El arte de la amistad

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Ignacio bosteza mientras el botín se pudre a sus pies. Sus pies calzados en zapatos de distinto par. Ambos sin agujetas. En el caso del pie derecho prácticamente también sin suela. Interrumpe el bostezo ya que reconoce un rayo de sol que antes no estaba ahí, asestándole justo entre los ojos. Juega con la mancha del encandilado. Siempre le ha parecido que esas manchas danzantes e imprecisas que aparecen cuando cierra los ojos luego de ver luz, son dios. El dios que vive adentro suyo. Ignacio jura que todos tenemos adentro un dios dormido. Gruñe. No le hace nada de gracia que se esté metiendo el sol a su covacha. Va a tener que parchar el agujero en la lona. Va tener que buscar en el botín algo con qué parchar el agujero en la lona. Se vienen las lluvias y detesta dormir mojado. Aunque a veces no hay de otra. A veces el viento se lleva consigo los techos sin importar si son de plástico, cartón, hule o tablas de madera apolillada. Se los lleva volando y las casas de campaña de los pepenadores parecen aves monstruosas en medio de la tormenta. Ocurre todo el tiempo. Ignacio ha visto cómo algunos colegas se quedan sin cubierta y tienen que pasar la noche a la intemperie envolviendo con el cuerpo a sus críos. Él no tiene hijos a quiénes proteger. Acaso su pequeña libreta de anotaciones, pero esa siempre está bien resguardada debajo de su sobaco. Esa mentada libreta de anotaciones que apenas ayer lo metió en menudo lío. Vuelve a bostezar. O más bien a fingir bostezo porque no tiene sueño ni pereza ni aburrimiento.

¡Menudo lío en el que te metiste, Ignacio! ¿Tú?, ¿poeta? Sí, cómo no.

Pero ni modo que les dijera a los muchachos del camión doce que no, que no podía ayudarles. Si ya les había ayudado a los del cuatro. Y ahora los del cuatro hasta le dan preferencia. En la mañana cuando vinieron a descargar le dijeron que la frase había quedado chingoncísima, que estaban muy contentos. Y luego le regalaron unas revistas que habían separado para él. Revistas sin encueradas. ¡Vaya! Revistas sin fotos, de esas que sólo tienen letras. También le regalaron un bolígrafo chamuscado que aún sirve. Aunque aquí todo sirve. Todo suma. Aparecieron con obsequios los muchachos del camión cuatro. ¿Qué es eso en el rostro de Ignacio? Eso que destaca entre tanto sudor cochino, grasa y arrugas de ruco. Ah… es una sonrisa. Está contento Ignacio. Ahora tiene amigos que le reservan revistas, ya no se siente tan abandonado. Ignacio ha escuchado que cuando dos hombres son amigos se vuelven uña y mugre. Observa sus manos adornadas con cicatrices, observa sus dedos acostumbrados al filo de las agujas o el vidrio, por último observa sus uñas mordisqueadas y llenas de suciedad.

¿Uña y mugre? ¿Qué tiene eso que ver con la amistad?

La mera verdad todo fue un malentendido. Lo que pasa es que la gente siempre lo ve sentado en su cubeta ahí a lo alto del vertedero, con la libreta en la mano y entre todos se hicieron ideas falsas. No tardaron en preguntarle como queriendo molestar: “Uy, licenciado Ignacio… ¿cómo van esos poemas?”. Y así entre burla y burla acabó convirtiéndose en el filósofo del basurero, el poeta del basurero. Pero él sabe que lo que anota no son poemas, no son nada. ¿Qué son? Nada de nada. Ni siquiera está seguro de saber qué carajos es un poema. La cosa está en que la semana pasada los del camión número cuatro vinieron y le dijeron que necesitaban de su ayuda. “Escríbase algo así perrón para pintarlo en las salpicaderas, don”. Y él les pidió una noche para inspirarse y al siguiente día les dijo que ya estaba. “Pónganle: el arte de la amistad”, dijo. Al principio no les gustó mucho a los de anaranjado. O no pusieron cara de que les gustara mucho. Pero de todas formas lo mandaron pintar. Y ahora son los meros meros del basural, con su arte de la amistad escrito todo en mayúsculas color amarillo piolín y entre estampas del rebaño sagrado y la guadalupana. Todo muy bonito.

Pero anoche vinieron los del camión doce. Muy formales y seriecitos. Hasta se quitaron las cachuchas y los paliacates y, hablando todos al mismo tiempo, le dijeron a Ignacio: “oiga, poeta… no nos ayuda a escribirle algo a nuestro camión también”. “Lo que se le ocurra”, “algo que haga que las muchachas nos quieran prestar las nalgas cuando lo lean”, “algo como: los consentidos de Chuchito”, “algo que le ponga la piel de gallina a los de los demás camiones”. Y a Ignacio se le puso, precisamente, la piel de gallina al escuchar que le llamaban poeta con respeto. Como si de veras. Dijo que no había problema alguno, que al día siguiente en la mañanita les dictaba la frase y no sólo eso, dijo que sería sin duda su mejor frase.

