La parte de los críticos
Atropellado lector:
Nuestra actual vorágine, la selva de discursos seudocríticos, que hoy tiene perdido no a Arturo Cova, sino a usted, no permite un acercamiento profundo ni una lectura decente de La Vorágine. Se trata de una proliferación sin precedentes de áridos discursos ideológicos que, cual plaga, se interponen y vuelven cada vez más frondosa, opaca, ya inextricable, por la cantidad de mediaciones, la frontera que separa al sujeto contemporáneo de la realidad primera, prístina. Hasta cierto punto, este fenómeno (teorizado por Michel Foucault y llevado de forma atrevida e inspirada al discurso historiográfico latinoamericano por Roberto González Echevarría en Mito y archivo: una teoría de la narrativa latinoamericana) es una consecuencia natural del avance de la modernidad y, en sí, no tiene por qué ser negativo; sin embargo, se suelda con una gran cantidad de discursos degradados, incoherentes, manipuladores, que perdieron su carácter crítico y, con él, la facultad de estar permanentemente revisándose a sí mismos y de renovarse.
Definitivamente, vivimos una época de grandes desastres naturales y, sobre todo, provocados por la mano del hombre. Las últimas décadas abundaron en catástrofes contra las que nos previene la así llamada “ecocrítica”, desastres que no tardaron en manifestarse también en el campo de la crítica literaria académica, y de los cuales un excelente ejemplo son las propias lecturas “ecocríticas” o similares, llámense como se llamen, pues la crítica literaria puede ser de todo, menos “eco-”. En aras de la tolerancia, concederé, sin embargo, que puede, eso sí, hacerse eco de unos discursos poco reflexivos, que están muy de moda. Me quedo, entonces, con la ecocrítica, porque la ridiculez de su nombre es única. Sugiere el atropello no solo de la literatura, sino también del idioma, por la ecología. A no ser que se entienda por “ecología” la ciencia de los ecos que producen los discursos críticos repetidos y ya faltos de originalidad; y por “ecocrítica”, la limpieza y la higiene de los discursos críticos, lo cual coincide perfectamente con el propósito saneador que nos anima aquí. En este caso, nosotros también seríamos ecocríticos y prometeríamos mejorar el ambiente “crítico”, en ambos sentidos.
Pero como las catástrofes también están de moda y un mal no viene nunca solo, sino que se reinventa con la perversa velocidad mutante de las interminables cepas y variantes del COVID, aquí tenemos a la “ecocrítica feminista” que, luego de sustituir, en su lucha en contra del antropocentrismo, la realidad humana por la virgen, natural, se ensaña contra todo lo que contraría su dogma y, conforme a sus prejuicios, aparece como comportamiento machista o patriarcal. Da igual el contexto. Después de todas estas depuraciones alquímicas que resultan de pasar la literatura por los filtros de lo políticamente correcto, del objeto de los estudios literarios no queda casi nada: una huérfana brizna de hierba agitada estérilmente por el ventarrón apocalíptico. Del campo de investigación de los estudios literarios queda un páramo, lo cual para los “ecocríticos” es, sin duda, todo un “triunfo” sobre los centrismos de todo tipo: antropo-, euro-, etc.
Prepárese, lector, para lo que se nos viene. Aquí le tenemos la alerta temprana y el reporte de daños hasta la fecha, en lo que vamos del año. Para su mayor comodidad (y seguridad) ya activamos la ruta del protocolo de prevención y atención de desastres crítico-literarios. Después de la temporada catastrófica de un Niño particularmente seco y destructor, vendrá la Niña con sus pataletas, inundaciones, huracanes, peligrosos deslizamientos de terreno, histéricas y letales avalanchas de barro, y graves descarrilamientos y atropellos del sentido, como los ya ocurridos en el verdadero festival de brillantez académica, con gran despliegue de todo lo “último” en materia de crítica literaria. Y pensar que todo esto es para conmemorar el centenario de La Vorágine y dizque para volver a acercar al lector contemporáneo a esta gran novela colombiana, de alcance universal, descubriéndole su vigencia.
Pero la actualidad de la novela no se revela apelando a unos discursos críticos “actuales”, en el sentido muy restringido que significa “de moda”. Sobre todo, no cuando se trata de discursos que, con suma frivolidad narcisista, pretenden desconocer su carácter ancilar, de instrumento teórico, y usurpar el protagonismo legítimo de la obra literaria: ¡la relegan a mero ejemplo que ilustra el “brillante” método! En Literatura en peligro, Tzvetan Todorov ya advirtió sobre el carácter nocivo de este culto vacío al método, de esta suplantación contemporánea del objeto legítimo de estudio de la crítica literaria, que conduce a ignorar el alma de la literatura y se nos convierte en una clase de neoformalismo. Sus resultados son contrarios a lo que pretenden los discursos de marras: apartan y desmotivan a los lectores, amén de que irrespetan la obra literaria. Caen también en otro error muy visto hoy en día: el anacronismo y la descontextualización, al juzgar con valores, ideas y mentalidades de hoy obras que proceden de contextos diferentes. Dicen “así fue” porque, según su mirada miope, “así es ahora”. Y es que se nos olvida que la verdadera solución a todos estos problemas no tiene por qué ser o, mejor dicho, querer parecer novedosa. Al contrario, es vieja como el mundo: volver a la lectura de la obra literaria, devolviéndole así el lugar que le pertenece desde siempre.
Sin lugar a duda, non-fiction es la moda. En los eventos, se suele recurrir a algún video “ambientador”. Siguen las palabras, no menos ambientadoras y ecológicas, biodegradables, de los antropólogos. Hoy, de La Vorágine hablan toda clase de expertos, menos los literatos: antropólogos, historiadores, especialistas en estudios culturales. Hay que perdonarlos por encantarse con características que les parece descubrir y creen propias de la novela de José Eustasio Rivera, pero que, en realidad, son, desde siempre, inherentes al género novelesco, cuando no a la obra literaria, en general. Son auténticos, a su manera, aunque ingenuos. Se entusiasman sinceramente, como a todos nosotros nos ocurre al oír el graznido del pájaro o el susurro del agua. Destacan que La Vorágine es ¡una novela de comienzos del siglo XX que se puede leer perfectamente desde el siglo XXI! Sí, señoras y señores, la literatura es y siempre ha sido así. Que ¡la visión de Colombia que se plasma en su novela rebasa con creces la agenda del ciudadano y del hombre político de su época que también fue Rivera! Sí, señoras y señores, la literatura es y siempre ha sido así. Que ¡Rivera no fue un escritor de los que se miran el ombligo! No, señoras y señores, ningún escritor auténtico se limita a mirarse el ombligo.
