En marzo hubo una reunión en Blagoevo. Enviarían unas piezas por tren desde Moscú, pero lo mejor era que no viajaran solas. Varias veces los vagones habían llegado vacíos. Los robos eran frecuentes en las vías ferroviarias siberianas. El tren iba tan despacio en algunos tramos que no resultaba difícil subirse. Y en los cruces, en los que los trenes de carga debían esperar por horas cualquiera podía husmear en unos vagones sin acompañante.
Tenía sentido que el traductor acompañara las piezas. La ventaja era pasar una noche en Moscú. La desventaja, el viaje de regreso en un tren de carga.
Había un historiador en Koslan que también necesitaba viajar a Moscú. A través de la Komsomol el museo donde trabajaba el hombre hizo un trato con la empresa forestal cubana: Román saldría de Blagoevo hasta Koslan, lo recogería, y luego irían juntos hasta Moscú. El carro lo pondría el museo. Román haría de chofer, ya que el otro no sabía manejar. Sería la primera vez que conduciría en la Unión Soviética.
Se llevó un vasto mapa de la Unión Soviética, blando e hinchado por la manipulación, doblado hasta convertirse en un falso folleto, con rajaduras parciales en forma de cuadrícula. No tendría que pasar por Siktivkar. Cortaría camino yendo hacia el sur, hasta llegar a Lena, y luego tendría que seguir una carretera que bordeaba el río Vichegda hasta encontrar Koriazhma al oeste, y luego Kotlas, y seguir hacia el sur bordeando otro río (en el mapa siberiano quedaba claro que la civilización había dependido de los ríos) hasta Vologda, donde se suponía que pasaría la noche. El trayecto de Vologda a Moscú no tendría pérdida, porque bastaría seguir la autopista M8, que estaba marcada en el mapa con tinta azul. El problema era llegar a Vologda.
Salió de Blagoevo a las ocho de la mañana. Los otros lo despidieron como a un hombre afortunado. Recogió al historiador en Koslan. Le dijo que se llamaba Milo. Tendría no más de veinticinco años: se habría acabado de graduar. Era delgado, lampiño, de baja estatura, y tenía pelo rubio y largo. No había visto a nadie en Komi tan bien vestido. Llevaba una bufanda y unos audífonos TDS 1, por los que escuchaba la música de un pequeño reproductor portátil, del que extraía de vez en cuando un casete de música para insertar otro. El muchacho se había sentado en el asiento trasero, y no había dicho una sola palabra. Román tenía la impresión de haberse convertido en el chofer privado de un niño burgués.
El termómetro en Blagoevo había marcado menos diez grados de temperatura. El Niva rojo había ido hacia el sur por una carretera que al principio se pegaba al río Vashka, y que luego se separaba lentamente hasta perderse en el bosque. El asfalto estaba cubierto por escarcha, y las ventanillas del carro tendían a nublarse por la diferencia de temperatura entre el interior y el exterior. Román había prendido las luces delanteras. Solo se veían los próximos diez o quince metros, a causa de una neblina blanca que salía del suelo, que parecía la respiración de la tierra. Cuando bajaran las temperaturas, la niebla fabricaría telarañas de hielo entre las ramas de los árboles.
Román llevaba un sobretodo gastado que le había prestado Peter, y unos guantes medio rotos que le hacían difícil maniobrar con el timón. Una barba ermitaña le ocultaba el rostro, y toda la carga expresiva caían en unos ojos profundos, enrojecidos, perennemente serios. Román había cambiado mucho en dos meses. Parecía que tenía cuarenta años, no treinta. ¿El historiador de la Komsomol le tendría miedo? Le preguntó qué música estaba escuchando. Milo contestó que escuchaba un álbum de Alisa, y sonrió incómodamente, como si supiera de antemano que Román no tenía idea de lo que estaba hablando, y como si su amabilidad (la de ambos) fuera a todas luces inútil. ¿Es una banda? Sí. ¿Qué tipo de banda? Es una banda de rock, contestó Milo, con timidez. ¿Acaso el muchachuelo suponía que él odiaba el rock? ¿Acaso suponía que él era de la generación de sus padres? Me gusta el rock, dijo Román. A mí también, contestó el muchacho, afirmando involuntariamente con la cabeza.
Almorzaron en una cafetería en Kotlas. La cafetería tenía las paredes mal pintadas y había un olor desagradable. El muchacho apenas comió. Preguntó al dependiente si por allí cerca había alguna máquina dispensadora de Pepsi, y el hombre le respondió que no. ¿En la Unión Soviética venden Pepsi?, le preguntó Román. Sí, contestó, desde hace unos años. Vale cuarenta y cinco kopeks. ¿Has estado antes en Moscú?, le preguntó a Román. Sí, pero no por mucho tiempo. Nunca he podido caminar con libertad, nunca como un turista, si me entiendes. ¿Esta vez podrás? No, creo que esta vez tampoco. Quizás nunca lo haga, uno nunca sabe. ¿Me das algún consejo? Compra carne, azúcar y queso, dijo Milo. En Moscú esos productos no necesitan cupones de racionamiento. En otras ciudades sí, como sabrás.
A las cinco de la tarde ya el sol comenzaba a morir en el horizonte. En el extremo contrario del horizonte un azul caníbal borraba el mundo. El bosque se oscurecía hasta desaparecer, y solo comenzaban a notarse las formas que los focos delanteros del automóvil sorprendían en la carretera. Román tenía miedo de que algún animal se les atravesara. Pablo le había dicho que en invierno no se podía frenar bruscamente: había que ir desacelerando hasta que el Niva prácticamente frenara solo. Milo parecía asustado. Román no podía demostrar que él también sentía miedo. Habían dejado atrás Kotlas hacía horas, y tenía la impresión de haberse perdido. Quería detenerse y revisar el mapa, pero no quería que el muchacho lo viera revisar el mapa.
