Esta no es una jaula. No hay barrotes en las pulcras ventanas. La puerta de la casa es una delgada lámina brillante que, cuando el viento arrecia, produce sonidos similares a los que hacen los búhos por las noches cuando reposan en los árboles del jardín. Un seguro pequeñísimo fue colocado negligentemente en esa laminilla para hacer evidente la disciplina a la que estamos sometidos alegremente los habitantes de esta casa. No hace falta candado alguno. No estamos atrapados: deseamos el cautiverio. Madame dice que aquí fue asesinado un monje acusado de brujería y sodomía. Es posible que también yo muera aquí.
A punto de morir, los abuelos nos dejaron a cargo de madame, mujer alta, espigada; una línea. Cuando no fuma huele a vainilla. Fuma demasiado. Sus dientes son color café y sus ojos grises. Nos acogió a mi hermana y a mí. Pareció aceptarnos de buen grado luego de un examen físico humillante. Ya no puedo dormir sin sentir que una mano oprime mi pecho hasta la asfixia. A mi hermana le encanta la casa. Quedó fascinada con la forma de las escaleras y la disposición de los muebles. Ama la disciplina interna que impone madame. Reza mucho. Aprendió a hablar muy tarde. Nunca fue a misa. Madame le regaló un rosario de plata. Deseo que el monje asesinado intercepte las plegarias de mi hermana para que no lleguen a donde se supone que van esas oraciones sin sentido.
Algunos tienen miedo del exterior. A mí me atemoriza que alguien me toque las manos o las piernas, como lo hacía la abuela. La vieja era ciega y olía a canela. Tengo un buen olfato, como los perros, y muerdo tres veces más fuerte que el más salvaje de ellos. En ocasiones, cuando los abuelos se enojaban conmigo por no comer las verduras, me mandaban a dormir con los perros. La abuela me sentaba en sus piernas y me estrujaba los muslos. Desde entonces no puedo mantener una conversación por más de cinco minutos sin perder la paciencia. Si me dieran a beber aceite para autos en un día caluroso, lo tomaría para dejar claro que no tengo miedo de morir en una pelea.
El niño que no sabe pronunciar la r, Josafat, a menudo se esconde detrás de las grandes hojas de las plantas verdes de madame. Me espía. Me gusta que lo haga. Me hace sentir importante. Tomaría veneno frente a él para que intentara salvarme. Quiero que sea mi héroe. Mi hermana se las da de importante con su grupo de amigas. Una de ellas se burla de mí porque soy el más pequeño de los niños. Cada mañana, madame nos pide formarnos en una fila muy estrecha bajo el sol de mediodía. Detrás de mí siento el cuerpo caliente de mi compañero. Me gusta frotarme contra la tela de su bermuda. Madame toma el micrófono y nos lee los poemas que escribió su hijo. Él murió hace mucho tiempo. Me dan asco los poetas. Usan palabras difíciles para decir cosas sencillas. ¿Qué es inmaculado? Parece una grosería. Me he escapado dos veces a la calle. Qué aburrida es la gente. Sólo está viviendo.
Madame nos encierra en el salón. Echa candado para hacer más dramática la clase. Nos enseña historia, pero sólo habla de la bondad y de cómo eso la llevó a darnos asilo a todos. Habla mucho y de pronto se detiene. Puede que sea imbécil, pero es la jefa de la casa y hay que respetarla. Todos necesitamos un líder duro que nos imponga reglas sencillas para hacer las cosas cotidianas con esmero y sentido. Sólo así somos capaces de hazañas heroicas. Ya no hay héroes. Madame mira el retrato de su hijo muerto. Traga saliva. Su garganta se hincha. Tiene un cuello muy fuerte, grueso, como el de un toro.