Cuando por fin le dan la palabra a una profesora de literatura, el desastre es todavía mayor, si cabe. Repite el juicio de la maestra Monserrat Ordóñez, compiladora de una selección de textos críticos sobre La Vorágine, que casi todo el mundo cita y a la que se le rinde pleitesía. Publicada en pleno auge de los estudios culturales, en 1987, la compilación está dedicada a las “víctimas”: a “las sobrevivientes de Arturos Covas”. Lo mismo dice ahora la profesora entrevistada: según ella, Arturo Cova es un machista, racista y arribista, hoy totalmente cancelable desde la corrección política del género (añadamos, como ya casi todos los personajes literarios hombres), y, sin embargo, el protagonista de esta gran novela está animado por buenas intenciones, es “absolutamente honesto”. ¿Cómo es posible, les pregunto, que éste sea el concepto de una profesora de literatura de hoy?
Todas estas incoherencias y contradicciones, por decirlo elegantemente, proceden de unos discursos seudocríticos muy de moda y demuestran precisamente su carácter adulterado, degradado, kitsch y falto de autenticidad. Los sinsentidos se encadenan: para demostrar que La Vorágine es mucho más que una novela regionalista, de la tierra, de la selva, es decir, mera prosa costumbrista, paradójicamente se les da la palabra preferentemente a los antropólogos. Según la mitología actual, dicen que son los especialistas más auténticos, ya que guardan el polo a tierra, tienen la conexión directa con los orígenes y la Pachamama y son vírgenes de la contaminación por la palabra mentirosa. Pero los antropólogos que nos hablan de La Vorágine, al carecer de formación teórica o de experiencia para leer como se debe la forma artística del texto literario, reivindican su alcance universal desde un discurso culturalista, que por no atender a la particularidad de la obra no puede decir de ella nada más que clichés.
De manera que Rivera queda convertido en un autor del “sur global”, etiqueta que acaba surtiendo el efecto contrario a su propósito inicialmente declarado, confinándolo a la esfera de lo regional y, sobre todo, de lo testimonial. Porque el carácter universal de la novela de Rivera viene dado precisamente por la forma artística, así que resulta del todo ilógico excluir de antemano su estudio al tratar de reivindicar, vanamente, esta idea, solidaria de la vigencia de la obra. Al contrario, habría que indagar la manera específica como la forma artística crea sentido en esta novela, en vez de evitar a los estudiosos de la literatura que podrían dar cuenta con propiedad del fenómeno.
Por cierto, —¡cómo nos íbamos a olvidar!—, esta lectura neo-antro-pocológica viene respaldada —y preparada— por toda una “nueva” edición de La Vorágine, lanzada el año pasado con bombos y platillos: ¡la edición Discovery! Se dice “cosmográfica” esta edición de la Universidad de los Andes y se precia de recuperar los mapas de las ediciones anteriores, que le dan un aire chic, de número de National Geographic recién adquirido en el aeropuerto. Pero también un aire “serio”, que trata de darle el peso de lo “especializado”, resultado de una minuciosa investigación. En realidad, se trata de lo seudoserio, de lo seudoespecializado y de la seudoinvestigación, ya que investigar de verdad no es remover estérilmente el archivo. Ambas emisiones obedecen a la seductora consigna: “never stop exploring!”, que, entre paréntesis sea dicho, guarda total reserva sobre cómo se va a investigar, con qué herramienta teórica. Y es que estas minucias hoy ya están mandadas a recoger, porque solo podrían aburrir al honorable público que busca diversión, en todos los sentidos.
La propuesta “cosmográfica” consiste, pues, en reemplazar una etiqueta por otra, más actual, aunque todavía más infeliz, porque carece del humanismo, así sea el romanticoide, de las etiquetas más antiguas, como “novela de la selva” o “novela de la lucha con la naturaleza”. La nueva etiqueta excluye el protagonismo humano, del individuo de excepción, con lo cual nos devuelve a una era prehegeliana. Antes de las lecciones de estética general, que dejan muy claro que lo bello artístico es diferente de lo bello natural y es producto de la evaluación crítica de un sujeto pensante que traba diálogo con los de su especie: no con las plantas ni con los animales, vale la pena precisar de nuestros días, si bien en otras épocas esto hubiera sobrado, por obvio. Por eso, “novela de la mercancía” queda todavía peor que las etiquetas más antiguas que reemplaza, todas ellas, etiquetas y no verdaderas categorías, porque de estéticas no tienen nada. Si de lo que se trataba era de superar las lecturas, indigenistas o regionalistas, que reducen la novela a un documento, la manera como esta edición aborda el espacio no hace sino devolvernos a la lectura testimonial. Pues éste no se considera como parte integrante de la forma artística, como un cronotopo, diría M. M. Bajtín, indicando aquella unidad que componen, en una obra literaria, el tiempo y el espacio; unidad que es objeto de la evaluación estética, al igual que los personajes, la trama y todos los demás elementos estructurados, relacionados entre sí, del universo ficticio.
No menos antropológica, acabo de descubrir, resultó la “nueva” edición de la Universidad Nacional de Colombia ante la cual también me veo obligada a interponer una queja por asuntos de género, pues olvida que La Vorágine es una novela y que Arturo Cova es el héroe problemático en el sentido de G. Lukács que, de una forma u otra, siempre es el protagonista de una verdadera novela. ¿Novela de frontera, hibridez genérica, realidad o ficción, ficción o realidad? No le demos más vueltas. Con “novela” basta. Quiero decir que basta con recordar qué es una novela. Tendremos entonces que aceptar que toda gran novela es “de frontera”, es decir, tiene, como la literatura misma, carácter interdisciplinario. Pero éste no puede convertirse, en virtud de un malentendido y una simplificación favorecidos por la moda, en pretexto para regresar, en pleno siglo XXI, a los planteamientos temáticos, que no son pertinentes para abordar la obra literaria.
Por esta razón hoy en día se nos olvida que todo lo que se dice en La Vorágine crea sentido según las leyes de la forma artística y, en particular, del género novelesco. Por más denuncia social e información histórica, natural y regional que contenga, toda afirmación que se encuentre en este libro completa su pleno sentido en su contexto novelesco y no puede ser tratada como si a cualquier otro género discursivo o literario perteneciera, sin torcer gravemente su significado. Cualquier disciplina que quiera abordar el enorme y variado legado de La Vorágine debe tener en cuenta su manera propia de crear sentido, para no acabar atropellándolo. Se trata de una reflexión muy básica, que no hubiera encontrado aquí su lugar si no fuera por unas cuantas de las nuevas ediciones de la obra que no se limitaron a reeditarla, sino que pretendieron reescribir el libro de Rivera desde las modas y las obsesiones de nuestro presente mediocre; y por unos ensayos críticos que definitivamente se inventaron otra novela, mucho más acorde con nuestras preocupaciones contemporáneas.
Toda la falsa lírica retrillada sobre las fronteras borrosas, porosas y todo el cuento tan de moda que suelen echar hoy en día, invocando desde la corrección política la mirada interdisciplinar, lo que hace, en estas condiciones, es desdibujar el enfoque mínimo necesario y desvanecer la mínima claridad conceptual y metodológica imprescindible en un planteamiento válido, creador de nuevo conocimiento. Por esta razón miro con escepticismo la invitación de los editores a que una vez caídos en el remolino nos dejemos llevar. No voy a censurarles las metáforas, sino solamente el haberse abandonado a la corriente: hubieran tenido que manotear siquiera.
