Traducción de Armando Pinto
Esta conversación fue extraída del libro de próxima publicación Beyond Ruins Reimagining Modernism, ArchiTangle, 2024, el cual se enfoca en la renovación por East Architecture Studio de la Casa de Huéspedes de Niemeyer, en Trípoli, Líbano.
Raafat Majzoub: Tengo curiosidad por conocer tu punto de vista sobre las ruinas. Parecen conectadas con el fracaso y la humildad, temas que abordas en profundidad en tu último libro, In Praise of Failure: four Lessons in Humility*. Fracaso porque su utilidad se agota, las construcciones se convierten en ruinas por mala administración o mantenimiento, las ideologías en escombros por carencia de vitalidad.
Costica Bradatan: Las ruinas parecen conectadas ciertamente con el fracaso y la humildad, pero tal vez de una forma más dramática de la que sugieres. La visión de las ruinas, como señalas, puede evocar una pobre administración o incluso la completa falta de mantenimiento. Es casi sentido común: hacer que algo exista es sólo la mitad del proceso: la otra mitad es mantenerlo en existencia, lo que lo convierte en un proceso de continua creación.
Pero la presencia de ruinas indica algo más profundo, más serio y devastador: la fundamental precariedad de las cosas humanas, la eventual ruina de todo lo que proviene de nuestro trabajo, “la vanidad de todo”. No importa cuánto cuidado pongamos en algo, cuánto tiempo y esfuerzo invirtamos en su mantenimiento, finalmente “caerá en la ruina.” Las ruinas son nuestro destino. En este sentido, las ruinas nos recuerdan lo cerca de la nada en la que siempre estamos. Son parte de este mundo, y sin embargo evocan otro. Son la frontera —literalmente el mojón fronterizo— que separa dos ámbitos, el de la existencia y el de la no-existencia. Y, en esa medida, resultan fascinantes objetos de estudio. Significan la nada en cuya proximidad todas las cosas humanas existen, y a la cual eventualmente volverán.
RM: ¿Y la humildad?
CB: Ahí es precisamente donde interviene la humildad. Pues este encuentro con las ruinas como heraldos de la nada nos ponen “con los pies en la tierra”. Una frase adecuada si consideramos que en inglés (como en otras lenguas europeas) “humildad” proviene del latín humilitas, con su raíz en humus, “tierra” o “suelo”. Y mucho hay que aprender de este viaje hacia abajo: conforme nos hace caer, nos da la oportunidad de despertar, de vernos a nosotros mismos, y a todo de hecho, con nuevos ojos. La gente —en especial los arquitectos—gustan de ensalzar la “vista a ojos de pájaro” y varias “perspectivas desde arriba” por lo que pueden revelar. Pero no es nada comparado con la “perspectiva desde abajo”, desde la cual puedes acceder a la intimidad de las cosas, con un nivel de detalles y riqueza de visión que la “vista a ojo de pájaro” nunca puede ofrecer. Uno de los directores de cine que más me gusta es Yasujiro Ozu. Su tonalidad estilística es la toma estática desde un ángulo bajo: su cámara mira al mundo no desde la perspectiva de una persona de pie, como en el caso de la mayoría de los directores, sino de alguien sentado en el tatami. Ese es el método de trabajo y el punto de vista de la humildad misma. Mi opinión es que estar lo más cerca posible del suelo, el sentimiento que las ruinas tienden a infundir en nosotros, puede en verdad hacernos más sabios pues “nos pone en nuestro lugar”. Las ruinas, entonces, puede decirse que nos “cimientan”. Por lo cual, con todo su olor a nada, o tal vez gracias a eso, debemos preservarlas cada vez que podamos.
RM: ¿Podrías hablar, entonces, sobre el concepto de preservación? Leyendo tu trabajo, podría suponer que insinúas el fracaso al imaginar el futuro, pero me pregunto si podríamos también pensar en una tecnología para evaluarlo. Las dos perspectivas podrían significar la misma cosa, pero me gustaría que pudieras ampliar tus ideas sobre la preservación.
CB: Antes de hacerlo, Raafat, creo que le debemos a nuestros lectores una explicación. Por mi parte les debo una confesión. El hecho es que no soy un experto en arquitectura. Lo que no impide que me sienta fascinado por ella, tal como mi ignorancia de la aerodinámica no disminuye mi fascinación por el vuelo. Y el pensamiento que viene a mi mente es que invitar a alguien que es un completo inocente a colaborar en este volumen muestra una sorprendente audacia de tu parte, ¿no es así? De hecho, tu audacia fue tan asombrosa como irresistible. Fue por ello que pensé que la única forma de corresponder a tu audaz invitación era hacer algo igualmente audaz: aceptarla. Y aquí estoy, hablando largo y tendido sobre algo de lo que no conozco gran cosa.