¿Eres leñador, entonces?, le preguntó Milo. No, soy traductor, aunque a veces también tengo que hacer trabajo de leñador. ¿Eres cubano? Sí, ¿se me nota? Se nota que no eres soviético, solo eso. Los de la Komsomol me dijeron que el chofer que me llevaría a Moscú era cubano. ¿Así que ya me consideran chofer? Disculpa, dijo Milo, eres traductor, lo sé. No me molestaría ser chofer, dijo Román como si tratara de disculparse, ser chofer está bien. ¡Claro!, no he dicho lo contrario, rectificó Milo, con visible vergüenza. ¿Tú eres de la Komsomol?, le preguntó Román. Sí. No soy un dirigente, ni nada, pero ayuda en estos casos… ¿Estos casos? Sí, consigue transporte y hospedaje, cuando un tema le interesa. ¿Tú eres historiador, no? Sí. ¿Qué estabas estudiando en Koslan? No estaba estudiando nada, en realidad, sino haciendo unos preparativos para una ceremonia en Yortom. En noviembre de este año se ha decidido celebrar el quinientos aniversario de la fundación de la aldea. ¿Yortom?, preguntó Román. Yortom es una pequeña aldea komi de quinientos habitantes al norte de Blagoevo. Koslan, donde me quedé, tiene cuatrocientos años. De hecho, el museo de Koslan lo inauguraron el año pasado, por el cuatrocientos aniversario de su fundación.
Román miraba hacia adelante, pero de vez en cuanto veía al muchacho por el espejo. Nosotros tenemos una Komsomol en Cuba, dijo Román, se llama UJC. También tenemos un Partido Comunista, y un Sóviet, al que llamamos Poder Popular. A mí me movilizaron a esta tarea por la UJC y por el Partido. ¿A cuál tarea?, le preguntó Milo. Venir a Komi, dijo, traducir y demás… creo que estoy un poco arrepentido. No sé qué estamos haciendo los cubanos aquí. La naturaleza es preciosa, pero el trabajo es duro, demasiado duro. A veces solo quiero… estar en una casa, en una verdadera casa. Yo era un muchacho como tú hace un par de meses. No tenía idea de lo que estaba haciendo cuando dije que sí. Lo siento, contestó Milo mientras se rascaba la nuca. El muchacho daba la impresión de haberlo dicho con franqueza.
Ya era de noche, y el frío empezaba a penetrar en los huesos. No había ninguna ciudad cerca. Román quería revisar el mapa. Si tan solo el muchacho se durmiera, pensó. ¿Y qué harán en la ceremonia en noviembre?, preguntó Román. El muchacho sonrió, el tema al parecer le interesaba. Hace una década, mientras se le hacían remodelaciones al teatro de Yortom, que había sido una iglesia durante el zarismo, se encontró un cofre cerrado con unas instrucciones muy precisas, dijo. Las instrucciones dicen que el cofre no debe ser abierto hasta noviembre de 1986. Supuestamente el cofre tiene quinientos años de antigüedad, y contiene un mensaje escrito para el futuro. En la ceremonia se abrirá el cofre y se leerá el mensaje. ¿No tienen idea de qué dice el mensaje? No, contestó Milo, pero sospechamos que se trata de algún documento que hable de la fundación de la aldea.
Al cabo de un rato el muchacho se volvió a poner los audífonos y se quedó dormido. Román aprovechó para revisar el mapa. Ya tenían que haber llegado a Vologda. Eran las siete de la noche. A esa hora se suponía que estuvieran descansando en una cama en un cuarto caliente para levantarse temprano y continuar el viaje. Varios escenarios pasaron por su cabeza. Si no encontraban Vologda, o cualquier otra ciudad, tendrían que detener el automóvil y hacer un fuego junto a la carretera, y dejar encendido el automóvil para que el motor no se congelara. ¿Habría menos quince grados afuera? ¿Menos veinte? Si una nevada los sorprendía a mitad de viaje y bloqueaba el camino no habría escape. No había cabañas ni edificios cerca, no tenían teléfonos públicos a mano, nadie sabía exactamente dónde estaban. La sensación de estar solos en una oscuridad helada e infinita era espantosa.
En las últimas dos horas la carretera se había cruzado tres veces con vías ferroviarias. Miró de nuevo el mapa. Buscó varias rutas posibles en las que podría encontrarse. Las vías ferroviarias y los ríos no lo ayudaban mucho: se ramificaban por toda el área que se encontraba entre Kotlas y Vologda. Sospechaba que había girado hacia el lado equivocado en Velikii Ustiug. En vez de estar yendo hacia el oeste tal vez estuviera yendo hacia el sur. Recordó que había puesto la brújula en la guantera, junto al botiquín de emergencias. En efecto, estaba conduciendo hacia el sur. Detuvo el automóvil. Le quedaban dos opciones: regresar a Velikii Ustiug por donde mismo había llegado y entonces conducir hasta Vologda, o tratar de cortar camino para llegar a Vologda antes, y poder dormir unas horas. Debía decidir con urgencia. El motor ronroneaba. No se veía absolutamente nada afuera. El frío de la noche tejía escarcha en la carretera, volviéndola más resbaladiza y peligrosa.
¿Dónde estamos?, preguntó Milo espabilándose. No estoy seguro, contestó Román. Creo que me equivoqué de camino, pero estoy averiguando cómo llegar a Vologda. ¿Nos perdimos? No, no nos perdimos. ¡Sí, nos perdimos! ¡Dijiste que no estabas seguro de dónde estábamos! Quise decir que no estaba seguro del lugar exacto, pero sé que fuimos al sur en vez de ir al oeste. No desviamos cuatrocientos kilómetros, aproximadamente, teniendo en cuenta el tiempo que ha pasado desde que dejamos Velikii Ustiug atrás. ¡Cuatrocientos kilómetros! Cuatrocientos kilómetros no es tanto: a una velocidad de cien kilómetros por hora son cuatro horas de viaje. ¿Has conducido antes en la Unión Soviética? Muy pocas veces. ¡Muy pocas veces o ninguna! Necesito que te calmes, contestó de forma autoritaria Román. Milo hizo silencio. El motor del automóvil seguía sonando. Te doy dos opciones: o regresamos a Velikii Ustiug o cortamos camino para llegar cuanto antes a Vologda. ¿Pero has conducido por aquí antes? No. ¡Entonces ni pensarlo! ¡Regresemos a Velikii Ustiug! ¡Pasemos la noche ahí! Traigo bastante dinero, toquemos varias puertas y pidamos que nos dejen quedarnos. Si vamos a pasar la noche en algún sitio mejor seguir manejando y detenernos en el primer pueblo o aldea que veamos, propuso Román. Está bien, hagamos eso, dijo el muchacho.