Igual que El Quijote, La Vorágine se nos presenta como un manuscrito encontrado, que el autor arregla mínimamente en vista de la publicación. Es muy típico de la novela hacerse pasar por la realidad desnuda, por un documento veraz o un escrito real: carta, diario, crónica, autobiografía, etc., como lo estudia Roberto González Echevarría en el libro ya mencionado. La novela finge a menudo ser otro tipo de texto del que realmente es porque, como lo plantea Bajtín, un rasgo definitorio del género es precisamente la crítica y autocrítica, por tanto, la parodia de todos los géneros literarios y discursivos significativos de su época. No por eso deja de ser ficción, estimados antropólogos escarbadores de documentos en busca de la gran revelación. Lamento mucho tener que recordárselo precisamente ahora, en la cumbre de su fortuna.
Por tanto, más nos vale abandonar el estéril cotejo con la realidad, en el que volvimos a caer en este centenario (La Vorágine cumple este año cien años de soledad), si bien ahora la lectura referencial viene disfrazada de nombres que quieren parecer novedosos. Prometen ensanchar nuestro marco sociocultural, pero la mayoría de los nuevos planteamientos no pasan de ser equívocos, por malentender el pacto ficcional, propio también del género novelesco. Éste, a diferencia del pacto referencial con el que hoy lo confunde el antropólogo avalado por la moda, se refiere a la realidad y denuncia la injusticia, dice la verdad, desde luego, pero lo hace según sus leyes propias de la ficción, de la “verdad de las mentiras” (Mario Vargas Llosa). Por tanto, ¡no!, ¡Arturo Cova no es el mismo Rivera! (Muy probablemente el autor prefirió retirar las fotos que acompañaban su texto en la primera edición precisamente para evitar este tipo de confusiones). Pero si plantean que Cova es Rivera, lo cual es inexacto (diríamos, más bien, que muchas características y problemas del autor se plasman en su protagonista), ¿cómo pueden los editores proponer, al mismo tiempo, un Arturo Cova totalmente banal, que no vale la pena, ni es un hombre auténtico? No se preguntan ¿cómo iba a plantearnos Rivera un alter ego suyo que fuera poco más que un pendejo? Desde luego, tampoco tiene sentido buscar al “verdadero” Arturo Cova en otro lado que no sea las páginas de la novela. Se trata aquí de nociones de teoría literaria muy básicas que no se debe desconocer al emprender una “nueva” edición de La Vorágine, que es una NO-VE-LA. Pero por pura prevención, valga subrayarlo en estos tiempos aquejados por la literalidad: antes de que salgan más “nuevas” ediciones, botánicas, entomológicas, ecológicas, geológicas, catastróficas.
La parte salvaje
Al sinsentido de prescindir de la forma artística de esta gran novela, se le añade otra imperdonable ridiculez: el despropósito de homenajear a un hombre auténtico, por encima de todo, como lo fue José Eustasio Rivera, desde la visión sesgada y timorata de unos discursos acordes a la moda y a la corrección política de hoy y más falsos que una moneda de cuero.
Todo gran escritor es, al menos en sus momentos de gracia, un hombre auténtico, pero Rivera también lo fue en un sentido más particular. Es por esta razón por la que Horacio Quiroga se entusiasma con La Vorágine, “el libro más trascendental que se ha publicado en el continente” y, eufórico, descubre en Rivera a un hermano. Escritor singular y fundador del cuento como género moderno en América Latina, Quiroga impacta sobre todo por su calidad humana y su perfil ético de suma autoexigencia y coherencia entre la práctica vital y los valores en los que cree, tanto el hombre como el escritor, fundidos de manera ejemplar en un único ser. Una consecuencia entre el pensar-escribir y el vivir-actuar que, con el avance de la modernidad, iba a quedar cada vez más en peligro de extinción.
Pues este gran escritor, a la vez que hombre de gran carácter, se fascina con Arturo Cova y la “tremenda cantidad de vida que supo infundirle su animador”. En su primera carta a Rivera, confiesa estar todavía bajo una fuerte emoción: “No logro arrancarme a Arturo Cova de la cabeza”. En cambio, la crítica de hoy, en virtud de la moda, lo menosprecia, cuando no lo ignora por completo. Considerando a Arturo Cova un hombre ridículo que no vale la pena, poco más que un payaso, la crítica contemporánea a menudo escribe su nombre en plural, cual sustantivo común, como si el protagonista fuera uno del montón. Lo quieren ver como personaje poco auténtico, que habla y se comporta según clichés. Violento, machista, dominador, colonialista, blanco, eurocéntrico y, además, un personaje “sin crisis”, que nada aprende de su experiencia.
De este ninguneo del protagonista de La Vorágine son responsables los actuales discursos políticamente correctos que ejercen presión o influencia incluso sobre la crítica contemporánea que no adopta explícitamente un enfoque del moralismo biempensante de hoy, llámese como se llame, decolonial, feminista, ecocrítico, etc. Sin embargo, parece que es la seudocrítica feminista la que le pone cereza al pastel, al invocar la “irresponsabilidad afectiva”, últimamente tan de moda, para censurar a Cova. Lo hace desde una absurda pretensión, de un moralismo kitsch: la de juzgar y regular ahora la vida amorosa y la relación de pareja con las normas de lo políticamente correcto de hoy, a las que, con suma ignorancia e incoherencia, toma por parámetros de lo “normal”.
Desde luego, sin preguntarse siquiera ¿cómo es compatible este moralismo pacato y retrógrado con la defensa de la diversidad, de la verdadera diversidad? Como si a estas alturas del siglo XXI se pudiera aun creer que alguien (“amorosamente”) responsable debe tener una sola relación sentimental, muy seria y profunda, y que dure el resto de su vida. Como si una novela pudiera plantear jamás que toda persona valiosa tiene la obligación de encontrar de buenas a primeras a la pareja de su vida y quedarse a su lado el resto de su existencia, comiendo perdices. Más bien, convendría reparar en que no es en absoluto casual que la novela inicie presentando en primer plano a dos parejas (la citadina, de Cova y Alicia, y la campesina, de Franco y Griselda), que tienen una importante característica común: no se trata de parejas ya puestas a prueba, sólidas y estables, sino de relaciones incipientes, en las cuales las circunstancias sociohistóricas y el azar jugaron un papel determinante. Pero, la mayoría de las lecturas presentadas en este centenario optan, a mi modo de ver, por inventarse su propia película.
No es nada casual que sea precisamente el primer cuentista, en sentido moderno, de nuestro continente quien, desde el ángulo privilegiado que le confiere la afinidad secreta de su género predilecto con la poesía, no vacile en llamar “poeta” al autor de La Vorágine, al que cualquiera le diría novelista. Con este gesto arranca a su admirado Rivera de las garras de los malos lectores de todos los tiempos, lo redime de la serie, donde lo tienen agavillado, de lo épico y de lo prosaico, entendidos como lo costumbrista o lo histórico, lo documental. Así, saca a relucir la trascendencia de su prosa, es decir, su alcance universal. Allá donde tantos de nuestros contemporáneos tropiezan y se estrellan, Quiroga, su gran hermano, desde la otra punta del continente, no tiene dificultad alguna para entender que, en La Vorágine, el protagonista y el espacio que atraviesa se funden en una misma unidad muy rica de sentido; se empapan de una misma visión del mundo, de fuerza colosal.
