Basurero

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Entre la ciudad de Aurora, un pueblo con un basurero; y la gran Metrópoli, con sus múltiples basureros hay luz, nubes y sueños; aire, noches y cielo sin estrellas. Aurora un día dejó su pueblo para irse a la Ciudad de México. Juró nunca volver. Dejó a dos hijos que no vivían con ella, desde que el mayorcito tenía 3 años. Ella se había casado o más bien la habían casado a los 13 con un hombre que le sacaba más del doble de edad. Siempre habría de decir que nunca lo quiso. Dos o tres veces la llegó a visitar a su casa, cerca de alambre de púas de por medio, y no más le decía dos o tres palabras. Es menester decir que así se acostumbraba en aquella época. Las bodas corrían por el concierto de los padres. Ella lo recordaba y su voz le punzaba el recuerdo por fea, lo recordaba con su nariz quebrada y su timbre gangoso. “´Nas tardes, guacha”, le decía. Siempre quiso olvidar aquellas palabras pero habrían de resonar hasta los últimos momentos de su vida. Ese hombre pronto se dio cuenta que no iba a hacer vida con Aurora y arrió con sus hijos. Entonces Aurora hizo de todo, se hizo mujer de la vida, de esas que dicen que los hombres algo han de sufrir para sustentar sus vidas y sus honras. Después de andar por aquí y por allá, se vio rodeada de mujeres que trabajaban en cantinas y casas de cita. Ella misma las acompañaba. Pero siempre dijo que nunca se metió con nadie, nada más ayudaba a aquellas mujeres a despejar la bruma de la vida cotidiana. Aprendió el oficio de partera, a curar de empacho y de mal aire. Aprendió a leer las cartas, pero esto no le gustó, porque en sus palabras, prefería curar mediante hierbas y ensalmos las enfermedades que aquejan a los hombres. Era toda una curandera cuando la apartó un señor llamado don Andrés, mucho mayor que ella, ya anciano, pero que pudo trabajarla bien a tal grado de hacerle un hijo, que también se llamó Andrés. Ese señor tenía su dinerito y era influyente. Tenía su familia, con hijos con vida aparte, pero su gran afán era estar siempre a lado de Aurora. Se deshacía en promesas de amor en sus brazos. Juró morirse en sus brazos. No lo hizo porque lo mataron en el zaguán de su casa.

Él había estado en las reyertas del reparto del ejido, había sido comisariado y presidente municipal. Y años después había encabezado el movimiento de protesta que habría de terminar con la separación de su pueblo al municipio que pertenecía. Nunca se supo de dónde le vino. La noche que lo mataron Aurora lo esperaba en el cuarto que le rentaba. Ya había dormido al niño. Lo esperaba en la penumbra amorosa, cuando le fueron a decir la noticia. Pensando que su hijo y ella misma corrían peligro, se fue del pueblo. Donde además dejó a su hermana, una madre soltera, con una sarta de hijos y con la cual había salido de pleito.

Aurora vivió en varias viviendas y cuartos pobres donde cada mañana sentía cómo el techo le caía encima. Para mantenerse hacía el trabajo que había aprendido a lado de las muchachas de las cantinas. Nunca faltó en la puerta donde vivía el letrerito incisivo: “Se cura de empacho y mal ojo.” Además lavaba y planchaba ajeno. Así nunca le faltó el dinero para sacar a su hijo adelante, quien desde la secundaria sobrepujaba a cual más en el estudio. Aurora quería su casa propia. Para ello buscó a un líder de paracaidistas, de esos que encabezaban a grupos de despatriados y que mediante la turba expropiaban predios que se repartían entre ellos. A todos les tocaba un terreno para levantar sus casas, mejor dicho, chozas o covachas, porque aquellas familias eran muy pobres y las levantaban con materiales de milagro. Nada más había que estar alerta a los llamados para invadir tal predio o en todo caso ir a defender, con palos y piedras, en tremolina, los lugares que los dueños originales querían recuperar. Aurora que no era mujer de intimidarse, siempre estuvo ahí, rogando y al mazo dando para que pronto le tocara un terreno. Hasta se le vio muy de cerquita con el líder, tan ligada a él que todos pensaron lo que se piensa en estos casos. Y no pasó mucho tiempo para que le dieran su pedazo de tierra. Le tocó del otro lado del bordo, donde había un enorme basurero. Esto no le pareció a Aurora porque su hijo, que ya iba a la universidad, lo tenía que pasar a pie porque en ese tiempo el transporte no llegaba al otro lado del bordo. Le daba pavor que su hijo, en esos trayectos nocturnos, fuera asaltado por una banda de pandilleros que se la pasaban por ahí echando sus rondines. Se lo dijo al líder, pero este le contestó que alejara esos miedos, que el progreso venía de arribada, que él personalmente eligió ese excelente predio para ella, en la ubérrima ciudad Nezahualcóyotl, y su calle tendría el nombre de “Monedita de oro” y la colonia “Benito Juárez”. Aurora, que de ella se podía decir todo menos que fuera tonta, lo escuchó con suma atención, le temblaban las quijadas mientras lo oía y observaba; y entre las cosas convincentes que le dijo y de las perras también, llegó a la conclusión que no había que desaprovechar esa oportunidad, más que el predio adonde le tocó, los dueños habían declarado públicamente que no lo reclamarían. Tan de las cosas feas que fue testigo cuando lanzaban a familias enteras.