Pero no se le ocurre nada.

Lleva toda la mañana pensando y pensando. Ahí desde su cuchitril alcanza a observar el tiradero en su totalidad. Escarba cada detalle buscando algo que lo inspire. Busca, entre la basura, la mejor frase del mundo. Al mismo tiempo desgarra con las manos las bolsas negras que contienen el botín que recaudó en doce viajes tempraneros a las montañas de inmundicia. El rayo de sol ya no le da en el rostro. Separa la basura con la ayuda de un palo de escoba. Botellas de plástico a un lado y latas de atún o de refresco del otro. También busca pedazos de hule con qué tapar los agujeros en su lona. ¡A quién quiere engañar! No consigue concentrarse en su labor. En su cabeza sólo hay lugar para una cosa: la frase que necesita inventar para engalanar el camión número doce. Levanta la mirada. Lo primero que le viene a la mente es: el arte de la amistad.

No. Esa ya no puede ser, burro.

Hasta poco después de mediodía siguen llegando vehículos repletos de botín. Ni siquiera terminan los camiones de descargar cuando los más diestros ya están acaparando la basura para sus arcas. Por un momento sólo se observan los sacos de los pepenadores abultándose en medio de una nata de polvo. Cierta ocasión una mujer encontró un bolso con dos mil pesos. Dicen que un anciano encontró una bolsa con trece mil pesos, pero eso no le consta a nadie. Una vez un niño encontró una perinola gigante. Ignacio una vez encontró una libreta con la mitad de las hojas en blanco. Una vez había una granada entre la basura y, al momento que alguien la pinchó, explotó, asesinando a varios con todo y pulgas. Una vez alguien encontró un dedo, la lógica dictaba que los otros cuatro dedos andaban también por ahí y quizá en alguno habría un valioso anillo. Fue un buen martes.

Lo que es un hecho es que desde que en las ciudades inventaron la tarugada esa de separar basura, a los pepenadores les llega la bazofia de la bazofia. Hace mucho no aparece de repente una manzana aún roja o un calcetín huérfano o un vaso útil.

¿Separar la basura? Pero si el destino de la basura es estar junta…

Día tras día acuden al festín barrenderos, tamboreros, burreros, carretoneros y pepenadores, niños, campesinos, inválidos, exconvictos, ancianos, perros sin nombre y moscas. Ese día Ignacio corrió con cierta suerte. Recogió desde temprano, y sin necesidad de disputa, el número de latas requeridas para que el cacique le pague los pesos diarios y le permita dormir en el predio. Ahora podrá dedicarse el resto del día a apretar los dientes solicitando a su cerebro un poco de ingenio, tratando de despertar al dios que habita en él cuando cierra los ojos. El último camión llega a las dos de la tarde. A esa hora se les permite a los pepenadores no agremiados saltar las rejas que limitan al vertedero. El tapiz de desperdicios se llena de familias desesperadas, ancianos, negros de polvo, vagabundos, ebrios que chupan piedras y niños salvajes que ladran en vez de hablar. Lo mejor es apartarse y dejarlos ser, dejarlos trabajar. Hay una niña mongólica que a veces aparece gimiendo explicaciones. Ella no consigue entender por qué el vientre se le ha hinchado tanto últimamente, no se explica por qué siente que algo adentro de ella se menea inquieto.

¿Qué puede ser, caray? ¿Qué frase ponerle al camión doce?

Ignacio observa el mundo tratando de traducirlo en palabras. Hace no mucho tiempo vinieron unos de la tele a tomar fotografías y entrevistar a los pepenadores. Muchos prefirieron no participar. Otros hasta posaban y se embarraban la cara de más, compitiendo por ver quién lucía más desdichado. Nadie trabajó ese día y aunque en la noche se escuchaban los gemidos de hambre encima del concierto de grillos, los pepenadores estaban contentos. Cuando se acercaron a la covacha de Ignacio para entrevistarlo él les dio la bienvenida, pero apenas notó que la cámara apuntaba hacia él, se quedó callado. El susto le cogió la lengua. Olvidó todas las palabras que conocía. El vacío se ensañó con su mente. Los periodistas le dijeron que no había problema, le obsequiaron una gorra y siguieron su camino. Idéntico siente ahorita. No se le ocurre nada. Como si el cerebro se le volviera de jerga. Saca su libreta, la abre al azar y ahí se encuentran las planas y planas de diferentes letras hechas por quién sabe qué niño. Todo el abecedario ensayado una y otra vez. Esa no es poesía. No es nada. Cuando encontró la libreta ya venía con esos ejercicios, él los continuó nomás porque sí. Para ejercitar su muñeca. Hace mucho de eso. ¡Y ahora tiene que hacer poemas! Pasa las páginas hasta toparse con una hoja en blanco. Saca la pluma chamuscada que le obsequiaron sus nuevos amigos. Nada se le ocurre. Los últimos rayos del sol provocan los últimos brillos en la piel de la basura. Las siluetas de los pepenadores se recortan en el paisaje. Un niño en la cúspide de un cerro de bolsas mea hacia abajo. Un perro compite con una ancianita por algo que se encontraron seguramente al mismo tiempo. A lo lejos alguien encuentra una jaula de pájaros, la usa de corona. Concentrados en su inútil buscar, los invasores regresan a sus cavernas afuera del tiradero. Anochece de golpe.

