Las florecillas del césped

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«Las florecillas del césped» es un ensayo sobre Antonio Alatorre (1922-2010) escrito hace dos o tres años, con el objeto de saldar una deuda personal con un autor que considero uno de los mejores prosistas, y uno de los mejores escritores mexicanos de la primera década del XXI. Alatorre desplegó una intensa actividad literaria en los años finales del siglo pasado y durante la primera década del XXI. Publicó los que me parecen textos fundamentales para situarlo como una «figura olvidada» de nuestra literatura, en parte debido a una decisión propia. Durante años, que coinciden con la segunda mitad del siglo XX, Alatorre se consideró a sí mismo un estudiante, un profesor, un filólogo y un traductor que de cuando en cuando incursionaba en la crítica literaria. Vivió, por así decirlo, a la sombra de sus contemporáneos Rulfo y Arreola. De este último fue incluso uno de sus grandes amigos. Después de la muerte de Arreola, y esto es algo que podrían corroborar o comentar de una manera mucho más precisa los estudiosos de su vida y su obra, Alatorre empezó a considerarse a sí mismo dueño de una obra literaria que había que dar a las prensas. No sé si se consideraba a sí mismo «grande» como autor o como prosista. Sin embargo, sí sentía el prurito de publicar —o de republicar— lo que hasta entonces se había dado a conocer en publicaciones para especialistas, como la NRFH que él fundó y dirigió durante años. Pensaba que sus trabajos de investigación podían interesar a un público mayor. Fue entonces cuando lo conocí y lo traté. Poco y superficialmente, a mi pesar, pues conocía el valor de su obra y lo admiraba profundamente, ya desde entonces. Mi encuentro con Alatorre no fue feliz: no era una persona sencilla de trato. Pero hubo momentos clave en esa relación fugaz que me dieron la medida del escritor y del hombre que fue. «Las florecillas del césped» es un ensayo que forma parte de Historias, que próximamente será publicado por la Secretaría de Cultura y el INBAL luego de haber recibido el Premio Bellas Artes de Ensayo Literario José Revueltas 2021. Pero sobre habría que resaltar la coincidencia, que no tenía en mente cuando escribí estas páginas, con el centenario del nacimiento de Alatorre, que algunos discípulos, estudiosos y admiradores de la obra de Alatorre han celebrado con absoluta justicia en semanas recientes.

En un artículo publicado en Paréntesis (núms. 9-10, pp. 29-39, abril-mayo de 2001), Antonio Alatorre hace un retrato de sí mismo caracterizándose, antes que nada, como un “filólogo”. Más allá de dar una versión de su oficio, que no es otro sino el de un amateur “de la lengua”, don Antonio esparce en su texto indicios suficientes para construir una pequeña autobiografía. La mayoría de las autobiografías están escritas con “la mano izquierda”, es decir, atenúan entre sus líneas una razón secreta, un motivo justificatorio; me parece que este pequeño y sabroso texto de Alatorre sobre la naturaleza de su oficio no es la excepción a la regla. En estas páginas, Alatorre hace una confesión que podría parecer asombrosa: “Hasta 1979 yo no había escrito sino artículos, publicados en varias revistas. Mi primer libro fue ese, Los 1,001 años, que, como dije, hizo algún ruido”. En 1979, Alatorre tenía 57 años (había nacido en Autlán de la Grana, Jalisco, en 1922). Es conocido de sobra que fue compañero de generación de Rulfo y Arreola; de este último, fue íntimo amigo desde su primera juventud. Juntos hicieron una revista, Pan, donde Alatorre, amén de notas sobre libros, publicó poemas. Al término de la guerra cristera, la misma que llevó a Juan José Arreola a interrumpir su escuela para empezar, como dijera Bernard Shaw, su “educación formal” (en una imprenta, donde leyó, por su cuenta y riesgo, a Rilke, Baudelaire, Kafka y a quienes él consideraba los fundadores de su prosa); al término de la guerra, pues, Alatorre ingresó a un seminario, donde aprendió griego y latín y a tocar el piano (más que el piano, como él decía, “las sonatas de Haydn”, que nunca podría ser poca cosa). Alatorre, en la época de la revista Pan y en sus años posteriores, como corrector de pruebas y traductor en el Fondo de Cultura Económica, era ya uno de los hombres mejor dotados para el ejercicio de la literatura que hubo en México durante la segunda mitad del siglo xx.

No recuerdo el año en que me topé con un ejemplar de ese libro en los estantes de la librería “Daniel Cosío Villegas” del Fondo de Cultura Económica. Debió ser en el 87 o en el 88, cuando tenía 15 o 16 años e iba en la preparatoria. Mi tío Agustín me había recomendado con el señor Juan José Utrilla, que era marido de su entonces secretaria en el Banco de Comercio Exterior. Así pues, un día visité al señor Utrilla en las oficinas del Fondo, que todavía se encontraba en la Avenida Universidad, y durante un periodo breve me convertí en un asiduo visitante. Gracias a la recomendación de mi tío, con su descuento de 40 por ciento el señor Utrilla me compró algunos libros. El Diccionario de filosofía de Nicola Abbagnano (en esa época, quería ser filósofo) y aquel “primer libro” de Antonio Alatorre, Los 1,001 años de la lengua española. (Recuerdo todavía con cierto detalle que el señor Utrilla me condujo por un pasillo, secreto y desvencijado [una escalera en realidad], que comunicaba las oficinas con la librería; eran aún las beneméritas oficinas del Fondo, donde había despachado José Luis Martínez y donde en aquel entonces despachaba don Jaime García Terrés. “Don Jaime llegaba después de las once, encendía un puro y abría delante de sí un ejemplar de Le Figaro”, me confió Utrilla años después, cuando el reinado de don Jaime había llegado a su fin. ‘Reinado’ porque, según las estimaciones que se hicieron en los años posteriores a su administración, para publicar todos los libros que había contratado don Jaime hubiera sido necesario que el Fondo produjera un libro por día; y aun así quedaría debiendo…)