Juntó su dinero, picó por ahí y por aquí, se echó compromisos y se hizo su casita de paredes de tabique y techo de láminas de asbesto. Aunque el piso quedó de tierra apisonada, ella quedó muy contenta porque sinceramente jamás pensó en tener nada. Cosas buenas columbraba porque por esos días su hijo terminó su carrera, y si no se tituló enseguida fue porque un conocido de su difunto padre, lo había metido a la Secretaría Agraria. Ella volvió a acordarse de su pueblo, de su gente porque pensó volver con su hijo para que este eligiera una doncella para esposa, una muchacha que lo quisiera y lo respetara. Andrés fue un buen hijo, gordito de niño y gordo de grande, por genética (por el lado materno, porque Aurora fue de buenas carnes) y por hábito. Su madre lo enseño a comer a la hora que sintiera en el estómago una nubecita de hambre, para evitar aquello de estómagos vacíos, cerebros llenos de aire. Cuando su madre le contó su plan de ir a al pueblo para encarrilarle a una muchacha seria, sin dejar de intimidarse, aceptó como aceptaba las indicaciones de mamá. Por ella nunca fumó, no probó el alcohol, nunca supo de los juegos de azar y ni siquiera pensó en meterse con alguna mujer de la vida galante. Así es que hubieran acometido aquella empresa de ir a escoger una mujer sino es que Andrés murió. Lo encontraron muerto a la mitad del bordo. Los pandilleros que echaban la primera ronda de las diez de la noche lo encontraron tirado en posición de caracol. “¿Quién me lo mató?”, preguntó Aurora que sentía que el mundo le caía encima. “¡Nadie! ―le dijeron―, al parecer fue cosa del corazón.”

Nunca estuvo conforme. Tardó mucho para decir aquello de “me consolaré con mi suerte.” Más cuando a los cuarenta días tuvo un sueño, de esos que se dan poco antes de despertar y que ella decía que esos sueños decían la verdad. Estaba ella acostada en su cuarto, con las piernas estiradas hacia arriba, sobre la pared, así le gustaba esperar a don Andrés. Cuando escuchó su voz y su presencia que inundó toda la habitación. Luego se hizo del tamaño normal, se sentó en el borde de la cama y le dijo: “No te creas las mentiras, a  nuestro hijo le apretaron un testículo” Y vio cómo apretaba la mano en puño. Nadie le quitó esta idea a doña Aurora, que a su hijo lo habían matado.

Un año después de la muerte de su hijo, Aurora cayó en la cuenta que los que importan en esta vida son los vivos. Empezó a añorar a su pueblo, idealizó a las personas que conoció de niña, añoró a sus padres a quienes nunca volvió a ver porque la casaron a la fuerza apenas le había llegado la regla. Le dio un vuelco el corazón al pensar en sus hijos que ella decía le arrebataron. Pensó en la única persona que la podía recibir a pesar de la vileza del corazón, su hermana. Con amargura y con reproche dijo para sus adentros: “¡Cuánto he sufrido, pero no he sido la única que ha venido a sufrir!” Por esos días la empezó a cortejar un pepenador del basurero del bordo llamado Jesús Vergara El Chorizo. La conoció la fatal noche que ella fue a reconocer a su hijo. Él la observaba revuelto entre los dolientes. Desde ese día no se le despegó. Extasiado por el enamoramiento, se cambiaba en limpio para aparecérsele en los lugares menos pensados. Él había tenido su mujer pero lo abandonó luego de que dio a luz a su tercer hijo. Él les enseñó el oficio de pepenador. Jesús El Chorizo no era hombre de habladurías. Le platicaba a Aurora de las bondades de su trabajo. Y para que le creyera le enseñaba de vez en cuando sus rollitos de billetes. Aurora lo veía con cierta simpatía, lo recibía, le hacía recomendaciones para que se curara una tos de perro que lo atosigaba y curaba a sus muchachos de cualesquiera males que contraían. Una vez los curó del latido, cosa que nadie podía acertar y desde ahí fueron reacios a las enfermedades. Todo iba bien hasta que El Chorizo le propuso juntarse con él. Aurora lo corrió y le cerró la puerta para siempre.

