Para Adolfo y Marie, por Beaugency
I
En las familias tradicionales judías se recomienda a los niños: “cuando no tengas nada que hacer, lee los salmos”. Para los católicos, su entonación tiene lugar durante la misa, en tanto que los protestantes se reúnen el sábado en la tarde para leerlos en familia. Enraizados así en el seno de la espiritualidad de una vasta parte del mundo, estos ciento cincuenta himnos constituyen un legado universal y sucede con ellos lo que con todas las obras fundamentales: más que aprenderlos, basta recordarlos.
Yahveh es mi pastor, nada me falta.
Por prados de fresca hierba me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce,
y conforta mi alma; me guía por senderos de justicia, en gracia de su nombre.
Aunque pase por valle tenebroso, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado, ellos me sosiegan.
Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios; unges con óleo mi cabeza, rebosante está mi copa.
Sí, dicha y gracia me acompañarán todos los días de mi vida; mi morada será la casa de Yahveh a lo largo de los días. (Salmo 23)
Ya en la época descrita por los Evangelios, los salmos son el aliento que exhalan al unísono los hebreos, el santo y seña de su pertenencia colectiva, la realización depurada de su lengua y la síntesis de lo que Renan llamaría su genio religioso. Los hebreos sabían los salmos de memoria: en la cruz Cristo cita el salmo 22. Los salmos de David no sólo pueden ser considerados como “el más admirable poemario que existe en el mundo”, en palabras del escritor inglés David Cooper, sino el poemario más leído, recitado, aprendido, copiado, impreso y vendido en lo que va del periodo que inaugura la invención de la escritura. Los salmos han sido también lectura erudita como lo supo Clément Marot, su traductor a versos franceses, o Dante antes que él, quien coloca en el Purgatorio al rey David entre la Virgen María y el emperador Trajano, los tres mayores ejemplos de humildad, al recordar el ingreso del Arca de la Alianza a Jerusalén:
Li precedeva al benedetto vaso
Trescando alzato, l’umile salmista,
E piu e men che Re era in quel caso. (X, 64-66)
Precedía al Arca el humilde salmista que bailaba con la túnica levantada, y en aquella ocasión era más y menos que un rey.
La mina de los salmos ha sido también explotada por compositores e intérpretes desde Heinrich Schütz, Schubert, Robert y Clara Schumann, hasta Battista Aquaviva y Leonard Cohen (“He escuchado que había un acorde secreto/ que David tocó y agradó al Señor/ pero a ti no te importa la música, ¿cierto?”, Hallelujah).
II
Detrás del libro de los salmos la tradición ha considerado como autor a un hombre con una vida lo suficientemente excepcional como para haberle dedicado además “el mejor y también el más antiguo ejemplar de prosa narrativa contenida en el Antiguo Testamento”, que en opinión de los estudios correspondería al conjunto que va del capítulo 9 al 20 del Segundo Libro de Samuel.[1] La narración de la vida de David en las Escrituras sobresale de inmediato por su factura, su penetración psicológica y aun por una simpatía conmovedora hacia el personaje del joven pastor convertido en rey de Israel.
Esta historia milenaria ha sido contada de nuevo en el libro David (1943) de David Cooper (1890-1954), traducido al francés por André y Louise de Vilmorin y puesto otra vez en circulación bajo el título Le Roi David, Les Belles Lettres, 2020. El primer y acaso mayor acierto de esta obra –a un tiempo novela, biografía y ensayo histórico– viene de su agudeza para leer el texto bíblico entre líneas y comprender el mundo en que vivió el personaje. Los recursos de un pensamiento moderno atento a la economía, la política, el arte de la guerra y la psicología ayudan a musicalizar los silencios de las fuentes. “Al narrar de nueva cuenta esta historia bajo una forma moderna –explica el autor–, le permití a la imaginación llenar ciertas lagunas en la narración tal como la conocemos, y elaboré el retrato de los personajes esforzándome en ser siempre fiel a las indicaciones dadas por las fuentes originales. En ningún caso escribí nada en contradicción con las Escrituras y en ningún caso puse en la boca de mis héroes palabras que no fueran citaciones exactas de la Biblia”.