En su autobiografía de bolsillo, Alatorre recuerda dos querellas que modificaron su trayectoria y provocaron en él sendos derramamientos de bilis. La primera fue en realidad un ataque de Gabriel Zaid, que se produjo cuando se publicó la primera edición de su libro. Cuenta Alatorre: “Los 1,001 años fue reseñado inmediatamente por Gabriel Zaid, que dijo algo que me hizo gracia, y que resumo: ‘Es curioso lo que sucede con Alatorre: publicó hace poco un libro disfrazado de artículo de revista, y ahora publica este otro, disfrazado de álbum o bibelot, de esos que se exhiben en la mesita de la sala para impresionar a las visitas. […] Yo, después de leer con trabajos menos de la tercera parte, cerré el libro para nunca más abrirlo’”.[1] Cuando Alatorre escribe “algo que me hizo gracia” debemos leer: “algo que me derramó la bilis”, algo que caló tan hondo como para traerlo a cuento 20 años después. La venganza se sirve en un plato frío, dice el refrán.

Detrás de cada línea, detrás de cada texto, hay una historia íntima que necesariamente desconocemos y que, a veces, por circunstancias de la vida, nos es dado atisbar. Conocí a Antonio Alatorre a finales del año 2000. El cuento no es demasiado largo, y quizá convenga contarlo en este lugar. Un día, Aurelio Asiain se presentó en las oficinas de la editorial Aldus, donde yo trabajaba entonces, para proponernos, al señor Sordo y a mí, la publicación de un hermoso libro de Alatorre que estaban formando en Paréntesis (una revista que no tenía funciones editoriales); necesitaban un coeditor —un socio capitalista que sufragara los gastos de la impresión; pero sobre todo: un sello— y nosotros accedimos de inmediato. Para brindar por el acuerdo, y conocer a don Antonio, organizamos una comida en un restaurante polaco que se encontraba en las calles de Michoacán y Amsterdam, en la colonia Condesa. La conversación fluyó a las mil maravillas y llegó un punto en el que don Antonio, ya con algunas copas de vino, nos contó la historia de Los 1,001 años.

Alatorre, como su nombre lo indica, era un señor alto y fornido. Sus manos eran las de un labrador, grandes y rústicas, y su voz, áspera y cavernosa. La expresión endurecida de su rostro se acentuaba por el tamaño de una nariz enrojecida, quizá por la constancia con que se la tocaba con las manos para intentar disimularla. Casi no tenía pelo, pero el que le quedaba le caía sobre el cuello de la camisa, como el telón anárquico y anacrónico de un juglar extraviado en un siglo que no le correspondía. Porque eso hubiera querido ser Alatorre: el oficiante de un mester, la poesía y la música, que conocía mejor que nadie (nadie igualaba el conocimiento que llegaron a tener Tomás Segovia y Antonio Alatorre de las posibilidades métricas y rítmicas de la lengua española en ambas orillas del Atlántico). Pese a todo el respeto y la distancia que podía imponer, Alatorre era un hombre dado a la efusividad de la confesión, y el el vino nos había preparado para eso, el vino y el anochecer paulatino (la comida había comenzado a las dos, y la conversación se había prolongado hasta la hora del crepúsculo). Se extinguió la luz del día, y los meseros encendieron las luces tibias del interior del restorán. El maestro Alatorre se despojó de su dignidad de erudito y nos habló de las dificultades económicas que enfrentaba hacia el 77 o el 78, después de haberse separado de su familia a raíz de una poderosa revelación que cambió su vida y que fue producto de un psicoanálisis al que se había sometido en la época en la que era profesor invitado en la Universidad de Princeton. “Era maravilloso”, decía el viejo maestro, convertido entonces de nuevo en joven por el brío con que contaba sus anécdotas, “porque no sólo experimentaba con algunas drogas, entonces muy de moda, sino que, bajo los efectos del psicotrópico, me hacía mirar las portadas de algunos discos, que se habían diseñado para ser vistas precisamente bajo los efectos de una droga”, decía, sin dejar de gesticular con las manos, en el mismo tono conversacional que adquirían sus mejores escritos, los mismos que, según yo, estaba produciendo en esas fechas, que se correspondían a los últimos años de su vida. “Entonces llegó la invitación para escribir Los 1,001 años de la lengua española. Era un proyecto de Manuel Espinosa Yglesias, dueño de Bancomer en aquel tiempo. Beatrice Trueblood era su brazo ejecutivo. Fue ella quien me contactó. Y así empezó: Beatrice Trueblood de cuando en cuando me visitaba en mi casa, para saber cómo iba el proyecto, y me encontraba indefectiblemente en las mañanas, fumando mota. Me regañaba. Y yo le respondía: ‘¡Pero Beatrice: la cucaracha, así, sin nada, no puede caminar!’ Se enojaba y se iba. Pero yo me iba a acostar en las noches, y soñaba transiciones maravillosas que a la mañana siguiente había olvidado…”

Tomábamos, recuerdo bien, vino tinto húngaro, Egri Bikavér. ¿Cuántas botellas llevaríamos? No muchas, pero don Antonio estaba emocionado.