Al cabo de los minutos algunas luces amarillas empezaron a aparecer a lo lejos. Pasaron por al lado de una casa que estaba a unos metros de la carretera. Román dio marcha atrás. Dejó el Niva encendido y tocó a la puerta. Se demoraron en contestar. La voz de un hombre viejo del otro lado preguntó quién era. Estoy perdido y estoy buscando cómo llegar a Moscú, contestó Román. Sigue recto por esta carretera y llegarás a Kostromá. A setenta kilómetros de Kostromá está Yaroslavl: por ahí pasa la M8, que lleva directo a Moscú. ¿Conoce algún sitio donde pueda pasar la noche en Kostromá o en Yaroslavl? No, y le pido por favor que se vaya, justo ahora iba a dormir.
Román entró al automóvil y revisó el mapa. Ya no iremos a Vologda, le dijo a Milo. Estamos cerca de Yaroslavl, mucho más al sur de lo que imaginé. Pasemos la noche ahí. Si salimos al amanecer a las diez de la mañana ya estaremos en Moscú. Milo confirmó con la cabeza. Se encontraba desesperado por terminar el viaje cuanto antes.
Sorprendentemente a las nueve de la noche, después de todo un día en la carretera, Román no sentía el menor deseo de dormir. Tal vez el susto lo hubiera dejado en un estado de alerta. Comieron unas galletas saladas para calmar el estómago. A las diez llegaron a Yaroslavl. Román vio una cafetería que parecía abierta en el centro de la ciudad, al lado de la cual había una máquina de Pepsi. Despertó a Milo. Te tengo una sorpresa, le dijo.
Cerraron el automóvil y entraron. Sintieron un alivio extraordinario al comprobar que la cafetería tenía calefacción. Milo no parecía particularmente agradecido, a pesar de que había abierto su botella de Pepsi con una codicia infantil. Preguntaron dónde podían pasar la noche y a qué precio. La dependienta era una mujer delgada, que hablaba semidormida. Les indicó un par de opciones que parecían impagables (y en cierto sentido ella sabía que lo eran, al menos para ellos, y había querido dejarlo claro). Ya vamos a cerrar, les advirtió. No había ningún otro cliente. Román le alcanzó un termo a la dependienta y le pidió que se lo llenara de café. Era un termo viejo. El plástico verde pastel de la tapa del termo (que también funcionaba como jarra) estaba gastado, hasta el punto de volverse áspero.
Vamos directo a Moscú, dijo Román. No vamos a pagar una fortuna por acostarnos cuatro horas en una cama. ¿Directo? ¿Quieres decir no pasar la noche en Yaroslavl? No hace tanto frío como esperaba, contestó Román, y no tengo sueño. Podemos estar allá en dos horas o menos. Me da igual, dijo Milo, estrujándose los ojos. Fueron los dos al baño de la cafetería. Tuvieron que sobornar a la empleada para que los dejara pasar.
El mapa de Yaroslavl se parecía al de Moscú: ambas ciudades estaban constituidas por una serie de anillos concéntricos, el último de los cuales se conectaba con la autopista.
Román se quedó sorprendido al ver que no era el único noctámbulo. En la autopista M8 se movían armónicamente (en direcciones opuestas) las luces amarillas y rojas de vehículos diminutos e inalcanzables. La colosal autopista partía en dos el horizonte custodiada por las luminarias, que parecían un incendio geométrico. En el horizonte se insinuaba un amanecer que no era tal: eran las luces de Moscú.
Bebió un sorbo de café. Milo se había quedado dormido de nuevo con los audífonos puestos. Se escuchaba el sonido inútil de la música de los audífonos. Román olvidó por un instante el frío y el hambre y se sintió parte de algo misterioso que lo superaba. Se trataba de una sensación nocturna y citadina que solo había experimentado antes la primera vez que había viajado a La Habana. Entre los interminables carriles de aquella autopista ahora La Habana se le volvía pequeña. En el horizonte comenzaban a desbordarse las constelaciones amarillas de los suburbios. Y la megalópolis a lo lejos crecía y crecía como si intentara abarcar toda la tierra. Ocho millones de habitantes, es decir, más de cuatro veces la población de La Habana. Prácticamente la población de Cuba.
A las doce de la noche entró por el norte al anillo exterior de Moscú. Bebió otro sorbo de café y despertó a Milo. ¿Dónde te dejo?, le preguntó. Milo le dio indicaciones de cómo llegar a cierto sitio. Entraron a un suburbio residencial. Las tiendas, las cafeterías y los bares habían cerrado. No encontró a casi nadie en la calle, y sólo unas pocas ventanas seguían iluminadas. Adivinó que no eran las ventanas de la sala, ni de la cocina, sino las de algunos cuartos. Las barredoras de nieve despejaban las calles a esa hora. Parecían reses noctámbulas de metal. En los jardines quedaba una delgada capa blanca. En un jardín vio un pequeño muñeco de nieve. Román pensó que le habría gustado haber crecido en un suburbio como aquel. Milo le pidió que se detuviera. Abrió el maletero y agarró su maleta. ¿Vas a la casa de tus padres?, preguntó Román. No. Román se despidió, pero no hubo respuesta.
