Agua

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Para Araceli Meza

 

—¿Entiendes el rollo en el que estás metido?

—Sí señorita.

—Ay muchacho. ¿Cuántos años dices que tienes?

—Quince.

—Eres un chamaco.

—No señorita, soy un hombre ya hace rato.

—Para la ley, muchacho. Sigues siendo menor de edad y eso ayuda algo al asunto.

—¿Será?

—Sí. Por ahora estás en custodia y no te pueden procesar por simplemente cruzar la frontera. Necesitan más información para ver qué van a hacer contigo.

—Seño.

—¿Qué pasa?

—Necesito un favor.

—No hay mucho que pueda hacer muchacho. Pero dime qué quieres y a ver si se puede.

—Mire seño, pues cuando llegamos a Sonora algo me decía que me iba topar con la Muerte. Bien sabía que si cruzaba, me iba a topar con el miedo mismo hecho persona.

—Ay muchacho, y entonces… ¿qué pasó?

—Pues cruzamos…

—Ajá.

—Y pues el coyote de repente nos apuntó bien al norte y nos dijo que de ahí en adelante nos tocaba solos. De los treinta y dos que comenzamos a caminar como a eso de la una de la madrugada, al final ya nomás alcanzaba a ver a unos cinco por delante, y atrás mío ya no sentía a nadie.

—¿Y entonces?

—Pues caminé sin soltar mi mochila. Seguí caminando hasta que el sol salió y comenzó a picar poquito a poco. Sentía que el cogote se me cerraba y en cuanto podía, buscaba la poquita de sombra que encontraba. Hubo un rato que tuve que sacarme los zapatos para que no me siguieran quemando, pero sabía que tenía que caminar hasta llegar a la carretera.

—Que fue donde te encontramos.

—Sí… y pues, después de caminar un rato, me acabé toda el agua que traía. Pensé que me iba a quedar seco como los huizaches que usan como leña.

—Pues cuando te encontramos estabas tostado como el carbón, muchacho.

—‘Tonces, cuando iba caminando me encontré con un difunto. Y de esas veces que uno nunca sabe lo que es la meritita sed. De esa sed que uno se arrepiente de todo lo que ha hecho. De las maldades que hice en el pueblo. De las triquiñuelas que le prometí a mi mamá que ya no haría. De las promesas que le hace uno a la familia antes de saber que sería la última vez que los vería. De todo lo malo, y de todo lo bueno, aunque fuera tan poco.

—Muchacho… ¿Y luego?

—Pues el muertito que había encontrado todavía tenía su botella de agua. Y pues que se la quito. En ese momento no pensé en pedírsela, ni de favor ni de nada. Pero si no fuera por esa agua, no hubiera llegado a donde me encontraron.

—Pues tuviste suerte, muchacho.

—Nada de suerte, señorita. Lo que tuve fue mandato divino. El meritito Dios me lo mandó para que me encontrara con ustedes. Si no hubiera sido así, me hubiera muerto de pura insolación.

—…

—Pero aquí viene el favor.

—Dime.

—Pues seño.

—Dime.

—Pues no he podido dormir bien desde que me tomé el agua del difunto. Digo, no he podido dormir como Dios manda.

—A fregado, ¿y cómo es eso?

—Pues seño, desde ese día que no he dejado de pensar en el alma del difunto. Me tomé el agua que según tenía, le iba durar hasta el otro viaje.

—¿Cuál viaje?

—Pues el viaje, seño; el último, pues.

—¿Y cómo te ayudo, muchacho?

—Con una vela.

—¿Cómo…?

—Sí, con una veladora, pues.

—No entiendo.

—Una veladora con un vaso de agua pa’ que el ánima me deje dormir.

—Mira muchacho, hoy tengo que ir a la frontera, cerca donde te encontramos y tengo unas horas para mí. Voy a hacer un mandado y de ahí arranco a lo tuyo.

—Muchas gracias, seño.

—Muchacho, todo sea para que duermas como Dios manda…

 

—… pude visitar a tu amigo.

—Sí, supe.

—¿Cómo que supiste?

—Uno sabe, seño. Pero tengo otro favor que tengo que pedirle.

—¿Otro?

—Sí.

—¿Y ahora?

—Pues ahora sí necesito salirme del rollo de los narcos. Si no les pago, me van a matar a todos en mi pueblo.

—Muchacho, ahora sí hay que hacer milagros y pedirle a todos los santos de los que te acuerdes. A ojo de buen cubero, en lo que te metiste tomará un sirio para sacarte de ese lío.