Entonces llegó al clímax de su relato: la influencia de lo árabe en el español… Y sucedió algo sorprendente: hablando de la Alhambra, y de la huella de lo arábigo en Andalucía, a don Antonio se le llenaron los ojos de lágrimas: comenzó a llorar. Fue conmovedor ver cómo a ese hombre tan recio se le quebraba la voz y rompía en llanto; era pura emoción, por algo tan remoto y al mismo tiempo tan presente; algo tan abstracto y al mismo tiempo tan concreto… Seguramente recordaba el dolor de haber perdido a una familia para comenzar una vida nueva y desconocida para él… Pero también y sobre todo era la resonancia de unas palabras —azahar, alhelí, tabique, alberca o alarife— lo que encendía en su alma el eterno resplandor de la belleza. El señor Sordo se levantó de su asiento y se acomodó junto a él, para darle consuelo como suelen hacerlo los niños en la escuela: “Don Antonio, ya no llore…”, le dijo. Y todos llorábamos con él…

ii

En su miniautobiografía, como hemos llamado a este artículo publicado en Paréntesis, que en realidad fue una conferencia que Alatorre impartió en El Colegio Nacional, un texto en el cual se revela como un auténtico gran escritor del idioma español, a diferencia de otros artículos suyos, donde no deja ser algo que también era: un docente y un investigador del más alto nivel, pero un docente y un investigador al fin; en ese artículo, pues, Alatorre se refiere a la querella que sostuvo con Octavio Paz a lo largo de años, pero que tuvo su origen en una publicación de Paz que le llevó muchos años de estudio y trabajo: su biografía de Sor Juana, Las trampas de la fe. La primera edición del libro de Paz se publicó en España y en México en 1982. En su autobiografía, Alatorre cuenta que Paz, durante el proceso de elaboración de este libro, es decir, poco tiempo después de publicada la primera edición de Los 1,001 años, solicitó que Alatorre leyera el manuscrito final. Alatorre hizo algunas observaciones, sobre todo en lo relativo a la interpretación del poema que se puede considerar, sin duda, la obra maestra de Sor Juana, el Primero sueño. En este poema, Paz observa la pertenencia de Sor Juana a lo que él, desde libros publicados al final de la década de 1960, había denominado “la otra tradición”; es decir, la tradición que aglutina un conjunto de saberes y tendencias del pensamiento occidental bajo el denominador común de neoplatonismo, y que se sostendría, sin solución de continuidad, hasta nuestros días, a través de corrientes como el romanticismo y el surrealismo. Alatorre no estuvo de acuerdo con la interpretación hermetista que Paz hizo del poema, y tuvo el atrevimiento de decírselo, así de llano y de claro como podía ser la mayor parte del tiempo. El desacuerdo entre el profesor y el poeta fue total. Sin embargo, Alatorre se empecinó en demostrar que Paz estaba equivocado, diciendo algo que seguramente ofendió hasta lo más profundo la vanidad de Paz: Alatorre dijo que Octavio “no había sabido escuchar” el poema de Sor Juana.

La remembranza que hace Alatorre de la escaramuza con Paz no carece de gracia. De hecho, podemos decir que la escribió con la elegancia y el venablo de la mano izquierda. Paz había muerto en 1998; en 2001 era posible —e incluso deseable— comenzar a ventilar ciertas cosas. En la autobiografía, Alatorre empieza por referirse a Zoilo, “un gramático griego” al que se le apodaba Homeromástix, es decir, “el azote de Homero”, por haber dedicado su talento literario a señalar los yerros que había cometido el poeta en la composición de sus poemas mayores. Evidentemente, al referirse a Zoilo, Alatorre se estaba refiriendo a sí mismo, por el atrevimiento en el que había incurrido al criticar la aproximación de Paz al Primero sueño de Sor Juana. “Así y todo”, escribe Alatorre, “en mi fuero interno de filólogo, y arriesgándome valientemente a que me tomen por uno más de los infinitos Zoilos que en el mundo han sido, estoy convencido de que mis críticas tienen sustancia. Y pongo un ejemplo concreto. Mucho de lo que Octavio dice en su libro sobre sor Juana acerca del Primero sueño me parece francamente mal. Octavio no ha sabido leerlo. En varios lugares es transparente su incomodidad. Sabe que el Primero sueño es la obra maestra de sor Juana. Lo dijo ella misma, lo dijeron sus contemporáneos y, después de un olvido de dos siglos, lo han vuelto a decir los lectores de hoy. Lo sabe, pues, Octavio, pero le pasa lo mismo que a Amado Nervo: la obra maestra de sor Juana le resulta difícil de tragar”. Y superabunda en los motivos de su desacuerdo: “El Primero sueño es un poema diáfano, perfectamente legible, a condición, eso sí, de estar uno preparado para leerlo. Y en cuanto a la imitación del lenguaje de Góngora, o sea la adopción y reelaboración de sus modos métricos y poéticos, es allí justamente donde radica la pasmosa originalidad de sor Juana” —es decir, en la copia.