Permaneció unos segundos más con el automóvil detenido. Milo tocó el timbre de una casa de madera de dos pisos. Esperó afuera un rato y volvió a tocar. Esta vez se encendió la luz de un cuarto, un rectángulo naranja por cuyo cristal se asomó después una cabeza curiosa. La persona comprendió de repente quién estaba tocando a esa hora. Bruscamente desapareció, y se escucharon unos pasos rápidos en los peldaños (presumiblemente alfombrados) de una escalera de madera. ¿Román podía escuchar el sonido o sólo se lo imaginaba? Abrió la puerta una muchacha joven y hermosa, de dieciocho o diecinueve años, que estaba en ropa de dormir y que apenas le había dado tiempo de ponerse un abrigo. La muchacha abrazó de inmediato al enclenque y le dio varios besos en los labios, rodeando su cuello con ambos brazos, y prácticamente obligándolo a cargarla. ¡Viniste antes!, dijo la muchacha. Ha sido el peor viaje de mi vida, le dijo él sonriendo. Milo sacó un objeto de su bolsillo y se lo mostró. Ella empezó a reír frenéticamente. ¡No puede ser!, dijo. ¡Después de todo lo encontraste!
Dos personas más salieron, quizás los padres de la muchacha. Saludaron a Milo y le hicieron un gesto para que entrara a la casa. Miraron con sospecha el Niva rojo que todavía estaba parqueado frente a su casa.
Román se marchó. Se sentía un poco triste, pero el sueño era más fuerte que su tristeza. En un papel tenía anotada la dirección de un apartamento en un piso trece de la calle Kosmodemyanskiy, en Koptevo, donde podría dormir.
Antes debía entregar el Niva. El parque de automóviles institucionales no quedaba demasiado lejos del edificio. Podría regresar a pie: hacía frío en Moscú, pero ya estaba endurecido por el frío mortal de Komi. Parqueó en una especie de garaje subterráneo y le dio las llaves al hombre de guardia y caminó hasta el edificio arrastrando la maleta.
En el vestíbulo había una recepcionista dormida. Román explicó que debía llegar al día siguiente, pero que había tomado por accidente un atajo. ¿Qué quieres que haga?, le preguntó abruptamente la mujer. Necesito pasar la noche, contestó Román. Señor, estaba planificado que usted llegara mañana por la tarde, dijo la mujer, no puedo darle el apartamento esta noche. No tengo dónde dormir, he hecho un viaje de mil kilómetros… ¿Y qué usted quiere que yo haga? El apartamento que usted me pide está ocupado por otras personas esta noche. Personas que también han viajado desde muy lejos. ¿Quiere que expulse a estas personas, a pesar de que a diferencia de usted llegaran el día planeado a su destino? No estoy diciendo eso… ¿Y qué está diciendo entonces? Olvídelo… ¿Usted es ciudadano soviético? No entiendo la pregunta. ¿Qué parte de la pregunta no entiende? Se la voy a repetir. ¿Usted es soviético? ¿De dónde viene? Soy cubano. Quizás en Cuba las cosas funcionen de otra manera, dijo la mujer, pero en la Unión Soviética nos ajustamos a planes. No, respondió Román, en Cuba las cosas funcionan de la misma manera que aquí, se lo aseguro.
Regresó al parque de automóviles institucionales. Tendría que dormir en el Niva. En la puerta estaba el mismo hombre de hacía veinte minutos. Disculpe, dijo Román, he tenido un problema. Necesito el Niva de vuelta esta noche. El hombre abrió los ojos y frunció las cejas, sobreactuando un lamento. Román supo que a continuación vendría una escena estomagante. Tengo indicaciones muy estrictas, dijo el hombre, una vez que se entrega un automóvil no puede volver a sacarse. ¡Pero lo necesito!, dijo Román malhumorado. ¡Lo necesito para dormir! Señor, cálmese, entenderá que en mis manos no está prestarle un automóvil para que pase la noche. ¡Yo traje ese automóvil! Es cierto, contestó, pero ese automóvil no es suyo. Es propiedad de la Komsomol. La perestroika está muy preocupada por rectificar precisamente este tipo de problemas: préstamos indebidos y demás. Si mis jefes se enteran de que le di un Niva a un completo extraño que no tenía dónde dormir perderé mi trabajo. No me creerán. Van a pensar que lo alquilé de forma clandestina. Entonces alquílelo, le dijo Román y le enseñó un rollo de rublos. ¿Está usted loco? Guarde eso. No voy a perder mi trabajo. Ahora todo el mundo está siendo vigilado. Ni Galina Brezhnev se salva. Le pido que se vaya antes de que reporte un intento de soborno.
Román contempló dos opciones: ir caminando a la casa en la que había dejado a Milo y pedir dormir unas horas en el sofá o buscar un callejón en el que dormir como un vagabundo. Había altas probabilidades de que los dueños de la casa se negaran a acogerlo, o de que la situación se volviera inimaginablemente incómoda. Daba igual, tenía que intentarlo.
Caminó durante media hora. Estaba extremadamente cansado y los párpados le pesaban. No obstante, había demasiado frío como para que pudiera quedarse a dormir en un callejón sin un pequeño riesgo de que de madrugada bajaran las temperaturas y amaneciera muerto. Las luces de la casa estaban encendidas. Al parecer estaban celebrando. Tocó el timbre. Detuvieron la música, y oyó pasos indecisos y murmullos. Supuso que estaban viendo por la mirilla quién tocaba.
Le abrió el propio Milo. Hola, dijo, ¿qué pasó? No pueden recibirme en el edificio hasta mañana, y no puedo dormir en el Niva, porque ya lo entregué. ¿Me dejarían pasar la noche aquí? Podría dormir en el sofá o en cualquier sitio, y me iría bien temprano. Milo lo habló con los demás. En realidad todos parecían borrachos. Sobre la mesa de madera de la sala había dos botellas vacías de vodka, y varios platos con arabescos rojos y negros en los bordes. Vamos, entra, dijo. No vamos a dejar que te congeles ahí afuera.