Pronto hizo el viaje de regreso a su pueblo. Fue una alegre y lluviosa mañana de primero de agosto. Su hermana la recibió con los brazos abiertos. Abrazadas lloraron una eternidad. Almorzaron platillos que Aurora en sus mañanas pobres en las vecindades cuanto echaba de menos. “¡Qué sabroso se come allá, lástima que se necesite tanto dinero!” Su hermana le propuso que se quedara en el pueblo, que la casa, casa paterna, también era suya y que podía agarrarse todo lo que quisiera del patio para hacerse un tejaván. Aurora le contestó que mejor ella se fuera a la ciudad. Que el aire de allá no gasta mucho la faz de las mujeres como el aire de esa tierra caliente. Pureza, que así se llamaba su hermana, dijo que no porque estaba segura que el día que pisara una escalera eléctrica del metro iba a morirse de espanto. Cualquiera que la hubiera oído decir aquello a Aurora lo tomaría a píe juntillas, porque tanto tiempo en la ciudad la había hecho agarrar un aire de mujer rica y respetable. Los pómulos concentrados y unos  lentes de armazón grueso que nunca se los quitó y que los compraba en las baratijas le dieron en definitiva una imagen de una mujer de la cual no se esperaba sino palabras de buen juicio. Estuvo dos semanas en su tierra. Poco antes de regresarse buscó a sus hijos. Eran maistros orfebres y los dos tenían una prole inquietante. Uno de ellos tenía diecisiete hijos. No quisieron hablar mucho con ella. Le dijeron que no había ningún resquicio en sus corazones para encariñarse con ella. En todo caso tenían a su padre a quien veían con veneración.

Aurora no decayó. Se regresó a la ciudad con un encargo inusitado. Resulta que el hijo mayor de su hermana, llamado José, un día desapareció del pueblo. Era un hombre de 40 años. Siempre dio muestras de abandono y desidia hasta que se llevó a una mujer, que por cierto era mudita y que a pesar de sus ratos de lucidez mostraba poca astucia para procurarles a sus hijos el sustento. Aguantadora y siempre descalza, había dado a luz a tres niños. José toda la vida le dio por ser vago. Ya cuando se llevó a la mujer se la pasaba en el basurero del mercado, separando el cartón y todo aquello que pudiera llevarle de comer a su mujer y sus hijos. Pero un aire corrupto, decía su madre, le atravesó el cerebro y abandonó a su familia. Mientras Aurora oía esta historia echó un vistazo a la mujer, quien a su vez la veía como suplicándole que encontrara a su marido; y luego vio a los niños, descalzos, con ropas de días y sus caras con gesto inquisitivo y a la vez confusas. Sintió verdadera lástima al ver aquel cuadro de desolación. Lo único que se sabía de José era que se había ido en un camión que se dirigía a la Ciudad de México. Le dieron una fotografía, donde se le podía ver taciturno y con un pelo largo y pringoso, por si acaso un día se lo encontrara por ahí.