La idea de una Sor Juana vinculada al neoplatonismo mediante una tradición que en el xvii había perdido la fuerza que llegó a tener en el siglo xv en Europa no deja de plantear una serie de interrogantes a las cuales podría sacárseles muchísimo jugo. Hasta qué punto Alatorre tenía razón en descalificar los “excesos” interpretativos de Paz no queda claro tras la lectura de las “Notas al Primero sueño”. Alatorre, de hecho, no elabora una síntesis interpretativa del poema sino que lleva a cabo una lectura, verso por verso, de la obra de sor Juana, haciendo gala, eso sí, de una erudición sin par, que lo mismo comprende, entre sus fuentes, las primeras ediciones españolas del poema que los refranes de su pueblo atendidos en su tierna infancia. Paz señala a Sor Juana como la primera voz disidente de América, y en su actitud frente a la Iglesia, la cultura y el mundo, no ve sino una emanación de lo que en ensayos anteriores a este libro había denominado como “la otra voz”. “…no pocas veces”, escribe Paz en la página 17 de su libro (Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, fce, 1982), “y casi siempre a pesar suyo, los escritores violan ese código y dicen lo que no se puede decir. Lo que ellos y sólo ellos tienen que decir. Por su voz habla la otra voz: la voz réproba, su verdadera voz. Sor Juana no fue una excepción. Al contrario: sus contemporáneos percibieron muy pronto, en su voz, la irrupción de la voz otra”. Paz, pese a reconocer en sí mismo un eslabón de esa tradición contestataria, era un escritor autoritario que no perdonaba que se le enmendara la plana; y Alatorre sin duda era un erudito que no admitía que no se reconocieran sus méritos, conquistados en ese campo de batalla que es el de la filología hispánica. Es probable que Paz actuara con una cerrazón que frenó la difusión de las ideas de Alatorre sobre el poema de Sor Juana, pero también es cierto que las admoniciones de Alatorre fueron motivadas por un celo muy propio de los temperamentos académicos: no soportó que Paz pisara sus terrenos. Por eso le asestó, si bien tímidamente, unos puñetazos que seguramente calaron en la víscera correosa de don Octavio.

La paradoja era grande: desde su juventud, Paz había sido un crítico implacable de los autoritarismos políticos que habían marcado la historia del siglo xx y que habían definido las formas en las que se había presentado, necesariamente, la insurgencia de las “otras” voces; me refiero, desde luego, a las voces de los poetas que habían resistido, y en algunos casos combatido, los regímenes autoritarios sanguinarios como el de la URSS o las modalidades de la censura que se presentaron en Europa y los Estados Unidos, para no hablar de América Latina, después de la Segunda Guerra Mundial. Paz se había pronunciado contra la masacre de los estudiantes en 1968 escribiendo poemas y escribiendo textos en prosa, pero también había renunciado a su puesto como embajador en la India; y era por tanto una paradoja que llegara a ejercer su poder como figura intelectual en México de la manera en que lo hizo, eclipsando las voces “disidentes” de Arreola o de Alatorre cuando estas no coincidían con la suya. Desde luego que estos eran asuntos menores que no hacen más que acentuar los asuntos mayores, donde la forma de proceder de Paz frente a sus “rivales” se volvía punto menos que odiosa. Al profesor Alatorre, uno de los más profundos conocedores de Sor Juana, seguramente le hubiera gustado tener otro tipo de diálogo con Paz, y esto hubiera sido mucho más provechoso para todos nosotros, no sólo para ellos. Seguramente Alatorre, de haberse dado las condiciones, hubiera escrito, a partir de sus notas, un magnífico ensayo sobre la significación del Primero sueño, demostrando ese apego y esa empatía con la musicalidad de Sor Juana del que habla en su texto sobre su oficio, la filología; pero no lo hizo, quizá porque le parecía que el trabajo que había realizado en ese sentido estaba bien hecho y no había necesidad de más; pero también y sobre todo porque no quería hacer más honda la herida y enemistarse aún más con el gigante poeta que aplastaba o desterraba a sus contrincantes. La pequeña venganza de Alatorre se produjo con el tiempo, cuando este dictó su conferencia sobre filología en El Colegio Nacional, uno de los foros donde Paz llegó a ejercer de mandarín de las letras en México, y poco después, al publicarla en Paréntesis, una revista que dirigió uno de los discípulos dilectos del propio Paz.

Todo en este mundo parece una cuestión de forma.

iii

Es verdad que Alatorre se descubrió a sí mismo como escritor a finales de los setenta, con Los 1,001 años de la lengua española, pero también lo es que la primera década del 2000 fue la más prolífica de su carrerca como tal. En 2001, el mismo año en que apareció Fiori di sonetti, se publicó un libro suyo de lo más curioso: El brujo de Autlán. Cuando lo leí por primera vez, en pruebas de imprenta, pensé que se trataba de la respuesta de Alatorre, bastante tardía por cierto, a La feria de Juan José Arreola, que no representa la única incursión de Arreola en la novela, como se ha repetido hasta el cansancio, sino la puesta en escena de la forma de hablar de la gente de Zapotlán el Grande.