Lo subieron a un cuarto pequeño y polvoriento. Tenía calefacción, eso era lo importante. Román apagó la luz, se dejó caer en la cama (la cama tenía puesta una frazada directamente sobre el colchón) y se durmió de inmediato.
Despertó al otro día porque le tocaron a la puerta del cuarto. Se levantó completamente desorientado. Durante varios segundos no supo dónde estaba. Cuando abrió se topó con la muchacha. Vamos a salir de la casa en una hora, dijo. Si quieres puedes darte un baño y desayunar con nosotros.
Román se dio un baño, pero declinó la invitación a desayunar. Le preguntaron si querían que lo adelantaran a algún sitio. Él contestó que a la Plaza Roja, si no les era mucha molestia. Trataría de hacer turismo en las pocas horas que tenía libres en Moscú. Dijo la Plaza Roja porque era el único lugar de Moscú que le había venido a la mente. Los padres de la muchacha parecían amables. Román se preguntó en qué trabajarían. Su nivel de vida era muy distinto del de cualquier familia que hubiera conocido en la Unión Soviética o en Cuba.
El Volga donde lo habían traído se alejó. Román sacó un mapa de Moscú de la maleta, tan deteriorado como el de la Unión Soviética. En un extremo de la Plaza Roja (que al menos a esa hora se encontraba semivacía) estaba la Catedral de San Basilio, y en el otro, en la esquina de la Avenida Marx, la Catedral de Kazán de Moscú. Las murallas rojas del Kremlin intimidaban de una forma singular: no solo en altura, sino en longitud. La torre con el reloj, como sucedía con la mayor parte de la arquitectura imperial rusa, recordaba nuevamente la ilustración de un cuento infantil: los rasgos exagerados, los colores opulentos, el espíritu medievalesco de ensueño.
Visitó los Almacenes GUM, un complejo de varios pisos terminado en una cúpula de acero y cristal, por cuyas galerías de tiendas circulaban manantiales humanos. Había tantas personas que los gruesos abrigos y sobretodos chocaban entre sí: los corredores se sentían como inmensos armarios de ropa. Desde los pisos superiores se veían los sombreros rusos de tres orejas en hombres, mujeres y niños, los ushankas, y los kubankas de piel de zorro negro, que sólo llevaban las mujeres elegantes. A veces alguien tenía que llevar sostenidas las compras sobre la cabeza, porque no había otro espacio, utilizando exactamente los mismos movimientos necesarios para cruzar un río con un niño, teniendo el agua a la altura de la barbilla. Su maleta constituía un estorbo considerable. Román encontró una hermosa fuente en el interior del complejo que estaba rodeada de jóvenes, como si fuera alguna clase de punto de encuentro, y cerca de allí encontró una tiendecilla donde vendían vodka. Compró tres botellas y las metió en la maleta. Peter le había dicho que las necesitaría para sobornar a los obreros de los cruces ferroviarios y no pasar una eternidad en el viaje de regreso.
Siguió caminando por la Avenida Marx hasta la Plaza Lubianka. La nieve de la noche anterior había desaparecido de los techos y los aleros, pero de vez en cuando llovían unos copos de nieve tímidos y fugaces, casi imperceptibles, que eventualmente se convertían en agua. La temperatura oscilaría entre uno y cero grados. Había escuchado que a pesar de que el clima de Moscú era mucho menos frío que el de la Siberia, no se notaba tanto, a causa de la humedad relativa moscovita. Al lado del edificio de la KGB había una tienda gigantesca de seis pisos en la que solo vendían juguetes. Entró al patio interior, que tenía un enorme y hermoso reloj y un techo curvilíneo de cristal. Había una especie de museo del juguete en el que vio algunos de los juguetes soviéticos con los que había crecido en Cuba en los años sesenta. En algunos departamentos ocurrían estampidas de niños rubios de ojos azules, invariablemente cubiertos con ushankas o gorros de lana en terminados en pompón.
Junto a un monasterio vio una iglesia que le recordó a aquella iglesia que había visto en Siktivkar. Las paredes eran de un blanco medieval y moderno a la vez. Moscú tenía infinitas iglesias ortodoxas. Las cúpulas coloridas y pompadourescas sobresalían entre edificios viejos y nuevos, y de alguna extraña forma todo parecía haber sido construido a la vez. Era una sensación que no tenía en ninguna ciudad cubana. Las ciudades cubanas (incluida La Habana) parecían muñecos de trapo, hechos de remedos de otras ciudades. En cambio Moscú (al menos su centro) era indiscutiblemente una ciudad. La tosquedad y el exceso premeditados (compartidos por todas las etapas arquitectónicas: desde los templos ortodoxos hasta los edificios estalinistas) constituían una forma de estilización.
Almorzó en un restaurante de poca monta en una entrecalle. Los manteles estaban manchados, y los vasos eran de un cristal marrón de botella. Desde un teléfono público llamó a la empresa que debía mandar las piezas. Le confirmaron que estaban siendo transportadas a la terminal de ferrocarriles, y que saldrían al día siguiente. Le pidieron que estuviera allí a las siete de la mañana. Lo siento por el incidente de anoche, le dijeron, ya puedes ir al edificio.
Encontró una estación de metro. El metro de Moscú daba la impresión de un palacio invadido por una muchedumbre. De su techo colgaban preciosas lámparas de araña, y estaba construido con mármol rojo y blanco. Román no tenía idea de cómo funcionaba. Preguntó a una anciana que caminaba con un bastón y un pañuelo en la cabeza cómo se pagaba. La anciana siguió caminando, tal vez no lo había escuchado. Luego preguntó a un par de hombres que parecían obreros. Definitivamente ellos sí lo habían escuchado, pero no respondieron. Preguntó entonces a una mujer joven que llevaba una especie de traje de oficina debajo de un grueso sobretodo marrón. La mujer no pareció entender el acento y pidió que le repitiera la pregunta. ¿Cómo se paga el metro?, preguntó Román. La mujer hizo un gesto nervioso como si ya hubiera comprendido la bochornosa situación del hombre ojeroso con la maleta. Con fichas de metro, le contestó y le mostró unas monedas cobrizas que llevaba en un bolsillo del sobretodo. La mujer parecía cansada, pero trataba de ser amable. ¿Hasta qué estación vas? Román contestó, tratando de pronunciar correctamente el nombre en medio del bullicio. Ven conmigo, dijo la mujer, te pagaré el viaje.