Para responder a tu pregunta: queremos “preservar” algo, sin importar lo ruinoso que esté, porque nos da una cierta sensación de “enraizamiento”. Restaurar una vieja construcción y darle una nueva vida es como echar un ancla al pasado: eso nos mantiene en el lugar, asentados, arraigados. Hacemos eso todo el tiempo, sin importar el costo y las dificultades técnicas, sin que importen los inconvenientes que pueda acarrear. Lo hacemos porque es donde la vida está: en el pasado. Y nosotros siempre tendemos a aferramos a la vida.
RM: ¡Ja! ¡Bueno, gracias por complacerme! Pero, ¿qué quieres decir con “la vida está en el pasado”?
CB: Por supuesto, la vida está en el pasado, ¿dónde más? Sólo camina por un nuevo vecindario, por un reciente desarrollo (hay muchos en estos días). Hay, tienes que admitirlo, algo inconfundiblemente inerte que procede de toda esa novedad, algo vacío y poco acogedor, y no queremos pasar más tiempo del necesario ahí. No importa lo falsamente antiguos que esos edificios se hayan hecho parecer, lo “clásico” de su estilo, sabemos que la vida está en otra parte. La vida —la real, la auténtica, la vida viva—es donde los viejos edificios están, en las viejas iglesias, mezquitas y templos, en las antiguas plazas. Por eso es que, cuando visitamos Atenas o Roma, Estambul o el Cairo, Pekín o Kioto, nos sentimos atraídos por sus antiguos barrios, sin que importe lo ruinosos, primitivos, o precarios que parezcan, y rara vez vamos a visitar los nuevos desarrollos. Puedes decir que no hay mucho que ver en los nuevos vecindarios, que todos parecen iguales. Y ese es justamente el punto. Somos espontáneamente atraídos por la humanidad depositada en las antiguas piedras. No solamente porque sean viejas (hay piedras en la naturaleza que son incluso más viejas, pero no sentimos ninguna atracción especial por ellas), sino porque la historia humana —largos trechos de ella—ocurrieron en su presencia, y no sólo reflejan nuestra existencia a lo largo de centurias, sino que de algún modo la absorbieron. Sabemos instintivamente que, con todo y su ruinosa apariencia, hay más fuerza en ellos que la que podemos encontrar en los edificios recientes.
RM: ¿No resulta un poco paradójico?
CB: Ciertamente lo es. De hecho, debe ser una de las más bellas paradojas a las que nos enfrentamos: las ruinas son heraldos de la nada, y sin embargo rebosan de vida y potencial. En ese aspecto, ellas expresan, con exactitud, algo esencial sobre la condición humana: como seres humanos, estamos al filo de la existencia, siempre con un pie en el abismo, pero rebosamos de vida al mismo tiempo.
RM: En tu conversación con Robert Zaretsky sobre The idea of Europe** haces la siguiente pregunta: “¿Qué clase de cosa es Europa si podemos encontrar parte de ella en los Himalayas?” Y reflexionas sobre la ciudad de Shimla, en la India: “La arquitectura está allí, y también el teatro y las galerías de arte.” Como este libro se enfoca en la renovación planeada por un arquitecto brasileño de un edificio en una abandonada feria modernista en el Líbano –parte de la estrategia de construcción nacional posindependencia que nunca terminó de emprenderse–, me hace preguntarme sobre tus ideas acerca de cómo los artefactos públicos —edificios, por ejemplo—crean y refuerzan las mitologías colectivas, y que pasa cuando esos artefactos fracasan.
CB: Todo lo que realizamos, una vez que ha terminado su curso, “cae en la ruina”, como dije atrás. Todas las cosas humanas terminan en el fracaso. Pero hay algunas cosas que empiezan con el fracaso —como la feria internacional Rachid Karami de Trípoli, proyectada por Oscar Niemeyer—, pues, como señalas, no llegan a ponerse en marcha. Filosóficamente encuentro la situación fascinante. Es como si se negaran a existir. En el libro que mencionaste más arriba, In Praise of Failure, en el capítulo donde hablo de E. M. Cioran, menciono un dicho rumano que le gustaba mucho: n-a fost sa fie. Cuya traducción aproximada es “no estaba destinado a ser,” pero la forma en que la frase es normalmente empleada en Rumania sugiere algo prohibido, predestinado, “grabado en la piedra”. Cuando algo nu e sa fie, no importa lo que hagas, lo duro que te esfuerces y las veces que lo intentes, no podrás hacer que exista. No puede uno cambiar el destino. Algunas cosas (una ciudad europea en los Himalayas, por ejemplo) no están destinadas a ser, y el fracaso de su impulso nos dice mucho sobre los límites de lo que –y en especial de lo que no—podemos hacer. El proyecto de Oscar Niemeyer de construir una feria futurista en Tripoli, para todos los efectos, parece ser una de esas cosas. Nunca llegó a emprenderse. La pregunta candente es: ¿Qué pretendía ese proyecto de restauración? ¿Era una resurrección de la muerte del proyecto de Niemeyer o alguna otra cosa? ¿Estás intentando terminar una obra o desafiando al destino?