Han pasado veinte años desde la primera edición de El brujo de Autlán, y ahora veo las cosas de manera diferente. En Alatorre no hay una recreación teatral o novelesca del habla de un pueblo de Jalisco, como sucede en Arreola, sino la puesta en perspectiva histórica de un personaje que vivió en el mismo lugar donde Alatorre nacería 300 años después. En La feria también conviven distintos tiempos históricos, que encarnan diferentes lenguajes y diferentes formas de ver y de entender el mundo —desde la periferia hacia el centro—, pero Alatorre carece de la vehemencia con la que procedía Arreola. Escudriña el fenómeno desde afuera y procede obedeciendo el dictado de una mente maestra, capaz de desmontar la maquinaria del reloj para reconstruirla de nuevo y acomodarla a sus propios intereses (la mente del detective es idéntica a la mente del criminal, salvo en un punto: el detective es incapaz de llevar a cabo el crimen, es decir, de dar el salto de la especulación a la acción). Marcos de Monroy, el brujo que vivió en Autlán de la Grana a finales del siglo xvii, se parece mucho a Alatorre. Si bien es cierto, sin embargo, que no podría hablarse de un desdoblamiento de la personalidad del narrador en su personaje, sí podría decirse que Alatorre siente una enorme simpatía por el brujo Marcos de Monroy. Puedo verlo desternillarse de risa cuando narra —o solapa, que en este contexto viene siendo lo mismo— las travesuras del brujo con mujeres casadas: con el pretexto de curarlas de los males que las aquejan, o con el de ayudarlas a seducir al hombre que aman, Marcos de Monroy se las ingenia para pervertir a sus “pacientes”, llevándolas a todas a la cama, ensayando las artes que ellas llevarán a la práctica en seguida con sus amantes. El brujo de Autlán podría inscribirse en los libros que rescatan y estudian las costumbres de un periodo donde la sexualidad era mucho más libre de lo que uno podría suponer a primera vista. Hace 20 años, cuando reflexioné por primera vez sobre El brujo y todo lo que rodeó su publicación, pensé que se trataba de una oportunidad perdida, que un escritor de raza hubiera ejecutado ese libro de otra forma y hubiera aprovechado esa historia para construir una auténtica novela que no sólo dialogara, sino que superara en estatura narrativa a La feria. Arreola no era un novelista, y La feria parece un tímido intento por aplacar las dificultades que una novela supone para un creador de miniaturas perfectas como son las piezas que componen el rompecabezas del Bestiario. Sin embargo, ahora que lo he releído y he releído todo lo que de Alatorre se encuentra en mi biblioteca, creo que la primera parte del Brujo no está mal y posee, de hecho, las características del último estilo de Alatorre, un estilo conversacional que quiere volver claro lo oscuro y sencillo lo complejo o complicado. Esa fue la misión que se propuso Alatorre con su prosa al final de su vida: desembarazar de su arrogancia el trabajo del filólogo para volverlo todo más claro.

El brujo de Autlán, en todo caso, habla más de Alatorre que del libertino y curandero Marcos de Monroy, cuyas prácticas no estaban tan erradas si pensamos que muchos de los males del cuerpo, y del alma, se curan a través del placer. Y yo me pregunto si Alatorre, profesor de filología, no era en realidad más dionisiaco que apolíneo. Seguramente era un poco de ambas cosas.

A lo largo de su vida, Alatorre se abrió a muchas experiencias. Habiendo nacido, como Arreola y como Rulfo, en un pueblo de Jalisco, presumiblemente conservador y de costumbres archirrígidas, se dedicó a la literatura, la música y el conocimiento de lenguas “muertas” como el griego y el latín. No obstante haber nacido en el seno de una provincia iracunda y agreste, abrazó un universo de matices, sutilezas y, en una palabra, “estilo”, como lo es el de la poesía de los siglos de oro; después de los 45 años, se inició en el descubrimiento de su propia sexualidad y, antes, a la exploración de su inconsciente a través de sustancias psicotrópicas. Y yo diría, sin ser un gran conocedor de su obra o de su biografía, que después de los 56 años se permitió una última posibilidad: la literatura. Habiéndola frecuentado durante toda su vida como espectador, es decir, como lector y comentarista en notas que iba acumulando en los márgenes y en los pies de los libros de su biblioteca, pasó a convertirse él mismo en autor. La transformación —mejor dicho: la apertura— se dio entre 1978 y 1979, cuando escribió Los 1,001 años de la lengua española. No fue algo programado, sino algo motivado por la simple necesidad: Alatorre recibió un encargo, necesitaba el dinero y escribió, en muy poco tiempo, un libro hermoso que cuenta la historia del idioma español. Alatorre decía que la particularidad de su libro se encontraba en haber sido escrita, esa historia, por primera vez en un país de América Latina. Pero la verdad es que el rasgo distintivo de su libro se encuentra en la belleza de su prosa, cuya sencillez es inversamente proporcional a la complejidad de su desafío. Un libro así requería de una erudición a flor de piel, pero sobre todo de un tacto muy delicado para afinar las rugosidades del tejido y establecer el tempo justo entre una y otra cima. En esa comida en el restaurante polaco de la colonia Condesa, Alatorre recordó que en aquella época soñaba transiciones magníficas entre un momento y otro, que olvidaba al amanecer; pero algo de los sueños quedó en la vigilia y ese libro se cumplió más allá de cualquier calificativo que su autor pudiera encontrar para describir ese periodo de gracia y “transición”. Porque Alatorre no era un hombre modesto: cuando quería serlo, se adivinaba la verdadera naturaleza de sus intenciones. Porque la modestia consiste precisamente en eso, moderar lo que verdaderamente se piensa de uno mismo. Y Alatorre no se pensaba en términos mezquinos.