Dentro del vagón hacía calor, y varias personas se quitaron las bufandas o las chaquetas. La mujer permaneció cerca de Román, en silencio. Parecía joven, sin embargo poseía el aura sobria que en Cuba había visto en las mujeres de las iglesias protestantes. De cierta forma esta aura la hacía ver encantadora. No entendía cómo, pero era un hecho. Afuera se desplazaban las luces doradas del túnel a una velocidad tal que apenas daba tiempo a percibirlas. La mujer lo miró con una expresión incierta, como si fuera una persona más en el vagón, como si no hubiera hablado con él hacía un par de minutos, y luego lo dejó de mirar, con el mismo desinterés arbitrario con el que lo había mirado. Román conocía un poco cómo funcionaba, por su propia experiencia: cuando quería mirar a alguien que no debía mirar fingía esa misma expresión casual, y luego regresaba la vista al sitio donde había estado antes. Pero también podía ocurrir que la mujer estuviera tan cansada que esa fuera una expresión permanente. Para Román, la situación resultaba extraordinaria, ya que nunca había estado en un metro. Sin embargo para ella ayudar a un extraño en la estación probablemente fuera una situación cotidiana, del mismo modo que en Cuba él podía olvidar en treinta segundos el rostro de la mujer a la que él le había cedido el asiento en el transporte público. Descubrió que tenía miedo de que la mujer se bajara en la próxima estación. Lo alegró un poco darse cuenta, porque hacía demasiados meses que no experimentaba aquella placentera incertidumbre. Se trataba, desde luego, de una fantasía. Él olía mal y tenía un aspecto lamentable. Además, aparentaba ser mayor de lo que era realmente. ¿Podría desde afuera percibir la mujer ante qué persona tan triste se encontraba? ¿Podría percibir incluso el detalle de que era una persona triste que se encontraba momentánea feliz solo por el hecho de verla? Román tuvo la impresión de que otros pasajeros los habían estudiado a ambos preguntándose si tenían algún vínculo. ¿También aquello lo hacía feliz? ¿Imaginar que al menos para alguien en el vagón su fantasía no fuera una fantasía sino una posibilidad?
La mujer se acercó y le dijo que faltaban tres estaciones para llegar a la que él estaba esperando. Lo dijo con el mismo desgano sospechoso con el que lo había mirado hacía un par de minutos. La lengua extranjera hacía que él no pudiera percibir demasiados matices en lo que la gente decía, al menos no como los percibía en los que hablaban en español. Yo me quedo en la próxima estación, añadió la mujer, y lo miró como esperando una rápida respuesta. Estaban a unos centímetros de distancia, y el metro comenzaba a desacelerar, provocando que tuvieran que agarrarse con fuerza para no caer al suelo. Tenía unos segundos para dar la respuesta correcta. ¿Acaso él se lo estaba imaginando todo? ¿Ella estaba pensando lo mismo que él estaba pensando? ¿Se estaba haciendo las mismas preguntas que él se estaba haciendo, en una especie de juego, en un juego que se trataba de decir una cosa sin decirla, de preguntar una cosa sin preguntarla? Ella abrió la boca de manera nerviosa, tratando de hacer parecer accidental lo que no podía ser accidental. ¿Tienes dónde pasar la noche?, le preguntó mirando su maleta. Mirar hacia el suelo la salvaba de la incomodidad de estar haciendo esa pregunta mirándolo de forma directa. Román tenía una última oportunidad de dar la respuesta correcta. No, contestó con timidez. Mi esposo no está en Moscú, dijo la mujer mientras caminaba hacia la puerta más próxima. Puedes quedarte si quieres.
Afuera había anochecido súbitamente. Había nieve en las cornisas y en los techos, pero aquel mundo silvestre se mantenía en la penumbra. Sólo se veía lo que premeditadamente habían querido resaltar las luces eléctricas de la civilización. Un poco de nieve había caído en la acera, y dos niños empezaron una guerra de bolas de nieve, ante la molestia de los transeúntes. Cerca de allí estaba el Edificio Central de Telégrafos. Los focos lo iluminaban desde abajo, dándole una apariencia entre lo sublime y lo malévolo. La mujer vivía en uno de los edificios altos y antiguos de la Calle Gorki. Caminaban sin decir una palabra. Román se sentía ridículo cargando la maleta. Él era la maleta humana de la mujer, por tanto su maleta era la maleta de una maleta.
Antes de entrar en el edificio la mujer miró hacia ambos lados, como previendo que nadie más la observara. Subieron las escaleras. En el agujero de las escaleras había acobijado un vagabundo. No había visto vagabundos en Moscú, dijo Román. Eso es porque la mayoría muere durante el invierno, contestó la mujer. Román pensó que su comentario había sido innecesario. Trató de no volver a pensar en el asunto. Antes de abrir la puerta de su apartamento suspiró y miró a Román. Nunca he hecho esto antes, dijo. ¿Se supone que es así? Román sonrió y afirmó con la cabeza. La verdad él tampoco sabía.
Entraron al apartamento. Ella prendió las luces y la calefacción y se sirvió un trago de vodka en la pequeña cocina. Se bebió el vodka empinando el codo, como un marinero, y luego sonrió de forma nerviosa. Le costaba mantener el contacto visual con él. ¿También necesitas uno?, le preguntó, y él volvió a afirmar con la cabeza. A Román le gustó que la mujer preguntara si también necesitaba uno, en vez de si quería uno. Román bebió usando el mismo gesto heroico, quizás sobreactuándolo un poco. Ella rió, y él también. Empezaba a hacer calor, pero Román tuvo miedo de que si se quitaba el sobretodo ella pensara que estaba apresurando las cosas. ¿Tienes esposa?, le preguntó la mujer. No, contestó. Hubo un silencio relajado. ¿Te recuerdo a alguien?, dijo ella. No, definitivamente no. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Yo te recuerdo a alguien a ti? La mujer no respondió.