RM: Hay algo espiritual en tu respuesta. Sería interesante hablar sobre la espiritualidad secular en la conceptualización de la mortalidad de los edificios en una ciudad. Los edificios abandonados, aunque tal vez cargados de acontecimientos traumáticos, usualmente estimulan la imaginación por su falta de función. Tengo curiosidad por tus ideas sobre eso.
CB: Encuentro fascinantes los edificios abandonados. Son lugares de fracasos —fracasos devastadores algunas veces—, recordatorios vivientes de que algo no funcionó como se había planeado. Y sin embargo hay algo abierto e indefinido, incluso acogedor y creativo en ellos. A pesar de que fracasaron en algo, si no es que por eso, pueden ser convertidos en casi cualquier otra cosa. Algunas veces casi no hay relación entre el propósito para el cual fue diseñado y la nueva función para la cual fue rediseñado. Estuve recientemente en un hotel en Lodz —uno de los hoteles más imaginativos en lo que he estado—que era una fábrica textil, más bien deprimente. Hubiera sido mucho más fácil derribar esas malditas paredes y construir un nuevo hotel en su lugar. Pero, nuevamente, la gente quiso apegarse a la “vida viva” almacenada en esas viejas estructuras industriales. Por alguna razón decidieron prolongar su historia o, más bien, reciclarla. Pues las historias, también, son recicladas todo el tiempo.
RM: ¿Qué pasa con el significado cuando las historias se reciclan?
CB: Creo que su significado rejuvenece.
RM: Dicho eso, ¿qué significa realmente que un edificio ha fracasado, si no fue enseñado o diseñado para morir? En este sentido, que la arquitectura niegue al tiempo/realidad es una interesante provocación. Creo que en el epílogo de In Praise of failure hablas de la gente que acepta que la vida no tiene un significado integral y sin embargo no se mata porque siente que sus historias tienen que seguir su curso.
CB: Hablaba ahí sobre la importancia que las historias y la narración de historias tienen en nuestras vidas. Necesitamos una historia al despertar en la mañana y necesitamos una historia para el resto del día. Necesitamos una historia para todo lo que hacemos. De hecho, necesitamos más las historias que la comida; son las historias lo que, más que cualquier otra cosa, nos mantiene vivos. Tú sugieres que lo mismo se aplica a los edificios: no podemos derribar realmente un edificio cuya historia está en curso todavía. El hotel en el que me quedé en Lodz es sólo otro capítulo de la historia de la vieja fábrica textil que de algún modo se niega a terminar. Me gusta eso. Pero ten en cuenta que somos nosotros quienes estamos a cargo de esas historias: son nuestras historias, no de los edificios. Al reutilizar un edificio abandonado, al rediseñar una vieja estructura, sólo mostramos lo mucho que necesitamos las historias y lo dependiente que somos de la narración de historias; no como individuos esta vez, sino como comunidades. La arquitectura es siempre una historia colectiva.
RM: En el presente volumen, identificamos la renovación de la casa de huéspedes de Niemeyer como un andamio, más que como una renovación estática. Esta metáfora nos permite explorar la complejidad de la autoría y la transitoriedad en los recientes proyectos de renovación patrimonial. El “vacío” que describes en “Born Again in a Second Language*** en el que el autor escribe en una lengua que no es su lengua madre (dices: “es como si, por un momento, el ser del escritor, al pasar por un vacío —la estrecha fisura entre las lenguas, donde no hay palabras a las cuales agarrarse y nada puede ser nombrado—desaparece.”) recuerda este andamio. También ilustra la plataforma que los edificios abandonados proveen para imaginar más allá de la simple autoría del arquitecto. ¿Podrías reflexionar en esta comparación y elaborar en lo que aprendemos de las historias colectivas, las identidades relacionadas, y los caracteres compartidos de dicha autoría?