Resulta una compleja novela sobre la condición humana, antes que una “novela de la violencia”, lo que, por su estrecho enfoque temático, no pasa de ser una etiqueta, poco apropiada para el estudio de la literatura como todas las etiquetas. Claro que la injusticia social, el abuso, la corrupción o la impunidad, problemas endémicos de la historia y de la sociedad colombianas, están ahí, pero la violencia, según deja claro ya la frase inicial de la novela, se vive en carne propia: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”. Se le enfoca a través del destino de un joven, escritor y, por lo tanto, un ser fuera de serie, pero también pobre, de manera que, al mismo tiempo encarna la suerte del común de los mortales, de la mayoría, del pueblo, y no de los pocos privilegiados.
Es natural que el creador de Misiones haya reconocido las fantásticas y poéticas geografías de La Vorágine como auténticos cronotopos, en el sentido de Bajtín, sin confundirlos con el mero exotismo del documental sobre la selva ni con el documental sociohistórico sobre las víctimas de la explotación cauchera. Quiroga capta la visión personal, original, plasmada a través de la forma artística, gracias a la cual se vuelve posible lo que al relato de viaje del explorador o al documento de cualquier índole le queda para siempre vedado: que una aparente descripción de la naturaleza exótica vaya ganando peso y espesor, se cargue semánticamente hasta el punto de convertirse, de forma inefable, en una inquietante evaluación de la condición o del destino humano. El protagonista se compenetra hasta tal punto con su “medio”, que su travesía por el llano o por la selva deja de serlo solo en el sentido literal, que atrapará siempre a una mayoría de lectores. Incluido el grueso del público occidental, al que consuelan de su existencia gris y aburrida de espectador de su propia vida, con relatos de aventuras y exploraciones apasionantes, durante recorridos exóticos.
Así, en la literatura, una huida puede cobrar también un sentido más inquietante que la funcionalidad inmediata que cumple en la lógica más superficial de la trama, convirtiéndose en reflexión densa, profunda y auténtica, porque entrena la razón sensible. Hay que ir más allá del fin del relato, experimentar sus pliegues y flotar en la piscina del sentido, como le pasa al lector de goce, según Roland Barthes. Entonces, el sentido literal se ve fortalecido (y no anulado) por múltiples sentidos figurados, las imágenes enriquecen su belleza natural con dimensiones simbólicas y, de repente, como en una epifanía profana, la huida se desrealiza, se desmaterializa por un instante, cuando, como en una fulguración, se convierte en espejo de la condición o de la existencia humana, en huida de aquello de lo que no se puede escapar. Para que en el instante siguiente volvamos a coger tierra bajo los pies y a recordar las razones inmediatas de la huida, que nunca quedan anuladas, sino solamente olvidadas, pasadas a un segundo plano, durante un breve lapso, mientras nuestra mente adquiere más conciencia: este excedente de visión tan propio como exclusivo del arte, sobre cuyo papel central no deja de concientizarnos un pensador con la profundidad de Bajtín.
Toda esta magia es posible en la obra literaria solo mediante la forma artística y, muy particularmente, a través de la plasmación del protagonista, el cual, si bien no es la única manera de producir significado en una obra literaria, no deja de ser un importante foco creador de sentido. De aquí el extravío de las propuestas de interpretación que, en virtud de una moda, deciden de forma muy equivocada y desafortunada marginarlo, para supuestamente enfocar la naturaleza “virgen” o para privilegiar el significado sociohistórico. Lo único que consiguen, en realidad, es vedarse a sí mismas el acceso a una zona central del sentido.
A diferencia del homúnculo homónimo que crearon para el Centenario, el Arturo Cova plasmado por Rivera es un personaje muy complejo y humano, en absoluto esquemático y estereotipado. Su único gran pecado, hoy imperdonable, es que no habla la actual jerga de la corrección política, no se conduce conforme a nuestros protocolos biempensantes. De sobra se le ha tachado de torpe, abusivo, pedante y fanfarrón, sin reparar en que no solo por el eco que el tópico romántico o modernista tiene en él, sino también por su condición de poeta, de ser diferente, fuera de serie, se le ve a menudo un poco fuera de lugar, porque no acaba de encajar en el sistema de personajes, ni de acomodarse definitivamente en el mundo. Lo cual, entre paréntesis sea dicho, es típico del héroe problemático de la novela. Si su rebeldía es romántica para mal, igualmente lo es para bien. De su filiación modernista se podría decir lo mismo.
No es que uno escape a la contingencia y, con vanidad de vate se refugie en paraísos artificiales, en la belleza ideal, ajena a la sociedad y a sus problemas éticos, siempre que accede a la esfera de lo estético. Ésta permite efectivamente elevarse, a través de la contemplación, por encima de toda ideología e interés práctico, sin ignorar la vida, la historia, la sociedad, pero sí, captándolo todo desde un nivel superior de comprensión. El cual, si bien carece de materialidad, también es una realidad que no se puede reducir al cliché y a la mera ridiculez. No confundamos a un escritor de hace más de un siglo con un impostor, porque sus palabras no nos suenan “auténticas”, pues quizás sea la mirada contemporánea la que peca de impostora.
Si bien en la conducta del poeta recién fugado de la capital hay algo de idealismo fatuo, incluso de bovarismo, y en sus palabras resuenan clichés del modernismo y del romanticismo artificiosos y trasnochados, resulta completamente erróneo reducir al lugar común a un protagonista que todo lo cuestiona y que también se autocuestiona permanentemente (a diferencia del hombre machista, que no es). Desde un comienzo, su atribulado viaje se acompaña de un proceso no menos traumático de “educación sentimental”, integral, de la búsqueda de sí mismo, de la autenticidad, de los verdaderos valores, de la reflexión aguda sobre la existencia y su sentido, sobre cómo vale la pena vivir. Igual que en la particular forma de novela de aprendizaje que podría ser la novela picaresca, el protagonista va desechando los lugares comunes heredados, que arrastra desde la urbe, descarta o matiza los patrones culturales o literarios de la ciudad, en que se cifra el concepto de civilización de la época. Reflexiona sobre la condición humana, dual, contradictoria, que nos ancla en lo animal a la vez que nos impele a aspirar siempre a más, incluso a la perfección, corroídos por la semilla del descontento que nos desgasta, pero también nos mueve por la vida. A un hombre que, en medio de la acción se hace las grandes preguntas no se le puede despachar reduciéndolo a los clichés de un idealismo anacrónico o de un romanticismo trasnochado.