Tener que estar pensando todo el día. Hazme el chingado favor. ¿Tú pensar?

Mañana que las alimenten con más basura, las cordilleras del vertedero lucirán distintas. Ignacio no consigue dormir. Se ha quedado sin fantasía. Sentado de rodillas escucha los murmullos de los demás pepenadores orando. Agradecen a dios padre porque no llovió. Un hombre llora a lo lejos. Dos gatos hacen el amor. Hay concierto de grillos. Ignacio observa la luna. Cuando era un niño pensaba que la luna era un monstruo. Repasa con ansiedad los tramos que conformaron su infancia. A ver si en algún buen recuerdo consigue hallar la inspiración añorada. Nada. Desde que tiene uso de razón ha vivido entre basura. Siempre la misma cochinada. A lo lejos se observan, titilantes, las luces de las ciudades. Algo le pica una pierna. Es una racimo de uvas. O más bien la pura ramita ya sin uvas, torcida y cadavérica. Ignacio la observa con enloquecedora dulzura, girándola con ayuda de sus dedos. La coloca en su bolsillo y se suministra un par de fuertes cachetadas.

Concéntrate, Ignacio. No sabes distinguir entre una letra erre y una ene mayúscula y ya quieres escribir frases que enchinen el cuero. Menudo lío. ¿Qué frase puede ser? ¿Y si sólo dice algo como: “camión número doce”? Va a estar duro que se te ocurra algo. Tiene que ser algo fregoncísimo. El arte de la amistad es bien buena frase. O ni tanto, la verdad. ¿Tú qué vas a saber de esas cosas? Sólo tuviste suerte, más bien. Igualito te pasó cuando vinieron los de la tele. Andabas muy salsa y a la mera hora nada, sin palabras. El arte de la amistad. ¿Qué chingados quiere decir eso? Tú lo único que deseas es que los recolectores te acepten poquito, que te quieran. Como uña y mugre. Que te respeten porque se te ocurren frases chingoncísimas para ponerle a los camiones. Vienen y te dicen poeta. Pues obvio sentiste bonito. Pero tú no naciste para eso, Ignacio. Para pepenar, en cambio… ¡Qué bueno que no llovió! Por estar pensando y pensando se te olvidó parchar la lona. Ya mañana. Ganas no te sobran de pedirle a dios que te mande la inspiración, que te dicte la frase ganadora por medio de uno de sus ángeles. Qué tarugadas piensas, Ignacio. Diles que le pongan el arte de la amistad 2. O mejor aún: el nuevo arte de la amistad. No suena mal. Me gusta. No suena mal. ¿Querrán más opciones? ¿No habrá algo con eso de uña y mugre? El arte de la amistad. ¿Cómo le hiciste para que se te ocurriera una frase tan tan…? Te quedas sin palabras.

Mañana a primera hora les dirá a los del doce que no se le ocurrió nada, que ha estado muy ocupado, que tiene cosas que hacer, que los agujeros en su lona no se van a tapar por sí solos.

Los mosquitos se apoderan de la noche. Pepenan sobre la piel de los hombres. Las ratas chillan y salen de sus escondites, víctimas de sus propios dramas e inconvenientes. La luna apenas si ilumina el lote. A Ignacio lo vence el sueño. Duerme sin interrupciones y sueña cosas que no vienen al caso.

Abre los ojos y el primer pensamiento que le viene a la mente es que no se le ocurrió frase alguna. Se estira pero no consigue despojarse del abatimiento. Coge su costal. Debe ser domingo porque los franciscanos están repartiendo crayones y láminas para iluminar a los niños del vertedero. El día está nublado. Ignacio saca su libreta de anotaciones y la avienta lo más lejos que puede. El bolígrafo que le regalaron los del camión cuatro vuela aún más allá. No arroja las revistas con puras letras, tal vez las intercambie por un cigarro o tela para hacerle una puerta a la covacha. Chispea sobre la basura.

¡A huevo: Ya sé!

No le cabe la sonrisa en la cara. Corre hacia donde arrojó la libreta.