Lo mejor de Alatorre como escritor no se encuentra, sin embargo, en las páginas de Los 1,001 años de la lengua española, su libro más famoso, sino en las que publicó posteriormente, en un plan mucho más modesto o menos ostentoso. En las páginas de la autobiografía publicada en Paréntesis, por ejemplo, hay una madurez en la forma de decir las cosas que no se encuentra en su trabajo anterior. Esto que he llamado “madurez” quizá sea una tensión escogida entre el lenguaje culto y el vulgar que tanto fascinó a Alatorre, probablemente por sus raíces provincianas. (Con “vulgar” se entiende lo relativo al vulgo y no lo grosero o burdo, aunque esto también cupo entre los motivos que provocaron la fascinación del filólogo frente a la historia de su propia lengua.) En los últimos escritos de Alatorre abundan los diminutivos, tan característicos del español de México, que quieren reflejar la “poca” importancia que le daba a su trabajo o el cierto desdén que en el hombre de letras debe inspirar el mérito de su obra. Este coloquialismo, que se produce cuando Alatorre se pone solemne, o presiente que está a punto de parecerlo, quiere simular el tono de una charla de café; a veces lo logra, pero otras esto no suena más que a impostación o falsa modestia. Alatorre pudo haberse convertido en uno de esos eruditos que han afinado el devenir de una literatura como la italiana o la inglesa con el sólo hecho de su existencia; pienso en dos ejemplos recientes: el de Giorgio Colli, en Italia, o el de George Steiner, en los Estados Unidos e Inglaterra. Pero Alatorre o no quiso o no acabó de creer nunca que ese mismo pudiera ser su destino. Así, prefirió la soledad de las separatas a la cual lo condenaban sus publicaciones en la Nueva Revista de Filología Hispánica, que fundó y dirigió con esmero durante veinte años. “Soy muy payo”, dijo cuando expuso las razones por las que no quiso acompañar a Manuel Espinosa Yglesias en su visita al rey Juan Carlos para entregarle en propia mano un ejemplar de la primera edición de Los 1,001 años de la lengua española. “Esas cosas no son para mí”, sentenció.

iv

Alatorre sí escribió una novela, y la tituló La migraña (Fondo de Cultura Económica, 2012). La pareja de Alatorre durante décadas, el artista visual Miguel Ventura, recuerda en un texto sobre el filólogo de Autlán de la Grana que Alatorre guardó y mimó durante años el texto de esta novela. Pero no la publicó en vida. La razón oculta tras esta demora era, desde luego, el pudor, el pudor de considerarse a sí mismo un filólogo, un “hombre de ciencia”, que no podía burlar las aduanas de la crítica como novelista. De hecho, el tema del pudor es el eje central de esta novela que trata, por supuesto, de un profesor que tiene una novela entre ceja y ceja, durante años, pero no se atreve a acometerla por miedo a no tener la pasta imaginativa del novelista.

Fuera de sus clases en la universidad de Princeton, donde a principios de la década de 1970 Alatorre trabajaba como profesor invitado, “me contaba del mundo de su infancia en Autlán, Jalisco, sobre literatura, su matrimonio en ruinas, sus hijos, sexo, de música y de mil cosas más. En nuestros largos paseos por Princeton, Antonio me comunicaba su intoxicación con las palabras y la propia celebración de alguien que acababa de descubrir la fuerza de su parloteo y de su balbuceo. Antonio fue un narrador nato”, recuerda Miguel Ventura sobre los inicios de su relación con Alatorre; y añade unas líneas más adelante: “Y, efectivamente, sí creo que por los años en que lo conocí tuvo una crisis o un ataque de ‘locura’, que no lo convirtió en novelista o cuentista sino que permitió que se diera una transición en su vida personal y que se alejara del mundo académico durante un rato. De esa manera pudo desarrollar y madurar a su debido tiempo su propia voz como escritor e investigador. Aun así, terminó de escribir una novelita llamada La migraña”.[2] Es una anécdota algo más que curiosa: el profesor de 50 años, con formación clásica en un seminario y estudios rigurosos en el campo de las letras y la filología, se vuelve “loco” o, mejor dicho, atraviesa por un periodo de locura que consiste en dejar atrás los adarmes de la academia para abrazar los de una insania creativa que siempre ha vivido en él, pero bajo una forma reprimida. Algo de eso nos refirió Alatorre en aquella comida, cuando se refirió al espíritu “creativo” con el que redactó Los 1,001 años de la lengua española, en parte movido por una acuciante necesidad económica y en parte movido por el gozo que supone contar una historia que nunca antes había sido contada. Miguel Ventura dice en sus memorias que Alatorre era un “narrador nato”; y, en efecto, la historia de la lengua española que Alatorre redactó a mediados de la década de 1970 está elaborada con el temple, o con la pasta, del novelista, más que del profesor universitario ceñido por la toga y el birrete y que teme salirse de los cauces establecidos por las bibliografías o las notas a pie de página. Alatorre cuenta —y, en este caso, escribe— con la libertad de quien domina el arte de la conversación y es capaz de trasladarlo al ámbito de la página impresa.

Sólo una crítica cabría hacerle a la historia de la lengua española que cuenta Alatorre en aquel libro. Para él, pese a todo esto que acabo de decir sobre su genio creativo, la historia de la literatura terminaba con los siglos de oro. Muy poco de interés se había producido después de eso. Cuando Alatorre se refiere a los libros que conforman la historia de un idioma como el español en los siglos posteriores, me parece que lo hace con cierto desgano o cierto desdén crítico (el mismo que le reprochó Evodio Escalante en aquella polémica que sostuvieron a raíz de la reserva y la distancia que Alatorre manifestó sobre una supuesta crítica neoacadémica). No sé qué tan dispuesto estaba a admitir páginas geniales en algunos escritores contemporáneos fuera de casos con el de Borges y el de Arreola, Rulfo y pare usted de contar… Tal vez esta fuera la razón de que Alatorre se distanciara de Paz: en el fondo pensaba que Paz no estaba a la altura… de lo que su enorme ego suponía… y lo peor del caso es que Alatorre estaba dispuesto a decírselo en su cara. Así como Alatorre le había reprochado a Paz que no tuviera oído para el poema de Sor Juana, así me parece que podría reprochársele a Alatorre que no tuviera oído para Vallejo, Huidobro o Lezama Lima.[3] Alatorre vivía en un mundo poblado por los fantasmas de la alta cultura europea de siglos pasados y eso no significaba que no fuera un hombre divertido y un genial conversador… a ratos… Sin embargo, la distancia que naturalmente interponía con sus interlocutores era muy parecida a la arrogancia.