Siempre que Aurora pasaba por el bordo era como si le partieran el corazón. “Lacerante”, decía para sus adentros. El Chorizo, que por ahí eran sus comederos, no la perdía de vista. Estaba al tanto de cuando pasaba en los microbuses, que por ese tiempo ya había una ruta que atravesaba todo el bordo y pasaba por la bocacalle de “Monedita de oro”. Ella lo trataba con desprecio, pero él, furtivamente, aparecía a lado suyo. Un buen día para El Chorizo ella entabló conversación con él. Y aunque daba por imposible encontrar a su sobrino, le platicó del caso. El nombre no le dijo nada, pero cuando le enseñó la fotografía, él se alebrestó, y después, sobresaltado por tan peregrino hombre, dijo que ese individuo vivía en los confines del basurero del bordo. Ese mismo día él la llevó. No fue difícil encontrarlo. Estaba pepenando una enorme descarga de basura. Pardeaba la tarde y por esos lados ya había sombras. José, por corazonada, supo de inmediato de quién se trataba. Se levantó y a buen paso, primero, y luego a trote, quiso perderse, confundirse entre los otros pepenadores. Aurora, que era mujer difícil de vencer, pudo alcanzarlo y hablar con él. Le reprochó que su madre no merecía morirse con esa preocupación y que su mujer y sus hijos lo necesitaban. Aquel hombre, que en el día nada más le blanqueaban los ojos, la llevó a su guarida. Traía su cabellera alborotada y llena de grumos de basura.  Huraño y esquivo escuchó las razones de aquella mujer para que terminara esa vida de cristiano que no tiene perro quien le ladre. Le dijo que bien le podía ayudar para que regresara, que ella misma lo acompañaría para comprarle el boleto y que si le gustaba tanto el bordo que le daba para que se trajera a su familia, y que si quería seguir viviendo de la basura ahí sería cuestión suya, que nada más no quedara estancado, y por ejemplo le dio al mismo Chorizo que los escuchaba atento con sus orejas de cuervo, y de quien refirió la propia Aurora, el hombre no estaba tirado al suelo, que con sus hijos fácil podían reunir para comprarse un terrenito pero que ellos preferían la vagabundina. A todo esto José respondió con razones de hombre hermético y dijo que ahí se quedaría, y que si su mujer quería seguirlo ahí dependía de ella. Aurora pensó que si aquella mujer le había parido tres hijos, bien podía venirse con él para que lo hiciera responsable. ¿Qué mejor que los hijos para que un hombre se levante? Después de digerir aquella historia de cerrazón, según ella, sintió una ráfaga de alegría que hasta aceptó que El Chorizo la acompañara a su casa. Éste no desaprovechó para reiterarle su amor y ternura y le dijo que pensara muy bien su respuesta porque era la última vez que se lo proponía. Vuelta de pronto a la realidad le contestó que no se hiciera ilusiones, que ella no se acostaría con él porque sinceramente le repugnaba. Planeó que al día siguiente se iría a su pueblo para darle la buena noticia a su hermana y traerse a la muda con sus tres criaturas, pero no ocurrió así. El viaje lo hizo quince después porque al otro sucedió el terremoto del 85 que causó estrago y muerte, destrucción y espanto.

No fue difícil convencer a la mujer. Le faltó poco para hablar porque no cabía de júbilo porque volvería a estar con su esposo. Con señas nobles le prometió a Aurora estarle agradecida toda la vida, y quisiera Dios, le daba a entender, que hubiera ocasión para pagarle momento tan de grande felicidad. Ya en la ciudad, propiamente en los arrabales del basurero del bordo, encontraron a José escogiendo unos jitomates y cebollas entre los desperdicios. Extendió la mirada hacia ellos y les dijo que se arrenalgaran por ahí, mientras él terminaba. Después de un rato se hizo seguir hasta donde tenía su mínima vivienda. Aurora se pasó todo el día con ellos. Consiguió algunas viandas e hizo algo de comer. José fue por unos refrescos y aquello fue un convivio donde se festeja que un hombre iba a levantar cabeza. José enseñó a sus hijos a pepenar y aun a su mujer, quien no se le despegaba por ningún motivo. Los niños eran tres, como está dicho, como el número de los hijos de El Chorizo, de quien Aurora supo que había muerto en el temblor, al caerle encima un muro de un edificio. Nadie había visto tampoco a sus hijos.