CB: Reconozco el trasfondo budista de tu pregunta: la implicación de que el yo, si acaso existe, es algo dudoso. En el ensayo que citas, hablaba yo de una y la misma persona, la cual, al cambiar de lenguas, adopta diferentes yoes, cada lengua con su propio yo, por decirlo así. Como resultado, la misma idea del yo es socavado. En el caso que mencionas, sin embargo, con todas las similitudes que percibes, la situación es ligeramente diferente: el mismo proyecto pasa por diferentes fases y regímenes de autoría, cambiando de manos y de yoes a medida que avanza –quienes comisionaron el proyecto, Oscar Niemeyer mismo (el diseñador original), los restauradores, los carpinteros , la comunidad dentro de la que cual ocurre, el lugar (Trípoli) donde tiene lugar, y en cierta medida hasta Brasil, de donde procede el arquitecto original. Hay una obvia sensación de fluidez en todo esto. No sólo porque la modernidad es “líquida”, como alguien dijo, pero sobre todo porque la arquitectura, por naturaleza, es fluida.
RM: Alguien podría argüir que la arquitectura es lo opuesto de la fluidez.
CB: Sí, podrían argumentarlo. Pero Hagia Sophia es el ejemplo que uso para ilustrar lo que quiero decir. Ha sido una catedral ortodoxa, católica (durante la cuarta cruzada), una mezquita, un museo, luego mezquita y museo, una obra maestra de arte público, y una gran atracción turística. Fue diseñada por dos geómetras griegos, comisionados por un emperador romano cristiano, reciclado (como mezquita) por un sultán otomano, reciclado nuevamente (como museo) por un líder secular turco (Atartük), luego reciclado otra vez (como mezquita museo) por otro líder turco, aunque no precisamente secular (Erdogan). Diferentes comunidades han tejido su vida colectiva alrededor de este edificio: bizantina y otomana, cristiana y musulmana, religiosa y secular, tradicional y moderna. Dentro de sus paredes, en diferentes épocas, se habló griego, también latín, veneciano, árabe y turco-otomano y luego el turco moderno. Hoy, en la era del turismo global, Hagia Sophia habla la lengua de Babel mientras sirve como mezquita. ¿Puedes pensar en algo más fluido?
RM: Es interesante que traigas a colación Babel como un derivado de las prácticas de preservación. Me hace pensar en la fluidez más bien como un océano de olas rompiendo. Babel fue un castigo para los humanos que desafiaban su destino finito, que tú has tocado antes, destruyendo su capacidad para comunicarse. ¿Quisieras reflexionar más en esto en el contexto de la traducción a un nivel identitario y colectivo?
CB: Es difícil exagerar la importancia de Babel como uno de nuestros mitos fundacionales. La historia es sobre una de las mejores cosas que nos han pasado nunca. Antes del mítico evento sólo hablábamos una lengua, lo que debió haber hecho la comunicación fácil, tersa y mortalmente aburrida. Como dos computadoras hablando entre ellas. ¿Has visto algo más atrozmente monótono? Mata el alma. Entonces Dios decidió “confundir el lenguaje de toda la tierra” (Génesis 11:9). Como resultado, una gran variedad de lenguas locales apareció, y, junto con ellas, una multitud de otras cosas necesarias: traductores y traducciones, vocabularios y diccionarios, intérpretes e interpretaciones, hermeneutas y hermeneúticas, escuelas de idiomas y culturas extranjeras, espías profesionales y escuelas de espionaje, escrituras en código, creadores de códigos y descifradores de códigos. Tienes que admitir que debido a un fracaso arquitectónico el mundo devino, de repente, un lugar mucho más interesante.
De hecho, emerge algo novedoso y refrescante en el despertar de esta crisis: un modo de expresión que era todo matiz, ironía y subversión, que revelaba un modo de pensar escéptico, provisional y, sobre todo, humilde. De hecho, así es como las humanidades nacieron: como consecuencias de Babel. Antes no las necesitábamos. La comunicación entre humanos nunca es simple, y nos hacían falta las humanidades para hacerla más compleja, más matizada, más fecunda. Esto es lo que tal vez nos salve a largo plazo, pues la mente humana prospera, no en la monotonía computacional, sino en la ambigüedad y la equivocación, en el doble sentido y el sofisma, en los disparates y bochornos, en los errores y los malentendidos, continuamente somos presas de ellos, y luego de los dolorosos esfuerzos que hacemos para corregirlos.
El colapso de Babel fue, por tanto, una verdadera bendición. Por ello considero la multiplicación de las lenguas de las que el mito nos habla como el premio con el que Dios recompensó a los humanos por su osadía, y para nada un castigo.
*Cóstica Bradatan, In Praise of Failure: Four Lessons in Humility. La traducción al español será publicada el año próximo por ANAGRAMA Argentina.
**Costica Bradatan y Robert Zaretsky, “The Idea of Europe”, Los Angeles Review of Books, 12 de agosto del 2015.
***Costica Bradatan, “Nacer de Nuevo en una segunda lengua”, Revista Crítica de la BUAP, no 156, Oct-nov. de 2013.