosamente Mirtle me quitó la mordaza mientras Manfred se acostaba a mi lado —. Respira conmigo —ordenó amablemente—. Así… —imité el ritmo del niño hasta que el mío se normalizó y la habitación dejó de vibrar—. Ven. Guarda tu baraja y acompáñame —Manfred se puso de pie y extendió su mano. La tomé y me levanté. Era un niño realmente pequeño. Jo, la más grande, apenas me llegaba a la cintura. El niño me llevó a la ventana y juntos miramos la lluvia. Qué alto era el edificio en el que vivían esos chiquillos. Un escalofrío sacudió todo mi cuerpo. Mis ojos se inflaron y un ruido muy agudo atizó mis oídos. Fue breve el dolor. Todo volvió a la calma.

—¿No les da miedo vivir en un lugar tan alto? —pregunté.

—Ya nos acostumbramos —contestó Manfred—. Además, aquí nunca nos encontrarán. —Encontrarán la manera de hallarnos a todos —dijo Jo, detrás de nosotros.

—¿De verdad no recuerdas cómo llegaste aquí? —me preguntó Manfred, analizando mi rostro.

Me dieron ganas de sentir el frío del suelo. Me senté. El pecho se me llenó de un aire fresco que me relajó los pulmones. Exhalé con fuerza. Jo puso una mano en mi hombro y, por primera vez, miré su rostro en calma. En sus ojos ya no había ira.

—Sinceramente no recuerdo muchas cosas. Lo lamento —contesté.

Manfred miró a Jo. Los ojos de la niña ojos estaban llenos de lágrimas. Tardé mucho tiempo para tomar el valor necesario y preguntar:

—Esas cosas me atraparon, ¿verdad? —nadie contestó.

Escuché una gotera. Se me hizo un nudo en la garganta. De mí salió un lamento y me desplomé. Jo se agachó y me acarició la cara. Todos se acercaron y me abrazaron. Lloré y mis espasmos sacudieron aquella maraña humana. Luego de un rato en que el abrazo se hizo aburrido y sin sentido, repuestos de aquel dolor que nos atravesó, miramos la lluvia sentados uno al lado del otro, apretados para sobrellevar el frío que se colaba por los agujeros de las paredes del refugio. Mirtle recargó su cabeza en mí y a mí me dio miedo olvidar los rostros y los nombres de esos niños. Pasó un rato hasta que Manfred preguntó: —¿Mañana será igual?

—Hasta que nos encuentren o hasta que él se … —respondió Jo señalándome, pero se detuvo, suspiró, tomó mi mano y la apretó como si fuera el cuello de un animal. Yo la miré fijamente y ella sonrió. En ese preciso momento creí recordar algo.

 

Este cuento forma parte del libro

En esta calle que antes fue río (LibrObjeto Editorial, 2023)

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