A su hijo lo asesinaron en el mar: Piratas le clavaron 13 puñaladas. La del costado fue mortal. Yo quiero ser un pirata. Mi hermana mira atenta a madame mientras ella le acaricia la cabeza como a un perro. Mi hermana muerde fuerte, pero no más que yo. Ella mordía todo el tiempo. Antes de dormir, los abuelos le daban té de tila y le amordazaban la boca. Era sonámbula, mi hermana. Se levantaba en las noches y mordía los muebles. Tiene tres dientes rotos. Decía que era una piraña. Aprendió a reír de lado para que nadie se diera cuenta de su extraña sonrisa. Una vez soñé que ahogaba a mi hermana. Desperté mojado, orinado. Escondí la sábana. La quemé lejos de la casa. Fue la primera vez que me escapé de la casa de madame. Me azotaron cuando volví.
Madame estaba muy complacida con mi torturador. Tengo la espalda llena de cicatrices. Estoy más lleno de marcas que los mapas del salón de clases. Me gusta mi espalda. Parece un croquis. Madame fuma. Repite la historia del asalto de los piratas. La cuenta para hacernos creer que su hijo poeta era valiente y murió por una causa noble. Seguro lo mataron como a un perro y los piratas se rieron de él mientras agonizaba.
El baño es comunitario. No hay paredes. Es total y muy bella la libertad de admirar los cuerpos ajenos. Me avergüenza mirar a otros niños. Me obligo. Miro para comprender mi cuerpo. Me baño. Disfruto. Sé que los niños me miran. A mí también me daría curiosidad ver un cuerpo como el mío: pequeño, flácido, lleno de cicatrices. Otros niños muestran el pene con desfachatez. Yo me enorgullezco de mis muslos. Miro mis pies. Me aferro a ellos para soportar las miradas en mi vientre abultado, en la grasa acumulada en mis caderas porque mi cuerpo es barroco, como decía mi abuela cuando me tocaba los muslos y el vientre. Aborrezco mi vientre de abuela, de vieja agria que toca los muslos de un niño a cambio de galletas. Aún me hierven las piernas si recuerdo los dedos rugosos de la vieja. Ah, ¿por qué no la mordí hasta hacerla sangrar? Me arrepiento de eso. Quizá eso es lo que me avergüenza: que alguien mire mi cuerpo y encuentre las huellas de esa mano asquerosa. Me avergüenza y enoja a un mismo tiempo aceptar que permanecí callado, ejerciendo la paciencia y el miedo. Eso me aleja de todos los seres humanos. Me hace sentir como un animal, inferior, pero nadie debe notarlo. Soy miserable y eso me hace peligroso. Josafat mira mis muslos. Me agrada. Le da sentido a mi cuerpo. Alguien ha dicho que Josafat no puede pronunciar la r porque su padre le cortó el frenillo y una parte de la lengua. ¿Qué se sentirá besar a alguien con la lengua rota? A los demás niños les importan cosas como el tamaño de los penes y los pies. ¿Por qué los pies? Los míos parecen manos de orangután. A nadie le importa que mañana probablemente uno de nosotros ya no vuelva a bañarse en nuestra compañía. A mí tampoco me importa, pero alguien debe recordar a los que ya no están. No sé los nombres de los que se han ido, pero recuerdo la forma en que escribían. Soy incapaz de imitar la caligrafía de los ausentes. Todo lo que sé morirá conmigo. A veces me enojo conmigo por recordar cosas inútiles. Es lo que hay. Unos se miran los testículos y yo miro cómo se va el agua por la coladera. Qué graciosos animales somos algunos.
Es verano. Una niña usa ropa muy ligera. Para reprimirnos, madame nos forma en filas muy estrechas bajo el sol de mediodía vestidos sólo con ropa interior. Apretujados todos, podemos sentir el sudor de los otros. Así nos enseña el pudor; comprendemos la incomodidad a través de la cercanía con el otro. Madame es cruel. Nos mira, complacida. Fuma. A esa niña de ropas ligeras la he visto afilar los cuchillos de la cocina con paciencia admirable. Me enchina la piel. La gente disciplinada me causa admiración. También me atemoriza un poco. Me da miedo pensar en esa gente que tiene un único objetivo y pone todo su esfuerzo en ello. Pasa igual con la señora que viene cada domingo a cortarnos el cabello. Madame ordena que a los hombres nos deje casi pelones. Me da lo mismo, pero hay niños que lloran histéricos a causa de ello. A las niñas el cabello apenas les llega a las orejas. He trascendido el umbral. He comprendido la belleza que hay en un cráneo bien formado, la simetría de los polígonos que nos conforman.