Caminaron hasta el cuarto. Se comportaron con torpeza, pero al final ella parecía muy feliz. También era universal la forma en la que las personas parecían felices. Román estaba tirado en la cama, confundido, aunque cautivado. Un edredón le cubría inútilmente los pies. El sudor se le secaba sobre la piel, y comenzaba a sentir frío de nuevo. Disfrutó ver cómo la mujer se vestía: admirar la gracia con la que sincronizaba los movimientos de piernas y brazos, piernas y brazos cuyas medidas ella conocía a la perfección, al punto de saber en qué lugar iban a encajar. Si el antebrazo hubiera sido solo un poco más largo, no habría sido posible cierta maniobra. Los gestos automáticos son los más hermosos de ver, porque sólo ellos pueden ser simultáneamente casuales y perfectos.
Por la ventana de cristal del cuarto se veía la ciudad de noche, interrumpida por los garabatos de una nevada imprevista (los copos de nieve eran blancos de día, pero negros por la noche). La mujer encendió el equipo de música e introdujo un casete probablemente pirata. ¿Has escuchado rock soviético?, le preguntó. Sí, contestó Román. ¿Qué te gusta? Me gusta mucho esta banda… ahora olvidé el nombre… Alisa… ¿Te gusta Alisa?, le dijo la mujer risueña. ¿En serio? ¿Eres esa clase de hombre? ¡Tienes un pésimo gusto! Román se encogió de hombros. Esto que vas a escuchar es la nueva canción de Kino. Salió a principios de año. Es mi canción preferida, aunque sólo la haya escuchado una vez antes. Noche, así se llama. ¿Cómo puede ser tu canción preferida entonces?, preguntó Román. Decidí no volverla a escuchar, a menos que fuera necesario, dijo ella. La única vez que escuchamos realmente una canción es la primera vez, o quizás la segunda, a partir de entonces no podemos escucharla nunca más. Surge una especie de canción impostora: parece la misma, pero en el fondo uno sabe que no es la misma. Cuando tenía tiempo, por este motivo, me veía obligada a estar buscando siempre nueva música. Mi canción preferida siempre era una que todavía no había escuchado. Ahora tengo menos tiempo, y cuando encuentro una canción que me gusta me aseguro de no malgastarla. ¿Por eso me trajiste?, preguntó Román. Ha sido exactamente por eso, dijo la mujer, y comenzó a bailar descuidadamente, en movimientos tímidos que eran como la insinuación de otros movimientos más bruscos. El baile era un baile que nunca terminaba de suceder. La música que sonaba era suave, muy suave, y poseía una mezcla asombrosa de tristeza y de felicidad. En cuanto a mí, siempre he amado las noches, decía la letra. Y es mi problema si amo las noches. Y es mi derecho permanecer en la sombra. La música parecía la expectativa de un instante de éxtasis que no llegaba. ¿Me dejarás escribirte alguna vez? Ella negó con la cabeza, sin dejar de bailar, como si se tratara de un asunto sin importancia.
Él no podía creer que aquella mujer en ropa de dormir, que ahora se burlaba de él y le mostraba música, fuera la mujer lejana que lo había ayudado en el metro hacía unas horas. Lo insólito yacía en que a la mañana siguiente la mujer volvería a ser la anterior, la del metro, cuando ambos bajaran las escaleras. Y después de despedirse volvería ser la de antes de eso incluso, es decir, volvería a ser una desconocida, dejaría de existir para él, desaparecería. Pero ahora le bailaba con una felicidad adolescente, como si hubieran dormido juntos por años como mejores amigos, y no hubiera nada que ocultar. ¿Me trajiste para que te viera bailar, verdad? Soy una mujer tímida, no puedo bailar a menos que alguien me esté viendo. Román se sintió más triste y más solo que nunca, y sin embargo no quería salir de ese estado, deseaba que se prolongara indefinidamente. Deseaba que una parte suya se quedara en aquel cuarto hasta el fin de los tiempos. Sin importar cuán engomada fuera esa idea, se dio cuenta de que era lo que quería, ni más ni menos. No sé cómo voy a vivir el día siguiente, decía la canción justo antes de terminar.
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En la estación de trenes se encontró con un soviético, que le explicó el contenido de las cajas y que lo hizo firmar un par de papeles. La estación estaba repleta de gente. Román preguntó si era normal. Es sábado, le dijo el hombre, la gente viene del campo sábados y domingos para comprar comida en Moscú. Te deseo la mejor suerte en el viaje, añadió mientras le ponía la mano sin guante en el hombro.
Almorzó un sándwich que le había preparado la mujer. Estaba profundamente cansado, pero todavía feliz. Su entorno le parecía irreal. Los cajones de acero de los vagones chocaban con las ramas de los árboles. El suelo bajo sus botas temblaba y chirriaba, y también las paredes, y el techo. Tal vez no haya asaltantes, pensó Román, tal vez el tren sencillamente se vaya desarmando solo por el camino.
Se acurrucó junto a la pequeña ventana, con el abrigo más grueso que había llevado. Podía sentir el frío y la dureza del metal a través de la piel del abrigo. La noche anterior se alejaba. Trató de reconstruirla en su cabeza, escena por escena, para no perderla. El tren salía del bosque y se abrían estepas interminables frente a sus ojos. La palabra estepa en ruso significaba desierto. Arrecifes montañosos cubiertos de nieve se insinuaban a lo lejos, en el borde del mundo, contra los cuales rompían nubes negras que iban más allá del horizonte, como mares y continentes gaseosos, desvinculados de los asuntos de la tierra.