El reencuentro de José y su mujer tuvo sus buenos resultados. En el basurero procrearon otros tres hijos. Aurora no los dejaba de visitar. Les llevaba despensa y ropa para los niños. Y aunque se escandalizaba por cada embarazo siempre estuvo al pendiente para auxiliar en los partos. Siempre estuvo al pendiente de esos niños que se enfermaban de tantas enfermedades. Y no desaprovechaba para regañar a su sobrino José y a la misma mudita por la vida de basurero que se aferraban en seguir. José siempre la ignoró, llegó a decir que quién era esa mujer para dar consejos si en el pueblo todos sabían que había abandonado a sus hijos por andar de puta. La mujer, que al principio le contestaba mansa y avergonzada, pronto olvidó la gratitud que le había prometido y empezó a guardarle ojeriza. Pero siguió dándole por su lado, recibiéndola con buena cara y peleando con sus muchachos para que la respetaran; porque Aurora sabía lidiar a la pobreza y hacía milagros en las paranguas, las piedras donde hincaban las cazuelas, a la hora de cocinar. Un tiempo en que ella se vio con poco dinero, porque eran constantes los viajes que hacía a su tierra, y como era desprendida, siempre llevaba regalos; en ese tiempo en el mercado de San Juan del entonces Distrito, conseguía una costalilla llena de carne seca de burro. Una ganga que la sacó de tantos apuros. Y la llevaba con la mudita y sus hijos para comerla dorada y una salsa del molcajete. José, que tenía sus melindres, prefería no comer. Además de que temía que le dieran orejas de burro y lo volvieran a su pueblo jalado por un dogal, se le hacía indigno comer esa carne sabiendo que él sabía comer los mejores cortes de carne de res. “Pero eso era cuando tu madre te mantenía, barbaján”, un día estalló Aurora. Y para probarle que la carne de burro no demeritaba, un día fingió que acababa de regresar de Tierra Caliente, y sacó un queso fresco, guajes, combas guisadas, longaniza, y preparó un aporreado con la carne de burro cortada y deshebrada. José, que se fue con la finta, comió a manteles, como se suele decir, y fue hasta dos horas después de la digestión que Aurora le dijo que qué sabroso había comido carne de burro. José, tal fue su coraje, que lanzó los platos y las cacerolas sobre su mujer y corrió a Aurora diciéndole que no la quería volver a ver en su casa.

Cuantas sorpresas da la ciudad. Gente que no se ha visto en 20 o en 30 años, de pronto, caminando por ahí, mientras se avanza por una acera, entre la multitud de los viandantes, ¡zaz!, se encuentra. Una vez que Aurora tuvo que atender un compromiso lejos de sus rumbos, y caminando por calles que ella nunca había recorrido, en esas de ver por dónde se va vio un rostro que se le hizo conocidísimo. Esa persona la veía con el corazón rebosante. Y antes que ella cayera en la cuenta, le dijo: “Soy Jesús Vergara.” Estaba limpio y rasurado, con ropa que distaba mucho de ser de un pepenador.

―¿Qué te hiciste? ―le preguntó―. Todo el mundo dice que moriste en el temblor.

―Murió El Chorizo, ese que andaba de muerto de hambre y que no era capaz de criar una gallina.

Le contó porqué había dejado el bordo y colgado sus alas de cuervo errante que espantaba a las mujeres que les declaraba su amor ¡Vaya el azar! Era un hombre rico. Dueño de un edificio plantado en un magnífico predio. En la parte baja tenía una enorme tienda de carnes. Aurora no concebía que aquel hombre que con su sola presencia acallaba a cual más, fuera aquel mísero pepenador que conoció, con todo y sus rollitos apretados de billetes. Le contó cómo aquel día del temblor se dirigió a los lugares de los derrumbes. Ya por la tarde encumbró los escombros de lo que había sido un hotel. Un tanto por si alguien necesitaba ayuda y otro tanto para ver si había algo qué pepenar. Gran sorpresa se llevó cuando vislumbró una caja de acero y súbitamente pensó que se trataba de una caja fuerte. Era la nochecita de ese día. Junto con sus hijos, que no se le despegaban, pudieron rodar la caja con una barra que se dieron a la tarea de conseguir y transportarla en un diablito que alguien les fletó. Todo era confusión: unos lloraban, otros gemían. Eso favoreció transportar el gran hallazgo. Luego llegaron soldados a acordonar aquellos escombros, pero llegaron a espantar a los perros que andaban husmeando la carne de las personas que murieron ahí. La caja, cuando la abrieron, contenía tal dinero que José Vergara ni en sus sueños guajiros pensó que podía tener en sus manos.

Después de platicar y oír la relación de tal suceso, los dos apenas tuvieron tiempo para limpiarse sus ojos rasantes de lágrimas antes de darse un abrazo.

A su vez, ella le platicó del caso que le ocupaba su mente, de José el perdido y que él sabía más o menos. Le contó que pudo reunirlo con su mujer e hijos, pensando que esto le iba a ayudar, pero que aquel hombre no se dejaba ayudar. Y que era la mujer la que tenía la culpa por acuacharlo y no exigirle y además todavía dejarse embarazar otras tres veces. Jesús Vergara la invitó para que se viniera a trabajar con él. Ella tanteó de inmediato por dónde iba aquella invitación, pero vio una oportunidad para los suyos. Le pidió trabajo para los hijos de José, los que estaban en condiciones. Él aceptó. Quedaron que el domingo de esa misma semana se los llevaría.