Todos esperan ser elegidos por padres adoptivos. En la víspera de la selección, planchamos nuestros uniformes. Hemos aprendido a parecer tristes para conseguir un objetivo. Madame se complace con esta habilidad única de los desamparados. Ha formado una manada de manipuladores. Hay personas a las que les gusta servir al mal y lo hacen con una naturalidad que da miedo. A veces, uno de nosotros se va y lo despedimos. Todas mis cosas cabrían en una maleta. Si me eligieran actuaría como un estúpido para volver una y otra vez a esta casa. No me gustaría irme con nadie. No podría acostumbrarme a su olor ni al sonido de sus bocas al masticar los alimentos. No soportaría ver sus dedos gordos llevando mi maletita. Estoy seguro que odiaría sus jarrones colocados con orgullo por toda la casa nueva. No estaría cómodo en el suave colchón que comprarían para mí, confundiendo mi orfandad con estupidez o mansedumbre. Detesto las atenciones que la gente me da por ser un niño pequeño. Una vez soñé que yo era el hijo muerto de madame y que mi cara estaba en el retrato al que le llora todas las noches. Ella lloraba por mí. Pero basta, no me gusta que la gente se ponga muy sentimental. Me avergüenza. Estoy seguro de que, si me voy, nadie lloraría por mí y eso me enojaría mucho. Uno de nosotros no quiso irse cuando lo seleccionaron. Se escondió debajo de la cama. Yo también lo haría. Si me fuera de aquí ya no podría escuchar las hojas secas del gran jardín romperse debajo de mis pies. Qué placer siento cuando quiebro cosas lentamente para comprobar el poder de mis manos o pies. Extrañaría la luz que se filtra entre las copas de los árboles, el olor del camión que viene a dejar mensualmente los víveres, a ese hombre extraño que siempre me guiña un ojo y me deja una manzana antes de encender el ruidoso motor; extrañaría sentarme en el escalón que conduce al jardín trasero. Si yo me fuera de aquí ya no me gustaría pensar en el pasado. Si me sacaran debajo de la cama me aferraría primero al mueble, luego al piso y con todas mis fuerzas me sostendría de la delgada lámina de la puerta hasta romperla, como si fuera el cuello de un animal al que mato para compensar el dolor que me causaría irme de aquí. Soy feliz. Qué extraña declaración. Mi boca vibra cuando pronuncio la palabra felicidad. Supongo que así deben sentirse los hombres que rezan algo con sentido y dios los escucha.
Por si un día me seleccionan malas personas, todos los días me baño con agua fría, como muy poco y lo que nadie quiere. Tengo tan mala suerte que estoy seguro de que me adoptarán personas con corazones chiquitos y fríos que sólo necesitan un hijo para asistir a reuniones con los amigos. Si me hago duro nadie podrá matarme. No habrá tortura que rompa mi espíritu. Mi alma será una flecha que traspase la piel y la indiferencia de los demás. Una vez clavada puedes romper la flecha, pero el daño está hecho. Tendré el corazón duro, lo siento y me alegro por ello. Mi hermana me estorba. Ya no la quiero. Es más, nunca la quise. No se parece a mí. Ella tiene un cuerpo fuerte. La extraño. A veces. Pero ella es tan lejana. Ya no podría hablarle directamente sin sentirme un desconocido. Un imbécil que busca compañía. Me he quedado solo, detrás del silencio. Cuando siento que mi garganta está a punto de reventar meto mi cabeza en un balde con agua helada. Un grito en el agua es un trueno sin sonido. Yo también soy poeta a veces. Muere en el mar la conciencia elevada de un perro sin voz.