El tren viajaba lento, a Román le parecía que una persona en bicicleta podría alcanzarlo. Cuando se aburría volvía a pensar en la mujer, en los detalles de su cuerpo y de su voz. Después de que terminara la canción de Kino, la mujer había ido por un poco de agua (había puesto un libro debajo del vaso, para que no se manchara la madera, él recordaba aquella acción casual), y se había bañado y había puesto instintivamente el despertador del reloj (un reloj redondo de plástico, con dos campanillas como dos grandes orejas metálicas), y se había acostado. Y él se había quedado viéndola dormir. Ella tenía el cuerpo de una niña grande, y se vestía como una mujer mucho mayor, una persona obligada a madurar rápido por sus circunstancias. ¿Se había casado antes de tiempo? ¿Lo había buscado porque se sentía sola? ¿Qué había querido decir exactamente con aquella frase, que como era una mujer tímida no podía bailar sola?
Cuando los raíles atravesaban alturas se veía desde la ventana la imagen aérea del bosque, que parecía haber sufrido un cataclismo, cientos de miles de árboles deshojados y cubiertos por una escarcha que era como una lepra blanca. En el cielo las nubes negras ensayaban relámpagos que a su vez reproducían la ramificación de los árboles. El sonido llegaba deformado, carcomido por la madera y la piedra enferma. El chirrido del vagón no lo dejaba dormir. Pronto iba a anochecer: tal vez con la oscuridad su mente lograra apagarse. Se frotaba las manos para luchar contra el frío. No quería soñar con nada, quería ese sueño que era como una muerte reversible. Quería estar muerto por unos días hasta que el tren llegara a Udora.
Por la noche despertó porque algo lo mojaba. La oscuridad era absoluta. Escuchó el sonido de la lluvia golpeando el techo del vagón. Se apartó, para huir de la gotera. Aquella constituía la primera lluvia que presenciaba desde enero. El agua estaba helada, quizás a unos pocos grados por encima de la congelación. Los relámpagos mostraban paisajes de pesadilla por milésimas de segundo.
Logró dormir de nuevo, y despertó cuando el tren llegó de madrugada a una estación fantasmal. Tomó sopa en la cafetería de la estación. Por suerte llevaba una jarra metálica en el equipaje (solo despachaban la sopa si la persona llevaba en qué tomarla). De vez en cuando tenía que escupir discretamente fragmentos de huesos que encontraba en la sopa. La cafetería era una especie de comedor obrero maloliente. Las mesas estaban sucias y regadas, y del baño que quedaba al lado salía una laguna pestilente. Sólo había otro cliente, una mujer vestida en harapos que cargaba a un niño pequeño. La mujer tendría treinta y tantos, parecía loca, y miraba paranoicamente a su alrededor como si esperara que alguien fuera a asesinarla. Había un plato vacío cerca de ella. Los dependientes la ignoraban. Román pensó en preguntarle si estaba bien, pero le molestaba la idea de no poder hacer mucho por ella, y que la pregunta constituyera un protocolo gracias al cual se sintiera mejor consigo mismo después. Antes de irse le preguntó al dependiente si ella estaría bien. El dependiente, un hombre repugnante, le sonrió y le preguntó si ella le interesaba, como si le estuviera haciendo una propuesta.
Los días pasaban entre sueños inquietos, vigilia en la que volvía a pensar en la mujer de la Calle Gorki, y en la mujer y el niño de la cafetería (los ojos de la mujer en particular, que le provocaban miedo y lástima), breves conversaciones con otros hombres en las estaciones, paisajes tristes, oscuros y uniformes, sólo interrumpidos por eventuales formaciones geológicas, minas y ciudades industriales que vertían terribles cantidades de hollín al aire. Jamás había visto algo semejante: chimeneas que se alzaban como rascacielos. Las nubes que veía elevarse hasta la estratósfera salían de las chimeneas como monstruosos genios de lámparas árabes, y en la punta de las chimeneas había en ocasiones llamas colosales, como faros.
En los cruces el tren de carga podía esperar durante horas hasta que pasaran los trenes de pasajeros. Decidió hacer lo que le había sugerido Peter, y sobornar a los operarios con vodka. Casualmente se ponía a fumar junto a ellos, les sacaba conversación y le regalaba una botella a cada uno. Luego se quejaba del tiempo que llevaba en aquel vagón, y les preguntaba si había algo que ellos pudieran hacer. Siempre accedían. Uno de los operarios, no obstante, le dijo que no acostumbraba a saltarse las reglas, porque hacía unos años había ocurrido un accidente terrible. Un amigo que estuvo allí me dijo que nunca en su vida había visto tanta sangre, le comentó el hombre. Gracias por el vodka, es una manera de no congelarse aquí. Todos somos como tú, ¿sabes? Todos estamos tratando de sobrellevar lo insufrible.
No consiguió bañarse, y sentía mucha hambre, y a medida que el tren avanzaba hacia el norte el frío empeoraba. Había dejado de preguntar por cuál pueblo iban: era mejor no saber. Ya las luces de Moscú estaban muy lejos, y el recuerdo de la mujer de la Calle Gorki comenzaba a perderse. Y en su destino, de cualquier forma, tampoco habría una cama cómoda, tendría que volver a cargar troncos en la nieve. Su único momento de auténtica recuperación sería en la casa de Peter, pero ahora difícilmente iban a darle días libres.
A los ojos de muchos cubanos, él había pasado unas vacaciones espléndidas en Moscú, mientras ellos hacían el trabajo duro. Cuando Pablo salía del campamento por algún motivo eso era lo que se comentaba.
Se preguntó cómo estaría su hermano. Lo imaginó sudando en una llanura naranja a mediodía. El uniforme desabrochado, la cantimplora vacía, los pies repletos de yagas. Pero no imaginó a su hermano con miedo.
* Fragmento de la novela inédita Yortom. Yortom guarda múltiples deudas. Con Alisa y Sergey, para empezar, que me han ayudado comprobando información. Pero sobre todo con Los tesoros de la nieve (2012), cuyo testimonio fue recogido por Eduardo B. Pedraza González.