Se trata de un contemplador, que encara la vida con distancia reflexiva cuando no se deja ganar por su temperamento impulsivo que lo insta a actuar. A diferencia de su amigo Ramiro Estévanez, el filósofo, Arturo Cova opta por ser escritor: cargadas de emociones que no siempre sabe manejar, sus cavilaciones se apartan de lo conceptual, se vuelven carne, acción. Piensa al calor de la vida agitada, nunca en frío, sino inmiscuido en el desarrollo de la trama. No interrumpe el transcurso de la vida, plasmada en su atribulada travesía por la selva, para retirarse a reflexionar, por eso se tropieza y se equivoca. Como él mismo lo problematiza, se trata de una opción que le permite evaluar la realidad desde otro ángulo; lo cual lo coloca en cierta inferioridad frente al filósofo, mientras que, en otro sentido, lo favorece. Decidió que este último le era más importante: es la apuesta de los escritores.
El “síndrome del artista”, la pose del que se cree diferente y necesita mostrarlo en todo momento a través de comportamientos insólitos, extravagantes, llamativos, se ablanda y se acerca a la vida en contacto con el cronotopo de la selva, donde la vida se confronta en todo momento con la muerte, hace caer toda máscara y obliga a la sinceridad última. Igual que todos los mitos románticos, como el del amor perseguido o el de la exquisita sensibilidad. No asistida por la razón, ésta solo lleva al delirio, parece enseñarle a Arturo Cova su experiencia en la selva. Pero quizás la sobrevalorada razón, pilar de toda una civilización titubeante, totalmente desmitificada aquí, sea muy débil en la selva por cárcel, física y simbólica que atrapa a Cova, a la manera de un estado de ánimo avasallante. Sin remedio, como el título de otra gran novela colombiana aparecida medio siglo después, se le presenta la realidad histórica que vive y de la cual necesita escapar a través de la imaginación. Sin salida es la trampa de los abusivos y explotadores que enganchan trabajadores en las caucheras, convirtiéndolos en esclavos. Igualmente, sin salida es la mirada para adentro, en el intento vano de averiguar, analizando minuciosamente los vericuetos de las pulsiones, el camino que lleva a la realización y a la vida plena, pues el ser humano no puede realizarse de espaldas a la sociedad a la que pertenece.
Verdad que niega el tópico romántico pero que avala totalmente el romanticismo crítico. A la “mentira romántica” (R. Girard) del amor perfecto, ideal, La Vorágine le enfrenta la “verdad novelesca”: la realidad imperfecta, pero no por eso menos valiosa, que no es culpa de la masculinidad patriarcal, ni de nadie en particular, sino que es propia de la condición humana. Además, el ambiente caótico en extremo, de gran confusión de los valores, que frustra todo intento de realización personal, es la realidad turbia que viven Arturo Cova y su país en el momento histórico de la irrupción violenta de una modernidad revuelta, que trae, bajo la forma de la modernización, antes que las bondades prometidas, la corrupción, la destrucción, los vicios, el daño físico y moral. La “vorágine” de Rivera no es sino la “hojarasca” de García Márquez despojada de toda connotación positiva, pues, en La Vorágine, esta fuerza emergente, irresistible, que arrasa con todo es unívocamente maligna: los valores antiguos pero firmes, pese a lo anticuados, que sustentaban un orden social, así sea deficiente, quedan reemplazados por el caos, por la ley sin escrúpulos del más fuerte.
Ante la falta de humanidad del capitalismo incipiente, salvaje, ante el egoísmo desvergonzado y vulgar consagrado por el triunfo de la mentalidad burguesa, la minoría selecta de los nobles de alma se rebela. Defiende, entonces, los valores de antaño, vilmente atropellados, a los que se aferra, a veces con nostalgia, a veces con rabia; otras veces, solo hay un lamento desesperanzado ante la destrucción, la desaparición de todo un mundo. La resistencia de todos estos personajes, como Arturo Cova en La Vorágine, el médico y el coronel en La hojarasca o el protagonista de El coronel no tiene quien le escriba, es a veces quijotesca y otras veces trágica; de todos modos, se trata de tomas de posición críticas y rebeldes ante su momento histórico.
A esto se debe el rechazo del mundo por parte de Arturo Cova. No se trata de una mera pose de un vate que imita actitudes de moda, así el decadentismo finisecular y el dandismo estén en el aire. Sin embargo, de ninguna manera pueden ser la única explicación de la crisis existencial y la rebeldía del protagonista. Arturo Cova vive en carne propia las consecuencias de la extrema descomposición social provocada por la modernización del país en el contexto de una modernización incompleta y “postergada” (Rubén Jaramillo Vélez); y también por circunstancias propias de Colombia, recién sacudida por innumerables guerras civiles y por la Guerra de los Mil Días. El propio Cova, con su personalidad tan contradictoria, es producto de esta época revuelta. No podemos interpretar al protagonista, con cierta seudocrítica feminista, como un caso más de “irresponsabilidad afectiva”, la “nueva” ocurrencia retrógrada, esta sí que irresponsable, de un feminismo que cae en el moralismo anacrónico y pacato de las convenciones burguesas contra las que, hace más de un siglo, se rebelaba Arturo Cova.
La selva, lejos de presentarse aquí como un refugio de la civilización, pues, como constata el desengañado Cova, nada tiene del cliché de la naturaleza como idílico y protector locus amoenus, es un cronotopo donde se exacerba la crisis y se ponen de manifiesto las incoherencias y contradicciones de esta sociedad cuyo tejido está profundamente dañado. La misma condición humana se ve aquí puesta en aprietos, llevada a sus límites, obligada a revelar su esencia. Por eso, con dureza extrema, el cronotopo de la selva aterriza al protagonista y lo obliga a arraigar en la realidad desnuda de todo halo poético, una verdadera cárcel, que no permite ver el cielo. En sentido figurado, también, pues sofoca, frustra las aspiraciones e ideales de Cova, a la vez que lo conecta con la tierra. Así, el cronotopo de la selva aporta en la novela un nuevo sentido de lo salvaje y bestial, diferente del que Cova conoció en los llanos que, pese a sus escenas brutales, quedan dentro de lo histórico y lo humano. En cambio, la selva es monstruosamente eterna, en este sentido, sin remedio: uno de estos cronotopos, tan latinoamericanos (desde la Comala de Rulfo, hasta la Bogotá de finales del siglo XX de Antonio Caballero) que, pese a estar inscritos en la historia, permanecen sin embargo al margen, intocados por el cambio, por el devenir esperanzador. No la humaniza el paso del tiempo, la nostalgia por lo efímero y perecedero. La libertad del espíritu, posible bajo la inmensidad del cielo llanero, se frustra en la cárcel de la selva que condena el cuerpo y el espíritu a la esclavitud perpetua, desesperanzada.
Arturo Cova sale de la ciudad problematizando, de forma bastante narcisista, su destino individual y acaba viviendo en carne propia las desgracias del otro, de los atropellados a los que les da voz. No se suele reparar en que, dentro de la novela, el manuscrito de Cova pertenece al género autobiográfico, que cierra con el lector un pacto de autenticidad y sinceridad, así como lo planteó Philippe Lejeune. Este pacto explica el tono confesional, libre de censura y autocensura, cercano al discurso psicoanalítico, que se impone, sobre todo, en el comienzo de la novela. El hombre ávido de realizarse, que se ve siempre de manera autocrítica, se pregunta cómo vivir plenamente, de verdad, está en busca de autenticidad, así muchas veces no consiga librarse de la pose y lo veamos en hipóstasis poco auténticas, como le ocurre a todo sujeto que asumió el reto de dar la batalla por construir su verdadera identidad, por saber quién es, como decía Don Quijote.