Se calcula que la vida de David transcurrió entre el 1060 y el 970 a.C. Entonces los hebreos vivían divididos en tribus regidas por sacerdotes y profetas. La casta sacerdotal, que se remitía hasta Moisés y Josué, empezó a ser cuestionada por una población sometida a la inseguridad y expuesta al ataque de otros pueblos no sólo más desarrollados materialmente sino con un régimen abiertamente bélico, diferente de la teocracia hebrea: la monarquía. La figura del rey, que de suyo es un compendio de cierto tipo de funcionamiento colectivo, dominaba para esta época en Asia Menor y el Mediterráneo al punto que los hebreos representaban más bien una excepción. Samuel, el líder profeta sobre quien cayó esta tormenta, preparó la transición y eligió como primer rey de Israel a quien consideró un hombre manipulable, versado en la guerra, elemental, patriota y que contaba con la simpatía del pueblo, Saúl. “Sabía que hay ocasiones en la vida política donde, sin importar la tontería y la ceguera de la voluntad popular, lo mejor es someterse a ella”.[2]
Si en los Libros de Samuel la figura de Saúl aparece bajo una luz algo desfavorable, Cooper logra destejer la personalidad atormentada del rey, mareado por su encumbramiento repentino, para llegar a comprender sus angustias terrenas y espirituales. Enemistados al poco tiempo y constatando que ha perdido su ascendiente sobre Saúl, Samuel buscará quien lo destrone.
III
«David, el hijo más joven de Jesé, había sido favorecido por la suerte. Su padre tenía buena posición y él mismo estaba dotado de grandes facultades intelectuales, del genio creador para la música y la poesía y de una belleza notable. Es raro ver tres grandes cualidades mentales asociadas a un encanto físico irresistible. Esta conjunción producía en David una confianza en sí teñida de temeridad, muy atractiva para las personas de edad y para los extranjeros, pero irritante para sus hermanos y para los muchachos de su edad. El amor por la poesía y la música ocupaban un gran lugar en su corazón. Sabía de memoria los cantos de su país y los cantaba con una voz suavemente penetrante acompañándose con un arpa que, como su honda, era de su propia invención.»[3]
Cooper descubre en las largas jornadas de pastoreo de David el entrenamiento para sus futuras hazañas. Cazar a un oso y matar a un león para defender a su rebaño, rescatar de los peñascos a una oveja extraviada, así como bailar y tocar música en los valles de Judá, son los blasones o las miniaturas del guerrero que dará muerte a Goliat y a los enemigos de Israel, del caudillo que fundará la capital en Jerusalén y recibirá danzando el Arca de la Alianza, en fin, del salmista componiendo en el silencio de la noche. “Según la tradición rabínica –transmite Cooper– había un arpa colgada encima de la cama de David y, durante la noche, el viento rozaba sus cuerdas produciendo una extraña música para la que él encontraba las palabras”.
La cúspide de su reinado, alcanzado a los treinta y cinco años y después de innumerables peligros, privaciones y luchas, está marcada por una apertura a los otros pueblos, dejando atrás “la arrogancia que los hebreos habían mostrado antes hacia sus vecinos motivados por su fe estrecha y su fanatismo”.[4] Así, introdujo técnicas de guerra que aprendió durante su exilio en tierras filisteas como la carroza y entabló comercio con los fenicios de Tiro, uno de los puertos más importantes del momento, de quienes consiguió maderas preciosas, cedro, castaño y ciprés para su palacio de Jerusalén, ornado también por telas y tintes de Egipto.