La arrogancia de Alatorre era la del sabio que no se siente tal pero que, al mismo tiempo, no está cómodo entre la gente que lo rodea. A mí me parece, y quizás en esto esté yo equivocado, pues mi trato con Alatorre se reduce al que he tenido con sus libros y con los artículos suyos que he encontrado en las revistas y en algunos portales olvidados de internet, que por esa razón Alatorre se sentía mucho más a gusto rodeado de fantasmas, presencias de otros tiempos que a él le parecían mejores que este. No puedo culparlo, en muchos de nosotros cohabita una sensación similar.[4]

En una película de 2014, Lucy, Luc Besson sondea una fantasía no del todo explorada por la ciencia, según la cual el cerebro humano opera solamente al 10 por ciento de su capacidad. Mediante el consumo involuntario de una droga sintética, y en un lapso menor a 24 horas, una joven logra expandir las capacidades de su cerebro hasta el 100 por ciento. Cuando logra esta sensación de poder absoluto, su cuerpo desaparece y su mente se fusiona con el universo, convirtiéndola en Dios, es decir, en un ser que se confunde con el universo. Después de su tratamiento psicoanalítico, y el consumo de sustancias que contribuyeron a su análisis, como el lsd, Alatorre comenzó una etapa menos académica y más creativa en su vida. Es imposible establecer una relación directa entre una y otra cosa, pero es indudable que ambas van de la mano y la una tiene que ver con la otra de una manera casi definitiva. Después de leer la saga de Carlos Castaneda sobre las enseñanzas de Don Juan, y libros como el de Gordon Wasson sobre los misterios eleusinos (El camino a Eleusis, FCE, 1980), sabemos que estas sustancias psicotrópicas cumplen con una función que va más allá de lo ritual al activar zonas del cerebro que de otra forma permanecen dormidas; esta activación tendría que ver con una percepción más amplia y plena de la realidad. En La migraña, la novela que Alatorre no quiso publicar en vida, encuentro pasajes que me hacen pensar en esa condición flexible de ciertos cerebros que se abren a la percepción de lo ínfimo, como este, por ejemplo, donde el autor se refiere a las florecillas que crecen del pasto:

Es justamente mi primera sensación: el césped recién cortado huele a savia, a verde, a vegetal. Y recuerdo que cuando está así es cuando se ven sus flores. No sé quién me lo hizo notar hace tiempo. Las flores del césped son tan minúsculas que casi no se distinguen a simple vista: hay que aguzar la mirada para descubrir los estambres, tres filamentos muy tenues, de un blanco azulado, con una puntita casi microscópica de polen amarillo (La migraña, 24-25).

El párrafo citado es impecable en su construcción. No hay artificios ni engaños ni maromas de ninguna especie: es un párrafo justo y transparente. No hay falsa erudición sino contacto de la piel desnuda con el pasto. Se trata, desde luego, de una novela donde no hay invención, sino memoria. Guillermo, el protagonista, es Alatorre en realidad, mal disfrazado de Guillermo, valga decir. No importa; lo que vale es que la prosa se ha liberado de los grilletes de la academia y la prosa se ha vuelto simplemente prosa.

Lo mejor de Alatorre se encontraba en su estilo conversado. El brote de la conversación en su prosa suponía el desprendimiento de los vínculos que lo ataban a las seguridades de lo académico —aunque también es verdad que lo mejor de Alatorre se encontraba en algunos de sus estudios académicos, como los insuperables ensayos sobre Sor Juana y el Primero sueño. Pero Alatorre era más Alatorre cuando escribía con desenfado y soberbia. El desenfado, la bilis, la agudeza lo ponían a salvo de sus propios prejuicios y temores. De eso justamente trata La migraña, de un escritor que sale del clóset y escribe la novela que había perfilado, en su mente y en su imaginación, después de algunos intentos fallidos. El brujo de Autlán es una novela que puede leerse como una constancia, la misma con la que Alatorre soñó a su pueblo, Autlán de la Grana, y su habla, esto es, el español que se habló en esa región de Jalisco en el siglo xvii (el siglo de Sor Juana), pero también el español que Alatorre escuchó de boca de sus padres y maestros en los años veinte y treinta del siglo pasado. Un español que opera en dos niveles, pasado y presente, que se mezclan inextricablemente creando una tercera dimensión artificial, literaria, artística.[5]

Resulta curioso comprobar cómo Alatorre, por un lado, aceptaba gustoso los rigores de la vida monástica —en sus años de seminarista, por ejemplo— y cómo luchó para desprenderse de esos rigores en los años posteriores. Su polémica con Paz resulta de mucha utilidad para entender estos contrastes. Como ya hemos dicho, Alatorre le reprochó a Paz que no hubiera hecho una lectura más rigurosa del Primero sueño de Sor Juana, y que se hubiera quedado en la superficie o en el facilismo de adjudicarle un parecido que nunca tuvo con el Golpe de dados de Mallarmé. Con esto, en realidad, Alatorre le estaba reprochando a Paz que a lo largo de su obra no hubiera impreso un rigor mucho mayor en sus apreciaciones sobre poesía y literatura. En su defensa, podríamos esgrimir que Paz no era un filólogo, sino un poeta. No obstante, Alatorre pensaba que como poeta debió proceder con mayor cautela.