Al avanzar la novela, el tono se modifica de acuerdo a las experiencias y a la evolución del protagonista-narrador: abandona el intimismo inicial, que captaba la realidad social como pálido trasfondo, como ecos en la psique atribulada de Cova y enfoca, siempre desde la mirada interior, pero ahora en primer plano, la tragedia humana y nacional. Aquí, desde el punto de vista del arte narrativo, se usa una técnica similar a la de Bolaño en Los detectives salvajes, donde la voz de un yo, que empieza dando cuenta de sus percepciones estrictamente individuales, en unos apuntes para el diario, abre su ángulo como un abanico que se despliega hasta llegar a dar voz a toda una generación de individuos que se apoderan de la primera persona diciendo, cada uno a su turno, “yo”. De manera que, este sujeto que mira y percibe también se vuelve colectivo y así deja de ser un filtro demasiado reductor, consigue expresar a toda una comunidad, como ocurre también en La Vorágine, novela de asombrosa actualidad.
Desde luego, como personaje novelesco que es, no conviene idealizar a Arturo Cova, pero tampoco despojarlo del carácter excepcional típico del héroe problemático que es todo protagonista de una novela genuina. Entonces, el lector contemporáneo, si es sensato, entenderá que no lo puede medir con el rasero de unos discursos ideológicos de ahora, más aún cuando se trate de los que vienen con fecha de vencimiento muy cercana: discursos de la corrección política de hoy. So pena de hacer el ridículo, al tratar de convertir a Arturo Cova en banal abusador, quizás incluso de proponerlo para un disciplinario por violencia de género y comportamiento inadecuado, no incluyente. Pese a los defectos que pueda tener y a los comportamientos inesperados, —“inadecuados”, se diría hoy— el protagonista tiene su grandeza humana, la cual viene ya inscrita en el personaje, así como es evaluado y plasmado por su autor. Su carácter demoníaco, problemático (diría Lukács), le aporta a esta gran carga vital que tan profundamente había movido a Quiroga.
Lejos de poder abordarse desde modas críticas y culturales que desembocan en la conceptualización insuficiente y tambaleante de los actuales protocolos para crear falsa seguridad (como los, muy de moda, para prevenir y atender los casos de violencia de género), la “violencia” del protagonista de La Vorágine tiene un origen y unas connotaciones totalmente diferentes, que lo acercan a la gran familia espiritual que formarían muchos de los solitarios irredimibles de Quiroga, personajes igualmente inolvidables y excepcionales. En su caso, esto los conduce, a veces, a gestos y reacciones exagerados, desmedidos y a decisiones extremas que, desde la moral común podrían percibirse como “violentos”: no se trata de una naturaleza realmente violenta, hosca, sin pulir, la ausencia de educación o la falta de sensibilidad, sino, de alguna manera, de todo lo contrario. Los “duros hipersensibles” (Leonor Fleming) de Quiroga, nota bene el oxímoron que los define, suelen ser personas muy cultivadas y sensibles, y por eso también muy problemáticas que, ya en los albores de la modernidad, están de vuelta de las promesas modernas y, en especial, de vuelta de la así llamada “civilización”. Únicamente por esta razón y como consecuencia de alguna crisis existencial y de alguna decisión extrema, son “ex hombres” y parecerían ser unos fracasados: por ser precisamente muy valiosos, y no por carecer de virtudes. Despreciaron todas las bondades y los halagos de la vida exitosa y holgada en alguna capital del mundo occidental y, teniéndolo todo para triunfar en la sociedad, se negaron a hacer “méritos”.
Mientras más se estudian los perfiles de la verdadera galería de personajes “náufragos”, exiliados, desterrados que, a su manera nómada, se quedan para siempre en Misiones, mejor se alcanza a vislumbrar que detrás de su aparente violencia y rudeza se esconde una exigencia ética para la cual la modernización incipiente —esta sí salvaje, violenta— no tiene una respuesta satisfactoria. Estos personajes que, de forma literal y simbólica a la vez, se instalan a vivir en la precariedad misma, hacen de la propia intemperie desabrida de Misiones, con sus permanentes peligros mortales, su patria y su casa. En realidad, niegan, desafían la civilización y las bondades del incipiente capitalismo, un capitalismo salvaje. Y no son otra cosa sino críticos de la modernidad, que se sitúan a la vanguardia, son visionarios, porque, desde su perspectiva periférica, reivindicando la “barbarie” del Tercer Mundo, alcanzan a vislumbrar la cara oscura de la modernidad. Mucho antes de que su crisis se haya hecho manifiesta, en un momento histórico en el que se muestra preponderantemente su cara luminosa, sonriente, seductora. Niegan todos sus favores y comodidades, promesas de bienestar y parecen buscar adrede precisamente lo contrario. Como hizo Quiroga mismo, al que más de un contemporáneo o de un biógrafo de poca sal en la mollera tomó por vulgar aventurero, en sentido épico, o directamente por un loco que buscaba sin cesar su muerte o su desgracia.
Obviamente, Quiroga y muchos de sus personajes, que encuentran en Misiones un hogar acorde con su experiencia de vida y su estado de ánimo, no buscan la muerte, sino la vida verdadera. Lo que desprecian es la vida falsa, la realidad convencional, llena de burocracias y protocolos prometedores de una seguridad aparente y de una comodidad que son, en realidad, necesidades creadas. Lo que rechazan es la vida convencional, sin retos, falta de autenticidad. Quieren huir de lo tibio que, en este sentido, se convierte en todo lo opuesto a la vida verdadera, plena, intensa de la cual es imagen la naturaleza indómita, peligrosa, que pone a prueba, a veces mortal, al ser humano, y elimina, descarta, como en una clase de selección natural, al flojo no tanto como al menos dotado físicamente, sino sobre todo al débil éticamente: al ser frívolo, no comprometido con la vida, al que es incapaz de asumirse, ser sincero y tomarse la vida en serio, al que prefiere apuntarle a una felicidad inauténtica, superficial, material.
En cambio, cuando los seres auténticos chocan con la realidad grandiosa, aunque despiadada de la naturaleza salvaje, es decir, en un sentido más amplio, con los obstáculos y dificultades de la vida, entienden que es para medir sus fuerzas, enfrentarlos, forjar su carácter, crecer. Pero, sobre todo, para vivir de verdad, exigirse, vivir intensamente, llevando la vida al extremo, allá donde se toca con la muerte. Tantear estos límites es el sentido profundamente ético, nada ligero, de muchas supuestas “aventuras”, pues se trata de exponerse para desafiar a la vida misma, de ponerla en peligro como consecuencia de una autoexigencia ética, de un ideal ético que llega hasta la locura, mejor dicho, la locura de retar a la vida. Así, la vida a la intemperie, desprotegida, en desamparo y precariedad, se vuelve metáfora de la condición humana. Esta, igual que la selva, es ambivalente: fascinante y terrible, atractiva y repugnante a la vez. Por esta razón, en Rivera, igual que en Quiroga, hay una visión de la violencia que debe ser matizada, porque no se agota en la frívola avidez de sensaciones de una sensiblería romántica. La “violencia” sui géneris de la que se trata no es en absoluto ideológica, en el sentido maniqueo del término: como la propia condición humana, no es ni “buena” ni “mala”.