En cuanto a sus relaciones destaca en particular su confianza con el venerable Samuel, para quien no tenía secretos; su lealtad hacia Saúl, al que, convertido éste en su enemigo y perseguidor, perdonó la vida “en un bello gesto político y gran acto de fe”; su entrañable amistad con Jonatán, a cuya muerte compuso una elegía que conservamos (“Nunca Jonatán retrocedió con su arco…”). No menos importante es el plural y a veces desgarrado recorrido de su corazón con la altiva princesa Mical, la pasión de su juventud que lo salvó de la conjura de Saúl haciéndolo escapar por una ventana, igual que Manuelita Sáenz hará con Simón Bolívar; con la fiel Abigaíl, cuyas riquezas e inteligencia lo ayudaron a llegar a la cumbre de su poder cuando no era más que un asaltador de caminos; con Betsabé, que lo amó sinceramente y le dio a su heredero; y finalmente con la enigmática Abisag que calentaba el lecho del viejo rey.
¿Y quién era Dios para David? Cooper explica, para empezar, que en esta época “el Señor de los Ejércitos” no tendría ni siquiera una fisonomía humana. David “sentía que había entre él y su protector invisible relaciones análogas a las que unían al rebaño con su pastor (…) La presencia de Dios era tan real, tan cercana y casi tan tangible como la de los animales salvajes de los que se sabía rodeado al pastorear sin que le fuera posible verlos u orlos”.[5]
IV
Uno podría preguntarse cómo la noción del pecado puede ser sincera en un hombre cuya carrera consiste en hacer la guerra, ser mercenario, ladrón, justiciero, en tener un harem, en conjurar y en conspirar.[6] Sin embargo, una de las lecciones de la vida de David es que hay un ámbito íntimo donde el pecado significa obrar en contra de sí mismo, de su carácter y de sus virtudes. Así, el gran pecado de su vida no fue conseguir a Betsabé a expensas de mandar a la muerte a su esposo Urías, sino lo que esto implicó como traición a sí mismo, que se había distinguido siempre, incluso como soberano, por su misericordia. “El límite que cruzó” apunta Cooper, “tiene por nombre bajeza y crueldad”.
Cuando el profeta Natán le visitó después que aquél se había unido a Betsabé.
“Tenme piedad, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito,
lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame.
Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí;
contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí. Por que aparezca tu justicia cuando hablas y tu victoria cuando juzgas”. (Salmo 51)
Si “la presunción, la impaciencia, la vanidad y la necedad” son según Cooper los principales defectos que llevan a una persona a cometer un crimen, la historia del pueblo de Israel durante la época de los reyes adquiere un valor admonitorio que supo rescatar quien al momento de escribir esta novela biográfica del rey David era nada menos que ministro de información en el gobierno de Churchill. Se trata pues de la historia de un político contada por otro, un “espejo de príncipes”, un retorno al arquetipo y a ciertas certidumbres morales durante la podredumbre de la Segunda Guerra Mundial, es decir, una revelación sobre la naturaleza del bien y el mal (“la falta de misericordia”), que pudo haber representado para el autor y para el público un motivo de sustento. El mundo está hecho de intrigas y violencia y no siempre le corresponde al héroe escapar limpio. Pero acaso –y aquí se distingue del que no tiene escrúpulos– éste pueda levantar un salmo y arrepentirse.
David Cooper, Le Roi David, Les Belles Lettres, 2020
[1] Duff Cooper, Le Roi David, Les Belles Lettres, París, p. 296.
[2]Duff Cooper, op. cit., p. 23.
[3] Idem, p. 13 y 15.
[4] Idem, p. 154.
[5] Idem, p. 17.
[6] “En ciertas épocas y en ciertas regiones se juzgaría severamente el método que David y sus amigos fueron obligados a aplicar con tal de preservar su existencia. Para los nómadas de Arabia, sin embargo, nunca ha parecido ilegítimo o injusto que los hombres valientes y belicosos reciban un tributo de los apacibles y prósperos. Considerando que una banda de guerreros bien equipados podría a su voluntad saquear y asolar una pequeña colonia agrícola, no era injusto que el más débil pagara al más fuerte, no sólo para evitar excesos sino para asegurar su protección contra otros posibles perseguidores”. Cf. Duff Cooper, op. cit., p. 112.