No sé si estoy en todo de acuerdo con el profesor en este punto. En el fondo, creo que Paz acertó al señalar los posibles nexos entre la obra de Sor Juana y una corriente que empezaba —en el siglo xvii, en la capital de la Nueva España— a perder el vigor con el que se había pronunciado a mediados del siglo xv en Europa. Me refiero con esto al neoplatonismo de Gemisto Pletho, que desarrollaron, en Florencia, sus discípulos indirectos Marsilio Ficino y Pico della Mirandola y cuya envergadura rebasaba los niveles de la magia y la superchería que Alatorre insinuó como parte de los errores que Paz había cometido al comentar el poema mayor de la monja jerónima. Paz hubiera tenido que escribir otro libro, si hubiera querido ahondar en el tema, y hubiera tenido que ofrecer un enfoque distinto para abarcar, dentro del aura neoplática, no sólo al Primero sueño sino al conjunto de la obra de Sor Juana. ¿Hasta qué punto estuvo Sor Juana influida por esta corriente de pensamiento, que más que una corriente de pensamiento se parece a una atmósfera, la misma que respiraron Shakespeare y Cervantes en los años más concentrados y creativos de sus vidas? No lo sabemos con certeza, pero se antoja no sólo interesante sino plausible esta hipótesis de trabajo.

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Alatorre no pudo o no quiso eliminar del todo ese estigma de académico celoso e intransigente que lo acompañó a lo largo de su vida, y que impedía que su obra se difundiera a otros niveles. Cuando nos conocimos, el escaso eco de su obra era algo que lo preocupaba vivamente. El deseo de publicar en editoriales que no fueran El Colegio de México o El Colegio Nacional era un claro indicio de esa preocupación. Sin embargo, uno es lo que es y creo que Alatorre estaba hecho de ese tipo de contrastes, que oponen la vida del claustro a la vida del hombre libre, que se acuesta con el torso desnudo sobre el pasto aún mojado por la lluvia de la noche anterior para sentir la presencia de unas florecillas diminutas que hacen, a final de cuentas, la diferencia entre estar vivo y estar muerto.

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Porque a final de cuentas, no obstante que sea reconocido como filólogo, crítico o eminente profesor universitario, el poeta es el que ve las florecillas en el césped —el que ve lo que aparentemente no es o no existe.

[1] “Oficio: filólogo”, pp. 29-30.

[2] Miguel Ventura, “Antonio y yo”, Confabulario, 27 de octubre de 2013.

[3] En su discurso de ingreso a El Colegio Nacional (“Crítica literaria tradicional y crítica neo-académica”, 1981), como no queriendo la cosa, Alatorre le hace algunas observaciones a Paradiso, la novela de Lezama Lima, poniendo en evidencia que no le gustaba o que simplemente le parecía excesiva.

[4] El propio Alatorre ya lo había dicho en el texto de la polémica que sostuvo en 1988, y que se incorporó después a su libro Ensayos sobre crítica literaria (El Colegio de México, primera edición corregida y aumentada, 2012): “No hay razón para esperar de mí lo que no ofrecí, lo que no quise ni puedo dar. Yo soy un investigador más o menos especializado en la poesía de los siglos de oro, sobre todo en su vertiente barroca, digamos de Góngora a sor Juana. No soy lector habitual de Bajtín, ni de Todorov, ni mucho menos de Jitrik. Las nuevas terminologías no me espantan per se y no son abstrusas per se. Lo que pasa es que cuando las veo sirviendo de vestidura a la inepcia (la mona vistiéndose de seda, el grajo poniéndose plumas de pavón, o simplemente el rey desnudo) me da risa por principio de cuentas y en seguida siento que las cosas andan mal” (p. 143). El estilo conversado ya está aquí, en estos textos de finales de la década de 1980; pero esta forma de pensar y sentir la prosa encontrará una expresión más rotunda en ensayos y textos posteriores, los de su particular “fin de siglo”, ese punto especial, ese enroque donde convergen de manera luminosa y recíproca pasado y presente y generan una unidad, una plenitud difícil de expresar, pero consustancial al ejercicio de la literatura; una forma de conciencia, atemporal, transhistórica, podríamos añadir. Pasado y presente eran una sola cosa en el Proust de À la recherche du temps perdu.

[5] Esto es algo en lo que no había pensado, pero es definitivo que existe una relación entre el consumo de sustancias artificiales, cuyo efecto reproduce el de los enteógenos de los que habla Gordon Wasson en su libro sobre Eleusis, y la magia. Alatorre era un espíritu científico, positivo, que desdeñaba estos saberes, tal como lo demostró en su polémica con Octavio Paz, que marcó su vida académica y su vida de escritor durante tres décadas. Sin embargo, esta contradicción en su carácter nos lleva a pensar en cosas muy interesantes que van más allá del ámbito de una pretendida congruencia. ¿Cuál es la relación, en todo caso inconsciente, que existe entre esa libertad creativa, sexual, etcétera, que en Alatorre despertó el consumo del lsd a mitad de su vida y las preocupaciones esotéricas no confesas que se encuentran en un libro tan significativo como El brujo de Autlán, en cuyo nombre lleva la fama?