Aurora llegó al basurero con cierto resquemor. Todavía tenía vivísimas las escenas que había desatado con aquella broma de hacer comer carne de burro a su sobrino. ¿De dónde le vendría ese coraje luego de saber qué había comido? “Con razón la carne estaba pastuda y con un sabor medio dulzón”, había dicho antes de aventarle todos los tiliches a la pobre mudita y luego irse contra ella. Aurora llevaba dos morralas, en una llevaba ropa y zapatos para los muchachos, el mayor tenía 13, para que fueran presentables; y en la otra, llevaba carnes y chorizo y otras cosas que Jesús Vergara les había mandado. “Esa carne de cortes finos sí le iba a gustar a su sobrino”, pensó Aurora. Llegó a la covacha a buena hora, antes que José saliera a pepenar. La recibieron mustios y circunspectos. Aurora les platicó de El Chorizo, pero no mostraron mayor interés. Les dio la bolsa de los comestibles que les había mandado, y la mujer la puso en un lugar sin fijarse qué era y sin hacer una mueca de agradecimiento. Aurora, viendo que tenía poco tiempo, fue al grano y les dijo que les había conseguido trabajo a los muchachos. Diciendo esto y sacando de la otra bolsa la ropa y los zapatos para que los niños se cambiaran. José les ordenó que se calzaran los zapatos y se cambiaran la ropa. Hizo unas señas a su mujer y luego se dirigió a Aurora. Le pidió que lo esperara, que nada más iba por unas cajas y que luego regresaría. Los muchachos pronto estuvieron listos. Se sentaron en el borde de uno de los dos catres que había en aquella pieza. Una inquietud les bullía por el rostro. La mudita guardó una distancia suficiente para no toparse con Aurora. Esta, sintiendo que perdía un tiempo precioso, dijo:

―Bueno, ya pasó una hora. Me los llevo. Yo misma los traeré por la tarde.

―¿A dónde crees que llevas a nuestros hijos, vieja metiche? ―se oyó una voz estentórea, como si resonara dentro de una caverna.

Era José que llegaba con dos cajas de jitomates podridos. Diciendo lo anterior, arrojó la carga al suelo y empezó a aventarle jitomatazos a Aurora, y luego los tres mayores y aún los más pequeños, que veían con diversión aquello de darle tupido aquella vieja que retrocedía a grandes pasos.

Aurora salió disparada, pidiendo a gritos que se calmaran, que ya se marchaba para no volver, que nunca volvería a salir al encuentro del hombre y ni a buscar a los suyos, por muy sus familiares que fueran. Pero al decir esto arreciaban los bólidos que se destripaban en su cuerpo. Se alejó buen tramo y hasta allá la persiguieron, entre la irrisión de los pepenadores que ya se dispersaban por aquellos lugares. Lo último que vio Aurora o que recordaba de su último vistazo, fue cómo la mudita, con gran ímpetu y visajes en sus rostro, hacía señas para que le aventaran piedras. Pero para esto ya se había puesto a salvo.

Jesús Vergara la vio llegar a su tienda. Aún llevaba los manchones que le habían ensuciado el vestido y el pelo un tanto alborotado por aquello que en la carrera le volaba la greña. Salió a recibirla.

―Yo luego dije ―le dijo― que esos muchachos no te acompañarían porque ya les picó la araña de la vagabundina.

―Fueron sus padres…

―Es lo mismo… Si hasta a mí de pronto me dan ganas de irme por esos basureros.

―¡Válgame Dios!

El Chorizo la hizo pasar. Dejó la tienda a cargo de sus trabajadores, porque a sus hijos les había puesto una a cada uno. Después que le mostró su casa y le contó todo lo que le tenía que contar, le dijo: “¿Me creerías si te digo que esperé a tenerlo todo para ti?” Aurora prorrumpió en un arpegio de carcajadas que terminaron en una sonrisa franca:

―¡No! ―le contesto.

―Quédate, Aurorita, conmigo. De verás, ¡cuánto esperé este momento!

―Me quedaré ―le contestó― siempre y cuando no te vayas por esos mundos de basureros.

―Dicho.