Debemos decir buenos días, por favor, buenas noches. Tenemos que estar bien vestidos. Qué duros son los uniformes de los lunes. Camisa, suéter y bermudas. Qué grandes son las pantorrillas de mi hermana. Las mías son delgadas. La piel de mis piernas es rosada. No como la dura carne de Juan Macadamia. Parece madera. Se llama Juan Macadamia porque hay muchos Juanes. Para reconocer a uno de otro, madame agregó el sabor de una planta, un fruto o una verdura a cada Juan. Así tenemos a Juan Pistache, Juan Guanábana, Juan Macadamia…
Juan Macadamia es el más grande de todos nosotros. Yo lo admiro, pero no hago evidente mis sentimientos. Soy una vela que arde sin aspavientos. Pronto, Macadamia deberá abandonar la casa. Así es el sistema. Aunque, quién sabe. Últimamente madame ha aceptado más niños. Madame está envejeciendo. Se hace blanda, la vieja. Me pregunto si a todas las viejas les gusta agarrar los muslos de los niños.
Finalmente se llevaron a mi hermana. Ella no me miró. A partir de entonces me olvidó, estoy seguro. Quise llorar, y lo sabes, Dios. Me pellizqué las manos. El aire olía a diésel. Se la llevaron en una camioneta. Le dio dos besos a madame, uno en cada mejilla. Madame puso su mano en mi cabeza. Sus dedos olían a cigarro. Me llamó por otro nombre. Me hubiera gustado que me llamara Juan Macadamia o Miroslava. Me sentí solo. Quise correr, pero la mano de madame era muy pesada. La camioneta se fue. Me vi corriendo detrás de ella, gritando el nombre de mi hermana, implorándole por que volviera, que no me dejara. Era Navidad. Mi hermana y yo nos maquillábamos a escondidas. Cuidó siempre de mí. Ella peleaba con niños para defenderme. Siempre fue la favorita de todos. Mis abuelos cuidaron su sonrisa extraña de dientes rotos. A mí me descuidaron. Permitieron que se me pudrieran los dientes. Me resulta más sencilla la vida si culpo a los demás de mis desgracias. No hablo porque sé que mi boca huele a caca, me lo han dicho. Nunca podré besar a nadie. Quizá a Josafat porque es un bobo que está enamorado de mí. Una vez sentí un gusano en mis encías negras. Me estoy muriendo. No es cierto. Mis dientes son perfectos. Me gusta pensar que moriré a causa de una desgracia. No hablo porque mi garganta tiende a inflamarse muy rápido.
Somos tantos en la casa, y cada vez más, que la vieja madame nos obliga a compartir cama. Duermo con Josafat. Siempre que se mete a la cama lo hace con suavidad, como no queriendo arrugar nada. La primera noche le di un puntapié y me di la vuelta. Aprendí a dormir con las manos en el pecho. Me estoy quedando solo, Dios. El cuerpo de Josafat es débil. Tiembla porque sostiene por mucho tiempo una posición incómoda con tal de no perturbarme. Casi siempre sus pies están helados. Para no movernos y evitar terminar uno encima del otro, nos metemos las sábanas debajo del cuerpo.
Nos despertamos tarde, muy tarde. Las alarmas no sonaron. Me siento pesado. Dormir mucho me hace mal. Josafat me mira. Madame no aparece. Algo está mal o roto. Todo está en silencio. Algunos caminan desorientados, otros tienen la mirada perdida. Las puertas no se abren. No se escuchan los pasos de la vieja. Presto atención, pero no escucho nada. Me pregunto si alguien ha pensado en el retrato del hijo muerto. ¿Quién cuidará de él? Me da miedo morir, Dios. Josafat toma mi mano. Quizá ya nunca más estaré solo. Hay un búho en la ventana. Creo que me mira y sonríe. No moriré aquí.
Este cuento forma parte del libro
En esta calle que antes fue río (LibrObjeto Editorial, 2023)
Adquiérelo en: https://librobjetoeditorial.com/producto/en-esta-calle-que-antes-fue-rio/