Desde este punto de vista, la actualidad de las propuestas de Rivera y de Quiroga es impresionante. Hace pocos años, en un momento álgido, de gran crisis y encrucijada política, social, ética del país (2016), Fernando Cruz Kronfly les hablaba a los estudiantes de la Universidad Nacional de Colombia del sustrato antropológico e ideológico de la violencia, en una reflexión que luego se ha convertido en el ensayo que da título a su último volumen: La condición humana. Tierra de nadie. Recordaba allá el ensayista colombiano de la naturaleza animal que, junto con la civilización, segunda naturaleza elegida, es la materia inestable y contradictoria de la condición humana, siempre propensa al desequilibrio. Inscritos, pues, en la propia condición humana, la pulsión de muerte y el instinto violento que empuja a pisotear al otro por acumular más poder, están siempre allí, al acecho. En su lucha por el poder, las diferentes narrativas ideológicas tratarán siempre de cooptar estas fuerzas ciegas y, al mismo tiempo, de disfrazar y justificar su salvajismo con relatos otorgadores de legitimidad, procedentes de la naturaleza “civilizada” del hombre. Con más razón si se trata de discursos vaciados de real facultad crítica, que se vuelven retóricos y basan su éxito en la capacidad de convocar masivamente con palabras vacuas, que solo producen ecos, apelando tramposamente a la empatía y muy a menudo al odio, a las bajas pasiones. Es ahí donde la “civilización” no acompañada por la ética empieza a despertar sospechas; desde el discurso “legal”, pero inhumano y, en última instancia, ilegítimo de Creonte, que le niega a Antígona su derecho natural a dar sepultura a su hermano y hasta la polémica entorno a lo legal frente a lo legítimo a la que dio pie, aquí y ahora, la elección amañada del rector de la Universidad Nacional de Colombia.
El problema de la autenticidad y la modernidad es igualmente actual y está presente en la mejor literatura latinoamericana contemporánea. Como muestra bastarían, quizás, los formidables personajes creados por el gran caricaturista y novelista colombiano Antonio Caballero, autor de la novela Sin remedio. Los exponentes del grupo artístico Los Auténticos resultan ser una gente del lugar común, tan “auténticos” como sin remedio. Su autor se permite elevar la falta de autenticidad a categoría imprescindible para entender a Colombia, de la cual resulta siendo, paradójica e irónicamente, la principal seña de identidad. Una evaluación muy afín y no menos mordaz hace Juan Villoro de la autenticidad y la identidad de su México contemporáneo. Paralela a cierta forma de autenticidad, resultado del pleno reconocimiento del individuo, la modernidad trae también la falta de autenticidad: el deseo mediado, impuro, el simulacro, el falso, la copia, el kitsch. El fenómeno llega a ser todavía más complejo en la periferia, en este caso, en América Latina.
De todos estos matices se tiñe la violencia, tanto en la vorágine de Rivera, como en la selva misionera de Quiroga. Y por esta razón, la violencia aquí constituye un asunto complejo, filosófico, profundo, que se relaciona directamente con el meollo de la apuesta de cada uno de los grandes escritores. No puede ser simple materia documental, de disertación para antropólogos, sociólogos, historiadores, ni simple materia de la curiosidad de un público internacional que sigue con avidez las emisiones de divulgación de Discovery o del History Channel. Ahora sí se vuelve inteligible el carácter contradictorio de estos personajes, de una aspereza y extravagancia que esconden seres excepcionales, muy sensibles (no sensibleros, ni moralistas, sino de una sensibilidad auténtica, profunda), singulares, incomprendidos, muy necesitados de afectos, en medio del desamparo emocional que también viven.
Además, al parecer, esta clase de protagonistas permite abordar una problemática social e histórica todavía muy actual, que es clave en América Latina, pues de la misma familia son los personajes “fracasados”, reverso del ideal gringo del winner, en la obra de Ricardo Piglia. Algunos de ellos son exiliados y si bien europeos, son europeos marginales, de Europa Central. Es decir, seres que también viven desde la periferia los procesos de la modernidad y la modernización. A diferencia de Occidente, que está en el centro, Europa Central, por toda su historia, es “Tercer Mundo”, al igual que América Latina. Notemos, además que, en buena parte gracias al protagonismo ineludible de los individuos de excepción, esta problemática latinoamericana candente no se aborda como en sociología o historia, sino que, con los medios propios de la literatura, se plantea desde un ángulo mucho más humano.
El perfil de Arturo Cova es de la misma gran familia. Comparte, por supuesto, más rasgos con los protagonistas de Quiroga, que le son contemporáneos, si bien, su circunstancia inmediata es diferente y también lo es su carácter. El carácter fuera de serie de Arturo Cova se plasma en La vorágine también a través de su condición de escritor, de poeta, dato que las lecturas literales tienden a pasar por alto. Mejor dicho, segundo dato relevante que pasan por alto: no solo ignoran que el autor de la novela es un escritor, sino también que el protagonista de la misma es igualmente un escritor.
Tanto La vorágine como los cuentos misioneros de Quiroga aparecen en pleno auge del modernismo, en sus respectivas zonas culturales, pero ambas propuestas participan de este movimiento estético de forma crítica, van a contracorriente, son disidentes de la tendencia estética triunfante, a menudo convertida en frívola y vana moda de salones. Tendencia que parece sintetizar, en el campo de la literatura, precisamente aquellos aspectos de la modernidad que no acaban de convencer a nuestros autores. La fascinación modernista por los artificios verbales y formales, por el exotismo y el preciosismo correspondería, en la esfera social, al bienestar, la comodidad y el lujo con que seduce la modernización. Es decir, la civilización técnico-instrumental, que se desprende y deshace del incómodo pensamiento crítico y ético, los cimientos de la modernidad. Profundamente atraídos por el mundo esencial de la selva, ambos autores miran escépticos y descreídos estas promesas que acaban en “ismo”, cuya autenticidad les parece sumamente dudosa, mientras que, al pretendido carácter “innovador” le ven ya cercana la fecha de caducidad. Tanto Rivera, como Quiroga no solamente eligen no estar de moda, sino que asumen todo lo que implica ir a contracorriente.
Desde luego, la escritura de La vorágine lleva en su epidermis el sello de la época; algo de la retórica modernista, que está en el aire, se le adhiere y es, quizás, precisamente lo que no le facilita la lectura al contemporáneo. Sin embargo, más allá de esto, el carácter profundamente innovador de la novela la hace también muy actual y vigente, todavía, en su propuesta auténticamente original. El subgénero de la novela de artista vuelve a resurgir con el modernismo, pero Rivera rompe todos sus tópicos y lo reformula de manera tan radical, que para los contemporáneos se vuelve irreconocible. Por eso en la época no se habla mucho de La vorágine como novela de artista. Y hoy, menos. Porque Rivera plantea al artista desde otra concepción, asombrosamente moderna. Lo sitúa en un entorno insólito y en una relación con la trama que no era la habitual para el género, en una posición activa, vital y no contemplativa, de espectador. El artista concebido como hombre de carne y hueso que vive y mira la vida poéticamente, y no como un profesional de la escritura, es una visión que sorprendió al público internacional y pareció muy novedosa en 1998, cuando aparece la gran novela de Roberto Bolaño, Los detectives salvajes. Sus protagonistas, los poetas “salvajes”, son, en este sentido, descendientes de Arturo Cova.
La visión no era tanto “novedosa” como original, al proponer una muy oportuna reivindicación contemporánea del espíritu romántico que reacciona críticamente ante los abusos de la civilización y de la razón, en la modernidad incipiente. La razón que pretende torpemente violar todo secreto y alumbrar todo misterio de la vida. Bolaño reconecta con una tradición vital de primera importancia en América Latina y, a través de ella, con nuestros dos grandes autores de comienzos del siglo XX, cuya actualidad, por esta misma razón, sentimos tan potente. Más allá de tendencias literarias y de modas, los nutre una misma savia: la vida auténtica, que se burla del formalismo convencional, inepto y vacío; la vida a la intemperie, que desdeña al pretencioso pero encerrado, reciclado aire de salón.
Todos estos grandes creadores latinoamericanos que, desde su época y sus coordenadas geográficas, ponen en tela de juicio la civilización y sus degeneraciones en formas vacías, igual que el discurso oficial, conectan, a su manera, con la tradición milenaria, de inapagable vitalidad, del carnaval, así como lo estudia Bajtín para el caso de François Rabelais. Su visión “grotesca” del mundo es siempre dual, ambivalente, con lo cual se logra evitar tanto el idealismo como el maniqueísmo del pensamiento esquemático, reductor, estancado, dogmático en el que derivó el culto incondicional a la razón. En lo grotesco premoderno, que no traiciona la vida, también está el perpetuo movimiento, el reciclaje continuo: concebir la muerte embarazada de vida y la vida embarazada de muerte es acoplarse a los ciclos de la naturaleza, en su permanente renovación. Ciclos que el hombre “civilizado” viene a trastornar.
Todo esto también está en la opción y la fascinación por la selva y lo salvaje. Lo cual no quiere decir que todos estos protagonistas “salvajes”, de ayer y de hoy, a los que hemos venido invocando aquí, no sean, al mismo tiempo, hijos de su época. Arturo Cova, igual que los protagonistas de los cuentos de Quiroga, es un hombre moderno que no traga entero, en el sentido de la “madurez viril” de la que trata Lukács, un hombre dotado de pensamiento crítico. Su actitud crítica frente a la modernidad no lo vuelve antimoderno; al contrario, confirma su mentalidad moderna, crítica y autocrítica, de libre pensador. En cambio, los críticos que lo suelen malentender se sitúan en una posición furibunda, obcecadamente antimoderna, desde la cual acaban, en el mejor de los casos, tirando el niño con el agua del baño. Sin embargo, la mayoría de las veces, tiran el bebé y se quedan postrados, adorando, fetichizando y tan a gusto en el agua sucia.
Muchos problemas de recepción que llevan a malentender totalmente al protagonista y a la propia novela surgen como consecuencia del aligerar y reducir indebidamente, convirtiéndolos en etiquetas, conceptos complejos, que distan de ser unívocos, como es aquí el caso del romanticismo. Sin duda, Arturo Cova arrastra ciertos clichés de un romanticismo degradado, pero no por eso deja de ser rebelde, cuestionador, siempre roído por el descontento, en el espíritu del romanticismo crítico muy auténtico y siempre vigente del que ya hemos hablado. En este segundo sentido, desenterrado a finales del siglo XX por Bolaño, romántico se vuelve sinónimo de escritor auténtico que vive de manera poética, a diferencia de los demás mortales. Entonces, “héroe romántico”, lejos de agotarse en el lugar común anacrónico, significa también todo lo contrario: un héroe que encarna, bajo una forma histórica, al hombre universal que todos llevamos adentro. Y a la vez, al colombiano por excelencia. El personaje de Arturo Cova siempre conserva esta dualidad, tan colombiana, de la pasión romántica, con su cara positiva, luminosa, del impulso y la energía vital, pero también de su revés degradado, de “mentira romántica”: la pasión vacía, corrupta y dañina, reducida a la pose, al gesto convencional, al arrebato teatral y caprichoso. Culto a la pasión mitificada que no tardaron en reeditar y explotar los discursos oficiales y propagandísticos, como los que se sirven, todavía hoy en día, del lema biempensante “Colombia es pasión”. Por eso el lente de la ironía y autoironía crítica a través del cual se le enfoca a menudo al protagonista no lo degrada de manera unívoca, lo humaniza y enriquece. A veces su actuar es quijotesco, pero no ridículo a secas. Su arrojo también lo emparenta a Don Quijote y no al vulgar aventurero. Y la novela de Rivera es, como toda obra literaria auténtica, tan local como universal e imperecedera, pues capta en profundidad la idiosincrasia de la sociedad colombiana y los problemas endémicos de su historia.
Y, para coronar la faena, contradiciendo toda razón biempensante y contrariar, un poco más, los lugares comunes de los enfoques culturales y decoloniales: parece que de lejos se ve mejor. Eduardo Becerra, desde la lejana metrópolis, ve con claridad envidiable lo que de cerca se nos empaña. A diferencia de quienes no ven al protagonista por culpa de los árboles, Becerra lee, ya en la primera frase, que la novela tiene un proyecto distinto del realismo documental. En estudios anteriores, como historiador de la literatura, el crítico español ya había advertido sobre el desenfoque que produjo en el discurso historiográfico latinoamericano el fenómeno heteróclito, más bien extraliterario, del boom, que llegó a distorsionar todo nuestro panorama: no solamente afectó a los sucesores, sino también a los predecesores. Corrige la lectura errónea de quienes, como Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes, desde un discurso más propagandístico que crítico, condenaron en bloque a toda la novela latinoamericana anterior al boom, considerándola mero documento y restándole mérito estético. Y en especial, su interpretación de La vorágine, citando la última, breve frase que cierra la novela: “¡Los devoró la selva!”. Es el ejemplo que ambos exponentes del boom eligen para ilustrar lo que les parece típico de la “novela de la tierra”.
En el recién aparecido Atlas de literatura latinoamericana (Arquitectura inestable), editado por Clara Obligado, Becerra conecta este final con el principio para demostrar todo lo contrario: que, con este inicio y este final en absoluto propios del realismo de poco vuelo, la novela tiene sin duda un alcance y una intención muy diferentes. Tanto más preocupa que la mayor parte de la crítica académica actual, en vez de corregir el desenfoque que hemos heredado, regresa a un pasado decimonónico, desprovista de mirada auténticamente crítica.